Viernes Santo, castillo d’Amis, sur de Francia
A Edward le había sorprendido encontrar al conde sentado ante el televisor cuando, como cada mañana, acudió a despertarle con la bandeja del desayuno.
El conde ya estaba vestido y parecía inquieto, aunque no dijo nada que hiciera llegar a Edward a esa conclusión. Eran muchos los años a su servicio, y el mayordomo podía leer en el rostro del señor del castillo.
En cualquier otro momento habría hecho algún comentario para intentar averiguar a través de la respuesta qué preocupaba al conde d’Amis, pero Edward pensó que bastante tenía él con sus propios problemas.
Raymond de la Pallisière se había encerrado en su despacho. Pidió a Edward que nadie le molestara, ni siquiera su hija, pero el mayordomo sabía que esa orden no rezaría para Catherine. La hija del conde era una mujer tozuda, que no se atenía a las reglas. Sentía simpatía hacia ella porque desde su llegada el castillo parecía haber revivido, pero no se engañaba: cuando Catherine se convirtiera en condesa d’Amis le despediría.
Eran cerca de las once cuando Catherine se presentó delante de la puerta del despacho de su padre y, sin hacer caso de las advertencias de Edward, empujó la puerta y entró.
—¿Qué sucede? —le preguntó a su padre a modo de saludo, observándole con curiosidad al verle sentado ante el televisor y con un transistor pegado a la oreja.
El conde hizo un gesto de desagrado por la irrupción de su hija pero la invitó a sentarse.
—Estoy escuchando las noticias.
—¿Algo interesante?
—¿Es que nunca ves la televisión?
—La CNN; las cadenas europeas apenas informan sobre Estados Unidos salvo para decir que George Bush es un pobre diablo empecinado en hacer el mal.
—Ha habido una explosión en Estambul, y al parecer otra en Jerusalén.
—¿Sí? ¿Qué clase de explosiones?
—No hay demasiada información, dicen que en Estambul la explosión la ha podido provocar un escape de gas. No lo sé. En cuanto a Jerusalén…
—Pues algún terrorista habrá decidido inmolarse. Es lo que suelen hacer por aquella zona, ¿no? —le interrumpió Catherine sin dar demasiada importancia a lo que le decía su padre.
—¿Te da lo mismo? —le preguntó el conde.
—No es que me dé lo mismo, es que vivimos en un mundo que es así; creo que nos hemos ido inmunizando ante los actos horrorosos. Somos capaces de ver los informativos mientras comemos, en nada afecta a nuestra vida cotidiana. ¿Cuántas veces has visto las imágenes de un atentado con varios muertos y has continuado haciendo lo que tenías previsto?
—Una reflexión muy cínica, Catherine.
—Una reflexión real como la vida misma. Pero dime: ¿qué te preocupa?
—Nada, nada en especial.
El pitido del teléfono móvil alertó a Raymond. Miró la pantalla y leyó: NÚMERO PRIVADO. Temía que fuera el Facilitador. Las cosas no estaban saliendo como habían planeado.
—Catherine, ¿te importa dejarme a solas unos minutos? Ella se levantó ofendida y salió sin decir palabra.
—Sí… —El tono de voz de Raymond estaba cargado de tensión.
—¿Qué está sucediendo? —escuchó decir al Facilitador.
—No lo sé. He intentado ponerme en contacto con el Yugoslavo para saber qué ha sucedido en Estambul, pero parece que se ha esfumado. No responde en ninguno de sus teléfonos.
—En los noticieros no se mencionan las reliquias.
—Lo sé. Estoy viendo la CNN, y los presentadores especulan con una explosión de gas.
—Yo sé un poco más que usted. El gobierno turco ha decidido retener la información unas cuantas horas a petición del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea. Ha habido diez muertos, todos soldados, además de la chica y los que la acompañaban. El Pabellón de las Reliquias apenas ha sufrido daños.
Raymond no le preguntó cómo lo sabía. Los hombres a los que representaba el Facilitador tenían acceso a todos los gobiernos del mundo, de manera que no les resultaba difícil obtener información de primera mano.
—Mis representados están muy enfadados —escuchó decir al Facilitador—. Usted había garantizado el éxito de la operación.
—No sé lo que ha pasado.
—¿Ha hablado con su amigo Bashir? En Jerusalén un terrorista se ha volado por los aires en la Puerta de Damasco.
—Lo sé, lo acabo de ver en la CNN.
—La Puerta de Damasco está alejada del Santo Sepulcro.
—También lo sé.
—De manera que Bashir tampoco ha cumplido con lo previsto.
—Aún faltan Santo Toribio y Roma —dijo Raymond.
—¿Y qué? Ya da lo mismo. Lo que buscábamos no era que unos terroristas se suicidaran, sino provocar un enfrentamiento entre los países islámicos productores de petróleo y Occidente. Ylena tenía que haber destruido las reliquias de Mahoma, ése era el objetivo; el que ella esté muerta tanto da. ¿A quién le importa un terrorista muerto más? Lo mismo que el desgraciado de Jerusalén. Se ha volado matando a unos cuantos transeúntes. ¿Y qué? Ésos son atentados comunes, sin importancia. Me temo, conde, que alguien se ha dejado una ventana abierta en alguna parte.
—¿Qué quiere decir? —La voz de Raymond denotaba inseguridad.
—Se lo avisé. Mis representados no admiten fracasos.
—Las operaciones estaban bien organizadas, le repito que no sé lo que ha pasado.
—Procure hablar con el Yugoslavo. A estas horas debe de tener una idea de lo que ha fallado en Estambul.
—Volveré a intentarlo.
—Procure revisar las ventanas y comprobar cuál de ellas dejó mal cerrada. ¡Ah! Y llame a su amigo Bashir; él también tiene que dar una explicación sobre este fracaso.
El Facilitador cortó la comunicación sin dar tiempo a Raymond a replicar. Marcó de inmediato el número del Yugoslavo, pero de nuevo se encontró con el silencio. Llamó a Salim, pero le saltó el contestador pidiendo que dejara un mensaje. Colgó angustiado.
Santo Toribio, Potes, Viernes Santo
Arturo García explicaba a los agentes de la Policía Nacional y de la Guardia Civil lo que sabía de aquellos dos jóvenes que, un piso más arriba, aguardaban el momento de volarse junto al trozo de la Vera Cruz que se guardaba en Santo Toribio.
El delegado del Centro Antiterrorista en España se había desplazado hasta Cantabria, consciente de la gravedad de la situación. En su conversación con el ministro del Interior éste se había mostrado tajante: no quería correr ningún riesgo, tanto le daba que los terroristas se pudieran poner en contacto con otros en la zona. Lo que había que evitar era el atentado, de manera que había que detenerles de inmediato impidiéndoles que se acercaran a Santo Toribio.
Una policía se había vestido como camarera del hotel. Sobre el papel, el plan era sencillo. La mujer llamaría a la puerta; llevaría consigo un carro con sábanas y toallas limpias, y cuando le abrieran entraría y detrás de ella el resto de los efectivos. No sabían cómo iban a reaccionar los terroristas, pero era previsible que intentaran suicidarse, de manera que la operación tenía riesgos, y los que entraran podían morir.
El director del hotel, a pesar del nerviosismo, había obedecido todas las órdenes de la policía. Habían ido desalojando el hotel con mucha cautela, llamando a cada habitación y pidiendo a los huéspedes que se dirigieran a recepción para un asunto importante; una vez allí eran conducidos a la puerta trasera, por donde eran sacados y alejados del lugar.
A Arturo García le maravillaba la suerte que estaban teniendo. En cualquier momento podían bajar los terroristas y darse cuenta de lo que estaba pasando.
Habían trabajado a contrarreloj, sabiendo que cada minuto era precioso, y el comisario García no respiró hasta localizar los dos autocares de la agencia de viajes de Omar. Si alguien iba a cometer un atentado en Santo Toribio tenían que estar escondidos entre ese grupo de peregrinos. Dos ancianas asustadas le hablaron de «esos dos jóvenes tan simpáticos, con pinta de moros, pero que son buenos cristianos y vienen a ganar el jubileo».
Mohamed daba vueltas por la habitación enfadado con Ali, que todavía se estaba vistiendo.
—¡Date prisa!
—¿Para qué? Son las once, aún falta una hora.
—Si no te das prisa, me voy.
—Haz lo que quieras.
Pero Mohamed se sentó en la cama y dejó vagar la mirada a través de la ventana.
—Este pueblo es muy tranquilo. Mira, a pesar de la hora no hay nadie en la calle.
—Las prisas no conducen a ninguna parte —respondió Ali.
Mohamed buscó su teléfono móvil y marcó el número de su casa. Le atormentaba saber que su primo Mustafa iba a asesinar a Laila.
Escuchó la voz sombría de su padre y supo que Laila ya estaba muerta.
—Mohamed, hijo, ¿dónde estás? Debes venir de inmediato, ha ocurrido algo terrible.
Mientras su padre le hablaba, escuchaba de fondo el llanto de su madre y de Fátima.
—No puedo ir, tengo que hacer un trabajo importante.
—Hijo, tu hermana… Mustafa ha matado a Laila… dice que ha sido por nuestro bien… ¡Por favor, hijo, ven!
Mohamed sintió que le faltaba el aire. Ali le observaba en silencio y en su mirada pudo leer reprobación.
—No puedo ir, padre, os quiero mucho, díselo a mi madre… ella y yo… bueno, no nos hemos entendido y sé que la he hecho sufrir.
Pero, hijo, ¿qué dices? ¿Qué me quieres decir? ¡Por favor, Mohamed!
La voz de Mustafa sonó imperiosa. Le había quitado el teléfono a su padre.
—No deberías haber llamado —le escuchó decir a su primo.
—¿Qué le has hecho? —gritó Mohamed.
—Lo que tú no te has atrevido a hacer. Agradécemelo, señor importante. Y ya que has llamado, diles a tus padres que dejen de gimotear. Tengo que marcharme, no pueden llamar a la policía hasta que yo no esté seguro. Dales la orden o tendré que…
¡Cállate! No te atrevas a tocarles.
—Haz lo que te estoy diciendo.
Volvió a escuchar la voz entrecortada de su padre. ¡Cuánto odiaba a Mustafa!
—Hijo… ¿por qué?
—Padre, haced lo que os dice; de lo contrario os hará daño.
Fátima la ha encontrado degollada en su cuarto… es horrible. Tu hermana… ¡Que Alá sea misericordioso con ella! ¡Pobre hija mía! Tú madre se ha vuelto loca, no nos deja acercarnos a Laila, se ha abrazado a su cuerpo y… ¡Es horrible, hijo, es horrible!
¡Padre, escúchame! Dile a Mustafa que se puede marchar, que no llamaréis a la policía hasta dentro de un rato. Dadle tiempo para huir. Padre, si no lo hubiera hecho él lo habría hecho otro… Laila… Laila se había convertido en un problema, se lo advertí, os lo advertí a vosotros, pero no quisisteis escucharme… yo la quería…
Mohamed lloraba desconsoladamente y Ali le quitó el teléfono de las manos.
—Señor Amir, haga lo que le ha pedido Mohamed, es lo mejor para todos. Confíe en la sabiduría de quienes dirigen nuestra comunidad.
Luego devolvió el teléfono a Mohamed y éste pidió hablar con su esposa Fátima.
—Hazles entrar en razón, impide que mi madre llame a la policía. Mustafa debe escapar, tú lo sabes.
—No era necesario matarla —escuchó decir a Fátima.
—¡Qué sabes tú, estúpida mujer! ¿Cómo te atreves a opinar sobre lo que nuestros jefes deciden? Pregúntale a tu hermano por qué tenía que morir Laila, pregúntaselo. Ha sido él quien lo ha decidido —gritó Mohamed.
Ali le quitó el teléfono y cortó la comunicación. Luego le obligó a beber un vaso de agua.
No deberías haber llamado; tú sabías que esto iba a suceder. Unos golpes fuertes en la puerta alertaron a los dos jóvenes.
Mohamed se secó las lágrimas con el reverso de la mano y Ali se acercó a la puerta preguntando quién era.
—Soy la camarera, tengo que llevarme las toallas sucias.
—No vamos a tardar mucho, saldremos en unos minutos —respondió Ali.
—Ya, pero si no le importa darme las toallas, se lo agradeceré. Ali abrió la puerta y encontró frente a él a una mujer de mediana edad que le sonreía con amabilidad.
—Siento molestarles, ¿puedo pasar al baño a por las toallas?
La camarera empujó la puerta sin esperar respuesta y Ali se apartó para dejarla pasar. Mohamed miraba por la ventana para evitar que la mujer le viera llorar. Un ruido le alertó y cuando se volvió, en la habitación había unos guardias civiles de paisano apuntándole con sus subfusiles, mientras que otro había derribado a Ali y le sujetaba las manos a la espalda mientras le ponía unas esposas.
Mohamed no se resistió. Aún no se había colocado el cinturón con los explosivos, de manera que no tenía siquiera la oportunidad de suicidarse. En realidad, sintió una oleada de alivio y se dejó colocar las esposas. Aquel día no iba a morir, Alá no quería su sacrificio. Había salvado la vida en Frankfurt y ahora la volvía a salvar. Se juró que nunca más la comprometería.
Rodeados de policías y guardias civiles salieron del hotel. Un hombre ya entrado en años, vestido de paisano, les miró con curiosidad antes de preguntar a uno de los guardias si habían registrado la habitación y encontrado los explosivos.
—Sí, estos angelitos tenían dos cinturones preparados para hacerlos explotar. Los guardaban en una bolsa en el armario; sólo les faltaba activarlos.
—Buen trabajo.
—Y que lo diga, comisario. Estos desgraciados podían haber matado a muchos inocentes.
—Llévenles al cuartel. Allí les interrogaremos antes de trasladarles a Madrid.
—A sus órdenes, comisario.
Arturo García suspiró aliviado al tiempo que telefoneaba al ministro del Interior para explicarle el resultado de la operación, luego telefoneó a Hans Wein a Bruselas y, por último, a Lorenzo Panetta.
—De buena nos hemos librado gracias a su informador. Felicítele de mi parte, sin su información habría sido imposible detener a estos dos desgraciados y encontrar el rastro del tal Omar.
—¿Qué harán con Omar? —quiso saber Panetta.
—Nada.
—¿Nada?
—Usted sabe cómo es este negocio, ahora sabemos que el tal Omar pertenece al Círculo, de manera que lo mejor es darle cuerda, ya veremos qué hace —sentenció Arturo García.
—Le pediría que interrogara cuanto antes a los detenidos; puede que sepan algo sobre el atentado de Roma.
—No se preocupe, es lo que voy a hacer. Espero que nos digan algo de interés, pero sobre todo que a través de ellos podamos tirar del hilo del Círculo. Procuraré llamarle cuanto antes.