No puede uno menos de extrañarse de la expresión, “lograr algo de balde”, repelida a todas horas, como si fuese la ambición peculiar y perversa de los perturbadores de la sociedad. Excepto nuestro equipo animal, todo lo que tenemos prácticamente se nos da gratis. ¿Puede el reaccionario más satisfecho blasonar de haber inventado el arte de la escritura o de la prensa, o de haber descubierto sus convicciones religiosas, económicas y morales,
o cualquiera de los procedimientos que le proporcionan alimento y vestido, o cualquiera de las fuentes de regalo, como los que le brindan la literatura y las bellas artes? En una palabra: la civilización apenas es algo más que recibir buenas cosas de balde.
—JAMES HARVEY ROBINSON
Cuando se llega a un acuerdo o convenio en los asuntos humanos… se logra merced a procesos lingüísticos, o no se logra en absoluto.
—BENJAMIN LEE WHORF
La gente que se tiene por aferrada a las realidades, como los poderosos líderes políticos y los hombres de negocios, así como los vividores y ganapanes de pequeño calibre, tiende a suponer que la naturaleza humana es egoísta y que la vida constituye una lucha en que sólo sobreviven los más aptos. Según esta filosofía, la ley fundamental que debe regir la vida del hombre es, a pesar de su barniz de civilización, la de la selva. Los más “aptos” son quienes pueden desplegar en la lucha más fuerza, más astucia y menos escrúpulos.
Lo extendido de esta filosofía de la supervivencia de los mejores permite a quienes proceden con dureza y egoísmo, ya sea en rivalidades personales, ya en la competencia de los negocios o en las relaciones internacionales, acallar el grito de su conciencia, diciéndose que no hacen sino obedecer la ley de la Naturaleza. Pero el observador imparcial tiene derecho a preguntar si la crueldad del tigre, la astucia del mono y la obediencia a la ley de la selva en sus aplicaciones humanas prueban verdaderamente la aptitud del hombre para sobrevivir. Si los seres humanos se empeñan en buscar sus modelos entre los animales, ¿no pueden darle lecciones de supervivencia sino las fieras rapaces?
No estaría mal, por ejemplo, parar mientes en el conejo o en el corzo y cifrar la aptitud de supervivencia en la rapidez de escapar de los enemigos. Pudiéramos fijarnos en la lombriz de tierra o en el topo, y cifrarla en la capacidad de esconderse y escabullirse. O estudiar a la ostra y a la mosca casera, cuya capacidad de supervivencia consiste en que se propagan con más rapidez que la de sus enemigos en devorarlas. De buscar a los animales por modelo, ahí está el cerdo, al que muchos seres humanos han querido emular desde el principio de los tiempos. (Recuérdese que Circe alentó en la Odisea ingeniosa y prácticamente a quienes tenían esas tendencias). Vemos, en el Brave New World de Aldous Huxley, un mundo obra de quienes quieren modelar a los seres humanos como hormigas sociales. El mundo, dirigido por un grupo de supercerebros, podría funcionar tan concorde y ordenadamente y con la misma eficiencia que un hormiguero, y también tan sin ton ni son, como indica Huxley. Basta con echar un vistazo al mundo de los animales, si en ellos buscamos la “capacidad de supervivencia”, para ver que no hay limite a los sistemas infrahumanos de conducta que pudieran imaginarse: podríamos emular a las langostas, a los perros, a los papagayos, a los gorriones, a las jirafas, a los zorrillos, y hasta a las lombrices parásitas, porque no cabe duda que han sabido sobrevivir de una u otra manera. Pero todavía cabe preguntar si la supervivencia humana no girará en torno a una capacidad específicamente distinta de la de los animales.
Como en general la gente cree que el perro devora al perro, la supervivencia de los mejores en nuestro mundo es una filosofía que debe estudiarse a la luz de la ciencia presente, aunque la bomba de hidrógeno ha abierto los ojos a algunos para comprender la necesidad de un cambio de filosofía. Los biólogos distinguen dos tipos de lucha por la vida. Primero, la lucha interespecífica, o sea, entre las distintas especies animales, como zorras y venados, hombres y bacterias. Segundo, la intraespecífica, entre los miembros de una misma especie, hombres contra hombres, o ratas contra ratas. Hay muchos indicios en la biología moderna de que las especies que han desarrollado medios complicados de competencia intraespecífica, frecuentemente no son aptos para la lucha interespecífica, por lo cual o ya han perecido esas especies o están en vías de extinción. Aunque la cola le valga al pavo real para la competencia sexual con otros pavos reales, constituye un engorro para abrirse camino en el medio ambiente o luchar con otras especies. Por eso, el pavo real podría quedar eliminado de la noche a la mañana merced a un cambio súbito en el equilibrio ecológico. Hay pruebas también de que el vigor y la fiereza para atacar y matar a otros animales, lo mismo en la lucha interespecífica que en la intraespecífica, nunca ha bastado por sí solo para garantizar la supervivencia de la especie. Muchos gigantescos reptiles, dotados de magníficas armas ofensivas y defensivas, dejaron de arrastrarse por la tierra hace millones de años[1].
Para hablar de la supervivencia humana, una de las primeras cosas que hay que hacer, aun suponiendo que los hombres tengan que luchar para vivir, es distinguir entre las cualidades que les valen para defenderse del medio y de otras especies (inundaciones, tormentas, al mismo tiempo que animales salvajes, insectos o bacterias) y las que necesitan para luchar con otros hombres (como la agresividad).
El principio de que si no peleamos juntos seremos ahorcados por separado, fue descubierto por la Naturaleza mucho antes que por los hombres. La cooperación dentro de la especie (y a veces, con otras especies) es esencial para la supervivencia de la mayor parte de los seres vivos. Además, el hombre es el animal que habla; y la teoría de su supervivencia que no tome en cuenta este hecho no es más científica que la de la supervivencia del castor, haciendo caso omiso de cómo usa este animal sus dientes y su cola aplastada. Veamos lo que significa el habla, la comunicación humana.
Cuando alguien nos grita, “¡Cuidado!”, y uno da un salto para evitar a duras penas ser arrollado por un automóvil, debemos nuestra salvación al acto cooperativo fundamental, merced al cual sobreviven los animales superiores, o sea, la comunicación por el sonido. No vimos venir al vehículo, pero alguien lo vio y emitió ciertos sonidos para ponernos en guardia. En otras palabras: aunque nuestro sistema nervioso no percibió el peligro, salimos indemnes porque otro sistema nervioso lo captó. Nos beneficiamos de este otro sistema además del nuestro.
De hecho, casi siempre que oímos los ruidos que hace la gente, o vemos sobre el papel las marcas negras que representan estos ruidos, estamos aprovechando las experiencias de los demás para compensar lo que a nosotros se nos escapó. Evidentemente, cuanto más pueda utilizar uno los sistemas nerviosos de los demás para suplementar el propio, más fácil le será sobrevivir, y desde luego, cuantos más individuos haya en un grupo cooperativo de ruidos de uno a otro, mejor para todos, dentro de los límites, naturalmente, de los talentos organizadores del grupo en el campo social. Las aves y los demás animales se unen con los de su especie y emiten sus ruidos cuando encuentran alimento o se asustan por algo. En realidad, lo mismo los animales que los hombres tienen que aliarse para sobrevivir y defenderse, uniendo sus sistemas nerviosos más todavía que su fuerza física. Las sociedades animales y humanas pudieran considerarse casi como enormes cooperativas de sistemas nerviosos.
Sin embargo, mientras los animales no utilizan más que unos cuantos gritos, los seres humanos emplean sistemas extraordinariamente complicados de farfullar, silbar, gorgotear, cloquear y arrullar, que reciben el nombre común de lenguaje, con el cual expresan y comunican lo que pasa por sus sistemas nerviosos. Además de complicado, el lenguaje es extraordinariamente más flexible que los gritos animales de que deriva, hasta el punto de que no sólo puede usarse para comunicar la inmensa variedad de fenómenos que pasan por el sistema nervioso humano, sino para comunicar estas comunicaciones. Es decir, cuando gañe un animal, quizá haga gañir a otro, por imitación o por susto; pero el segundo no gañe sobre el gañido del primero. En cambio, cuando un hombre dice, “Veo un río”, y otro replica, “Este dice que ve un río”, tenemos una afirmación sobre otra afirmación. Respecto a ésta pueden hacerse otras, y otras más. En una palabra, el lenguaje puede versar sobre el lenguaje. En esto difieren fundamentalmente los sistemas humanos de sonido, de los ritos animales.
Además del lenguaje, el hombre ha desarrollado marcas y rayas más o menos permanentes, expresivas del lenguaje, que pueden grabarse en tabletas de arcilla, en pedazos de madera o de piedra, en pieles de animales y en papel. Estas marcas le permiten comunicarse con hombres a quienes no llega el eco de su voz, ni en el espacio ni en el tiempo. Es largo el proceso de evolución desde los árboles marcados por los indios, que Ies indicaban sus sendas, hasta los diarios metropolitanos; pero tienen en común que comunican a los demás lo que un individuo ha visto para su bien o, en un sentido más amplio, para su instrucción. Todavía pueden seguirse muchos de los senderos trazados en las selvas canadienses a base de tocones y ramas marcadas por indios que murieron hace mucho. Arquímedes murió, pero conservamos lo que escribió sobre sus experimentos en física. Keats murió, pero todavía puede decirnos sus impresiones cuando leyó por primera vez el Homero de Chapman. Por nuestros periódicos y radios nos enteramos con gran rapidez de lo que ocurre en el mundo en que vivimos. En los libros y revistas aprendemos lo que pensaron y sintieron multitud de personas a quienes jamás podremos ver. Toda esta información nos es útil tarde o temprano para proyectar luz sobre nuestros propios problemas.
Así, pues, el ser humano nunca está sólo a expensas de su experiencia para informarse. Hasta en una cultura primitiva puede utilizar la experiencia de sus vecinos, amigos y parientes, que se la comunican por medio del lenguaje. Por tanto, en lugar de padecer las limitaciones de su experiencia y saber, en lugar de tener que descubrir lo que ya han descubierto otros y de explorar las sendas falsas que ellos exploraron, repitiendo sus errores, puede arrancar de lo que dejaron los demás, y continuar su trayectoria. Es decir, el lenguaje hace posible el progreso.
En realidad, la mayor parte de las características humanas, como las llamamos, de nuestra especie se expresan y desarrollan gracias a nuestra capacidad de cooperar con nuestros sistemas de ruidos significativos y de trazos expresivos sobre el papel. Aun los miembros de culturas atrasadas, en las que no se había inventado la escritura, pueden intercambiar información y transmitir de generación en generación considerables contingentes de saber tradicional. Pero, sin embargo, parece haber un límite tanto para el volumen como para lo exacto del saber que puede transmitirse oralmente[2]. Pero cuando se inventa la escritura, se da un tremendo paso adelante. Puede comprobarse una y otra vez, por las generaciones sucesivas de observadores, la exactitud de los informes. Cesa de estar limitado el caudal del saber acumulado, porque la gente puede recordar lo que se le ha dicho. La consecuencia es que, en cualquier cultura de unos cuantos siglos, los seres humanos que sepan leer y escribir acumulan vastos depósitos de saber, muy superiores a lo que un solo individuo de dicha cultura es capaz de leer, cuanto más de recordar, en toda su vida. Estos caudales de saber, en constante aumento, quedan a disposición de cuantos los deseen, a través de procedimientos mecánicos como la imprenta y de organismos distribuidores como el mercado de libros, el periódico, la revista y los sistemas de bibliotecas. Así, todos los que podemos leer los principales idiomas europeos o asiáticos estamos potencialmente en contacto con los recursos intelectuales de siglos de actividad humana en todo el mundo civilizado.
Un médico, por ejemplo, que no sepa cómo curar a un paciente de alguna enfermedad rara, puede consultar la dolencia en el Index Medicus, el cual a su vez lo mandará a los diarios médicos de todas las partes del mundo. En ellos encontrará casos parecidos descritos por algún médico de Rotterdam, Holanda, en 1913, o por otro de Bangkok, Siam, en 1935, y varios de Kansas City en 1954. Una vez en posesión de esos datos, puede bandearse mejor con su caso. Igualmente, si alguien tiene un problema ético, no tiene por qué limitarse al consejo del pastor de la iglesia baptista próxima; puede acudir a Confucio, Aristóteles, Jesús, Spinoza y tantos otros, cuyas reflexiones sobre cuestiones éticas están publicadas. Si le preocupa un caso sentimental de amor, no sólo puede consultárselo a su madre o a su amigo, sino a Safo, Ovidio, Propercio, Shakespeare, Havelock Ellis, o a cualquiera de los millares que supieron algo de eso y lo consignaron por escrito.
Es decir, el lenguaje es el mecanismo indispensable de la vida humana, de una vida como la nuestra, formada, orientada, enriquecida y hecha posible gracias a las experiencias pasadas de los miembros de nuestra especie. Que sepamos, los perros, los gatos y los chimpancés no aumentan su sabiduría, su información ni el control de su medio, de generación en generación. Pero los seres humanos, sí. Los triunfos culturales de las edades, el invento del cocinar, de las armas, de la escritura, de la imprenta, de los métodos de construcción, juegos, diversiones, medios de transporte y los descubrimientos de las artes y de las ciencias, nos llegan como dádivas gratuitas de los muertos. Aunque no hemos hecho nada por merecerlas, nos brindan no sólo la oportunidad de una vida superior a la de nuestros antepasados, sino la de aumentar la suma de las realizaciones humanas con nuestras propias aportaciones, por modestas que sean.
Por eso, saber leer y escribir es aprovechar y participar del logro mayor de la humanidad, que hace posibles todos los demás, el depósito de nuestras experiencias en los grandes archivos cooperativos del saber, a disposición de todos, a excepción de los posibles privilegios, censuras o supresiones especiales que se opongan a ello. Desde el grito de aviso del hombre primitivo hasta el último documental fílmico o la última monografía científica, el lenguaje es social. La cooperación cultural o intelectual es el gran principio de la vida humana.
No es principio fácil de aceptar o comprender, ni mucho menos, pero nos gustaría creerlo como verdad piadosa, porque somos gente de buenas intenciones. Vivimos en una sociedad caracterizada por un alto grado de competencia; cada cual trata de superar a los demás en dinero, popularidad o prestigio social, vestido, grados académicos o resultados de golf. Al leer nuestros diarios, siempre nos llegan noticias de conflictos, más bien que de cooperación: conflictos entre obreros y patronos, entre corporaciones o estrellas de cine rivales, entre partidos políticos y naciones antagonistas. Sobre todos nosotros se cierne el pavor perpetuo de otra guerra más inconcebiblemente horrible que la última. Muchas veces se siente uno tentado a afirmar que el conflicto, no la cooperación, es el gran principio que regula la vida humana.
Pero lo que pasa por alto esa filosofía, pese a toda la competencia superficial, es que hay un enorme substrato de cooperación que no se advierte siquiera, pero mantiene en marcha al mundo. La coordinación de las actividades de los ingenieros, actores, músicos, camarógrafos, compañías de valores, mecanógrafas, directores de programas, empresas publicitarias, escritores y mil más, es necesaria para organizar un solo programa de televisión. Centenares de millares de personas cooperan en la producción automovilística, entre ellos, los abastecedores y proveedores de materias primas de todas las partes del mundo. Cualquier actividad industrial organizada es un acto de cooperación complicada, en que cada trabajador aporta su granito de arena. El paro y la huelga constituyen un retiro de la cooperación: se dice que se vuelve a lo normal cuando se restablece esa cooperación. Quizá compitamos individualmente por un empleo, pero en cuanto lo tenemos, nuestra función es contribuir a su tiempo y lugar a la serie innumerable de actos cooperativos que con el tiempo se traducirán en automóviles manufacturados, en pasteles expuestos en los escaparates de las confiterías, en tiendas de departamentos al servicio de sus clientes, en la salida a sus horas de trenes y aeroplanos. Pero lo que a nosotros nos importa aquí es que toda esta coordinación de esfuerzos necesaria para que funcione la sociedad, se logra a base del lenguaje, o no se logra en absoluto.
Y ¿de qué manera afecta todo esto al señor T. C. Mits[3]? Desde que abre la radio para escuchar las primeras noticias matutinas hasta que cae dormido por la noche sobre una novela o una revista, nada en un mar de palabras, como cuantos viven en las condiciones civilizadas modernas. Directores de periódicos, políticos, agentes de ventas, locutores de radio, columnistas, oradores de almuerzos de clubes, clérigos, colegas suyos, amigos, parientes, su mujer y sus hijos, los informes del mercado, los anuncios por correo, los libros y las carteleras, lo asaltan con sus palabras el día entero. Y él, por su parte, contribuye también a ese Niágara verbal cada vez que desencadena una campaña publicitaria, pronuncia un discurso, escribe una carta o charla con su familia.
Cuando las cosas no marchan bien en su vida —cuando está preocupado, perplejo o nervioso; cuando los asuntos familiares, industriales o nacionales no van como él quisiera; cuando le sale mal uno y otro negocio personal o financiero— echa la culpa de sus dificultades a una porción de cosas. A veces, se mete con el tiempo; otras lo achaca a su salud o al estado de sus nervios, o bien a sus glándulas; si el problema es grave, quizá se lo reproche al medio, al sistema económico en que vive, a alguna nación extranjera o a los valores culturales de su sociedad. Cuando piensa en las dificultades de los demás, acaso las atribuya también a causas análogas, y hasta añada otra: la “naturaleza humana”. (No echa la culpa a su propia “naturaleza humana”, como no sea que ande muy mal la cosa). Rara vez se le ocurre, si es que se le ocurre, investigar, por ejemplo, la naturaleza y los elementos de ese Niágara diario de palabras, como fuente posible de sus problemas.
De hecho, en muy pocas ocasiones piensa el señor Mits en el lenguaje. Se detiene de cuando en cuando a cavilar sobre un punto gramatical. A veces, no queda satisfecho con su expresión verbal y se pone a planear el mejoramiento de su vocabulario. De cuando en cuando lee anuncios sobre “la manera de mejorar su poder de expresión”, y cree que debería tomar medidas para adquirir más capacidad persuasiva, y hasta quizá compre un libro o tome un cursillo que lo tranquilizará por una temporada. Ante el Niágara torrencial de palabras —las revistas que no tiene tiempo de leer y los libros que le consta debería consultar— se pone a cavilar si no le convendría matricularse en un curso de lectura rápida.
No es raro el caso de que le extrañe que algunas personas (entre las cuales nunca se incluye, claro) tergiversen el significado de las palabras, especialmente durante alguna discusión, con lo cual la terminología se embrolla. De cuando en cuando advierte, casi siempre exasperado, que las palabras significan cosas distintas para las distintas personas. Esto, piensa, podría enmendarse con sólo que la gente consultase más a menudo su diccionario y aprendiese la “acepción verdadera” de las palabras. Pero le consta que no lo van a hacer —por lo menos, más a menudo que él, quien por cierto no maneja el diccionario muy frecuentemente—, así que da carpetazo al asunto, atribuyéndolo también a la debilidad de la naturaleza humana.
Desgraciadamente, éste es más o menos el límite de las especulaciones lingüísticas del señor Mits; de ahí no pasa. Y conste que está representando en esto no sólo al público en general, sino a muchos trabajadores científicos, publicistas y escritores. Como la mayor parte de la gente, se preocupa tanto por las palabras como por el aire que respira, y las acepta y emplea sin más ni más. (Después de todo, viene hablando desde lo que alcanza a recordar). Su cuerpo se acomoda automáticamente, con sus limitaciones, claro, a los cambios climáticos y atmosféricos, del frío al calor, de la sequía a la humedad, del aire fresco al viciado; no necesita un esfuerzo consciente para amoldarse. Sin embargo, no tiene inconveniente en reconocer el efecto que el clima y el aire ejercen en su bienestar físico, y toma las medidas necesarias para protegerse del aire insano, retirándose a otra parte o creando sistemas de aire acondicionado para purificarlo. Pero el señor Mits, como cualquiera de nosotros, se ajusta también automáticamente a los cambios en el clima verbal, de un estilo a otro, de una terminología a otra, alterando sus hábitos de escuchar según las distintas situaciones sociales, sin esfuerzo consciente. No obstante, tiene que reconocer el efecto de su clima verbal para su salud y bienestar mental.
A pesar de todo, el señor Mits se arma un lío con las palabras que absorbe y emplea cada día. Las que lee en el periódico le hacen descargar el puño contra la mesa del desayuno. Las palabras que le hablan sus superiores lo llenan de orgullo, o le hacen trabajar más duro. Las que ha oído a espaldas suyas sobre su misma persona lo asquean. Las que pronunciara hace unos años ante un ministro eclesiástico lo han atado a una mujer para toda la vida. Palabras que escribiera en unas hojas de papel lo aherrojan a su empleo, o bien son la causa de que le lleguen cada mes cuentas por correo, que le obligan a pagar y pagar constantemente. Las escritas por otros individuos, en cambio, los obliga a ellos a pagarle mes tras mes. Desempeñando un papel tan importante las palabras en casi todos los detalles de su vida, parece extraño que el señor Mits piense tan poco en el tema del lenguaje.
Ha observado, además, que cuando los gobiernos totalitarios, por ejemplo, permiten a grandes masas de la población oír y leer únicamente palabras cuidadosamente cribadas y seleccionadas, su conducta se hace tan extraña, que le parecen locos. Pero también he notado que algunos individuos de la misma cultura y con la misma oportunidad para manejar las distintas fuentes de información de que él dispone, están igualmente locos. Escucha lo que dicen algunos vecinos suyos y no puede menos de extrañarse: “¿Cómo podrán pensar tales cosas? Pero ¿no ven con sus ojos las mismas cosas que yo? ¡Tienen que estar locos! ¿Se deberá esta insensatez también a la ‘fragilidad inevitable de la naturaleza humana’?” El señor Mits se hace estas preguntas y, como buen norteamericano a quien no gusta lo imposible, no se queda satisfecho con la conclusión de que “no puede hacerse nada por remediarlo”, pero muchas veces no ve salida a esa situación. En alguna ocasión se acerca tímidamente a otra posibilidad: “A lo mejor, también estoy loco. ¡A lo mejor, todos estamos chalados!” Pero esto le da tantos quebraderos de cabeza, que pronto deja de pensar en ello.
Uno de los motivos por los cuales el señor Mits no se ocupa más del lenguaje, es que cree, como tanta gente, que las palabras no tienen importancia; lo que interesan son las “ideas” que expresan. Pero ¿qué es una idea, sino la verbalización de una vibración cerebral? Pero esto apenas se la ha ocurrido jamás al señor Mits. Que un conjunto de palabras pueda conducir inevitablemente a callejones sin salida, y otros no; que las asociaciones históricas o sentimentales de ciertas palabras hagan imposible una discusión tranquila; que el lenguaje tenga una multitud de usos distintos y se produzca una gran confusión al emplear una palabra por otra; que un individuo hable un idioma de estructura totalmente distinta del inglés, como el japonés, el chino o el turco, quienes quizá ni piensen siquiera las mismas ideas que un individuo de habla inglesa, son conceptos extraños para el señor Mits, quien siempre ha dado por supuesto que lo interesante es pensar claro, con lo cual las palabras saldrán espontáneamente, sin preocuparse de ellas.
Pero, caiga en la cuenta o no, el señor Mits depende cada hora de su vida, no sólo de las palabras que oye y emplea, sino también de sus ideas inconscientes sobre el lenguaje. Si, por ejemplo, le gusta el nombre Alberto y quisiera ponérselo a su hijo, pero supersticiosamente lo rechaza porque conoció a un Alberto que se suicidó, está obrando, consciente o inconscientemente, de acuerdo con ciertas suposiciones sobre la relación del lenguaje con la realidad[4]. Estas suposiciones inconscientes determinan el efecto que en él ejercen las palabras, el cual, a su vez, determina su forma de proceder, sensata o atolondrada. Las palabras, tal como las emplea y como las interpreta cuando las emplean los demás, contribuyen considerablemente a sus convicciones, prejuicios, ideales y aspiraciones. Constituyen la atmósfera moral e intelectual en que vive; en una palabra: su ambiente semántico.
Por eso este libro trata de las relaciones entre lenguaje, pensamiento y conducta. Estudiaremos el lenguaje y los hábitos lingüísticos de la gente, tal como se revelan en su manera de pensar (y noventa por ciento, por lo menos, de ese pensar se manifiesta en hablar consigo mismo), de conversar, escuchar, leer y escribir. Este libro se basa en la idea fundamental de que la cooperación intraespecífica general por medio del lenguaje es el mecanismo esencial para la supervivencia humana. Otra idea análoga será la de que, cuando el uso del lenguaje cristaliza, como ocurre tantas veces, en la creación o exacerbación de las disensiones y los conflictos, es que se ha cometido alguna equivocación lingüística por parte del que habla, del que escucha o de los dos. La “capacidad de supervivencia humana” supone saber hablar, escribir, escuchar y leer, de manera que se amplíen las posibilidades de vivir del hombre y de sobrevivir con los miembros de su especie.
Como uno de los objetos de este libro es ayudar al lector a entender más claramente cómo funciona el lenguaje y a aplicar este entendimiento a las situaciones prácticas de la vida, insertamos al final de cada capítulo una sección titulada “Aplicaciones”. Algunas tienen por fin probar hasta qué punto ha entendido claramente el lector lo que se expone en el capítulo; otras proponen ciertas actividades u operaciones con las cuales el mismo lector puede comprobar experimentalmente las ideas expuestas.
En las Aplicaciones en que se invita al lector a analizar ejemplos del lenguaje en acción, debemos advertir que rara vez hay una sola respuesta acertada. Más bien se pretende que el lector comprenda lo que se está explicando: qué suposiciones tácitas por parte del que habla o escribe, y por parte del que escucha o lee, parecen encerrarse en un ejemplo determinado.
Si el lector discute sus análisis o experimentos con otros lectores de este libro, debe procurar evitar los bizantinismos verbales y las disputas sobre palabras. Está bien explicar claramente las razones por las que se llega a determinado resultado, pero se puede aprender mucho escuchando lo que hicieron los demás y qué razones tuvieron para llegar a sus conclusiones.
Las ideas de este libro serán útiles al lector en tanto que las compruebe con su experiencia real y decida por sí mismo en qué grado le ayudan a pensar y a vivir. Las Aplicaciones no son sino puntos de partida para lograr ese fin, pero es importante que lo leído aquí sea sometido a la prueba de la experiencia.
Todos tendemos a suponer que sin gran dificultad hemos entendido lo que hemos leído. Pero no siempre ocurre así. Quizá interese al lector examinar y comprobar sus procesos interpretativos (y quizá también la claridad con que se expresa el autor) recorriendo la siguiente lista y notando con qué afirmaciones está de acuerdo, con cuáles no y qué afirmaciones no tienen relación con lo que se ha dicho en el capítulo.
Pueden analizarse las siguientes anécdotas o situaciones a la luz del contenido de este capítulo.
(Pónganse más ejemplos de cada una de estas categorías. ¿Se le ocurren a usted otros puntos de referencia o criterios para poner nombres? ¿A los insectos, a las aves, a los mamíferos? ¿Las carreras de caballos? ¿La gente?) Hay copiosa información sobre nombres y su imposición en la obra de H. L. Mencken, The American Language, Supplement II (1948), Capítulo 10, “Los Nombres Propios en Estados Unidos”.
Existió antiguamente el hábito de caracterizar a la gente por medio de apodos: Malatesta, Cicerón, Ovidio Nasón, Cabeza de Vaca, los Infantes de la Cerda… Lo mismo ocurre con los personajes literarios, como Malvolio. Hotspur, Blunt, etc., de Shakespeare. El Halcón Negro, Batman… Pumblechook y Scrooge, de Dickens; Mrs. Bold, de Trollope. (El capítulo 16 de Theory of Literature, 1956, de René Wellek y Austin Warren, hace algunos comentarios interesantes sobre el tema. Hay un curioso estudio de la relación entre los nombres y su poseedores, en Destiny and Motivation in Language, 1954, de A. A. Roback).
Ha habido muchas contiendas porque la gente no hablaba el mismo idioma. Las palabras que no se entendían se tomaban como insultos y se contestaban a golpes. Una francesa se dirigió a un ruso en francés. Él contestó, como ocurre casi siempre, en ruso, diciendo “Nie ponimayu” (que significa “No entiendo”). Entonces ésta se abalanza hecha una fiera contra el ruso, gritándole furiosamente: “Animal, ni-pou-ni-maille tú”. Afortunadamente, como yo conozco el polaco y unos cuantos idiomas eslavos, pude evitar muchas trifulcas. Pero sigue en pie el hecho de que el tono natural de algunos rusos y ucranianos suena con ecos ásperos y desagradables en los oídos franceses.
—MICHELINE MAUREL, An Ordinary Camp
Puede hacerse el lector esta pregunta: “¿Cuál es mi Niágara diario de palabras?” ¿A quién oye usted hablar todos los días? ¿En casa? ¿En el trabajo? ¿En la iglesia? ¿En el casino? ¿Quiénes de estos influyen en sus opiniones personales? ¿Qué periódicos y revistas lee usted? ¿Qué programas de radio y televisión escucha? ¿Cuáles son los que absorben su atención, y cuáles pone usted sin pensar, sólo para pasar el rato?
¿Qué mensajes o comunicaciones le trae a usted el pasado? ¿La Biblia? ¿La literatura clásica? ¿La historia, la ciencia, la ópera? ¿En qué anuncios se fija usted especialmente? ¿En los de los periódicos y revistas, carteleras, comerciales de radio y televisión? ¿En los que le llegan por correo? ¿Cómo escoge usted lo que debe escuchar o leer cuidadosamente, entre los centenares de miles de palabras que le llegan al día por todos los medios de difusión? ¿Qué le revelan sobre su persona los que usted prefiere?
Quizá le interesen estas sugerencias y referencias como base de estudio, discusión y ejercicios escritos:
La cuestión del origen del lenguaje ha interesado vivamente a la gente desde hace mucho tiempo, y sigue interesándola. Nada puede probarse respecto a su origen, porque el habla no deja huellas físicas a la exploración e interpretación del arqueólogo. Si nos imaginamos que los primitivos anteriores al alfabeto, hablaban o hablan una germanía elemental e infrahumana de gruñidos guturales, estamos muy equivocados, porque los idiomas de todos los pueblos primitivos estudiados hasta ahora muestran grandes complejidades gramaticales de declinación, conjugación y sintaxis. No existen idiomas primitivos, si entendemos por “primitivos” algo intermedio entre los aullidos animales y el habla humana. De aquí que todavía no se haya resuelto, y quizá no pueda resolverse, el problema de cómo se desarrolló el lenguaje desde sus orígenes supuestamente simples hasta su complejidad actual.
He aquí algunas obras que tratan de esto: Margaret Schlauch, The Gift of Tongues (1942), obra interesante sobre la relación entre los idiomas y los orígenes del lenguaje; Noah Jonathan Jacobs, Naming-Day in Eden (1959); Joseph Vendryes, Language: A Linguistic Introduction to History, trad. de Paul Radin (1951); C. F. Hockett, A Course in Modern Linguistic (1958), especialmente págs. 580-585; Weston La Barre, The Human Animal (1954), especialmente Capítulos 10, 11, 12.