Estambul, Viernes Santo, ocho de la mañana
Ylena se terminó de colocar el hiyab sobre el cabello. Su prima también lo llevaba puesto; su hermano y su primo estaban listos.
Habían pedido el desayuno en la habitación. En realidad apenas habían salido del hotel; procuraban no llamar demasiado la atención.
—¿Estás preparada? —le preguntó su hermano.
—Lo estoy.
—Si tú quieres…
—Calla —le ordenó ella—. Lo único que quiero es venganza. Te aseguro que en el momento en que apriete el botón del detonador seré feliz. ¿Vosotros estáis preparados?
—Lo estamos.
—Procura vivir, con que yo muera es suficiente. No me gustaría que terminaras tus días en una cárcel turca.
—Sabes que no nos cogerán vivos.
—Es lo único que me preocupa. Estos cerdos son capaces de todo.
La conversación de Ylena con su hermano le llegaba con claridad al coronel Halman. Por un momento tuvo ganas de irrumpir desde la habitación contigua a la que ocupaban los terroristas y preguntarles quién era más cerdo, si él que jamás había matado a nadie a sangre fría o ellos que pretendían provocar una matanza. Porque no tenía la menor duda de que si pudiesen lograr su propósito morirían muchos inocentes. Eran cientos de turistas de todo el mundo los que visitaban cada día Topkapi, eso sin contar los colegios que llevaban a sus alumnos a visitar el antiguo palacio de los sultanes.
El militar turco decidió llamar por teléfono a Panetta para anunciarle que iba a proceder a la detención del comando. No tenía sentido dejarles seguir adelante puesto que no se habían puesto en contacto con nadie, ni nadie lo había hecho con ellos. Los dos hombres del Yugoslavo que parecían vigilar a la muchacha tampoco se habían reunido con ninguna persona.
Lorenzo Panetta escuchó las explicaciones del coronel y le pidió que no les detuviera.
—Déjeles llegar hasta Topkapi; puede que allí les esté esperando algún contacto. No creo que sea correr demasiados riesgos.
—Pues yo creo que sí los corremos. En estos dos días no han mencionado dónde esconden los explosivos y puede que si se ponen nerviosos o intuyen algo decidan volarse, no importa dónde. No deberíamos correr ese riesgo.
—Vamos, coronel, es evidente que los explosivos deben de estar en la silla, esa chica anda sin ningún problema, y si hasta ahora no se han dado cuenta de que les tienen controlados no tienen por qué desconfiar. Le ruego que les permita llegar hasta Topkapi… incluso que lleguen hasta el pabellón donde guardan las reliquias del Profeta, puede que si tienen algún contacto les esté esperando allí.
—¡Está loco! ¿Cómo cree que voy a permitir que lleguen al pabellón de nuestras reliquias? Por nada del mundo aceptaré que esos cerdos puedan acercarse a los objetos que pertenecieron al Profeta.
—Se trata de medir bien el tiempo; sé que no es fácil, pero tampoco imposible.
—No, no lo haré. Dejaré que vayan a Topkapi, pero antes de que puedan dirigirse al pabellón donde guardamos las reliquias de Mahoma les detendré, y rece para que no pase nada. Estamos colaborando en todo lo que nos piden pero no al precio de permitir una matanza.
—¡Por Dios, no le estoy pidiendo que permita una matanza, sólo que averigüe si tienen cómplices!
—Yo decidiré el momento de la detención —insistió el coronel Halman.
—Naturalmente, es usted el que está sobre el terreno. Cuando Panetta colgó el teléfono empujó el cenicero, malhumorado.
—¡Qué susceptible es este Halman!
—Está aceptando una gran responsabilidad —respondió el comisario Moretti, delegado del Centro Antiterrorista en Roma que había asistido a la conversación entre Panetta y Halman.
—Todos estamos asumiendo una gran responsabilidad. Pero tenemos que aprovechar todos los resquicios; hay que saber si la chica se pone en contacto con alguien.
—Si no lo ha hecho hasta ahora, es improbable que en el último minuto lo haga. No quisiera estar en la piel de Halman: si no la detiene a tiempo se encontraría con una catástrofe.
—Tiene razón. Además, somos nosotros los que tenemos que evitar que aquí ocurra otra catástrofe y no sabemos ni por dónde empezar.
Salieron de la habitación y se encaminaron hacia el ascensor donde una pareja también esperaba para bajar al vestíbulo. Ylena no les prestó demasiada atención. Su prima empujaba la silla y su hermano y su primo las flanqueaban.
Su primo fue a buscar el monovolumen que habían alquilado y, ayudados por el portero del hotel, acomodaron a Ylena dentro del coche.
Tardaron en llegar más de media hora, porque el tráfico de Estambul estaba especialmente denso aquella mañana en que turistas de todas partes habían acudido a visitar la ciudad.
Llegaron hasta la cima de la colina, explicando a los guardias que intentaban controlar el tráfico que llevaban a una inválida.
Buscaron un lugar donde aparcar cerca de los autocares que iban dejando su cargamento de turistas.
—¿Estás nerviosa? —la preguntó su prima a Ylena.
—No, no lo estoy. Soy feliz.
Guardaron su turno haciendo cola y su hermano sacó los tíquets para entrar en Topkapi.
—Afortunadamente no parece haber mucha gente —dijo el joven.
—No es nada espectacular —dijo Ylena.
—¿No te impresiona? —replicó su prima sonriendo.
—No, el lugar es bonito porque se ve el mar, pero como palacio… no sé, en realidad son sólo pabellones.
—Desde los que se dominó buena parte del mundo —apostilló su hermano.
Un grupo de turistas italianos escuchaban las explicaciones del guía mientras aguardaban su turno para entrar en el palacio.
—Ya les he dicho que Topkapi lo construyó Mehmet, pero cada sultán añadía pabellones nuevos. Topkapi ha sufrido cuatro incendios, y de la época de Mehmet queda el edificio del Tesoro llamado Raht Hazinesi, el Pabellón de los Azulejos Cinili Kósk y los muros internos y externos. El palacio tiene tres áreas, el palacio interno, el palacio externo y el harén. El primer patio, que es donde están estacionados los autocares, fue el cuartel de los jenízaros.
Los guardias que controlaban los accesos a Topkapi no les prestaron especial atención; incluso permitieron que accedieran al recinto sin pasar por el arco detector de metales, aunque unos amables funcionarios discutían con los guías de los grupos para organizar la visita de éstos dentro del recinto. Los guías se quejaban de que les impusieran un itinerario en vez de dejarles organizar la visita como siempre habían hecho.
—Son muy confiados —afirmó el primo de Ylena una vez que hubieron pasado el primer control.
—No tienen por qué desconfiar de nosotros; sólo somos turistas —respondió el hermano de Ylena.
Tampoco encontraron ningún obstáculo para atravesar el segundo pórtico, el de Bab U Selam o de las salutaciones, que fue construido por Solimán el Magnífico.
—Vamos directamente al pabellón de las reliquias —ordenó Ylena a su prima, que continuaba empujando la silla.
—No, no seas impaciente, paseemos primero, como si de verdad fuéramos turistas —sugirió su prima—. Mira, podemos empezar por el harén.
Ylena asintió de mala gana. Sentía la necesidad imperiosa de cumplir con su objetivo: infligir una herida al islam, y no veía razón para retrasar más tiempo su venganza.
Entraron en el harén y, como el resto de los visitantes, observaron curiosos aquellas paredes que habían sido las estancias de las mujeres de los sultanes y de sus hijos.
El grupo de turistas italianos que habían encontrado a la entrada salían del harén bromeando sobre las odaliscas al tiempo que inmortalizaban el lugar con sus cámaras digitales. Otro grupo de turistas, éstos turcos, y la mayoría hombres, entraron en el harén. A Ylena le fastidiaban las miradas de conmiseración que le dirigían.
«Si supierais lo que voy a hacer, me temeríais en vez de compadecerme», pensaba ella.
—¿Por qué no salimos? —pidió impaciente.
Su prima empujó la silla hacia la salida mientras su hermano le pedía que no se impacientara.
—No te pongas nerviosa.
—No lo estoy, sólo quiero terminar con esto.
—Parece que tienes prisa en morir —le reprochó su primo.
—Sí, tienes razón, tengo prisa en morir.
Atravesaron el Bab U Saadet, el Pórtico de la Felicidad, por el que antaño sólo podía pasar el sultán y, a continuación, se encontraron junto a la Arz Odasi, la Sala de Peticiones del gran visir.
—Aquí venía gente del mundo entero a solicitar favores al gran visir y éste los estudiaba y luego decidía si se los transmitía o no al sultán —dijo el hermano de Ylena.
—¡Qué más da lo que hicieran! —El tono irritado de Ylena les preocupó.
—¡Vamos, no te enfades! Tú misma nos has repetido que teníamos que ser cautos y hacer las cosas bien. Además… bueno, no sólo vas a morir tú, es muy probable que también muramos nosotros. Déjanos disfrutar de estos últimos minutos —dijo su hermano.
—¡Alabando a los sultanes!
—Respirando, Ylena, sólo respirando —respondió su primo.
El grupo de turistas turcos con su guía al frente llegó donde estaban ellos. El guía explicaba cada rincón del lugar.
—Y ahora a la derecha verán ustedes otro pabellón, es la Tesorería, y es la antigua residencia de Mehmet el Conquistador; aquí se guardan algunos de los regalos que recibía el sultán. Y a la izquierda de este patio… sí, justo ahí —dijo señalando otra puerta— están las salas donde se guardan las santas reliquias. A partir de 1517 empezaron a llegar objetos que habían pertenecido al profeta Mahoma y que hasta ese momento se encontraban en La Meca y en El Cairo. Podrán ver ustedes desde espadas hasta pelos de la barba de Mahoma, uno de sus dientes, el estandarte, el Manto Santo… Estas reliquias permanecieron siempre custodiadas lejos de los ojos de los habitantes de la ciudad, aunque el estandarte era la excepción porque en alguna ocasión fue sacado en procesión por las calles de la ciudad. En el pabellón donde se albergan las reliquias hay lectores que recitan el Corán día y noche. Síganme, ahora tenemos la suerte de poder contemplarlas. Para los musulmanes estas reliquias son igual de importantes que lo pueden ser para los católicos la Sábana Santa de Turín o los restos de la Santa Cruz que se encuentran en catedrales, iglesias y basílicas de media Europa.
Ylena miró a su prima y ésta entendió que no debían demorarse más, así que a pesar de que sentía un nudo en el estómago, empujó la silla hacia la entrada del Pabellón de las Reliquias.
De repente, sin que supieran de dónde habían salido, los cuatro jóvenes se encontraron rodeados por un grupo de policías y soldados armados. Ylena miró a su alrededor dándose cuenta de que los turistas turcos no eran tales, sino policías de paisano, y que en la explanada no quedaba nadie excepto ellos.
El coronel Halman empezó a abrirse paso entre sus hombres aprovechando el desconcierto de los cuatro jóvenes.
—¡Entréguense! —les ordenó el militar hablando en inglés—. Su aventura ha terminado, ¡pongan las manos en alto!
El hermano y el primo de Ylena la miraron y pudieron leer en sus ojos ira y determinación, y cómo esbozaba una sonrisa murmurando «adiós». Un segundo después se produjo la explosión.
Entre la espesura del humo se podían escuchar gritos y gemidos. Las sirenas de las ambulancias irrumpieron en el recinto.
Cuando se despejó el humo lo que se podía ver sobre la explanada era dantesco. Restos de cuerpos mutilados, los de los jóvenes y también los de los agentes que se encontraban más cerca de ellos.
La confusión se había adueñado del lugar. Entre los gritos podía escucharse la voz firme del coronel Halman intentando hacerse con la situación a pesar de estar herido.
—¡No han alcanzado las reliquias, pero se ha derrumbado parte del muro de entrada al pabellón! —gritaba un policía.
Al recinto comenzaron a llegar camiones del Ejército con más soldados que fueron tomando posiciones dentro de Topkapi al tiempo que ayudaban a desalojar a los turistas que habían sido llevados hacia el cuarto patio por sus guías, después de haber recibido instrucciones precisas de no pararse ni en el primer ni en el segundo patio.
Todos escucharon la explosión sin saber de dónde provenía, aunque de repente vieron llegar a grupos de soldados que les obligaban a abandonar el lugar. Evacuaron en pocos minutos a los visitantes, alterados por la confusión.
Cuando en Topkapi sólo quedaron los soldados, la policía y los servicios médicos que se habían desplazado al lugar, el coronel Halman telefoneó a sus jefes para informarles del resultado de la operación y a continuación llamó a Lorenzo Panetta.
—Han muerto los cuatro terroristas y diez de mis hombres. Además, tengo otros veinte heridos, algunos de gravedad.
—Lo siento, ¿cómo ha sucedido? —preguntó Panetta.
—La apuesta ha sido muy fuerte, hemos corrido un gran riesgo. No íbamos a permitir que los turistas entraran hoy en Topkapi, pero pensamos que los terroristas habrían sospechado si no hubieran encontrado un clima de normalidad. De manera que hemos permitido que fueran entrando con cuentagotas algunos grupos, desviándoles hacia otras zonas del palacio lo suficientemente alejadas para que no corrieran peligro. No ha sido fácil, los guías han lanzado todo tipo de improperios porque no entendían por qué no se les permitía organizar la visita de Topkapi como siempre habían hecho. Créame si le digo que he rezado para que ningún turista se despistara de su grupo. Los terroristas han estado en todo momento rodeados sin saberlo por un grupo de policías y soldados vestidos de paisano como simples turistas. Nadie se puso en contacto con los terroristas; hice lo que me pidió a pesar de los riesgos, aguardé hasta el último momento para ver si alguien se ponía en contacto con los terroristas, si tenían algún cómplice; e intentamos detenerles justo en el momento en que iban a entrar en el Pabellón de las Santas Reliquias. La muchacha debió activar la carga del explosivo y… se puede imaginar el resto. Será difícil identificar los cadáveres.
—¿Y las reliquias del Profeta? —preguntó con preocupación Lorenzo Panetta.
—Intactas, no han sufrido ningún daño. Alá sea loado por haberlas protegido.
—Y por evitar un derramamiento de sangre mayor, ¿se imagina, coronel, lo que habría sucedido si llegan a destruir esas reliquias?
—Sí, habría habido un baño de sangre.
—Siento lo de sus hombres.
—Imagínese lo que va a suponer hablar con sus familias…
—¿Podrían retener la información de lo sucedido durante unas horas?
—¡Usted pide imposibles! Aquí había gente, demasiada gente para guardar un secreto. Turistas, guías, funcionarios, soldados, policías… No, no podemos retener la información mucho tiempo, ¿por qué?
—¿Qué van a decir?
—¿Qué sugiere que digamos?
—Permítame hablar con el director del Centro de Coordinación Antiterrorista en Bruselas, y le llamo de inmediato. —Mis jefes han hablado ya con el suyo.
—Deme cinco minutos.
Lorenzo encendió un cigarrillo y aspiró hasta lo más profundo el humo. Luego relató brevemente al padre Aguirre y al comisario Moretti cuanto le había explicado el coronel Halman.
—¡Han tenido mucho valor! ¡Se la han jugado! Ese coronel Halman debe de ser un fuera de serie —exclamó el comisario Moretti.
—Sí, ha arriesgado mucho, y organizar una operación así es muy difícil. Si llega a morir un solo turista, el gobierno turco y nosotros nos habríamos visto en dificultades. Nos habrían acusado de poner en peligro vidas inocentes.
—Es lo que hemos hecho —afirmó Moretti.
—Es lo que muchas veces hacemos pensando que así salvaremos muchas vidas, pero no me siento orgulloso de ello.
Hans Wein estaba conmocionado y aliviado al mismo tiempo.
—Al menos lo de Estambul no ha salido mal —dijo Wein a Panetta.
—Han muerto diez hombres, además de los cuatro terroristas, y también hay numerosos heridos, pero no, no ha salido mal para lo que podía haber sucedido.
—Si esos locos hubieran destruido las reliquias de Mahoma ahora mismo habría muchos más muertos. ¿Te imaginas la reacción de los islamistas fanáticos?
—Agradezcámosles a los turcos su sacrificio —dijo Panetta.
—¿Habéis avanzado algo?
—No, seguimos a ciegas, y dentro de una hora el Santo Padre dirigirá los oficios litúrgicos del Viernes Santo. No hay un solo rincón del Vaticano sin protección.
—Pero no sabemos si atacarán el Vaticano… —respondió Hans Wein.
—No, no lo sabemos, pero hay que proteger al Papa. ¿Qué pasa con los israelíes?
—He hablado hace un minuto con ellos y también con Matthew Lucas. Han localizado al grupo de turistas que llegó a Israel con la agencia de viajes de Omar. Los israelíes también les van a permitir acercarse al Santo Sepulcro. Todo esto es una locura… —se lamentó Wein.
—Nunca he rezado tanto en mi vida —confesó Panetta.
—Los turcos me consultan sobre el comunicado oficial de los hechos. En mi opinión es mejor decir la verdad —afirmó Wein.
—Sí, siempre es mejor decir la verdad, pero no es necesario hacerlo ahora mismo. De lo contrario alertaríamos al resto de los comandos que se proponen atentar.
—De acuerdo. ¿Qué quieres que diga a los turcos?
—Quizá pueden decir que ha habido una explosión, no se sabe si intencionada, y que han muerto varias personas.
—No es convincente. ¿No es muy sorprendente que hayan muerto sólo soldados y policías?
—Si decimos que les estaban siguiendo, entonces sabrán que tenemos más información.
—Yo sigo sin encontrar la conexión entre esa Ylena y el Círculo —se quejó Wein.
—Pero existe; puede que ni ellos sepan que la hay, pero la hay —insistió Panetta.
—Bueno, ¿entonces qué propones?
—Decir lo menos posible. Siempre se puede echar mano del socorrido «estamos investigando, en estos momentos barajamos todas las hipótesis, les iremos informando».
—Vale, información de bajo perfil mientras se pueda.
—Al menos durante unas horas. Sabemos que los atentados serán hoy, intentemos ganar el día.
—De acuerdo.
Lorenzo Panetta sabía que Hans Wein hablaría con el gobierno turco y él telefoneó a su vez al coronel Halman.
—Coronel, diga lo menos posible, ya sabe: que están investigando, que en las próximas horas tendrán más información, etcétera, etcétera, etcétera.
—Sí, ya me sé esa canción.
—Hay otros comandos dispuestos a actuar, a dos de ellos parece que les tenemos localizados, el tercero… el tercero sabemos que actuará en Roma, pero no sabemos dónde ni cuándo. Necesito tiempo, no podemos alertarles.
—Haré lo que pueda.
—Gracias.