Esta necesidad básica, que sólo se observa en el hombre, es la necesidad de simbolizar. La función simbólica es una de sus actividades primarias, como comer, mirar o moverse. Es el proceso fundamental de la mente, que se prolonga perpetuamente.
—SUSANNE K. LANGER
Las realizaciones del hombre se deben al uso de símbolos
—ALFRED KORZYBSKI
Los animales luchan entre sí por el alimento y el mando, pero no por otras cosas que representen estos fines, como los seres humanos: como nuestros símbolos del dinero en papel (billetes, acciones, títulos), las condecoraciones o insignias que se prenden en la ropa, o las placas de licencia de bajo número, que suponen categoría social en algunas personas. Para los animales, no parece existir la relación de representación de una cosa por otra, como no sea en forma muy rudimentaria[1].
Puede llamarse proceso simbólico el que siguen los seres humanos para hacer que unas cosas representen caprichosamente a otras. Siempre que dos o más personas hablan, pueden, de mutuo acuerdo, hacer que una cosa represente a otra. Aquí tenemos, por ejemplo, dos símbolos:
X
Y
Podemos convenir en que X represente botones, y Y arcos; después podemos modificar nuestro convenio, para que X designe a los Medias Blancas de Chicago, y Y a los Rojos de Cincinnati; o X a Chaucer, y Y a Shakespeare, o bien X a Corea del Norte, y Y a Corea del Sur. En nuestra calidad de seres humanos, tenemos libertad única para crear, manejar y adjudicar valores a nuestros símbolos, según nos plazca. Y podemos ir más lejos; podemos crear símbolos que representen a otros símbolos; por ejemplo: hacer que el símbolo M signifique todas las X del ejemplo anterior (botones, Medias Blancas, Chaucar, Corea del Norte) y N todas las Y (arcos, Rojos de Cincinnati, Shakespeare, Corea del Sur). Luego podemos formar otro símbolo, T, que indique al M y al N, en cuyo caso tendríamos un símbolo de símbolos de símbolos. Esta libertad de crear símbolos de cualquier valor y símbolos de símbolos es esencial en el proceso que llamamos simbólico.
Adondequiera que volvamos los ojos, observamos procesos simbólicos. Las plumas en la cabeza o los galones en la manga pueden simbolizar la categoría militar; las conchas de moluscos, o los anillos de bronce, o ciertos pedazos de papel impreso, pueden simbolizar la riqueza; dos bastones cruzados pueden representar un sistema de creencias religiosas; los bolones, los dientes de alce, las cintas, los estilos especiales de peinado ornamental o tatuaje, pueden designar artificiosamente afiliaciones sociales. El proceso simbólico invade a la vida humana, lo mismo en los niveles más primitivos que en los más civilizados. Guerreros, brujos, policías, porteros, enfermeras, cardenales y reyes llevan vestiduras que simbolizan sus ocupaciones y rangos. Los indios norteamericanos coleccionaban cabelleras; los estudiantes universitarios coleccionan llaves de sociedades honoríficas a que pertenecen, para simbolizar triunfos logrados en los distintos campos. Pocas son las cosas que hagan o quieran hacer los hombres, que posean o deseen poseer, que no tengan un valor simbólico además del biológico o mecánico.
Todos los vestidos de moda, como ha observado Thorstein Veblen en su Theory of the Leisure Class (1899), son altamente simbólicos: sus materiales, corte y adornos sólo en mínimo grado obedecen a consideraciones de calor, comodidad o carácter práctico. Cuanto más finas sean nuestras prendas de vestir, más restringimos nuestra libertad de acción. Pero, con los finos bordados, los tejidos que se manchan con cualquier mota, las camisas almidonadas, el tacón alto, las uñas largas y puntiagudas, y otros sacrificios de la comodidad por el estilo, las clases acaudaladas logran simbolizar, entre otras cosas, el hecho de que no tienen que trabajar para vivir. Por su parte, los que no están en tan buena posición simbolizan, al imitar estos símbolos de fortuna, su convicción de que son tan buenos como cualquiera, aunque tengan que trabajar para vivir.
Con los cambios que han ocurrido en la vida norteamericana desde los tiempos de Veblen, se ha modificado de muchas maneras nuestra forma de simbolizar la categoría social. A excepción de cuando hay que vestirse de etiqueta para una reunión social, hoy suelen llevarse ropas cómodas e informales en la calle, y sobre todo, se prescinde de los convencionalismos de la vida de los negocios, por lo cual se usan camisolas deportivas de colores llamativos para los hombres, y pantalones capri para las mujeres.
En los tiempos de Veblen, la piel atezada indicaba que se vivía y se trabajaba en el campo, y las mujeres tenían por aquellos días mucho cuidado en protegerse del sol con sombrillas, sombreros de alas anchas y mangas largas. En cambio, hoy la palidez de la tez indica que está uno confinado en oficinas y fábricas, y el bronceado del cutis indica una vida deportiva, viajes a Florida, a Sun Valley y a Hawaii. De aquí que una piel requemada por el sol, que antes se consideraba algo feo porque simbolizaba el trabajo, hoy es hermosa porque simboliza descanso. “De lo que se trata es de cobrar un color —dijo Slanton Delaplane en el Chronicle de San Francisco—, que, de nacer con él, le dificultaría extraordinariamente a uno la entrada en los hoteles principales”. Y los individuos pálidos de Nueva York, Chicago y Toronto, que no pueden hacer viajes en pleno invierno a las Indias Occidentales, se consuelan bronceándose con tintes de farmacia.
También el alimento es altamente simbólico. Los católicos, judíos y musulmanes observan sus reglamentos dietéticos para simbolizar su adhesión al propio credo. En casi todos los países hay alimentos específicos que simbolizan determinados festivales y solemnidades; por ejemplo: el pastel de cerezas se consume para conmemorar el nacimiento de Washington, y el pavo, el Día de Acción de Gracias. El acto de comer juntos ha sido altamente simbólico a lo largo de toda la historia de la humanidad: “compañero” significa una persona con quien se comparte el pan.
La actitud, a todas luces ilógica, del sureño blanco respecto a los negros puede atribuirse también a motivos simbólicos. A quienes no pertenecen a esa región, les resulta a veces difícil comprender que los sureños blancos acepten un contacto físico inmediato con sus criados negros, mientras les repugna la idea de sentarse junto a individuos de color en los restaurantes y en los autobuses. Es que los sureños tienen la idea de que los servicios de un criado negro —aun los de carácter personal, como los de cuidar a un enfermo— suponen simbólicamente desigualdad social, en tanto que la admisión de los negros en los autobuses, restaurantes y escuelas integradas presupone igualdad social.
Escogemos nuestro mobiliario para que simbolice visiblemente nuestro gusto, fortuna y posición social. Frecuentemente nos decidimos por una residencia, porque “es de buen tono tener una casa bonita”. Sustituimos nuestros autos en perfecto estado por modelos más modernos, no siempre con objeto de tener un medio de transporte mejor, sino para que la comunidad se entere de que podemos hacerlo[2].
Esta conducta complicada y evidentemente innecesaria hace que los filósofos, lo mismo los aficionados que los profesionales, se pregunten una y otra vez: ¿por qué no podrán los seres humanos vivir con sencillez y naturalidad? La complejidad de la vida humana nos impulsa a envidiar casi la existencia sin complicaciones de los perros y de los gatos. Pero el proceso simbólico que hace posible los absurdos de la conducta humana también hace posible el lenguaje y, por tanto, todas las realizaciones humanas que de él dependen. Que haya más complicaciones en el manejo de los automóviles que en el de las carretas no es motivo para volver a éstas. De la misma manera, las complicadas extravagancias del proceso simbólico no justifican la vuelta a la vida canina o gatuna. Mejor será comprender el proceso simbólico para, en lugar de ser sus víctimas, convertirnos más o menos en sus árbitros.
El lenguaje es la forma más desarrollada, sutil y complicada de simbolismo. Se ha explicado ya que todos los seres humanos pueden convenir en que una cosa represente a otra. Pues bien, a lo largo de siglos de dependencia mutua, los hombres han convenido en que los múltiples ruidos que pueden producir con los pulmones, garganta, lengua, dientes y labios, signifiquen sistemáticamente determinados hechos de nuestro aparato nervioso. Por ejemplo: se nos ha adiestrado a emitir estos sonidos, “Hay un gato”, cuando nuestro sistema nervioso registra la presencia de este animal. El que nos lo oye decir, espera encontrarse, al mirar en la dirección que le indicamos, con una reacción parecida en su sistema nervioso, la cual le impulsará a emitir casi los mismos sonidos. También se nos ha inculcado que, cuando sintamos necesidad de comer, emitamos este sonido: “Tengo hambre”.
Como se ha dicho, no hay relación necesaria entre el símbolo y lo simbolizado. De la misma manera que se puede llevar atuendo de pesca sin haberse acercado siquiera al agua, puede decirse “tengo hambre” sin que sea verdad. Igualmente, de la misma manera que la categoría social puede estar simbolizada con las plumas que se llevan en el pelo, los tatuajes del pecho, los áureos ornamentos o la cadena de oro del reloj, o de mil maneras distintas según la cultura en que se vive, el hecho de sentir hambre puede simbolizarse con diferentes sonidos, según la cultura en que vivamos: “J’ai faim”, o “Es hungert michv o “Ho appetito”, o “Hara ga hetta”, etc.
Por naturales que parezcan a primera vista estos hechos, no lo son si nos ponemos a recapacitar sobre ello. Símbolos y cosas simbolizadas son independientes, lo cual no es obstáculo para parecemos que hay relaciones necesarias entre unos y otras, y a veces obremos en consecuencia. Por ejemplo: se nos antoja vagamente que los idiomas extranjeros son absurdos: ¿Por qué pondrán nombres tan chistosos a las cosas? ¿Por qué no las llamarán por su nombre? De esta manera piensan principalmente los turistas que creen hacerse entender mejor de los habitantes de los países que visitan, hablándoles más fuerte. Recuerdan a aquel rapaz que decía: “Se llama cerdos a los cerdos porque son tan sucios”, y se imaginan que el símbolo está intrínsecamente relacionado de alguna manera con lo simbolizado. Y hay gente para la que, como le parece que las culebras son criaturas repugnantes y viscosas (aunque, dicho sea de paso, no son viscosas), la palabra “culebra” es igualmente repugnante y viscosa.
La ingenuidad del proceso simbólico se extiende también, claro está, a otros símbolos que no son verbales. Por lo visto, hay en todos los espectáculos teatrales, de cine o de televisión, espectadores que no llegan a comprender del todo el carácter ficticio y simbólico de las representaciones. El actor es un individuo que simboliza a otros personajes reales o imaginarios. Fredric March hizo con gran acierto el papel de borracho en cierta película, hace unos años. Su esposa, Florence Eldridge, dice que durante algún tiempo estuvo recibiendo cartas de conmiseración y simpatía por parte de mujeres casadas con alcohólicos. También hace unos años se dijo que cuando Edward G. Robinson, quien encarnaba frecuentemente con extraordinario talento el papel de bandido, visitó Chicago, los hampones de la localidad le telefonearon a su hotel, ofreciéndole sus respetos profesionales.
Sabido es el caso del actor que, haciendo de villano en una gira teatral, fue tiroteado en un momento particularmente tenso de la obra por un vaquero indignado del auditorio. Y no se crea que este tipo de confusión se limita al público sencillo del teatro. Hace poco tiempo, Paul Muni, después de personificar a Clarence Darrow en la película Inherit the Wind, fue invitado a pronunciar un discurso en la American Bar Association; Ralph Bellamy, después de representar el papel de Franklin D. Roosevelt en Sunrise at Campobello, recibió la invitación de diversos centros universitarios para hablar sobre Roosevelt. Recuérdense aquellos patriotas dignos de mejor causa que se lanzaron en avalancha a las oficinas de reclutamiento militar para ayudar a defender la nación, cuando el 30 de octubre de 1938, los Estados Unidos fueron “invadidos por un ejército marciano” en cierta dramatización por radio[3].
Pero los ejemplos presentados no son sino manifestaciones notables de actitudes confusas hacia las palabras y los símbolos. Para nada valdría mencionarlos, si siempre y uniformemente comprendiésemos la independencia de los símbolos respecto a las cosas simbolizadas, como pueden y deben hacerlo todos los seres humanos, según cree el autor de estas líneas. Pero no la comprendemos. La mayor parte tenemos hábitos inexactos de valoración de uno u otro campo de nuestro pensamiento. Frecuentemente se echa la culpa de esto a la sociedad: muchas sociedades fomentan sistemáticamente la confusión habitual de símbolos y cosas simbolizadas en relación con ciertos temas. Por ejemplo: cuando se incendiaba una escuela japonesa, era obligatorio, en los tiempos en que se adoraba al emperador, hacer lo posible por salvar su retrato aun a riesgo de la propia vida (porque en todas las escuelas había un retrato suyo). Si se moría abrasado por las llamas, se le concedían a uno honores póstumos. En nuestra sociedad, no importa incurrir en deudas con tal de poder alardear de un nuevo y flamante automóvil, como símbolo de prosperidad. Y lo extraño es que, de hecho, la posesión de un automóvil flamante hace sentirse próspero y rico a su dueño. En toda sociedad civilizada (y probablemente en muchas primitivas también), los símbolos de piedad, virtud cívica o patriotismo suelen tenerse en mayor estima que estas mismas virtudes. Sea de ello lo que fuere, todos somos como el alumno brillante que hace trampa en los exámenes para conseguir su grado académico: damos mucha más importancia al símbolo que a lo simbolizado.
La confusión habitual entre ambas cosas, lo mismo por parte de los individuos como de las sociedades, es lo bastante grave en todos los niveles de la cultura para crear un problema humano perpetuo[4]. Empero, la expansión de los sistemas modernos de comunicación da al problema una peculiar y apremiante urgencia. Nos están hablando constantemente maestros, predicadores, agentes de ventas, agentes de relaciones públicas, organismos gubernamentales y películas. Nos persiguen hasta la paz de nuestro hogar, por radio y por televisión, los mercachifles de refrescos, detergentes y laxantes, y conste que hay casas en que no se apagan los receptores de la mañana a la noche. El cartero nos trae anuncios por correo. Las carteleras nos asedian desde los lados de la autopista, y por si esto fuera poco, nos llevamos a la playa nuestras radios portátiles.
Vivimos en un medio formado y creado en gran parte por influencias semánticas desconocidas hasta ahora: periódicos y revistas de enorme circulación, que reflejan los prejuicios y obsesiones extrañas de sus redactores y dueños en numerosísimos casos; programas de radio, locales y nacionales, casi completamente inspirados en motivos comerciales; agentes de relaciones públicas que no son sino artesanos pingüemente pagados del arte de manipular y alterar nuestro medio semántico con tal de atraer clientes. Es un medio interesantísimo, pero lleno de peligros: apenas puede considerarse exagerada la afirmación de que Hitler conquistó Austria con la radio. Hoy, los recursos de las agencias de anuncios y de relaciones públicas, la radio, la televisión, las películas comerciales y los noticiarios se ponen en juego para influir nuestras decisiones en las campañas electorales, sobre todo en los años de elecciones a la Presidencia.
Por tanto, los ciudadanos de la sociedad moderna necesitan más que aquel “sentido común” ordinario que a uno le impulsaba a afirmar que la Tierra era plana, según dijo Stuart Chase. Necesitan comprender a fondo los poderes y limitaciones de los símbolos, especialmente de las palabras, para evitar aturdirse totalmente con la complejidad del medio semántico. El primer principio relativo a los símbolos es: El símbolo no es lo simbolizado; la palabra no es la cosa representada por ella; el mapa no es el territorio que describe.
En cierto sentido, vivimos en dos mundos. Primero, en el de los hechos que conocemos directamente. Este es un mundo extraordinariamente pequeño, consistente únicamente en el conjunto de cosas que hemos visto, sentido u oído, en el fluir de los hechos que pasan constantemente ante nuestros sentidos. Este mundo de experiencia personal no incluiría a Africa, Hispanoamérica, Asia, Washington, Nueva York o Los Angeles si no hubiéramos estado allí. Si nos preguntamos qué es lo que directamente conocemos, veremos que es muy poco.
La mayor parte de lo que sabemos, a través de los padres, amigos, escuelas, periódicos, libros, conversaciones, discursos y televisión, lo hemos adquirido verbalmente. Todo nuestro conocimiento de la historia, por ejemplo, nos llega principalmente por palabras. La prueba fundamental que tenemos de la Batalla de Waterloo son los informes recibirlos acerca de ella. Estos no siempre son de quienes vieron el hecho, sino que se basan en otros testimonios: testimonios de testimonios de testimonios, que se remontan al de quienes vieron directamente lo que pasó. Por tanto, la mayor parte de nuestro saber se debe a informes o testimonios, y a informes de informes: informes sobre el Gobierno, sobre lo que pasa en Corea, sobre la película que se exhibe en tal o cual cine, y en realidad, sobre cuanto no conocemos merced a una experiencia directa.
Llamaremos a este mundo que nos llega a través de las palabras, mundo verbal, para distinguirlo del que conocemos o somos capaces de conocer por propia experiencia, al que denominaremos mundo extensional. (Más tarde se comprenderá por qué lo llamamos “extensional”). El ser humano comienza a conocer el mundo extensional como cualquiera otra criatura, desde la infancia. Pero, a diferencia de las demás criaturas, en cuanto aprende a entender, recibe informes de informes de informes y testimonios de testimonios de testimonios. Recibe además deducciones de ellos, deducciones de esas deducciones, etc. A los pocos años, al conocer amigos en la escuela, y en el centro de enseñanza dominical, ha ido acumulando un caudal considerable de información de segunda y tercera mano sobre ética, geografía, historia, la Naturaleza, la gente y los juegos, que constituye su mundo verbal.
Pues bien; siguiendo la famosa metáfora de Alfred Korzybski en Science and Sanity (1933), este mundo verbal tiene que estar en relación con el extensional, de la misma manera que un mapa se relaciona con el territorio que representa. Si el niño llega a la edad adulta con un mundo verbal en la cabeza que corresponde al extensional que encuentra en torno suyo a través de su experiencia cada día mayor, está en más o menos peligro de sentirse sorprendido o herido por lo que ve, porque su mundo verbal le ha indicado aproximadamente lo que iba a venir. Está preparado para la vida. Pero si va creciendo con un mapa falso en la cabeza —es decir, lleno de errores y supersticiones— se topará con obstáculos constantes, derrochará sus esfuerzos y se conducirá como un insensato. No estará ajustado al mundo tal como es, y hasta podría terminar en un manicomio, si el desajuste fuese grave.
Algunas de las tonterías en que incurrimos por los falsos mapas que llevamos en la cabeza son tan corrientes, que apenas paramos mientes en ellas. Hay quienes se protegen contra los accidentes con una pata de conejo en el bolso. Otros no quieren ocupar el piso 13 de un hotel, lo cual ha sido causa de que hasta los hoteles más suntuosos de capitales populosas de nuestra cultura científica no tengan piso “13”. Algunos hacen planes para su vida a base de las predicciones astrológicas. Otros se dejan guiar por sus sueños. Hay quienes esperan blanquear sus dientes cambiando de pasta dentífrica. Todos estos individuos viven en mundos verbales que apenas tienen alguna relación con el mundo extensional.
Ahora bien; por hermoso que sea un mapa, de nada le vale al viajero si no indica con exactitud la relación de los lugares entre sí, la estructura del territorio. Si, por ejemplo, dibujamos una gran hondonada en forma y con los contornos de un lago, por razones artísticas nada más, para nada vale el mapa. Si pintamos mapas por capricho, sin fijarnos en absoluto en la estructura de la región, podremos dibujar cuantos relejes, curvas y sinuosidades se nos antojen en caminos, lagos y ríos. A nadie hará daño, mientras no planee un viaje a base de ese mapa.
De la misma manera, siguiendo los caprichos de nuestra imaginación, o basándonos en deducciones falsas de informes buenos, o informes falsos, o por mor de dar suelta a la fantasía o de realizar ejercicios retóricos, podemos manufacturar con el lenguaje “mapas” sin relación alguna con el mundo extensional. Tampoco habría perjuicio para nadie, siempre que no se le ocurriera a alguien considerar esos mapas como descripciones de territorios reales.
Todos heredamos un gran volumen de saber inútil, de equivocaciones y errores (mapas que al principio se creyeron exactos), por lo cual siempre hay que descartar muchas cosas que nos enseñaron. Pero el patrimonio cultural que se nos ha transmitido —el depósito social común de nuestros conocimientos científicos y humanos— se ha valorado principalmente a base de los que nos han parecido mapas exactos de experiencia. La analogía de los mundos verbales con los mapas es importante, y a ella aludiremos frecuentemente en este libro. Pero debe observarse que hay dos maneras de meternos en la cabeza mapas falsos del mundo: una, recibiéndolos; otra, creándolos nosotros misinos cuando no leemos bien los mapas exactos que recibimos.
El lector que quiera llevar a la práctica las ideas expuestas en esta obra, debería adquirir un gran álbum para pegar recortes, o una carpeta archivadora, o un fichero de cartulinas grandes. Luego sería conveniente que fuese coleccionando citas, recortes de periódicos, editoriales, anécdotas, etc., que le sirviesen para observar de una u otra manera la confusión reinante entre símbolos y cosas simbolizadas. En capítulos posteriores de este libro se indicarán otros confusionismos distintos. Búsquense ejemplos en que la gente crea que hay relación necesaria entre el símbolo y lo simbolizado, entre las palabras y lo que significan.
Cuando lleve coleccionados y estudiados unos cuantos ejemplos así, el lector podrá reconocer que hay algo parecido en la manera de pensar de la gente que le rodea, y hasta en sí mismo.
Los siguientes ejemplos del lenguaje en acción, tomados de distintas procedencias, lo ponen a uno en guardia contra errores parecidos. El lector deberá analizar y explicar los supuestos tácitos e inconscientes que el protagonista de cada caso tuvo presentes sobre la relación de las palabras (mapas) con los objetos (territorios).
Las puertas de la exposición celebrada en Chicago el año 1933, del Siglo del Progreso, se abrieron utilizando la célula fotoeléctrica, por la luz de la estrella Arturo. Dícese que una mujer comentó al enterarse: “Qué maravilla; estos sabios conocen los nombres de todas las estrellas”.
EJEMPLO DE ANÁLISIS: Por lo visto, la tal mujer, siguiendo el supuesto inconsciente de que hay relaciones necesarias entre los nombres y los objetos, creía que los científicos descubren el nombre de una estrella, observándola con gran cuidado y asiduidad. Y ya que sale a colación, ¿cómo reciben sus nombres las estrellas? Porque, evidentemente, alguien se Jos puso. Sin duda, los antiguos les ponían los nombres de sus dioses y diosas, y a las constelaciones las denominaban por su parecido con ciertos objetos, como la Osa Mayor (o Cazo, como se la llama en los Estados Unidos) y la Silla o la Libra. Se pregunta: ¿Tienen hoy los sabios normas más sistemáticas para poner nombre a los astros? Sin duda. Búsquelo y dará con ello. Le ayudará una buena enciclopedia, como la Británica (en lengua inglesa) o la Espasa en lengua española.
—JEAN PIAGET, The Child’s Conception of the World
—STUART CHASE, The Tyranny of Words
—Recorte de periódico no identificado
—Anuncio de una patente médica
JAMES JOYCE, A Portrait of the Artist as a Young Man
Freud dijo en una conferencia que los hombres eran tan susceptibles a los síntomas de la histeria como las mujeres. Al oírlo, un célebre profesor vienes se salió airado de la sala.
“¡Qué disparate! —murmuró—. ¡Susceptibles de histeria los hombres!
¡Pero si la palabra ‘histeria’ se deriva de la que en griego quiere decir útero!”
—Anatole Rapoport, Science and the Goals of Man
“—A ver si me entiendes, Jim; ¿habla el gato como nosotros?
—No.
—¿Y la vaca?
—No; tampoco la vaca.
—¿Habla el gato como la vaca o la vaca como el gato?
—Claro que no.
—Es natural y está puesto en razón que hablen de manera distinta, ¿no?
—Claro.
—¿Y no es natural y está puesto en razón que el gato y la vaca hablen distinto de nosotros?
—Pos claro que si.
—Entonces, ¿por qué no va a ser natural que un francés hable distinto de nosotros? A ver si me lo explicas.
—¿ El gato es hombre, Huck?
—No.
—Pos entonces, no hay po qué hable el gato como hombre. Y la vaca ¿es hombre?… ¿O es gato?
—No, no es nada de eso.
—Pos entonces, no tié po qué hablar como nenguno de ellos. ¿El francés es hombre?
—Si.
—¡Pos entonces! ¡ Mardita sea, po qué no habla como hombre! ¡A ve si me lo explicas tú!”
Mark Twain, Huckleberry Finn
Los ingleses adoptaron el color caqui para sus uniformes militares después de la guerra de los bóers, y los alemanes se disponían a cambiar el azul prusiano por un gris de campaña. Pero en 1912, los soldados franceses seguían llevando las casacas azules y el quepis y los pantalones rojos que usaban desde 1830, cuando el fuego de fusil no alcanzaba más de doscientos pasos, y los ejércitos no necesitaban esconderse, porque combatían muy de cerca. Al visitar el frente de los Balcanes en 1912, Messimy vio las ventajas del color desvaído del uniforme búlgaro y volvió a su tierra, decidido a que el francés fuese menos visible. Su plan de vestir a los soldados de un gris azulado o verdoso provocó vivas protestas… El Echo de París escribió que retirar “cuanto da colorido y aspecto animado al militar es llevar la contraria no sólo al gusto francés, sino a la función del Ejército”. Messizny replicó que eran cosas muy distintas, pero sus adversarios no cejaron. Un exministro de la Guerra, M. Etienne, habló en nombre de Francia en una sesión parlamentaria.
“¡Eliminar los pantalones rojos! —prorrumpió—. ¡Jamás! Le pantalón rouge c'est la France!”
“Aquel apego tozudo e imbécil a los colores más visibles iba a acarrear crueles consecuencias”, escribió después Messimy.
BARBARA W. TIICHMAN, The Guns of August
Selecciónese una palabra cargada de fuerte contenido emocional (negativo o positivo), como “araña”, “pistola”, “matemática”, “rubia” o “mexicano”, y explíquense los sentimientos asociados con ella. ¿De dónde proceden? ¿Hasta qué punto se basan en reacciones al “mapa”, o al “territorio” real?
Escoja una naranja o una manzana que no tenga peculiaridades especiales y descríbala con unas doscientas palabras. Luego colóquela entre otras frutas de la misma clase, dé su descripción a un amigo y vea si la puede distinguir fácilmente de las demás. Después, que él escoja otra y la describa, y trate usted de identificarla a su vez.
¿En qué consiste un mapa bueno y un mapa malo? Si se tratase de un mapa de los Estados Unidos y se situasen las siguientes ciudades de esta manera, a la izquierda San Luis, en el centro Washington y a la derecha San Francisco, el mapa estaría mal. ¿Qué ocurriría si quisiese uno orientarse por ese mapa? ¿Qué habría que hacer para que el mapa estuviese bien? ¿Se reduce todo a colocar los nombres en su sitio? ¿Cómo sabemos cuál es “su sitio”? El mapa no es el territorio, claro está, pero ¿no hay ciertas semejanzas entre un buen mapa y el territorio que representa? Describa por escrito algunas de estas semejanzas y vea si pueden aplicarse a las palabras y a los objetos que significan.
Puede estudiarse este tema en Alfred Korzybski, Science and Sanity (1933), pág. 750, o Wendell Johnson, People in Quandries (1946), páginas 131-133.
No es fácil distinguir lo aprendido por experiencia directa de lo aprendido en lecturas. Un reflexivo comentarista del periodismo contemporáneo escribe:
El periódico produce la impresión al lector de expresar mejor la vida que un libro, y éste propende a confundir lo que ha leído en él con experiencias que no ha tenido.
—¡Si hubiera usted visto a Charlie White! —me repitió un individuo aburrido, ya maduro, en un bar—. Tenía un “gancho” izquierdo…
Yo ya lo sabía, porque lo había leído muchas veces, pero creo que él había visto tanto a White como yo a Ty Cobb, sobre cuyo estilo para correr las bases podía yo hablar como si lo hubiese visto mil veces. No creo que conociese personalmente a Cobb, pero había visto a Hans Wagner y a Christy Mathewson en un partido entre los Piratas y los Gigantes, cuando era pequeño, y no recuerdo el aspecto que tenían aquel día, ni lo que hicieron. Lo que sé de ellos, como lo que sé de Cobb, no es sino lo que he aprendido acerca de ellos en los reportazgos y fotografías periodísticos, y así sé tanto de Cobb como de los otros dos.
De la misma manera, el primer Presidente a quien vi con mis propios ojos, fue Warren Gamaliel Harding, pero lo recuerdo más vagamente que al primer Roosevelt, a Taft o a Wilson. Y aun hoy me parece increíble que no viese jamás a Franklin D. Roosevelt, del que tuve una experiencia casi tan personal como de mi propio padre.
—A. J. LIEBLING, The Wayward Pressman
¿Qué es lo que sabe el señor Liebling a través del “mapa” y qué conoce directamente del “territorio”? Recuerde algunas experiencias parecidas de sus lecturas y pasado.
Comprobar la relación entre “mapas” y “territorios” es una empresa que no tiene fin, porque constantemente vemos en torno a nosotros los mapas ficticios que sustituyen a la realidad. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si tratase usted de tener su casa como la presentan por televisión, al hacer los anuncios comerciales, con la aspiradora en su funda, los cacharros de la cocina blancos y resplandecientes, sin una sola mota de comida o de dulce, porque la limpieza se hacía en dos minutos escasos y sin esfuerzo alguno? Piense también en las aspiraciones atléticas de un colegio universitario, con sus lecciones de espíritu deportivo, de formación de carácter, etc., y en lo que pasa en realidad en muchos colegios que aspiran a victorias olímpicas.
Las discrepancias entre los mapas y los territorios han sido objeto de sátiras, comedias y explosiones de indignación moral a lo largo de la historia humana. He aquí unos cuantos ejemplos de diversos libros, que lo demuestran:
Vilhjalmur Stefansson, The Standardization of Error (1927). Es una obra ingeniosa y desconcertante, en que se explica cómo la gente parece preferir lo absurdo a lo real.
Bergen Evans, The Natural History of Nonsense (1946). Divertido catálogo de errores, supersticiones y patrañas que cree la gente.
Martha Wolfenstein y Nathan Leites, Movies: A Psychological study (1950). Estudio clásico sobre cómo las películas crean mapas falsos de la realidad en nuestra cabeza.
Robert Lindner, The Fifty-Minute Hour (1955). Estudio de individuos que tienen mapas de la realidad extraordinariamente deformados. Hay muchas otras obras siquiátricas y sicológicas que presentan ejemplos de confección patológica del mapa.
Albert D. Biderman, March to Calumny: The Story of American POW’s in the Korean War (1963). Se nos ha metido en la cabeza que fue vergonzosa la conducta de los soldados norteamericanos hechos prisioneros en la guerra de Corea. Se nos ha dicho que colaboraron completamente con sus aprehensores, que fueron demasiado cobardes para resistir o escapar y demasiado indisciplinados para organizarse y preparar su supervivencia. En este libro se refutan estas afirmaciones comúnmente aceptadas sobre los soldados norteamericanos en Corea.