Lenguaje y pensamiento
El estudiante de política debe tener cuidado también con las palabras antiguas, porque las palabras persisten cuando la realidad que representan ha cambiado. Es característico de nuestra actividad intelectual tratar de aprisionar la realidad en la descripción que hacemos de ella. No tardamos en ser nosotros los cautivos de la descripción antes de lo que nos imaginamos. Desde entonces, nuestras ideas empiezan a degenerar en una especie de folklore que nos transmitimos, creyendo que seguimos hablando de la realidad que nos rodea.
Así, hablamos de libre empresa, sociedad capitalista, derecho de asociación, o gobierno parlamentario, como si estas palabras significasen lo mismo que antes. Las instituciones sociales son lo que hacen, no siempre lo que nosotros decimos que hacen. El verbo es lo que importa, no el nombre.
Si esto no se comprende, nos convertimos en adoradores de símbolos. Las categorías que desarrollamos antaño y que fueron las herramientas de nuestra comunicación con la realidad, se embotan sin remedio. Entonces, las realidades sociales y políticas a que creíamos enfrentarnos cambian y se reforman independientemente del efecto colectivo de nuestras ideas. Nos convertimos en criaturas de las realidades sociales, dejando de ser sus socios. Al manipular categorías anticuadas, se desangra nuestra vitalidad política y vamos dando tumbos de situación en situación, sin mapa, sin brújula y con el timón apuntando a un derrotero que ya no seguimos.
Este es el verdadero momento de peligro para un partido político y para los líderes y pensadores que lo sostienen. Porque, si ellos se han despegado de la realidad, las masas no.
—ANEURIN BEVAN, In Place of Fear
Historia de la ciudad A y de la villa B: Otra anécdota semántica
Hubo una vez, iba diciendo el maestro, dos pequeñas comunidades, distanciadas considerablemente en lo espiritual y en lo geográfico. Pero ambas tenían en común que eran víctimas de una recesión económica que había dejado sin trabajo a un centenar de familias en cada una de ellas.
Los padres de la ciudad A eran hombres de negocios sensatos y sólidos. Los desempleados trataron de encontrar trabajo por todos los medios, con el afán de todo desocupado; pero la situación no mejoraba. Les habían inculcado la creencia de que siempre hay trabajo, con tal de que se busque tesoneramente. Fiados de esto, los padres de la ciudad podían haberse encogido de hombros sin dar mayor importancia al problema; pero eran hombres de buen corazón. No podían soportar ver morirse de hambre a los desempleados, a sus mujeres y a sus hijos, y pensaban en proporcionarles algunos medios de vida. Pero, según sus principios, dar algo por nada los iba a desmoralizar, y esto les producía más dolores de cabeza porque, o los dejaban morirse de hambre o destruían su carácter moral.
Por fin, tras muchas discusiones y meditaciones, dieron con esta solución: pasar a las familias sin trabajo subsidios mensuales por valor de doscientos dólares; pero para que no los recibiesen como si tal cosa, decidieron acompañar al subsidio una lección moral; a saber: hacer tan difícil, humillante y desagradable la obtención del subsidio, que nadie sintiese tentaciones de percibirlo si no lo necesitaba imprescindiblemente; serían el blanco de toda la comunidad, y terminaría por prescindir de aquel beneficio para reconquistar su dignidad. Algunos llegaron a proponer que se les negase el derecho a votar, para que la lección moral se les grabase más profundamente. Otros optaban por publicar sus nombres periódicamente en los diarios. Los padres de la ciudad tenían bastante fe en la bondad de la naturaleza humana para suponer que los beneficiados lo agradeciesen, porque obtenían algo por nada, sin haber trabajado para ganarlo.
Pero ocurrió que, una vez puesto el plan en funcionamiento, los “subsidiados” resultaron ser desagradecidos y de mal corazón. Les molestaban los interrogatorios e inspecciones, porque los encargados de ellas fisgoneaban, según decían, hasta el último detalle de su vida privada. A pesar de los editoriales de La Tribuna, en que se los exhortaba a ser agradecidos, los recibientes no asimilaban la lección moral, y se jactaban de “ser tan buenos como cualquiera”. Iban, por ejemplo, al cine, permitiéndose ese raro lujo, y sus vecinos los miraban con ojos torvos como diciendo: “Yo estoy sudando la gota gorda y pagando mis impuestos para apoyar a gandules como tú, que se dan la gran vida,”. Esta actitud los enconaba más todavía, de modo que se mostraban cada día más ingratos y constantemente estaban esperando insultos, reales o imaginarios, de quienes no creían que “fuesen tan buenos como cualquiera”. Algunos terminaron por caer en un estado eterno de abatimiento, y uno o dos llegaron a suicidarse. Otros, con la conciencia de su inutilidad, no se atrevían a mirar la cara a sus mujeres y a sus hijos. Los hijos de los “subsidiados” se sentían inferiores a sus condiscípulos y adquirieron verdaderos complejos de inferioridad, que no sólo se reflejaron en sus grados escolares, sino en su vida después de la graduación. Finalmente, hubo “subsidiados” que después de intentar por todos los medios obtener un trabajo honrado para salir de aquel estado intolerable de abyección, decidieron entregarse al robo para no depender de nadie. Así lo hicieron, pero fueron a parar a la cárcel.
Y la depresión se abatió sobre la ciudad A. El subsidio había acabado con el hambre, era verdad, pero a costa del suicidio, de las rencillas personales, de la infelicidad en los hogares, de la debilitación de las organizaciones sociales, la inadaptación de los hijos y, finalmente, el crimen. La comunidad quedó dividida en ricos y pobres, víctimas del odio de clases. La gente decía, cabizbaja, que tenía razón desde el principio, que desmoralizaba dar algo por nada. Y con el semblante triste, esperaba que volviese la prosperidad a la ciudad, aunque cada día con menos optimismo.
La historia de la otra comunidad, la villa B, fue totalmente distinta. Era una localidad relativamente aislada, a la que no llegaban las prédicas de los mercachifles de la sabiduría. Pero uno de sus concejales, que tenía algo de economista, explicó a sus compañeros de concejo que la enfermedad, el paro, los accidentes, el fuego, las catástrofes meteorológicas o la muerte no entienden de justos o pecadores cuando asuelan la sociedad moderna. Continuó diciendo que las casas, jardines, calles, industrias y demás de la villa, orgullo de todos, se debían al trabajo, en parte, de los mismos que estaban ahora desempleados, y propuso un principio de seguro: si el trabajo prestado por ellos podía considerarse como una “prima” pagada a la comunidad como un anticipo para los tiempos de infortunio, las cantidades que se les pasasen ahora para que no muriesen de hambre podían considerarse como “derechos de seguro”.
En consecuencia, propuso que cualquier hombre honrado que hubiese prestado a la comunidad servicios de la índole que fuesen, recibiesen un trato de “ciudadanos accionistas”; es decir: con derecho a una subvención de doscientos dólares al mes mientras no tuviesen trabajo. Naturalmente, tuvo que hablar muy lenta y pacientemente, porque la idea era totalmente nueva para sus compañeros de concejo. Pero la presentó como “una propuesta de negocio”, y por fin, fue aceptada. Estudiaron todos los detalles y condiciones para ser “accionistas” de aquel plan de seguro social, y decidieron pasar cheques de doscientos dólares al mes a los cabezas de familia desempleados.
Los encargados de las investigaciones y pesquisas no se encontraron con las dificultades de los de la ciudad A, ni fueron recibidos como fisgones, porque, sin lección moral alguna que enseñar, sino portadores de una misión de negocios, trataban a sus clientes con una cortesía ciudadana, más eficaz para obtener la información que buscaban. Nadie se molestó. Además, dio la casualidad de que la idea de la villa B llegó al conocimiento del director de un periódico liberal de una gran ciudad situada en el otro extremo del estado, el cual organizó una campaña publicitaria que levantó gran polvareda.
Los concejales decidieron entonces propagar el prestigio de la villa B a todos los vientos, para lo cual, en lugar de mandar simplemente por correo los primeros cheques a los subvencionados, decidieron entregárselos públicamente en una ceremonia cívica monstruo. Invitaron al gobernador del estado, quien se alegró de tener un pretexto para fomentar su escasa popularidad en la villa; al rector de la universidad estatal, al senador del distrito y a otros altos dignatarios. Cada una de las familias favorecidas por el “cheque del seguro social” fue subiendo solemnemente a la plataforma, donde el gobernador y el alcalde estrechaban la mano de cada uno de sus miembros, ataviados todos ellos con sus mejores trajes. Se pronunciaron discursos sonoros, hubo vítores y aplausos a raudales, y se publicaron las fotos de la solemnidad, no sólo en los periódicos locales, sino en muchos otros órganos metropolitanos de carácter gráfico.
En consecuencia, cada beneficiado experimentó la sensación de haber recibido una condecoración personal, de vivir en una localidad pequeña, pero maravillosa, y de que ya no había por qué temer el desempleo, puesto que su comunidad velaba por él y su familia. Además, habían figurado entre los grandes personajes, habían estrechado la mano del gobernador, y todos los felicitaban entre bromas y veras por ello. Los muchachos se ufanaban en la escuela de las fotos que publicaban de ellos los periódicos. Total, que nadie se suicidó en la villa B, nadie se consideraba desventurado por no trabajar, no hubo crímenes ni rencillas personales ni odio de clases, por la subvención mensual de los doscientos dólares…
***
Cuando terminó el maestro su cuento, comenzó la discusión:
—Esto demuestra —dijo el Publicista, que tenía fama de hombre realista— lo que es capaz de hacer un buen trabajo promocional. El concejo de la villa B tenía un buen sentido publicitario, y aquella ceremonia cívica fue una obra maestra: hizo a todo el mundo feliz, organizó las cosas a lo grande… Sobre todo, eso de llamar a esa pensión “seguro”: así se atrajo la simpatía de todos.
—¿Qué es eso de “pensión”? —preguntó el Trabajador Social—. El plan de la villa B no tenía nada de pensión. Era un verdadero seguro.
—¡Santos cielos! —exclamó el Publicista, estupefacto—. Pero ¿sabe usted lo que está diciendo? ¿Insinúa que aquella gente tenía derecho a su cheque? Repito que fue una buena idea llamarlo “seguro”, porque así los beneficiados se sentían más felices. Pero sigue siendo un subsidio, una pensión, por muchas vueltas que le dé. Bien está engatusar al público para que se sienta a gusto, pero nosotros no tenemos por qué engañamos.
—¡Pero, si es que tenían derecho a ese dinero!… No están percibiéndolo de balde. Es un seguro. Hicieron algo por la comunidad, y por ese algo, percib…
—Pero ¿está usted loco?
—¿Quién es el loco?
—Usted. El subsidio es subsidio, ¿o no? Lo que debería hacer, era llamar a las cosas por su nombre.
—¡Vamos, hombre! El seguro es seguro, ¿o no?
P. D. Los que crean que el Trabajador Social y el Publicista sólo estaban discutiendo una cuestión de nombre, que vuelvan a leer detenidamente cada palabra de su diálogo.