36

Raymond de la Pallisière presidía la reunión semanal de la fundación Memoria Cátara respondiendo a las preguntas preocupadas de sus más allegados. Aquellos hombres compartían con él su odio contra la Iglesia y habían confiado a su buen juicio que llevara adelante un plan para infligir un golpe a Roma, pero ninguno sabía, ni quería saber, en qué consistiría el golpe, aunque ansiaban saber cuándo sería.

Todos quedaron en silencio cuando Edward, el leal mayordomo del conde, entró con paso precipitado en la biblioteca donde celebraban la reunión.

Edward se acercó al conde d’Amis y le murmuró algo al oído que conmocionó al aristócrata, porque todos los presentes le vieron palidecer.

—Señores… me van a perdonar unos minutos, enseguida regreso.

Raymond abandonó la biblioteca seguido de Edward. El mayordomo aún no había salido de su asombro desde que un criado le había avisado de que una señorita acababa de llegar, una señorita que aguardaba en el vestíbulo y decía ser la hija del conde.

Edward había acudido de inmediato y se había encontrado con una mujer joven de mirada impertinente, con un par de maletas Vuitton que le apremiaba a que avisaran a su padre.

El conde había llegado el día anterior; no le había dicho a Edward que esperaba la visita de nadie y menos de aquella hija que, por lo que él sabía, vivía en Norteamérica y con la que no tenía trato.

Catherine estaba de pie y parecía de mal humor. Raymond se acercó a ella interrogándola con la mirada.

—He decidido venir —dijo ella como toda explicación a su inopinada visita.

—Eres bienvenida al castillo.

—Gracias.

—Edward, acompañe a mi hija Catherine a la habitación verde; mande una doncella para que le ayude con el equipaje y con cuanto necesite.

—No me voy a quedar mucho tiempo…

—Quédate lo que quieras; ahora, si me lo permites, tengo una reunión con unos caballeros miembros del comité de mi fundación. El castillo está a tu disposición. Espero no demorarme mucho.

—No quiero ser un incordio.

—No lo eres; y ahora perdóname.

Raymond regresó sobre sus pasos sintiéndose desconcertado a la vez que satisfecho por la llegada de su hija. Tendría que acostumbrarse al carácter imprevisible de Catherine, en eso sí se parecía a su fallecida esposa.

Catherine siguió a Edward por las escaleras hasta el primer piso, donde el discreto mayordomo abrió una puerta que daba paso a una habitación entelada en seda de color verde pálido.

—Ahora mismo le enviaré a una doncella para que la ayude a deshacer el equipaje.

—No hace falta; soy capaz de deshacer mi propia maleta.

—Aun así la enviaré por si necesita algo…

—No necesito nada. Gracias.

Cuando Edward salió de la habitación, Catherine suspiró aliviada mientras miraba a su alrededor.

La cama con dosel le pareció inmensa y le gustó el secreter apoyado contra la pared y los dos pequeños sillones tapizados en un verde más intenso que el de las paredes. Vio dos puertas y, curiosa, las abrió; una daba a un cuarto de baño y la otra a un vestidor.

No tardó más de diez minutos en deshacer las maletas. Estaba ansiosa por conocer el castillo.

Cuando salió de la habitación se encontró a Edward a pocos pasos de la puerta.

—¿Desea algo la señorita?

—Sí, quiero conocer el castillo, ¿puede enseñármelo?

El mayordomo sonrió satisfecho por la petición y se dispuso a convertirse en guía de aquella joven que algún día sería la dueña del lugar.

—Bien, señores, sólo queda anunciarles que dentro de unos días resarciremos a nuestras familias por el sufrimiento que les infligieron en el pasado. Será el Viernes Santo; ni yo puedo decirles más ni a ustedes les conviene saberlo.

Un caballero entrado en años y con un marcado acento occitano pidió la palabra.

—Quiero felicitarle en nombre de todos nosotros por la labor que viene desarrollando. La familia D’Amis ha sido la luz que ha impedido que se apague la memoria de cuanto sucedió en nuestra tierra y que olvidemos a nuestros mártires. Usted, lo mismo que su padre, ha demostrado una generosidad sin límites.

A continuación habló un hombre de mediana edad:

—Entendemos que no se nos deba dar información precisa, pero ¿no sería posible conocer al menos el alcance de lo que va a suceder?

Raymond les miró durante unos segundos antes de responder. No, no iba a decirles una palabra de más. El Facilitador le había guiado hasta ese momento insistiendo en la necesidad de la discreción. Nadie debía saber más de lo que necesitaba saber, le repetía. Ni siquiera los hombres y corporaciones a las que el Facilitador representaba sabían lo que sucedería, ni mucho menos cuándo. Querían resultados, eso es lo que el Facilitador les garantizaba, de la misma manera que él garantizaba a aquellos hombres que sentían como él que había llegado el día de la venganza.

—Por su propia seguridad, además de por la mía, por el éxito de la operación, es mejor que no sepan nada. Sólo estén atentos al Viernes Santo, el día que los cristianos lloran la crucifixión… No debo decirles más, caballeros.

En ese momento la puerta se abrió y todos los asistentes dirigieron la mirada hacia la figura de una mujer que se recortaba entre las sombras del umbral, mientras escuchaban la voz de Edward protestando.

—¡Señorita, le he dicho que ahora no se podía entrar en la biblioteca!

Pero Catherine se plantó en medio de la gran estancia sonriendo a los presentes y sin mirar a su padre.

—¡Perdónenme! Siento haberles interrumpido… Raymond miró a su hija y ella pudo ver en sus ojos verdes un destello de ira.

—Caballeros, les presento a mi hija. Catherine, estos señores son los miembros del comité de la fundación Memoria Cátara.

Todos los presentes se levantaron de inmediato para saludar a la hija del conde d’Amis. Todos sabían de su existencia, algunos incluso habían conocido a Nancy, la efímera esposa de Raymond de la Pallisière.

Catherine les saludó sonriente, y les reiteró sus disculpas por haber irrumpido de aquel modo.

—Pero acabo de llegar y… bueno, les confieso mi entusiasmo por este lugar. No he podido resistir la tentación de entrar cuando Edward me ha dicho que aquí estaba la biblioteca con algunos retratos de nuestros antepasados… todo esto es tan nuevo para mí… La encontraron encantadora y felicitaron a Raymond por la presencia de su hija en el castillo, incluso le dijeron que ya era hora de que aquel lugar se viera favorecido por una mano femenina.

No hizo falta dar por terminada la reunión, de hecho ya lo estaba, y Raymond pidió a Edward que sirviera un refrigerio a sus invitados. Dada la hora, las siete y media, la mayoría optó por un jerez.

Catherine departió con unos y con otros interesándose por las costumbres de la región, asombrándose de cuanto le contaban, mostrándose ávida por aprender. Raymond dejó que se le disipara la ira para dejar paso al orgullo de tenerla por hija.

Media hora después, aquellos caballeros se despidieron deseando a Catherine una feliz estancia en el castillo e invitándola a visitarles en compañía de su padre.

Un hombre anciano, mucho más que el conde, se acercó a éste y le abrazó, luego besó la mano de Catherine.

—Hoy es un día feliz, no sólo por las buenas noticias que nos ha dado su padre sino por haberla conocido. Mi querido amigo, hablaremos el Viernes Santo.

Raymond estuvo tentado de recriminar a Catherine su interrupción en la reunión, pero decidió no hacerlo; se sentía demasiado orgulloso de que aquellos hombres conocieran a quien sería su heredera.

—Hablas muy bien francés —dijo el conde—, ¿dónde lo has aprendido?

—Mi madre se empeñó en que lo estudiara —contestó Catherine—. Tuve una profesora canadiense, madame Picard. Era muy buena.

—A juzgar por tu acento, desde luego debía de serlo.

* * *

Hakim bebía lentamente el té aromático que le había ofrecido Said, el jefe del Círculo en Jerusalén. Los dos hombres comentaban los detalles del atentado.

—Tienes visado para un mes, de manera que no debes preocuparte. Los peregrinos con los que viniste están visitando el Sinaí —afirmó Said.

—¿Crees que los judíos no se van a dar cuenta? Lo controlan todo.

—Ya no son infalibles. No saben luchar en la sombra. Mira lo que ha sucedido en Líbano, han sido incapaces de derrotar a Hizbullah. Están preparados para luchar contra ejércitos, para tirar la bomba atómica, pero no para luchar entre sombras.

—El Mossad…

—¡Es un mito! La prueba somos nosotros: no saben nada del Círculo. ¡Vamos, tranquilízate!

—No debemos confiarnos.

—Y no lo hacemos. Tenemos hombres que nos siguen a todas partes para saber si nos vigila el Mossad o la Shin Beit y no han detectado a nadie. Estás protegido las veinticuatro horas, amigo mío.

—No me preocupa mi vida sino el éxito de la operación.

—Vivirás hasta ese día y el mundo entero se asombrará de tu hazaña. Nuestros hermanos te bendecirán.

—No es a mí a quien deben bendecir sino a los hombres que nos saben guiar.

—Y ahora, amigo mío, repasemos el plan. Es una suerte que nuestro hermano Omar tenga una agencia de viajes. Sus órdenes son claras: la mañana del viernes te unirás al grupo de peregrinos con los que llegaste, para ir a los oficios en la iglesia del Santo Sepulcro. Nadie se fijará en ti; ese día habrá cientos de peregrinos de todo el mundo y los guías tienen bien organizada la visita de los grupos. Llevarás puesto el cinturón con los explosivos.

—Pero ¿y los controles?

—¿Crees que un grupo de peregrinos va a interesar a los soldados israelíes? Ni os mirarán. Sólo tienes que llegar hasta el lugar donde se guarda la reliquia y allí… desde allí irás al Paraíso. El manejo del cinturón es sencillo, sólo tienes que tirar de una anilla.

—Pero la reliquia está muy protegida, ¿crees que la explosión la destruirá?

—No quedará nada; es una pena que no puedas verlo. ¡Ah! Omar me encarga que te diga que estos últimos días debes unirte a alguna de las excursiones del grupo con el que has venido. Cuando regresen de la excursión al Sinaí cruzarán a Jordania, para ir a Petra; debes ir con ellos.

—Lo haré. Pero antes quiero volver a la iglesia del Santo Sepulcro, quiero hacer de nuevo la ruta que deberé recorrer.

—No, no irás. No es conveniente que lo hagas, alguien podría fijarse en ti. Ya hemos ido en tres ocasiones, te sabes el recorrido de memoria.

—Debo ir una vez más…

—No, Hakim, no debemos tentar a la suerte.

—¿Sabes? Echo de menos mi pueblo.

—¿Tu pueblo?

—Caños Blancos… nunca he sido más feliz que allí. Desde la carretera uno piensa que las casas están suspendidas sobre los riscos. En primavera huele a azahar y a fruta y el cielo es de color azul intenso y todo el día escuchamos el sonido del agua cuando cae en las fuentes. Creo que es lo más parecido al Paraíso.

Catherine se había empeñado en conducir y él había accedido de mala gana; se sentía más seguro con el chófer que llevaba a su servicio muchos años.

Raymond estaba asombrado por el cambio que parecía estar operándose en Catherine. No es que su hija se mostrara cariñosa con él, pero al menos no estaba tan arisca y en guardia como al principio, e incluso había momentos en que la veía relajada y sonriente.

Él le había enseñado cada rincón del castillo y habían visitado los alrededores, pero la gran visita era la de aquella mañana en que se dirigían a Montségur.

Su hija no dejaba de preguntarle por la fundación Memoria Cátara; parecía tener un repentino interés por el pasado, incluso se confesó entusiasmada por la Crónica de fray Julián, a pesar de que se había mostrado reticente a leerla cuando él le insistió en que era necesario que lo hiciera para que comprendiera la historia familiar.

Pero en ese momento Raymond pensaba en el Facilitador. Le había llamado un par de veces sin recibir respuesta y eso le inquietaba. También había telefoneado al Yugoslavo\para asegurarse de que Ylena hubiera recibido el material tal y como le habían asegurado, pero tampoco tuvo suerte con esa llamada: el teléfono del Yugoslavo no respondía.

—No me escuchas, estás distraído.

—Perdona, ¿qué me decías?

—Te preguntaba por ese profesor que escribió la historia de fray Julián.

—¿El profesor Arnaud? Bueno, mi padre le contrató porque él era uno de los mejores medievalistas de Francia. Desafortunadamente, la relación con el profesor no fue fácil. Estaba casado con una judía que desapareció un buen día y eso le enloqueció.

—¿Desapareció? ¿Por qué?

—No lo sé, creo que se fue de viaje y no regresó. Él no aceptó que le abandonara. Se convirtió en un hombre difícil. Mi padre quiso que trabajara junto a un equipo de investigadores y estudiosos no sólo franceses, pero él sólo ponía inconvenientes. Lo único que le interesaba era la crónica de fray Julián.

—¿Y qué otra cosa debía de interesarle?

—Catherine, ya te he explicado que los cátaros guardaban un secreto, un secreto que aún no ha sido desvelado: el Grial.

—¡Por favor, eso son cuentos de niños! —respondió ella irritada.

—Eso es lo que tú crees, pero en algún lugar hay un objeto con una fuerza extraordinaria y quien lo posea… en fin, se convertiría en el hombre más poderoso del mundo.

Catherine se rió, pero él no se enfadó. Sabía que era inútil convencer a su hija de que existía tal objeto. También rechazaba la existencia del tesoro cátaro.

—Tú mismo has dicho que el profesor Arnaud era un gran medievalista, y en sus notas a la crónica de fray Julián descarta la existencia del tesoro escondido. El profesor Arnaud deja muy claro que el tesoro no era otro que el dinero y joyas que donaban los creyentes a su Iglesia, y que fueron gastando en sus necesidades.

—Hay textos que aseguran lo contrario. El profesor Arnaud era un hombre de gran prestigio, pero no es el único que ha estudiado la historia de los cátaros.

—Pero tu padre le buscó a él.

—Tu abuelo necesitaba alguien cuya autoridad todos respetaran para autentificar el legajo de la Crónica de fray Julián.

Hacía frío y Raymond se estremeció cuando se bajaron del coche. Catherine parecía entusiasmada por la visita y se sorprendió de encontrar a los pies de aquel risco a un grupo de turistas que escuchaban atentos las explicaciones de un guía.

—Montségur significa Monte Seguro y de hecho resistió más de lo que el rey de Francia y el Papa esperaban —decía el guía.

—¿Vienes? —preguntó Catherine a su padre que andaba lentamente y no parecía demasiado entusiasmado con la idea de subir a la cima de aquel lugar que conocía como la palma de su mano.

—Te acompañaré a hacer parte del recorrido.

A Raymond le gustaba ver a Catherine ir de un lado a otro, estremecerse en el Campo de los Quemados, hacerse una foto junto a la estela conmemorativa en recuerdo de aquellos desgraciados.

Caía una lluvia fina cuando dos horas después Catherine dio por terminada la visita.

—He escuchado que el guía decía que éste no es el verdadero castillo de los cátaros, que en el siglo XIV se edificó la nueva fortaleza.

—Quedan restos del antiguo castillo: la planta, parte de las murallas labradas en la propia piedra de la montaña.

—No he dejado de pensar en tu antepasada, en doña María.

—Nuestra antepasada, Catherine.

—Comprende que todo esto lo sienta muy lejano a mí, a mi mundo. Esa doña María era todo un carácter.

—Creo que tú lo has heredado —respondió Raymond con una sonrisa.

—¿Por qué dices eso? Ni siquiera soy creyente y mucho menos una fanática como tu antepasada.

—Pues a mí me parece que tienes tan mal carácter como doña María. El pobre fray Julián vivía atemorizado, y toda la familia giraba alrededor de la buena señora.

—Sí… incluso el templario… pobre hombre, hacerse templario para fastidiar a su madre.

—Fernando… un caballero valiente. En cuanto a hacer lo contrario de lo que esperan nuestros mayores es algo tan viejo como el mundo; tú misma disfrutas llevándome la contraria.

—A ti sí, no coincido en nada contigo, pero con mi madre era diferente. Bastaba con que nos miráramos para saber lo que pensábamos.

Raymond pareció sobresaltarse al escuchar el timbre de llamada del móvil. A Catherine le sorprendía que su padre siempre tuviera tres móviles a mano y no había logrado que le dijera por qué.

—Sí…

Al otro lado de la línea Raymond escuchó la voz del Yugoslavo.

Catherine se separó dos pasos para dejarle hablar con cierta intimidad, pero no lo suficiente como para no escuchar la conversación.

—Entonces ella llegará sin novedad a Estambul. Quiero que me llame en cuanto ella y el resto del equipo hayan llegado…

»Claro que recibirá el dinero acordado, pero quiero saber que llega sin problemas. Sus hombres tienen que garantizar la seguridad de la chica hasta el Viernes Santo, y evitar cualquier incidente… Naturalmente que me aseguraré de que la chica está bien… Le he dicho que recibirán el resto del dinero en los próximos días, y no me amenace con su jefe, no se lo tolero… Limítese a hacer lo que le he dicho, a usted no le concierne saber más de lo que sabe, sólo deben protegerla hasta el Viernes Santo, cuando ese día ella salga del hotel con el resto del equipo, déjenla, su trabajo habrá terminado. Lo que me preocupa es que Ylena se haga con todo el material…

A pesar de que el conde había bajado la voz, había momentos en que parecía alterado y por eso a Catherine le llegaban retazos de la conversación; había encendido un cigarrillo y parecía pensativa cuando Raymond d’Amis cortó la llamada.

—Perdona, los negocios le persiguen a uno incluso hasta esta montaña sagrada.

—¿Algún problema? —quiso saber ella.

—Ninguno, nada especial, sólo que la gente no trabaja de manera eficaz y hay que repetir las cosas para que se enteren. ¿Regresamos a nuestro castillo?

—Sí, y quiero darte las gracias por traerme; ha merecido la pena.

De vuelta al castillo d’Amis Catherine conducía con la mirada fija en la carretera y parecía distraída. Su padre tampoco tenía demasiadas ganas de hablar. De nuevo el timbre del móvil volvió a alterar el rostro del conde, que se sentía incómodo hablando delante de ella.

—Salim, amigo mío, me alegro de escucharle… ¿Ya está en Roma?, me alegro de que así sea, y ¿cómo va la operación?

»Ya, ya, veo que tiene un excelente humor… y ¿el resto de sus amigos?… Bien, espero que todo salga según lo previsto, y que no haya ningún fallo… Imagino que usted controlará los tres equipos… bueno, no puedo hablar demasiado, voy por la carretera… La segunda entrega del dinero la recibirá antes del Viernes Santo… Sí, ya sé que faltan cuatro días, pero no se preocupe, esas familias no quedarán abandonadas… Espero que me llame el próximo viernes, y si todo sale bien, amigo mío, nos encontraremos en París para celebrarlo.

—Veo que tus negocios no te dejan ni un minuto libre —dijo Catherine cuando su padre hubo guardado el móvil.

—Así es; menos mal que el invento del móvil permite no tener que estar todo el día en el despacho.

—¿De verdad no tienes problemas?

—¿Por qué me lo preguntas?

—No sé, bueno, quizá por el tono de tu voz, no he podido evitar escuchar la conversación… —afirmó ella.

—No, no tengo problemas, pero las operaciones financieras siempre me preocupan hasta que han llegado a buen fin, sobre todo cuando no dependen de mí.

—¿Puedo ayudarte?

El ofrecimiento de Catherine le sorprendió. Observó a su hija, que no apartaba los ojos de la carretera, y sintió un deseo enorme de confiarse a ella, pero no lo hizo. Catherine era como Nancy y su esposa le había abandonado cuando se enteró de lo que pretendía la familia D’Amis, sobre todo la horrorizó saber que buscaban el Grial, y que creían pertenecer a una raza superior. Estaba seguro de que Catherine reaccionaría como Nancy y él no soportaría perder a su hija ahora que la había conocido.

—No necesito ayuda, no te preocupes. Si la necesitara no dudaría en pedírtela, pero no sé si sabes mucho de operaciones financieras.

—Prueba a confiar en mí —respondió ella en tono desafiante.

—¿Confiar? Los negocios no tienen nada que ver con la confianza.

—Pues yo creo que sí. Pero da lo mismo; al fin y al cabo soy una extraña y no puedo pretender que me cuentes qué haces, de qué vives, a qué te dedicas.

—Soy el conde d’Amis, administro el patrimonio heredado de mis antepasados: tierras, valores financieros, inversiones…

Procuro no correr riesgos, aunque a veces es inevitable hacerlo, y cuando eso sucede me inquieto.

—Y ahora lo estás.

—Sí, ahora lo estoy; ya te he dicho que me preocupo cuando las cosas no dependen directamente de lo que yo hago porque la responsabilidad es de otros.

—¿Y ese Salim…?

—Es un buen amigo con quien tengo negocios, negocios… delicados, difíciles, que ni siquiera dependen directamente de él; ambos tenemos que fiarnos de lo que hagan otros.

—¿De dónde es Salim? Parece árabe, ¿no?

—Es británico, pero de origen sirio. Todo un caballero; le conocerás y te encantará.

—¿Va a venir al castillo?

—No lo sé. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque yo no estaré mucho tiempo.

—¿Cuándo te irás? —preguntó Raymond sintiendo una fuerte opresión en el pecho y temiendo la respuesta.

—No lo sé, tampoco quiero convertirme en una visita pesada.

—Catherine, el castillo es tu casa, algún día será tuyo; no estás de visita, ya te lo he dicho.

—¿Sabes? Hay momentos en los que no sé ni qué pensar de mí misma. Conocerte, estar en el castillo, visitar los lugares donde vivió mi madre… estoy confundida.

—No me juzgues demasiado deprisa. Dame tiempo y dátelo a ti para saber si merece la pena que me tengas como padre.

El castillo estaba sumido en el silencio de la noche cuando, agotados, llegaron del viaje; sólo Edward, el mayordomo, aguardaba impaciente al conde por si necesitaba algo, pero ni Raymond ni Catherine querían otra cosa que retirarse a sus habitaciones y descansar.