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El padre Aguirre oficiaba el funeral por Mireille Béziers. Lorenzo Panetta le había pedido que acudiera a Bruselas para dirigir la ceremonia. El día anterior se había celebrado otro funeral por Andrea Villasante y Laura White, antes de que los féretros con sus restos fueran enviados a sus respectivos países, España e Inglaterra. Pero Mireille Béziers estaba teniendo un funeral de especial solemnidad. La muchacha era hija de un embajador; sobrina de un general de la OTAN; la red de amigos de su familia llegaba hasta las más altas esferas.

El viejo jesuita había llegado acompañado del sacerdote joven, Ovidio Sagardía.

Las mujeres del departamento lloraban y los hombres a duras penas lograban contener las lágrimas. Todos tenían un sentimiento de culpa respecto a Mireille Béziers, una heroína, decía el padre Aguirre, una mujer que no había dudado en poner en peligro su vida para evitar que se derramara sangre inocente. Una mujer valiente, generosa, una gran mujer.

Hans Wein escuchaba con los ojos clavados en el suelo las palabras del padre Aguirre.

Mireille había muerto en acto de servicio, mientras que Laura White y Andrea Villasante habían sido asesinadas por no se sabía quién, aunque oficialmente se dijo que se trataba de un delincuente común que había intentado robarles cuando regresaban de jugar un partido de squash.

A Hans Wein le daban el pésame por la muerte de aquellas tres mujeres que habían trabajado en su departamento; pero las miradas de Lorenzo Panetta le hacían sentirse un miserable. Sí, sentía la pérdida de Laura y de Andrea, pero nunca había soportado a Mireille Béziers, que se había convertido en una heroína, y todos le felicitaban por haber tenido en su departamento a aquella intrépida mujer.

Aguardó hasta que se marcharon todos los asistentes al funeral. Quería hablar con Lorenzo Panetta, pero éste se había adentrado en la sacristía en busca del padre Aguirre y de Ovidio Sagardía. Allí le encontró junto a Matthew Lucas.

—Quería despedirme. Sé que te vas mañana —acertó a decir Wein.

—Sí, me marcho; te he dejado un memorando con todas las conclusiones del caso. Espero que te sea de alguna utilidad —replicó Panetta.

—Ya lo he leído, gracias.

—¿Ya lo has leído?

—Sí… bueno, me cuesta compartir alguna de las cosas que dices.

El padre Aguirre, Ovidio y Matthew les observaban incómodos en silencio. Los dos sacerdotes ya se habían cambiado y vestían traje con alzacuellos.

—Yo coincido con la tesis de Lorenzo —intervino Matthew.

—Sí, ya lo supongo.

—Hans, los datos son incontestables: el conde d’Amis quería vengarse de la Iglesia, destruyendo lo más preciado para los cristianos: la Cruz, los restos del Lignum Crucis.

—¿Y qué me dices del atentado de Estambul? Que yo sepa, los islamistas no hicieron nada a los cátaros.

—Sí, tenemos lagunas, nos faltan eslabones. Seguimos sin saber quién es el señor Brown; puede que él sea el eslabón, la conexión entre el atentado de Estambul y los de Santo Toribio y Jerusalén. Lo he discutido mucho con el padre Aguirre; él cree que alguien dirigía a Raymond, alguien que quería provocar un enfrentamiento entre el islam y la Iglesia, además de con Occidente. En realidad, Mireille me lo dijo cuando me habló del tal señor Brown.

—¿Con qué objeto? —preguntó Hans Wein mirando al padre Aguirre.

—Señor Wein, hay gente que se beneficiaría de ese enfrentamiento. Gente para la que el mundo y los seres humanos son sólo una oportunidad de negocio. Si se hubiesen destruido las reliquias del Profeta, los islamistas radicales habrían salido a la calle y provocado un baño de sangre en todo el mundo. La destrucción de los trozos de la Vera Cruz que se conservan en Santo Toribio, en Jerusalén y en la basílica de la Santa Cruz, habría indignado a mucha gente. Alguien estaba buscando que saltara la chispa; querían provocar una guerra de religiones y han estado a punto de conseguirlo. Supongo que de ese enfrentamiento alguien habría hecho negocio.

—Hans, tú mismo barajaste esa posibilidad, dijiste que detrás de todo esto podía haber «negocios» —aseveró Lorenzo Panetta—. El conde d’Amis se alió con el Círculo para conseguir su objetivo, financió las operaciones, consiguió las armas a través de Karakoz, manipuló a esa pobre chica, Ylena. También debes aceptar que teníamos una fuga de información.

—Sí, llevas meses diciéndolo —admitió Hans Wein.

—Y ese alguien era o Laura White o Andrea Villasante —sentenció Panetta.

—¡Eso no lo creeré nunca! —gritó Wein.

—¿Por qué cree usted que las mataron? —preguntó Matthew Lucas.

—Dímelo tú, Matthew —le respondió Hans Wein en tono desafiante.

—Querían matar a una de las dos, pero las encontraron juntas y el que lo hizo no quería dejar testigos.

—¿Y por qué tendrían que matar a su fuente?

—Quizá porque el que recibía la información se sentía en peligro pensando que la iban a descubrir —respondió Lorenzo—. Seguramente ella comentaría a quien la controlara que habíamos impuesto la máxima reserva en el caso Frankfurt. O puede que ella estuviera harta. No lo sé.

—Wein, no debería de cejar en investigar a Salim al-Bashir —le recomendó Matthew—; ese hombre no es trigo limpio.

—Hasta ahora no se le ha probado nada, absolutamente nada.

—Creo, al igual que Matthew, que Salim al-Bashir es uno de los jefes del Círculo. A ti te corresponderá probarlo —dijo Panetta.

—Ya sabes que los británicos no quieren ni oír hablar de investigar a Salim al-Bashir.

—Bueno, suya y tuya será la responsabilidad por tanta terquedad —fue la respuesta de Lorenzo.

—Como bien sabes, el comisario García asegura que los dos terroristas detenidos en Santo Toribio niegan conocer a Salim al-Bashir y aseguran que el atentado contra el monasterio fue idea de ellos dos y de nadie más.

—Sí, puedo imaginar lo que dicen, pero espero que el comisario García sea capaz, con un poco de tiempo, de obtener más información, no sólo de esos dos terroristas sino del tal Omar, que evidentemente es un jefe de la organización.

—Te mantendré informado —dijo Hans Wein tendiendo la mano a Lorenzo Panetta.

—No, no lo harás, pero da lo mismo. Estoy cerrando la puerta a una etapa de mi vida.

—Que tengas suerte.

—Gracias, también te deseo a ti lo mejor.

Hans Wein iba a salir de la sacristía cuando una pareja se disponía a entrar. Reconoció de inmediato a los padres de Mireille Béziers. La madre, vestida de negro riguroso; en el rostro mostraba huellas de lágrimas. El padre, alto y enjuto, soportaba con dignidad el dolor por la pérdida de su hija.

—Veníamos a darle las gracias, padre Aguirre, por las palabras que ha dicho de mi hija —dijo la madre de Mireille.

—No tienen que darme las gracias. Siento no ser capaz de darles el consuelo que necesitan —respondió el jesuita.

La madre de Mireille se colocó delante de Hans Wein y de Lorenzo Panetta. Los dos hombres bajaron la mirada.

—Ahora que no nos oye nadie y que no tenemos por qué representar ningún papel, les diré algo. Son ustedes unos miserables, ustedes han matado a mi hija. Usted, señor Wein, despreciaba a Mireille porque ella era todo lo que nunca ha sido usted. ¿Qué le molestaba? ¿Que no hubiera sido una chica que se había abierto paso en el extrarradio de una ciudad como usted? A Mireille nadie le regaló nada. Era inteligente, y obtuvo unas excelentes calificaciones en el colegio y en la universidad. Aprendió con fluidez a hablar varios idiomas y estaba empeñada en hacer lo imposible para tender puentes entre Oriente y Occidente. Sus mejores amigos eran musulmanes, por eso repudiaba la violencia de los islamistas fanáticos, por eso quería combatirles, decía que mancillaban el islam. Pero usted la persiguió desde el mismo momento en que llegó a su departamento, la trató como a una apestada, le colocó el cartel de enchufada y se permitió despreciarla. La humilló, usted que no es nadie, que no es nada. Sé cómo ha llegado a su puesto, señor Wein, lo ha hecho inclinando la cerviz ante los políticos, mostrándose siempre políticamente correcto, temiendo que alguien se diera cuenta de su impostura.

—¡Por favor, señora, no se haga daño a sí misma! —dijo el padre Aguirre impresionado por las palabras de aquella mujer que no reprimía las lágrimas.

—No, no voy a callarme. Quiero que sepan cuánto les desprecio. Usted, señor Panetta, manipuló a mi hija, se aprovechó de su situación, de sus ganas de demostrar que era una persona con capacidad suficiente para estar donde estaba. No le importó que ella no tuviera experiencia como agente sobre el terreno, no le importó nada. La manipuló vilmente, convenciéndola de que si hacía bien el trabajo volvería como una heroína al departamento y ya nadie la cuestionaría. Usted se encargaría de ello. La engañó.

La mujer clavó la mirada en Matthew Lucas, que parecía haber empequeñecido mientras la escuchaba.

—Y usted… usted no es mejor que ellos. La aborrecía, ¿verdad? Mireille me contó su cara de asombro cuando se encontraron por casualidad en un restaurante. Creo que usted se quedó conmocionado al verla con un joven de aspecto magrebí. Eso la hizo sospechosa a sus ojos, porque usted es incapaz de respetar a los que no son como usted. El joven que estaba con Mireille era muy importante para ella, seguramente se habrían casado si no hubiese pasado lo que pasó. Es francés, nació en Montpellier, sus padres son argelinos. Ahmed es informático, y muy bueno. Tampoco a él nadie le ha regalado nada. Ha tenido que demostrar a esta sociedad llena de prejuicios y xenófoba lo que vale. ¿Qué pensó de mi hija al verla con un joven con rasgos magrebíes? Lo puedo imaginar.

Matthew bajó la cabeza avergonzado. No dijo nada; sabía que aunque se disculpase aquella madre jamás le perdonaría.

—Ustedes la han matado; espero que su conciencia, si es que la tienen, no les permita vivir en paz el resto de sus días. Mi hija era inocente. Ustedes han derramado su sangre inocente.

El padre de Mireille cogió del brazo a su mujer y la arrastró fuera de la sacristía intentando al tiempo enjuagarle las lágrimas.

—¡Vamos, querida, no llores, esos hombres son incapaces de sentir nada!

Hans Wein respiró hondo. Estaba pálido, con los brazos inertes; pasado un minuto que a los presentes les pareció eterno, reaccionó y salió de la sacristía.

El viejo jesuita podía leer el dolor y la desesperanza en los ojos de Panetta y de Matthew Lucas.

—Se ha derramado mucha sangre, pero ustedes han evitado que se derramara mucha más —les dijo.

—No, padre, la madre de Mireille tiene razón; todo lo que ha dicho es cierto. Y no sirve de consuelo pensar que podía haber sido peor. Mireille está muerta, además de los policías y soldados de Estambul, de la gente común que transitaba por la Puerta de Damasco en Jerusalén… Han muerto muchos inocentes. Su conde quería vengar la muerte de aquellos inocentes que murieron en las hogueras de la Inquisición y ha terminado provocando una carnicería. ¡Resulta tan absurdo que alguien quisiera vengarse por lo que sucedió hace ocho siglos!

—Raymond d’Amis ha sido también una víctima. Vivió obsesionado con la crónica de fray Julián, creyendo que hacía honor a su familia, a sus antepasados, si llevaba a cabo una venganza que otros no habían podido perpetrar. Nunca sabremos del todo lo que ha sucedido de verdad.

—Lo que yo sé, padre, es que una joven de treinta años llena de vida e ilusiones está muerta, y que yo soy el culpable. Es lo único que sé, y también que esa maldita crónica ha provocado mucho daño.

—No, Lorenzo, no echemos la culpa a fray Julián. El pobre fraile vivió atormentado por la violencia que había a su alrededor y que él repudiaba, jamás pidió venganza.

—Pero así lo interpretaron los D’Amis —insistió Lorenzo.

—No, así lo interpretó el padre de Raymond y por eso inculcó a su hijo un odio furibundo hacia la Iglesia. Raymond era débil, un pobre muchacho obsesionado por la venganza que él creía que pedía fray Julián. No supo leer en el alma del fraile, no supo ver que éste aborrecía la violencia y que no creía que ninguna causa pudiera justificar el derramamiento de sangre. Cuando yo conocí a Raymond era un adolescente asustado, deseoso de agradar a su padre, de estar a la altura de lo que éste pretendía. Raymond también ha sido una víctima.

Lorenzo se despidió de los dos sacerdotes y se marchó sin esperar a Matthew Lucas. En aquel instante comenzaba el resto de su vida, una vida que también había sido marcada por el testimonio de aquel fraile que había vivido en la Edad Media.

Habían pasado seis meses desde aquel Viernes Santo. Lorenzo Panetta caminaba con paso lento en dirección a la tumba que le había indicado el guarda. Llevaba en la mano un volumen primorosamente encuadernado: la Crónica de fray Julián. No se había separado de aquel libro desde hacía seis meses, intentando buscar mensajes secretos inexistentes en cada una de sus páginas. Pero no los había.

El padre Aguirre le había recomendado que se enfrentara a aquella tumba que ahora buscaba en el cementerio de Montpellier.

El jesuita le había llamado con regularidad obligándole a expulsar todo el dolor y el sentimiento de culpa que llevaba dentro. Pero el padre Aguirre no sólo había cuidado del alma dolorida de Panetta. Antes de regresar a su retiro en Bilbao, había viajado a Montpellier para hablar con los padres de Mireille, para intentar aliviarles su dolor explicándoles detalladamente todo lo sucedido. Les habló de la Crónica de fray Julián, del profesor Arnaud, de Raymond… Pasó horas enteras escuchando las palabras de angustia de la madre de Mireille, buscando a su vez palabras de esperanza. El padre Aguirre le había dicho a Lorenzo que debía emprender aquel viaje si quería recuperarse a sí mismo. Por eso estaba allí.

El olor a flores marchitas y el silencio del cementerio le sobrecogieron. Estuvo tentado de volver atrás, pero las palabras del padre Aguirre resonaban en su cabeza y siguió andando.

Una sencilla lápida de mármol cubría la tierra donde descansaba Mireille Béziers. Sintió que las lágrimas le nublaban los ojos; hizo un esfuerzo para contenerlas y no dejarse dominar por la emoción. Intentó rezar pero no le salían las palabras. Estaba allí porque necesitaba encontrarse a solas consigo mismo ante la tumba de Mireille. Pero sobre todo porque necesitaba pedirle perdón. Se sentó en una esquina de la lápida y entonces se dio cuenta de que había una inscripción:

MIREILLE BÉZIERS.

DIO SU VIDA PARA EVITAR QUE SE DERRAMARA

LA SANGRE DE LOS INOCENTES

No pudo contener las lágrimas por aquella muchacha que yacía para el resto de la eternidad y lloró, como no lo había hecho nunca, por tanta sangre inocente derramada.