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Hans Wein escuchaba en silencio a Lorenzo Panetta. El director del Centro Antiterrorista a duras penas ocultaba su indignación.

Wein había citado a todo su equipo en el Centro para analizar lo sucedido y lo último que esperaba escuchar era la revelación de Panetta.

El subdirector del Centro estaba visiblemente afectado. La noche del Viernes Santo había sufrido una crisis de ansiedad que al principio confundió con un infarto.

Había pasado todo el viernes esperando que de un momento a otro el Círculo cometiera un atentado en Roma. Pero no había sucedido. La policía había revisado la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén de arriba abajo, pero no encontraron nada sospechoso. El padre Aguirre insistía en que, si había atentado, sería allí.

Panetta no dejaba de preguntarse qué había sucedido, por qué el Círculo había desistido. Acaso el fracaso del atentado de Santo Toribio les había hecho esconderse en sus madrigueras.

Pero lo peor fue cuando recibió la llamada del delegado del Centro Antiterrorista de París, que informaba del suicidio del conde d’Amis y del asesinato de su hija. Panetta lanzó un grito profundo que asustó a cuantos estaban a su alrededor. Comenzó a sudar, el pulso se le aceleró y notó que el aire no le llegaba a los pulmones. Le llevaron a la Clínica Gemelli y allí, después de revisarle de arriba abajo y hacerle varias pruebas, el médico de guardia diagnosticó una crisis de ansiedad provocada por el estrés. Pero él sabía lo que le sucedía: que el dolor de su conciencia le resultaba insoportable. Era responsable de una muerte: la de la joven Mireille Béziers.

A primera hora de la mañana del lunes había cogido el avión con destino a Bruselas a pesar de que Hans Wein le había conminado a quedarse en Roma y descansar. Panetta sabía que debía explicarse ante su jefe, porque de otra manera aquel caso jamás quedaría cerrado. Y allí estaba, en la sede del Centro Antiterrorista en Bruselas, haciendo la confesión más difícil de su vida ante un atónito e iracundo Hans Wein.

—Le pedí a Mireille que se infiltrara en el castillo. Ella dudó, pero luego me dijo que sí. Yo sabía que quería demostrar su valía porque se sentía injustamente tratada por el departamento y también porque a pesar de los riesgos, era inteligente y capaz. Se me ocurrió que suplantara a la hija del conde. Éste no la conocía, no la había visto en su vida. Matthew Lucas consiguió una información exhaustiva de Catherine de la Pallisière y Mireille se empapó de aquella información hasta ser capaz de hacerse pasar por la hija del conde. Tuvo éxito, le engañó. Gracias a ella supimos lo de los atentados y el lugar donde iban a producirse: en Jerusalén, en Santo Toribio, en Estambul y en Roma. Se jugó la vida por salvar la vida de inocentes, por impedir que Raymond y el Círculo derramaran sangre inocente. Nunca pensé que la pudiera descubrir… Yo… lo siento, sé que soy culpable de su muerte.

—Lo eres. No tenías derecho a organizar una operación de infiltración sin mi permiso y ocultármelo todo este tiempo, haciéndome creer que tu fuente era un criado del castillo. La pusiste en peligro y la han matado. Sí, eres responsable de lo sucedido.

—Sin Mireille no habríamos evitado los atentados —afirmó Panetta—. Fue ella la que me llamó para avisarme de los lugares elegidos por el conde para los atentados. Jamás habríamos logrado hacer nada sin su información. Fue la última vez que hablé con ella, ya no se puso más en contacto conmigo. Mireille ha salvado muchas vidas.

—Puede ser, eso ya nunca lo sabremos.

—¡Vamos, Wein, yo puedo ser un miserable por haber arriesgado la vida de Mireille, pero no lo seas tú queriendo quitar valor a su sacrificio!

En ese momento entró en el despacho Matthew Lucas con los ojos enrojecidos por el cansancio. Llevaba tres días sin apenas dormir. La noticia de la muerte de Mireille le había conmocionado.

—Tú también me engañaste, Matthew —le reprochó Hans Wein.

—Sí. Nunca me gustó Mireille, pero creí que la idea de Lorenzo de infiltrarla era una posibilidad que no debíamos desperdiciar, pero a la que usted se opondría. Puede pedir a mi agencia que me releven como enlace con el Centro Antiterrorista; entiendo que debe ser así, se ha quebrado la confianza entre usted y yo —afirmó con aplomo Matthew Lucas.

—Lo haré, no dudes que lo haré. En cuanto a ti, Lorenzo… creo que es una buena idea que regreses a Roma ahora que vas a ser abuelo. Ya no confío en ti.

—Lo entiendo, Hans, no te lo reprocho.

—No, no puedes reprochármelo. Bien, recapitulemos, pero ¿dónde demonios están Laura White y Andrea Villasante? He pedido que las convoquen a la reunión…

Diana Parker, la asistente de Andrea Villasante, entró en ese momento en el despacho con el rostro desencajado. Los tres hombres se quedaron mirándola expectantes, sin saber qué pensar.

—¡Es horrible! ¡Horrible! —decía Diana entre sollozos.

—Pero ¿qué sucede? —exclamó Hans Wein—. ¡Haga el favor de hablar!

Una secretaria entró también en el despacho y tras ella la mayoría de los miembros de la oficina. Todos estaban conmocionados. Por fin Diana Parker fue capaz de hablar.

—¡Están muertas! ¡Dios mío, qué horror!

Dos minutos más tarde un inspector de la policía de Bruselas pedía permiso para hablar con Hans Wein.

—Los cuerpos de la señora Laura White y la señora Andrea Villasante han sido encontrados está mañana por una mujer que había sacado a su perro a pasear. La mujer que las encontró paseaba por el parque con el perro y éste comenzó a tirar de ella llevándola hasta donde estaban los cadáveres. El forense dice que la muerte debió de ser alrededor de las ocho de la noche. Se han encontrado dos bolsas con los efectos personales de ambas mujeres; al parecer regresaban de jugar a squash.

Se quedaron conmocionados. De repente todo era muerte a su alrededor. No sólo Mireille, también Laura y Andrea habían perdido la vida, pero ¿por qué?

—¿Cómo murieron? —preguntó Hans Wein intentando no perder la compostura, aunque estaba profundamente afectado.

—Degolladas. Les rebanaron la garganta. Lo siento —dijo el inspector de la policía belga.

—¡Dios mío! —exclamó Panetta.

—Puede que intentaran defenderse, incluso que una de ellas intentara huir, pero el asesino… El asesino actuó como un profesional.

—¿Un profesional de qué? —preguntó nervioso Hans Wein.

—Los rateros no actúan de esa forma, señor —respondió azorado el inspector.

Diana contó que Andrea la había llamado para que se uniera a Laura y ella para jugar a squash y luego cenar juntas, pero que no fue, porque había quedado con otra amiga para ir al cine.

—¡Si hubiese ido estaría muerta! —gritó asustada.

—¿Han detenido a alguien? —preguntó Panetta vivamente impresionado.

—Aún no. Me gustaría saber si ustedes pueden imaginar algún móvil para asesinar a estas dos señoras; no sé, algo relacionado con su vida personal o con su trabajo… —El inspector dejó la pregunta en el aire.

—¿No podría ser un delincuente común que intentara robarles? —preguntó a su vez Matthew Lucas.

—No, no, señor, tenían los billeteros en el bolso y todas las tarjetas de crédito. Hemos hecho comprobaciones con los bancos y… en fin, nadie ha intentado sacar dinero de sus cuentas. Lo más sorprendente es que no hemos encontrado ninguna huella, nada que nos dé una pista sobre el asesino o asesinos. Díganme, ¿alguien podía tener interés en matarlas?

Hans Wein se irguió, incómodo ante la pregunta.

—No, inspector, eran dos funcionarias ejemplares, personas de toda confianza y con mucha responsabilidad.

—Siento hacerles estas preguntas, pero detrás de todo asesinato hay un móvil, y mi deber es encontrarlo para intentar detener al asesino.

—Lo entiendo, inspector, haga su trabajo. Pero comprenda nuestro estupor y nuestra pena, eran personas muy queridas por todos nosotros. Laura White era mi asistente personal; en cuanto a Andrea Villasante, sin ella este departamento no habría podido funcionar…

»Pero ¿qué está pasando? —preguntó en voz alta Hans Wein cuando se marchó el inspector—. Todo esto es una locura.

Cuando Diana Parker se tranquilizó pudo dar más detalles de su última conversación con Andrea Villasante.

Andrea se había ido de vacaciones y Laura también, pero al parecer las dos regresaron antes de tiempo. Andrea me dijo que la acababa de llamar Laura, que necesitaban quemar adrenalina e iban a jugar un partido, que si me quería unir a ellas…

—Hans, una de ellas era la informante… —afirmó Panetta.

—¿La informante de quién? ¿De qué hablas?

—Te dije que creía que teníamos una fuga de información, que no era normal que Karakoz se hubiese vuelto tan cuidadoso. En realidad, hasta que Mireille no se infiltró en el castillo anduvimos a ciegas. Fue ella la que nos confirmó la alianza del conde con el Círculo. Laura o Andrea trabajaban, bien para Karakoz, bien para el Círculo.

—¡Te has vuelto loco! ¡Sabes que Seguridad hizo comprobaciones con todo el personal del departamento! Pero además las conocía bien a las dos, eran mujeres excepcionales, entregadas a su trabajo, incapaces de una barbaridad así.

—Una de las dos filtraba la información —insistió Panetta.

—¿Y por qué las mataron?

—No lo sé, acaso porque el que informaba temía ser descubierto, o porque había dejado de confiar en ella, o por alguna otra causa. En Roma no se cometió el atentado que nos anunció Mireille, y los españoles tienen a dos terroristas del Círculo que tarde o temprano dirán algo.

—A lo mejor Mireille Béziers se equivocó y nunca estuvo previsto un atentado en Roma. En cuanto a los dos terroristas detenidos en España, son dos desgraciados, carne de cañón; uno fue un ratero al que adoctrinaron en la cárcel y el otro un estudiante, un universitario, hijo de una familia bien integrada de Granada. El tal Mohamed Amir está casado con la hermana de un influyente imam de Frankfurt. Por cierto, a su hermana la asesinaron el mismo día, al parecer fue un asesinato de honor. La chica se había occidentalizado, era feminista y plantaba cara a los islamistas radicales. La asesinó un primo para lavar el honor de la familia. No, esos dos no van a decir mucho más de lo que han contado. He hablado con el inspector García y no espera que canten más.

—Yo también he hablado con el inspector. Para los españoles no hay duda de que los dos terroristas pertenecen al Círculo, lo mismo que el tal Hakim que se voló en Jerusalén. Y tienen un problema con ese pueblo, Caños Blancos, de donde Hakim era alcalde. Puede que sea una base del Círculo, pero tienen que andarse con cuidado para que los periódicos no les acusen de xenófobos —remachó Matthew Lucas.

—Hans, insisto en que tomes en consideración lo que te he dicho —intervino de nuevo Panetta.

—¡No permitiré que manches el buen nombre de Laura y Andrea!

—¡Lo que quieres es evitar que este departamento sea puesto en cuarentena por un problema de seguridad! —afirmó Panetta.

—Tu teoría es sólo eso, teoría. Te ordeno que respetes a los muertos. No manches el buen nombre de dos mujeres inocentes. Para mí está claro lo que pasó: las asesinó un delincuente, quizá intentó robarles y se resistieron, y el delincuente no pudo perpetrar el delito porque en ese momento llegó alguien, no sé bien… Pero sí sé que no voy a lanzar mierda sobre su memoria ni sobre este departamento.

—Yo también las apreciaba, Hans, pero me gustaría saber cuál de ellas lo hizo y por qué.