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El padre Aguirre parecía ensimismado y llevaba un buen rato sin decir palabra. Lorenzo le observó preocupado; el rostro del viejo sacerdote parecía del color de la cera, y no era difícil leer en sus ojos el inmenso sufrimiento que le embargaba.

—Sólo queda Roma. Afortunadamente se ha podido abortar el atentado de Santo Toribio, me lo acaba de decir nuestro delegado en España —informó Panetta.

El comisario Moretti le pasó el teléfono para que hablara con Hans Wein.

—Hans, lo sé, acabo de hablar con García; al menos los españoles se han librado del atentado y han salvado su Vera Cruz. Bueno, en realidad, hasta ahora ninguna reliquia ha sufrido daño, ni el trozo del Lignum Crucis de Jerusalén ni el de España, ni tampoco las reliquias de Mahoma.

Panetta escuchó las indicaciones que le daba Hans Wein. Su jefe estaba tan angustiado como él temiendo que en cualquier momento el Círculo realizara el atentado de Roma.

—¡Dios mío, cómo no me he dado cuenta antes! ¡Soy un estúpido! —exclamó de repente el padre Aguirre.

—Tranquilícese, padre… —dijo el comisario Moretti intentando calmar al sacerdote, que se había puesto en pie con los ojos desorbitados.

—¡Sé dónde van a cometer el atentado! —aseguró el sacerdote.

Panetta y Moretti, junto al resto de los policías, se quedaron expectantes mirando al padre Aguirre que parecía haber enloquecido.

—¡Lo sé! ¡Claro que lo sé! ¡Dios mío, cómo no me he dado cuenta antes!

Lorenzo Panetta y el comisario Moretti lograron convencerle para que se sentara.

—Raymond de la Pallisière odia la Cruz, el símbolo aborrecido por los cátaros, su obsesión es destruir la Cruz. Lo han querido hacer con el trozo del Lignum Crucis que se conserva en Jerusalén, con el de Santo Toribio, el más grande de cuantos se conservan y, por pura lógica, también intentarán destruir los tres trozos de la Vera Cruz que se conservan en Roma. El atentado será en la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén. En esa basílica hay una capilla, la capilla de las reliquias, allí se encuentran guardados tres trozos de la Cruz de Cristo, además de dos espinas de la corona, un trozo de esponja… sí, será allí, estoy seguro.

—¡Tiene lógica! —exclamó Panetta.

—¡No hay tiempo que perder! —dijo Moretti.

Salim al-Bashir estrujó el papel que tenía entre las manos. La rabia le había transfigurado el rostro. ¡Aquella estúpida pagaría caro lo que acababa de hacer!

¿Cómo había podido confiar en que le obedecería? Dio un puñetazo en la pared y sintió un dolor agudo en los nudillos desollados.

Hasta hacía una hora se había sentido el hombre más feliz del mundo, pero ahora…

Revisó la habitación borrando cualquier huella de la presencia de la mujer. Siempre se había mostrado cuidadoso cuando se encontraban en los hoteles: reservaban habitaciones separadas y procuraban que nadie les viera ir de una habitación a otra. Nunca salían ni entraban en el hotel al mismo tiempo. Él había impuesto aquellas drásticas medidas de seguridad para evitar que les vieran juntos.

La noche anterior la había invitado a dormir con él en su habitación, y ella había acudido con una pequeña bolsa de mano con el camisón y el neceser. Esa mañana, cuando él se había ido para reunirse con el jefe del Círculo en Roma, se había quedado arreglándose.

Al regresar, no le sorprendió a Salim no encontrarla en el cuarto. Pensó que ella se habría ido al suyo para cambiarse de ropa, y que de un momento a otro regresaría. La llamó por el móvil pero ella no respondía, y él pensó que se encontraría en el baño, o habría decidido bajar a la cafetería a tomar un café. Pero habían pasado casi dos horas y no había rastro de ella. Salim supo entonces que la mujer había huido. Buscó por su cuarto algún indicio de la fuga, y encontró en el bolsillo de su chaqueta colgada en el armario aquella carta que ahora estrujaba.

Querido Salim, he tomado la decisión más difícil de mi vida: separarme de ti para siempre. Tú tenías razón, no soy la mujer que necesitas, no estoy a la altura ni de ti ni de tu causa. Durante estos años he hecho cuanto me has pedido y te confieso que lo he hecho sin remordimientos. Si me hubieses pedido la vida te la habría dado gustosa, pero no puedo hacer lo que quieres que haga; no soy capaz de destruir los trozos de la Vera Cruz, ni las reliquias que se conservan en la Santa Cruz, por más que me digas que son falsas. Nunca he sido una buena cristiana: hace años que perdí la fe y no voy a la iglesia, pero no puedo destruir todo aquello en lo que me educaron. No, no soy capaz de destruir esos tres pedazos de la Vera Cruz; sería tanto como destruir mi esencia como persona, mi alma. Imagino que te reirás si te hablo del alma, pues ni yo misma me acordaba de que la tenía. Pero tanto da. Tampoco quiero arriesgarme a que haya muertos o heridos y dudo mucho de que yo saliera ilesa. Conozco el daño que puede hacer una bomba. Seamos sinceros, Salim, no me parece que tu plan fuera tan inofensivo como lo planteaste y, peor aún, he descubierto que no puedo fiarme de ti como hice en el pasado. Si siguiera tus deseos no podría soportar vivir el resto de mi vida con esa carga.

Ya ves, yo que he hecho de todo, que he traicionado a mis amigos y a mí misma, no soy capaz de cometer esta última felonía, la más fácil según tú.

Me voy, Salim, y creo que es mejor para los dos esta separación. Nunca te perjudicaré, te juro que intentaré olvidarte para poder olvidar yo todo lo que he hecho.

No sé si podrás perdonarme, pero me queda la esperanza de que lo hagas. Al fin y al cabo, tú eres un hombre de fe.

Te quiero.

Se preguntó dónde estaría. Lo más seguro es que hubiera abandonado el hotel y regresado a Bruselas. A lo mejor la encontraba en el aeropuerto.

Telefoneó al jefe del Círculo en Roma.

—Amigo mío, la perra ha huido. La operación queda cancelada.

—Salim, algo está saliendo mal, ¿has visto la televisión?

—No, ¿qué sucede?

—Un hombre se ha suicidado en Jerusalén en la Puerta de Damasco. Ha habido varios muertos.

—¿En la Puerta de Damasco?

—Sí.

—Pero…

—Lo sé, algo ha pasado. También ha habido una extraña explosión en Estambul. Al parecer hay muertos y varios heridos.

—¿Y en España?

—Aún no sé nada.

—Te llamaré en cuanto llegue a Londres. Intenta averiguar qué ha pasado. Puede que nos hayan traicionado.

—Cuídate, amigo mío.

Terminó de cerrar la maleta y dejó la habitación, no sin antes echar un último vistazo por si algo le había pasado inadvertido.

Pagó la cuenta en recepción y pidió que le trajeran el coche que había dejado en el garaje. En el aeropuerto miró el listado de vuelos a Bruselas; el siguiente salía tres horas más tarde y el anterior había salido apenas diez minutos antes de su llegada.

Buscó un teléfono público e hizo una llamada. Dio la dirección de la mujer en Bruselas y una orden: eliminarla.

Se había convertido en un peligro para él. Hoy decía quererle, pero ¿y mañana?

Estaba dispuesto a morir antes que dejarse coger vivo, porque con él podía caer toda la red del Círculo en Europa. Maldijo a la mujer por haberle puesto en peligro.

Ovidio Sagardía tenía la mirada clavada en la cruz que colgaba del pecho del Papa. En ese momento la vibración del móvil le advirtió de la llamada. Era el padre Aguirre.

Se apartó detrás de una columna para responder, pero sin perder de vista la figura del Papa, que en el centro de la basílica de San Pedro continuaba con los oficios litúrgicos de Viernes Santo.

—Atentarán contra la cruz y la cruz en Roma está en…

Ovidio terminó la frase:

—En la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén. ¡Dios mío, si era evidente!

—Sí, hijo, sí, lo era, pero la ofuscación y el miedo no nos dejaban ver lo que teníamos delante. Raymond d’Amis quiere destruir la cruz, de manera que su lógica sólo puede llevarle a destruir los restos de la cruz.

—Y ahora, ¿qué pasará? —preguntó Ovidio en un susurro.

—El señor Panetta y el comisario Moretti ya han adoptado medidas para proteger la basílica de la Santa Cruz; ellos mismos han salido para allá.

—Sé lo de Estambul y lo de Jerusalén —dijo Ovidio.

—Ha habido muchos muertos, mucha sangre derramada. Me siento culpable por no haber sido capaz de evitarlo.

—¡Pero, padre, gracias a usted el Centro Antiterrorista ha tomado en serio la pista del conde d’Amis!

—Me he hecho demasiado viejo y ya no pienso tan rápidamente como antes.

—En cuanto termine el oficio me acercaré a verle.

—No, no te muevas de ahí. Salgo ahora para el Vaticano.

Castillo d’Amis, sur de Francia

Raymond de la Pallisière lloraba de rabia. Acababa de hablar con Salim al-Bashir y ya no cabían dudas: la operación había fracasado. Los pedazos de la Vera Cruz continuaban intactos en Roma, Jerusalén y Santo Toribio. Decenas de personas habían muerto y se contaba un centenar de heridos en Jerusalén y Estambul, pero no habían logrado su propósito.

El jefe del Círculo sospechaba que lo de Estambul no era simplemente una explosión de gas y Raymond sabía que si descubría que él había organizado un atentado contra las reliquias del Profeta le mandaría matar.

En cuanto al comando enviado a Santo Toribio, Bashir intuía que había sucedido algo. La televisión y la radio no informaban de que en aquel rincón del norte de España hubiera acontecido nada especial, pero era evidente que algo había ocurrido, puesto que Santo Toribio seguía en pie.

Bashir no había querido llamar a Omar, prefería esperar. Ya le llamaría el jefe del Círculo en España; si no lo hacía era porque le habían detenido o porque sucedía algo de gravedad.

—No sé qué es lo que ha fallado, pero lo averiguaré —prometió Bashir.

—He gastado mucho dinero —le reprochó Raymond.

—Lo sé.

—Tiene que darme una explicación; esto no puede quedar de esta manera.

—Tendrá su explicación cuando averigüe lo que ha pasado. Hasta entonces tendrá que conformarse con esperar.

—¡Quiero resultados! —gritó Raymond.

—¡Está loco! Ahora lo único que podemos hacer es quedarnos quietos, ¿pretende que nos detengan a todos? Supongo que me estará llamando por una línea segura…

—Estoy utilizando una tarjeta de móvil nueva.

—Debemos tener cuidado, puede que alguien nos haya traicionado, mis hombres estaban preparados…

En la cabeza de Raymond retumbaban las palabras de Salim al-Bashir: «Puede que alguien nos haya traicionado…». Pero ¿quién? Nadie sabía detalles del plan; los miembros del consejo de Memoria Cátara ignoraban todos los detalles, y llevaban toda la mañana llamándole alarmados por lo que veían en la televisión.

Sonó uno de sus móviles y lo cogió de inmediato. La voz profunda del Facilitador le sobrecogió.

—Conde, ¿dónde está su hija?

A Raymond le sorprendió la pregunta. ¿Por qué quería saber dónde estaba Catherine?

—¿Por qué me pregunta por mi hija?

—Es una muchacha muy especial, tiene el don de la ubicuidad.

—¿Qué quiere decir?

—Que lleva tres semanas en California, en casa de una amiga, pintora de cierto éxito. Su hija se está recuperando de la depresión causada por el fallecimiento de su madre. Pero, como es una muchacha muy especial, al mismo tiempo está ahí con usted, visitando los lugares donde vivió su madre.

—¿Qué está diciendo? —Raymond sentía que apenas podía respirar.

—Le dije que tuviera cuidado con las ventanas. Nos ha expuesto a todos, es usted un estúpido. Suya es la responsabilidad de todo este fiasco. A su amigo Bashir no le gustará saber que les han burlado por su descuido, por comportarse como un pobre viejo sentimental. Bashir ha perdido hombres valiosos, y en el Círculo no perdonan los errores. Y usted, conde, ha cometido el peor de todos.

—Ahora mismo hablaré con Catherine…

—No sea ridículo. ¿Qué le va a decir? ¿Cree que le contará para quién trabaja? Uno tiene que saber cuándo ha llegado al final y usted, conde, ha llegado al suyo. Buenas tardes.

El conde d’Amis se sirvió una copa de calvados y la bebió de un trago. Luego se sentó unos segundos para poner sus pensamientos en orden. No tenía ninguna opción. Ninguna.

Se levantó y se sentó detrás de su mesa de despacho y tocó el timbre para que acudiera Edward. El mayordomo no tardó ni dos minutos en llamar a la puerta.

—Edward, avise a mi hija de que quiero hablar con ella.

La vio entrar sonriéndole, despreocupada. No, no se parecía a Nancy ni tampoco a él, pero era alegre y bella y los días que habían pasado juntos habían sido un regalo.

—¿Querías verme? Estaba en mi cuarto releyendo la Crónica de fray Julián; al final he terminado obsesionándome con ella casi tanto como tú —le dijo mientras se sentaba enfrente de él.

Le sonrió, luego abrió el primer cajón de la mesa y sacó un revólver. Catherine le miró asombrada cuando él le apuntó, pero no le dio tiempo a defenderse. Le disparó a bocajarro a la cabeza. La muchacha cayó al suelo con el rostro velado por la sangre.

Raymond la vio desplomarse mientras las lágrimas le nublaban los ojos. Luego se colocó el revólver en la boca y disparó.

Alarmado por los disparos, Edward entró en el despacho y su grito desgarrador se escuchó en todo el castillo.