Las funciones del lenguaje
Se ha dedicado gran atención… a los lenguajes técnicos en que Jos hombres de ciencia expresan su saber especializado… Pero la terminología coloquial del habla cotidiana, los estilos literario y filosófico en que los hombres expresan sus ideas sobre los problemas de la moral, de la política, de la religión y de la sicología, han estado en extraño abandono. Decimos, “esas son meras cuestiones de palabras”, en tono de desdén, como si creyésemos que las palabras son cosas sin interés para una persona seria y sensata.
Esta es una actitud de lo más lamentable. Porque las palabras desempeñan un enorme papel en nuestra vida y merecen, por tanto, nuestro más profundo estudio. La antigua idea de que las palabras tienen poderes mágicos es falsa; pero su falsedad consiste en la deformación de una verdad muy importante. Las palabras producen, es cierto, un efecto mágico, pero no de la índole que suponían los magos, ni sobre los objetos en que trataban de influir. Las palabras son mágicas porque afectan a la mente de quienes las emplean. Hablamos despectivamente de “una mera cuestión de palabras”, olvidando que tienen poder para forjar el pensamiento de los hombres, para encauzar sus sentimientos, para dirigir su voluntad y su acción. La conducta y el carácter están en gran parte determinados por la naturaleza de las palabras que solemos usar para expresarnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea.
—ALDOUS HUXLEY, Words and Their Meanings
“Ojo-Rojo” y el problema de la mujer: Anécdota semántica
Cuando se llega a un acuerdo o convenio en los asuntos humanos —SE LOGRA MERCED A PROCESOS LINGÜÍSTICOS, O NO SE LOGRA EN ABSOLUTO.
—BENJAMIN LEE WHORF
Una vez, hace mucho tiempo, decenas de milenios antes de que empezara la historia, la gente se preocupaba por la condición caótica de su vida, como ha venido ocurriendo tantas veces desde entonces. Porque, en aquellos tiempos, los hombres se apoderaban por la fuerza de las mujeres que deseaban. No había modo de detenerlos.
El que quería a una mujer, pero se enteraba de que ya era compañera de otro hombre, no tenía más que matarlo y llevársela a rastras a su casa. Naturalmente, otro podría matarlo después a garrotazos para arrebatársela, pero había que jugarse ese albur si se quería a una mujer.
Por tanto, no había gran cosa de lo que pudiera llamarse vida de familia. Los hombres estaban constantemente acechándose a hurtadillas.
Y el tiempo que pudiera emplearse en pescar, cazar o elevar de cualquiera otra manera el nivel general de vida, se gastaba en incesantes e inquietas medidas para defender a la propia mujer.
Mucha gente comprendía que aquella no era forma de vida propia de seres humanos. Por eso, se decían unos a otros:
—La verdad es que somos criaturas extrañas. En algunos aspectos, estamos altamente civilizados. Ya no comemos carne cruda como nuestros salvajes antepasados. Nuestros técnicos han perfeccionado las cabezas de flecha de pedernal e inventado poderosos arcos, de forma que podemos matar al ciervo más rápido. Nuestros brujos predicen qué peces van a llenar los ríos, y nuestros curanderos acaban con las enfermedades. En el Instituto de Estudios Avanzados de Notecnirp, dicen que un grupo de jóvenes de talento están organizando una dama para hacer que llueva. Poco a poco vamos dominando los secretos de la Naturaleza,
y estamos en condiciones de vivir como hombres civilizados y no como animales.
“Sin embargo —continuaban diciendo—, no hemos logrado dominarnos a nosotros mismos. Hay quienes siguen arrebatando por la fuerza a las mujeres, por lo cual todos los hombres viven en constante temor de sus semejantes. La gente comprende, claro está, que hay que acabar con toda esta matanza, pero nadie lo hace. El problema fundamental de los problemas humanos, el de tener una pareja y criar a sus hijos según un sistema decente y de orden, sigue sin resolver. Mientras no arbitremos una manera para que la relación entre hombre y mujer se asiente en una base decorosa y humana, carecen de sentido nuestras aspiraciones a la civilización”.
Durante muchas generaciones los hombres sensatos de la tribu estuvieron dando vueltas al problema. ¿Cómo podrían los hombres y las mujeres vivir juntos en paz con sus hijos, protegidos de los atropellos de unos cuantos, que mataban a troche y moche para poseer a sus mujeres?
Paulatinamente, tras siglos de discusiones tentativas, dieron con una solución. Propusieron que los hombres y las mujeres decididos a vivir juntos con carácter permanente se uniesen en virtud de un “contrato”, palabra que para ellos significaba la pronunciación de solemnes promesas ante los sacerdotes de la tribu, respecto a su conducta futura. Este contrato se llamó “matrimonio”. El hombre que lo contraía se denominaría “marido”, y la mujer, “esposa”.
Propusieron, además, que este contrato fuese observado y respetado por todos los individuos de la tribu. O sea, si, por ejemplo la mujer Cañahejas era la “esposa” de Cejas Negras, todos los miembros de la tribu tenían que estar de acuerdo en que no se les podía molestar en sus relaciones domésticas. Propusieron también que si alguno desdeñaba este contrato y mataba a otro hombre para llevarse a su esposa, debería ser castigado por la fuerza colectiva de la autoridad tribeña.
Para poner por obra estas propuestas, se convocó a una gran asamblea de delegados de todas las ramas de la tribu. Unos se presentaron muy alegres, con la esperanza de que la humanidad iba a entrar en una nueva era. Otros llegaron alicaídos, pesimistas, con pocas ilusiones sobre los resultados de la conferencia, aunque convencidos de que por lo menos valía la pena hacer algo. Otros concurrieron sencillamente porque habían sido designados delegados con todos los gastos pagados, y estaban dispuestos a apoyar a la mayoría.
Pero, durante toda la conferencia, un corpulento e inculto salvaje, apodado “Ojo Rojo, el Atavismo”, tan descarado que siempre tenía seguidores a pesar de su roma personalidad, estuvo barbotando comentarios despectivos desde los extremos del gentío. Llamaba a los delegados “visionarios”, “chalados”, “teorizantes imprácticos”, “soñadores despiertos”, “mentecatos” y “poco hombres”. Entre risotadas, zumbaba que muchos delegados habían sido antaño ladrones de mujeres. (Desgraciadamente, en esto tenía razón).
Gritaba a Manos Velludas, uno de los delegados:
—No creerás que Patas Pardas va a dejar en paz a tu mujer porque haga una promesa, ¿verdad?
Y gritó también a Patas Pardas:
—No creerás que Manos Velludas va a dejar en paz a tu mujer porque lo prometa, ¿verdad?
Y se mofaba de todos los delegados, diciendo que aquella discusión eran “paparruchas pedantes, porque ¿quién había oído hablar nunca de marido, mujer y matrimonio, y todas aquellas majaderías elegantes en ‘choctaw’, dialecto de la tribu?”
Luego “Ojo Rojo, el Atavismo” se volvió a sus seguidores, la turba de gente timorata y pusilánime, que siempre se daba ánimos con el tono destemplado de su voz, y berreó:
—Miren a estos delegados imbéciles, mírenlos. ¡Creen que van a poder cambiar la naturaleza humana!
Al oír esto, la turba de secuaces suyos estalló en carcajadas y se puso a repetir:
—¡Ah, ah! ¡Se creen que pueden cambiar la naturaleza humana!
Con aquello se acabó la conferencia. Pasaron otros dos mil años antes de que el matrimonio quedase establecido definitivamente en la tribu, dos mil años durante los cuales murieron innumerables hombres •defendiendo a sus mujeres, y los que no codiciaban las hembras de su prójimo se mataban unos a otros para evitar ser muertos, dos mil años durante los cuales languidecieron las artes de la paz, dos mil años que la gente pasó desesperando del soñado y remoto futuro en que el hombre pudiera vivir con la mujer a quien quería, sin tener que armarse hasta los dientes y montar guardia día y noche.
***
Quizá al lector le parezca deprimente esta anécdota inventada. Depende de la consecuencia que deduzca de ella. Es verdad que “Ojo Rojo, el Atavismo” se apuntó un triunfo entonces, pero también es verdad que el matrimonio llegó a establecerse por fin, con sus imperfecciones y todo.
Pero nosotros no tenemos, en cambio, para llegar a los convenios sociales que impidan la violencia internacional de nuestros días, dos mil años, ni siquiera doscientos. Ni veinte. Acaso, ni dos.
Y ahí está nuestro problema.