40

Roma, madrugada del Viernes Santo

Lorenzo Panetta había perdido la cuenta de los cigarrillos que se había fumado.

—Puede que consigamos parar lo de Jerusalén y lo de Santo Toribio, pero no tenemos ni idea de dónde van a atentar en Roma, y la única pista es Bashir —dijo sin esperar respuesta.

El padre Aguirre parecía más viejo; los ojos se le habían empequeñecido por el cansancio, y Panetta se daba cuenta de que las manos del sacerdote a veces tenían un temblor, imperceptible para cualquiera que no fuera un sabueso como él.

La preocupación del padre Aguirre era sólo un pálido reflejo de la que se registraba en las alturas del Vaticano. La Santa Sede no dudaba de las conclusiones del jesuita: la Iglesia iba a ser golpeada por el contubernio entre un viejo que quería vengar la muerte de sus antepasados cátaros y un grupo islamista dispuesto a provocar el miedo y el caos en el corazón de la Cristiandad.

Se habían reforzado todas las medidas de seguridad alrededor del Vaticano, pero por más que se había intentado convencer al Santo Padre para que suspendiera su presencia en los actos litúrgicos de aquel Viernes Santo, éste se había negado: él correría el mismo peligro que el resto de los fieles.

Ovidio Sagardía, junto a Domenico Gabrielli y el obispo Pelizzoli, intentaban coordinar la seguridad en torno al Papa. Si algo le sucediera… no querían ni pensar en esa posibilidad. Ovidio se decía que jamás se lo perdonaría. Se reprochaba su ceguera, y pedía a Dios que les iluminara. ¿Dónde, cuándo, en qué momento les golpearía el Círculo? Ni siquiera su viejo maestro el padre Aguirre parecía capaz de encontrar el hilo del que tirar, para evitar la catástrofe.

—No te atormentes, el Santo Padre estará bien protegido —le aseguró el padre Domenico interrumpiendo sus pensamientos.

—Me pregunto por qué he sido tan obstinado. El padre Aguirre tenía razón, pero a mí me parecía imposible que alguien pudiera organizar un atentado en nombre de algo que sucedió en el siglo XIII. Ese conde es un demonio.

—En el fondo es un pobre hombre. Como lo es esa gente del Círculo a la que sus jefes convencen para que se inmole —respondió Domenico.

—¡Cuánta irracionalidad!

—Vamos, el obispo nos espera en su despacho.

Jerusalén, Viernes Santo, siete de la mañana

Hakim no había dormido en toda la noche. Quería estar muy despierto durante las que serían sus últimas horas de vida.

Había rechazado todos los ofrecimientos que le hizo Said, el jefe del Círculo en Israel. Se negaba a pasar su última noche con una prostituta que le dejaría una sensación de asco y vacío, ni tampoco se dejó convencer para que le sirvieran una cena especial; lo único que ansiaba era estar a solas y, pese a las protestas de Said, lo consiguió.

Pasó la noche sentado mirando por la ventana, disfrutando del cambio del color del cielo con el pasar de las horas: del gris al negro, luego de nuevo un gris salpicado de blanco y el rojo del amanecer, hasta que de nuevo el azul volvió a adueñarse del firmamento.

Había pensado en su difunta esposa, la única mujer a la que había amado. Recordaba la primera vez que la vio cuando él tenía doce y ella tan sólo siete años. Sus padres habían acordado su matrimonio con aquella niña que le sacó la lengua y le dijo que era muy feo.

No se volvieron a ver hasta que cumplió dieciséis. Fue el día de sus esponsales. Él se quedó mudo cuando la vio; le parecía la más hermosa de las mujeres. Ella al principio aceptó resignada su suerte, pero luego le amó con la misma pasión que él.

Los años vividos junto a ella habían sido los más felices de su vida, y los dos hijos que tuvieron eran su orgullo. Sentía no haberse despedido de los niños, pero era mejor así. Desde que su esposa murió y él se dedicó en cuerpo y alma al Círculo, los pequeños vivían con sus padres en Tánger. No les faltaba de nada, eran niños felices. Se sentirían orgullosos de él cuando les explicaran que su padre había muerto con el nombre de Alá en los labios y por la gloria del islam.

Durante la noche también había pensado en el Paraíso prometido para aquellos que morían luchando contra los infieles, y deseaba poder compartirlo con su esposa. Sí, se dijo, ella estaría allí, y era ella con quien estaría, para nada necesitaba una corte de huríes.

Said entró en la habitación apenas las campanas de alguna de las muchas iglesias de Jerusalén empezaron a dar las ocho. Llevaba una bandeja con café y un plato con dulces, además de una mochila cargada al hombro.

—¡Vaya, si ya estás despierto! ¿A qué hora te has levantado? —preguntó al observar que Hakim estaba vestido y afeitado.

—No he dormido, no tenía sueño.

—Ya.

El jefe del Círculo pudo ver en el rostro de Hakim las huellas de la vigilia, aunque le sorprendió verle tranquilo, como si aquel día no tuviera una cita con la muerte.

—¿Me has traído el cinturón? —preguntó Hakim.

—Sí, está en la mochila. Sácalo con cuidado.

Hakim abrió la mochila y sacó un cinturón cargado con explosivos. En la mochila también había un detonador que debía ajustar para hacer estallar la carga en el momento preciso. Contempló el cinturón antes de dejarlo con cuidado encima de la cama.

—Desayuna primero, así te despejarás —le aconsejó Said.

—Sí, tengo hambre.

—Un hombre no debe morir con el estómago vacío —rió Said.

—Al menos yo no lo haré. ¿A qué hora saldremos?

—El guía ha citado a tu grupo a las once; iréis caminando hasta el Santo Sepulcro para asistir a los oficios de las doce. Acuérdate de lo que hemos planeado: debes mezclarte con los peregrinos. En realidad pareces español, supongo que tanto tiempo viviendo entre ellos ha limado las diferencias externas. Procura hablar con los otros peregrinos, únete a ese par de ancianas tan habladoras, ve con ellas. Y… bueno… tú sabrás elegir el momento en que debes apretar el detonador, pero si te ves en apuros, no dudes, no importa que no hayas llegado al lugar donde están las reliquias.

—Pero el objetivo es… —Hakim no pudo terminar la frase porque le cortó Said.

—El objetivo tanto da; el mundo se conmocionará igualmente si la iglesia vuela por los aires, o si logramos cometer un atentado en el corazón de Jerusalén. Todas las piedras de la ciudad son santas, de manera que tanto da lo que se destruya. No pongas en peligro la operación sólo porque no puedas llegar hasta el lugar acordado. ¿Lo entiendes?

—No te preocupes, los cristianos llorarán.

—Sí, deben llorar por haber ayudado a los perros judíos a arrancarnos nuestra tierra. Ha llegado el momento de devolverles tanta humillación.

—Hoy será un gran día —respondió Hakim.

Roma, Viernes Santo, ocho de la mañana

Amaneció nublado en Roma. Salim al-Bashir parecía de un humor excelente, tanto que deslizó su mano en una caricia sobre el cuerpo de su amante, que tumbada boca abajo parecía dormida. Pero no lo estaba. La mujer no había pegado ojo en toda la noche temiendo que llegara el nuevo día.

Cuando llegó a Roma no podía imaginar lo que Salim le exigiría. Habían sido muchas las ocasiones en que ella le había asegurado que su vida sin él no tendría sentido y que haría cualquier cosa que le pidiera. De hecho, llevaba años traicionando a su país, a sus jefes, a sus amigos. Su trabajo en el Centro Antiterrorista de Bruselas sólo tenía un objetivo: servir a Salim. Había tenido mucha suerte de no ser descubierta. Ahora él le pedía un acto de valentía.

—No te pasará nada, te lo aseguro, pero tienes que ayudarme.

El plan, le explicó Salim, era sencillo. Se trataba de colocar una mochila cargada de explosivos en la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén donde se guardaban algunas reliquias de Cristo. Sobre todo, le insistió su amante, había que destruir los tres trozos de la Vera Cruz. Cuando ella le preguntó por qué quería destruir aquellas reliquias, él le aseguró que se trataba de que los cristianos entendieran que no podían seguir mancillando Tierra Santa ayudando a los judíos a ser sus dueños.

—Son sólo objetos, nada más. ¿De verdad crees que las dos espinas o el trozo de esponja son auténticos? ¿Que el denario que conservan es uno de los que recibió Judas para traicionar a Jesús? ¡Vamos, no seas ingenua! Las iglesias europeas están repletas de falsas reliquias. En cuanto a esos tres pedazos de la Vera Cruz son igualmente falsos. Si se juntaran todos los que hay repartidos, te aseguro que habría no una, sino varias cruces.

Ella había sido educada en el cristianismo, y aunque hacía muchos años que no iba a la iglesia y la religión no ocupaba ningún lugar en su vida y se decía atea, en ese momento sentía el peso de la educación recibida. Además, tenía miedo. Salim le atemorizaba, y empezaba a dudar de sus sentimientos.

—Vamos, perezosa, levántate, hoy es el gran día. Es muy pronto, son las ocho, pero te propongo que nos tomemos un buen desayuno antes de irnos.

Ella se volvió lentamente, restregándose los ojos como si se estuviera despertando y le miró intentando sonreír. Él la abrazó con fuerza y la besó diciéndole cuánto la amaba, pero a ella sus palabras le sonaban huecas. No se atrevía a desprenderse de su abrazo, temiendo su reacción. Se mantuvo quieta hasta que él la animó a levantarse.

—Pediré que nos traigan el desayuno a la habitación.

Sintió alivio al liberarse de su abrazo. Mientras se duchaba pensaba en cómo evitar hacer lo que él le había pedido. Si se negaba no le volvería a ver, y no estaba preparada para eso; y si lo hacía, se estaría traicionando a sí misma, y ésa sería la última traición que le quedaba por cometer.

Salim parecía estar de un humor excelente. La acariciaba, la besaba y le apretaba la mano mirándola a los ojos con complicidad.

—Espérame, no tardaré mucho. Y arréglate, que quiero que hoy te pongas especialmente guapa.

—Como quieras.

Salim salió de la habitación cerrando la puerta con suavidad. Sabía que un hermano del Círculo le esperaba en un café cercano al hotel. Allí le entregaría una bolsa en la que habría un bolso de mujer cargado de explosivos. Pero sería él quien detonaría los explosivos; no se fiaba de que ella tuviera valor para hacerlo. Él la acompañaría hasta la basílica, luego se retiraría a cierta distancia y cinco minutos después apretaría el botón que haría volar a su amante junto a aquellas reliquias. El mundo entero se sorprendería.

Entró en el café y distinguió sentado en el fondo al jefe de los comandos del Círculo en Roma. Bishara, de origen jordano, pasaba por ser un preeminente hombre de negocios, casado con una napolitana.

Los dos hombres se abrazaron con afecto.

—No esperaba que vinieras tú —dijo Salim.

—Amigo mío, hoy es un gran día, y lo que vas a hacer es demasiado importante para confiárselo a nadie. ¿Ella está dispuesta a morir?

—No lo sabe, cree que sólo debe dejar el bolso en la capilla de las reliquias y luego salir. Es mejor así, no la creo con la fortaleza suficiente para sacrificar su vida.

—Es una infiel.

—Lo es, pero nos ha sido útil hasta ahora. En cualquier caso debe morir; creo que en el Centro Antiterrorista de Bruselas sospechan que tienen una filtración. Es cuestión de tiempo que averigüen que es ella.

—¿Para ti será una gran pérdida?

—No, amigo mío, será una liberación. Es una mujer absorbente, incapaz de comprenderme. Cuanto ha hecho ha sido por mí, no porque se dé cuenta de la importancia que tiene nuestra lucha. Puede que me case pronto, quizá vaya a Frankfurt y le pida a nuestro querido imam Hasan que me dé a su hermana Fátima. Sería un gran honor formar parte de su familia.

—Creía que Fátima después del martirio de Yusuf, su marido, había sido desposada.

—Sí, Hasan se la entregó a Mohamed Amir, el primo de Yusuf. Pero Mohamed va a morir hoy mismo.

Bishara frunció el entrecejo y luego esbozó una amplia sonrisa mostrando una hilera de dientes blanquísimos.

—De manera que será uno de nuestros mártires… eres un gran hombre, Salim, al hacerte cargo de su viuda.

—Y ahora, amigo mío, dime si todo está preparado como te pedí.

—Sí, se ha montado el dispositivo siguiendo tus instrucciones, no tendrás ningún problema. ¿Desde dónde lo accionarás?

—He alquilado un coche…

—Buena idea. ¿Regresarás al hotel?

—No, iré derecho al aeropuerto, regreso a Londres.

—Sí, será lo mejor.

Se despidieron con afecto, seguros de que unas horas más tarde los informativos de toda las televisiones del mundo abrirían sus ediciones anunciando no sólo el atentado de Roma, sino también el de Jerusalén y el de Santo Toribio. El mundo entero temblaría de miedo ante el Círculo, y los gobiernos occidentales no tendrían más remedio que doblegarse ante ellos.

Salim decidió regresar caminando al hotel; necesitaba reflexionar a solas sobre lo que sucedería.