39

El rostro de Panetta reflejaba una enorme tensión, la misma que se dibujaba en el padre Aguirre y el comisario Moretti. Dos días atrás, el miércoles por la noche, la fuente de Panetta en el castillo d’Amis le había telefoneado anunciándole que el Viernes Santo se cometerían tres atentados: uno en el norte de España, en Cantabria, en el monasterio de Santo Toribio; otro en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, y el tercero en Roma. Su fuente le confesó que le había sido imposible averiguar el lugar exacto en que los terroristas iban a atacar en la capital italiana. Había corrido un gran riesgo espiando la conversación del conde con un misterioso visitante que parecía tener un gran ascendiente sobre él. Por su acento parecía inglés, respondía al nombre de señor Brown y hablaba de sus «representados» como personas que sacarían un importante rédito del enfrentamiento entre los islamistas radicales y Occidente.

Panetta pidió a su interlocutor que buscara cualquier excusa y abandonara el castillo, pero le respondió que no podía, que si se marchaba el conde sospecharía. Luego colgó el teléfono sin que Panetta supiera por qué, sumiéndole en un estado de ansiedad que le costaba dominar.

Desde aquel miércoles por la noche Hans Wein, director del Centro de Coordinación Antiterrorista europeo, había desplegado todos los medios a su alcance para, junto a las policías española, italiana e israelí, buscar por todos los rincones a los comandos del Círculo. Tenían apenas dos días para intentar detenerles.

También esa noche Panetta decidió desplazarse a Roma, el lugar más vulnerable de la operación ya que desconocían dónde se proponían golpear los terroristas. El padre Aguirre viajó con él.

Antes de ir al aeropuerto Panetta había hablado personalmente con Arturo García, el delegado del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea en Madrid, un español curtido en la lucha contra ETA. Panetta le habló de Salim al-Bashir y el español le aseguró que buscaría alguna pista del personaje. Aún no había salido hacia el aeropuerto cuando recibió la llamada del policía español.

—Su profesor estuvo hace poco en España, en Granada, en una conferencia sobre la alianza de las civilizaciones. Al parecer Bashir vino invitado por un empresario granadino de origen marroquí, un tal Omar. Tiene varias agencias de viajes y una flota de autocares. Pasa por ser un moderado y es un hombre bien considerado por las autoridades de mi país.

—¡Es del Círculo! ¡Estoy seguro! —respondió Panetta.

—Puede que tenga razón o quizá no; en todo caso hemos pedido autorización judicial para pincharle los teléfonos y seguir todos sus pasos. No hay mucho tiempo pero espero que seguirle nos dé algún resultado. Las fuerzas de seguridad ya están en situación de alerta estudiando un plan de protección de Santo Toribio. Da la casualidad que éste es Año Santo, y hay peregrinos que acuden a diario al monasterio desde todos los puntos de España y de Europa.

—¿No ha dicho que Omar tiene agencias de viajes?

—Sí, las tiene, y estoy a la espera de que me digan si ha enviado alguna excursión a Santo Toribio. En cuanto sepa algo le volveré a llamar.

—Salgo para Roma, llámeme a la delegación del Centro de Coordinación Antiterrorista.

—¿A estas horas?

—Nuestros colegas franceses han puesto un avión a disposición del Centro.

—A eso se le llama cooperación. Bien, le mantendré informado.

Hans Wein se había encargado de hablar con los israelíes, y Matthew Lucas había viajado en un avión privado hasta Jerusalén para explicarles todos los detalles de la investigación.

Pero aquella angustiosa noche del miércoles, Hans Wein le había vuelto a repetir a Panetta que los británicos seguían negándose a que se vigilara a Salim al-Bashir donde quisiera que estuviera.

—Me han insistido que Bashir es un hombre intocable y que si le molestamos y trasciende a la prensa se organizará un buen escándalo —explicó Wein.

—¡Pero no te das cuenta de que es el cerebro de toda esta operación! Salim al-Bashir está en Roma, es él quien ha organizado todos los atentados, por más que los vaya a financiar el conde d’Amis, y sabemos que también habrá un atentado en Roma, ¡por favor, actúa!

Pero Wein se había mostrado inflexible: sin permiso de los británicos no lo haría.

—Los israelíes ya se han puesto a trabajar, pero están a ciegas.

—No sabemos más de lo que te he dicho: el atentado será en el Santo Sepulcro.

—Sí, eso les he dicho. Matthew Lucas les dará toda la información de que disponemos en cuanto llegue a Jerusalén, aunque ya les he enviado un memorando. No salen de su asombro con la historia del conde y los cátaros…

—Al menos saben cuál es el lugar elegido. Espero que puedan evitar que los salvajes del Círculo organicen una carnicería.

—Van a rodear la iglesia del Santo Sepulcro, aunque me han dicho que no la van a cerrar, quieren coger a los terroristas. Tienen tan poca información como nosotros sobre el Círculo. Los comandos son como fantasmas… en fin… espero que sean capaces de evitar una catástrofe. También he hablado con el ministro del Interior español.

—Yo acabo de hacerlo con nuestro delegado.

—El ministro está sorprendido de que el Círculo haya decidido atacar España, no lo entiende puesto que su Gobierno es el gran promotor de la alianza de civilizaciones.

—Supongo que con alianza o sin ella se lo tomarán en serio —replicó Panetta—, aunque ya te he dicho que acabo de hablar con nuestro hombre en Madrid, y me ha confirmado que las fuerzas de seguridad están en situación de alerta máxima y que se van a desplegar por toda la zona donde está el monasterio de Santo Toribio.

—Por lo que sé, allí se conserva el trozo más grande de la Vera Cruz —respondió Hans Wein.

—Sí, pero es un lugar recóndito.

—Supongo que pensarán que así les resultará más fácil.

—El problema es que el viernes habrá miles de peregrinos, tanto en Jerusalén como en Santo Toribio… Espero que se pueda parar a esos locos.

—¿Sabes, Lorenzo? Sigo dándole vueltas a quién puede ser ese misterioso señor Brown del que te habló tu fuente —manifestó Hans Wein con preocupación.

—Yo tampoco dejo de pensar en ello. ¿Quiénes serán sus representados? ¿Por qué buscan un choque frontal entre el islam y Occidente? —respondió Panetta.

—¿Negocios?

—Ésa es la teoría del padre Aguirre. Suele decir que en el mundo hay más cosas de las que se ven. No lo sé, estoy tan confundido como tú.

A instancias del padre Aguirre, la diplomacia vaticana se había puesto en contacto con el Gobierno de Londres, pero el Foreign Office sólo les dio buenas palabras. Serían los expertos en materia antiterrorista los que evaluarían la situación y desde luego actuarían en consecuencia si lo creyeran necesario.

Matthew Lucas, antes de viajar a Jerusalén, también había pedido a sus superiores que hablaran con los británicos, pero éstos no habían sido sensibles a los argumentos esgrimidos.

En realidad, el gobierno de Su Graciosa Majestad temía que arreciaran las críticas por sus últimas decisiones políticas respecto a los inmigrantes musulmanes. A raíz de los atentados de Londres del 7 de junio de 2005 en Londres, se había abierto una brecha en la sociedad, y la desconfianza hacia los musulmanes crecía, pero al mismo tiempo los periódicos y los intelectuales criticaban y hacían culpable al gobierno de los brotes de xenofobia. No había mañana en que el primer ministro no se desayunara con algún artículo o comentario editorial criticándole al respecto. Por eso había constituido un «comité de sabios» que le asesoraba directamente sobre los problemas de los inmigrantes islámicos, y precisamente el presidente de ese comité era Salim al-Bashir, que incluso había sido recibido por la Reina, que gentilmente le había invitado a tomar el té.

Salim al-Bashir era un hombre cuyas opiniones buscaban las cadenas de televisión, y cuyas reflexiones aparecían en el Times. Su influencia no sólo se circunscribía a Reino Unido sino a media Europa, de manera que el Foreign Office no estaba dispuesto a meter la pata sólo porque el Centro Antiterrorista de Bruselas asegurara que tenía tratos con un conde cuyas actividades estaban siendo investigadas.

Las elecciones estaban a la vuelta de la esquina y lo último que necesitaba el primer ministro era un escándalo y que le acusaran de racista; por eso el Centro Antiterrorista de Bruselas no podía permitirse el lujo de equivocarse respecto a Salim al-Bashir.

Además, los servicios de inteligencia británicos dudaban de la eficacia del Centro, un invento de los políticos que no hacía más de dos años que había comenzado a funcionar y que hasta entonces, según su óptica, ofrecía más voluntad que resultados.