Raymond de la Pallisière observó satisfecho a aquel grupo de turistas más numeroso que en otras ocasiones, debido a la proximidad de la festividad de la Semana Santa.
Desde hacía años abría las puertas del castillo un día a la semana. Colegios, asociaciones de la tercera edad, turistas de paso por la región, solían acudir a aquellas visitas guiadas por uno de los castillos más antiguos y mejor conservados de Occitania. Aquella práctica, además, le permitía ahorrar impuestos, ya que el castillo estaba considerado monumento nacional.
Catherine, a su lado, observaba la mirada de satisfacción de su padre ante las expresiones de asombro de los visitantes.
—Te sientes muy orgulloso del castillo, ¿verdad?
—Me siento orgulloso de ser quien soy, de representar a una de las más ilustres familias de Francia. Sí, me siento orgulloso de lo que fuimos y espero sentirme orgulloso de lo que hagamos. Tú, Catherine, eres la heredera de todo esto y espero que algún día llegues a amar este castillo y esta tierra tanto como yo.
Ella le apretó el brazo en un gesto de afecto; parecía conmovida por la pasión con la que el conde había pronunciado aquellas palabras, pero él no pareció darse cuenta del gesto porque de repente le notó tenso. Catherine dirigió la mirada hacia donde vio que miraba su padre y no vio nada especial entre aquel grupo de turistas, pero él parecía haber visto un fantasma.
—¿Qué sucede? —le preguntó intrigada.
Antes de que él pudiera responder vio que se dirigía hacia ellos un hombre de mediana edad, con una irónica sonrisa dibujada en los labios.
—¿El conde d’Amis? —preguntó el hombre.
—Sí… —fue la respuesta titubeante de Raymond de la Pallisière.
—Encantado de conocerle, aunque en realidad nos conocemos: nos presentaron hace unos meses en una conferencia sobre las Cruzadas, ¿recuerda? Soy amigo del profesor Beauvoir…
Por la expresión del rostro de su padre Catherine pensó que éste no sabía quién era ese tal profesor Beauvoir.
—¡Ah, sí! Encantado, cuando le he visto… en fin… he pensado que le conocía… ¿Le gusta el castillo?
—Es fastuoso.
—Siendo amigo del profesor Beauvoir, ¿aceptará tomar un té conmigo? Me gustaría que me dijera cómo está el profesor.
—Muchas gracias, acepto encantado.
—Acompáñeme, por favor —dijo el conde encaminándose hacia la biblioteca.
Catherine se sintió excluida. Su padre hacía caso omiso de su presencia, y aquel hombre parecía haberle puesto nervioso aunque no diera muestras de ello.
—Llamaré a Edward para que nos traiga el té —dijo ella. Su padre se paró en seco mientras que el hombre la miraba con curiosidad.
—No hace falta, lo haré yo… le presento a mi hija Catherine. Está pasando una temporada conmigo en el castillo.
A ella le sorprendió que diera aquella explicación a aquel aparente desconocido que la miraba de arriba abajo escrutándola.
—¿Su hija? Encantado, señorita…
—Es un placer, señor…
—Brown.
—Me alegro de que le guste el castillo, señor Brown.
—Catherine… si no te importa me gustaría charlar un rato con el señor Brown de… de nuestro amigo el profesor Beauvoir. ¿No te importa, verdad? Nos veremos a la hora del almuerzo.
Catherine asintió y desapareció entre el grupo de turistas que escuchaba las explicaciones del guía sobre un tapiz del siglo XVIL que mostraba una escena de caza.
Raymond y el señor Brown continuaron andando hacia la biblioteca, aunque el leal Edward, que parecía tener un instinto especial para saber cuándo el conde le necesitaba, apareció de repente.
—¡Ah, Edward, qué oportuno! ¿Podría servirnos un poco de té en la biblioteca? ¿O prefiere café, señor Brown?
—Café, por favor, café americano; ustedes toman el café muy fuerte.
—Desde luego —respondió Edward, desapareciendo con la misma rapidez con que había llegado.
Ya en la biblioteca y una vez cerrada la puerta los dos hombres se miraron. En los ojos de Raymond se reflejaba preocupación, en los del señor Brown ironía.
—Veo que le he dado un buen susto, lo siento, pero quería hablar con usted y estos últimos días presiento que los teléfonos no son seguros.
—Le he estado llamando, Facilitador.
—Lo sé, lo sé, pero ¿sabe?, los hombres a los que represento tienen intereses muy diversos y eso me obliga a ir de un lugar a otro. Por cierto, tiene usted una hija muy guapa; no sabía que se encontraba aquí, creí que vivía en Estados Unidos.
—Su madre ha muerto y ella ha venido a visitar Francia.
—Los informes que tengo sobre usted decían que su esposa y su hija no le trataban…
—Así era, pero ya le digo que mi esposa ha muerto y Catherine ha viajado a Francia para conocer los lugares donde su madre vivió su juventud; no es que se hayan arreglado las cosas entre nosotros, pero al menos nos hablamos.
—Conmovedor.
—¿Qué sucede, Facilitador?
—Deje de llamarme Facilitador, aquí puede llamarme señor Brown.
—Que tampoco es su nombre.
—¿Ah, no? A mí me gusta. Bien, vayamos a nuestros asuntos. Faltan dos días para el Viernes Santo, ¿está todo a punto?
—Lo está. Los comandos harán lo previsto. En cuanto a Estambul, la chica ya ha llegado. Los hombres del Yugoslavo la vigilan noche y día. No me cabe la menor duda de que volará junto a esas reliquias.
Unos ligeros golpes en la puerta fueron suficientes para que los dos hombres quedaran en silencio. Una criada llevaba una bandeja que colocó sobre una mesita baja y salió después de asegurarse de que el conde no la necesitaba.
Raymond no dijo nada, pero le extrañó que no les hubiera servido Edward, ¿dónde se habría metido el mayordomo?
—En el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea hay mucha actividad —aseguró el hombre que se hacía llamar Brown—, pero por lo que sé, Hans Wein, su director, ha declarado secreto absoluto el caso Frankfurt, y ni siquiera sus colaboradores más allegados conocen los últimos detalles de la investigación. Eso me inquieta.
—¿Por qué? Es imposible que relacionen lo de Frankfurt con nosotros.
—Sí, es difícil que lo hagan, pero nunca menosprecie la inteligencia ajena. Siempre nos podemos dejar una ventana abierta.
—No hay ventanas abiertas. No creo que vaya usted a ponerse nervioso ahora.
—Yo no me pongo nervioso, es usted el que debería de estarlo por si algo sale mal.
—Nada saldrá mal. No quedará ni una astilla de los restos de la Cruz que guardan en Santo Toribio; en cuanto al Santo Sepulcro… tampoco tengo dudas. La ventaja de contar con comandos de islamistas fanáticos es que están dispuestos a morir, de manera que el éxito de las operaciones está asegurado.
—¿Y Roma?
—La basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma saltará hecha pedazos. Los cristianos sufrirán por la pérdida de sus reliquias, los odiados restos de la Cruz… —suspiró el conde—. Bueno, en realidad perderán más que esos pedazos de madera: en la basílica romana guardan además dos espinas de la corona de Cristo, un clavo, una parte del cartel con la inscripción «INRI», el dedo de santo Tomás que tocó las llagas de Cristo… Supersticiones, todo supersticiones.
—¿Los atentados serán a la misma hora?
—No, cada comando decidirá el momento más oportuno. Lo importante es el éxito de la operación. Además, tendrá un efecto mayor que primero salte por los aires Santo Toribio o el Santo Sepulcro, y luego la basílica de Roma. El viernes será un día de luto para la Cristiandad.
—También para el islam.
—Sí, también para ellos. Usted conseguirá lo que pretende: que cristianos y musulmanes se enzarcen en una guerra, y yo saborearé la venganza de ver destruidos esos restos de la Cruz que tanto significan para el Vaticano y que tanto daño hicieron en el pasado. ¡Cuántos asesinatos se cometieron enarbolando la cruz!
—Bien, espero que tenga usted razón. Las personas a las que represento no toleran fallos.
—Le repito que no los habrá. Le llamaré el viernes.
—No, conde, no lo haga. Ésta es la última vez que nos vemos y hablamos. Nuestro negocio ha terminado o está a punto de terminar. Usted habrá conseguido su propósito, su pequeño propósito de vengarse de algo que sucedió hace ocho siglos.
—Y usted el suyo de provocar un enfrentamiento entre las dos religiones.
—¡Ah, la religión! Ni a mí ni a mis representados nos importan las religiones; se trata de negocios, nada más. Si la gente es tan estúpida de matarse en nombre de Alá o de Dios tanto nos da, para nosotros es la excusa que necesitamos para que los gobiernos vayan en la dirección que nos conviene. Nada más.
—Entonces, ¿no le volveré a ver?
—No. Si estoy aquí es porque quería asegurarme de que todo continuaba adelante, que no hay imprevistos de última hora.
—No los hay, esté tranquilo.
—Bien, entonces me marcho.
—¿Quiere quedarse a almorzar?
—No sería prudente, su hija podría sospechar.
—¿Sospechar? ¿Qué habría de sospechar?
—Creo que es más perspicaz de lo que usted supone.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabe?
—Por el brillo de sus ojos.
Raymond de la Pallisière no respondió. Mientras se levantaba para despedir al Facilitador pensó que sería un alivio no volver a tener que tratar con él. Había en aquel hombre una nota de vulgaridad que siempre le había repelido.
Salieron de la biblioteca y se dirigieron hacia el patio del castillo. Un golpe seco les alertó. La puerta de la biblioteca se había cerrado de golpe como si alguien hubiera salido de allí con prisa. El Facilitador miró a Raymond y éste le sostuvo la mirada.
—Supongo que el viento habrá cerrado la puerta.
—¿El viento? Por lo que he visto todas las ventanas estaban cerradas.
—No sea paranoico, no había nadie; la biblioteca sólo tiene una puerta.
—Usted conoce su casa. Espero… espero que todo salga bien, de lo contrario no será a mí a quien vuelva a ver, pero le aseguro que mis representados tienen contacto con gente que usted preferiría no conocer.
—¡No me amenace! Está usted en mi casa, ¿cómo se atreve?
—No es una amenaza, conde, es una advertencia.
Raymond estuvo distraído durante el almuerzo, y Catherine tampoco parecía con demasiadas ganas de hablar. Hasta el final ella no le anunció que se marchaba.
—¿Cuándo lo has decidido? —quiso saber él.
—Ya te dije que no iba a quedarme mucho tiempo.
—¿Dónde irás?
—Bueno, quiero conocer la Costa Azul y luego quizá vaya a Italia.
—No te marches, por favor, quédate un poco más —le suplicó el conde.
Catherine parecía conmovida por la angustia que mostraba su padre ante el temor de perderla.
—Sabes que mí intención nunca ha sido la de quedarme. Tengo mi vida en Nueva York, y no puedo abandonar la galería; mi madre trabajó duro para que su negocio fuera importante.
—¿Me permites acompañarte?
—¿Acompañarme? ¿A Nueva York?
—A donde vayas. Soy viejo, no tengo a nadie excepto a ti, y dentro de unos días… digamos que lo que ha dado sentido a mi vida dejará de dármelo.
—¿Y qué es lo que ha dado sentido a tu vida?
—Vengar la sangre de los inocentes.
Catherine se estremeció, recordaba aquellas palabras de la Crónica de fray Julián. Miró a Raymond sintiendo pena por él. Le habían educado en aquella obsesión, haciéndole guardián de aquellas palabras para perpetrar una venganza. Y, sin embargo, ella no creía que fray Julián pidiera venganza; al contrario, temía que alguien pudiera querer vengar la sangre derramada derramando, a su vez, mucha más.
—Estás loco.
—No, no lo estoy, tú sabes que no lo estoy.
—No puedo quedarme.
—Al menos quédate unos días más, dos, tres, espera a que termine la Semana Santa.
—¿Por qué?
—Es lo único que te pido.
—De acuerdo —consintió ella al tiempo que sentía una punzada de inquietud.
Edward escuchaba la conversación entre padre e hija mientras mandaba retirar las bandejas de la mesa. El mayordomo parecía apesadumbrado, tanto como lo estaba el conde. Catherine cruzó su mirada con él y en los ojos de ambos hubo un destello de desafío.