34

Raymond se despertó temprano. En realidad, apenas había logrado dormir pensando en Catherine. Temía que una vez saciada su curiosidad ella no quisiera volver a verle y ahora que la había conocido él se sentía incapaz de renunciar a tenerla cerca.

Consciente de que era un viejo y que la soledad le había acompañado desde la infancia, ansiaba compartir los últimos años de su vida con alguien que llenara sus días de alegría. No sabía si Catherine sería capaz de darle felicidad, pero al menos era su hija y el solo hecho de tenerla en el castillo sería una bendición.

Pensó llamarla al Maurice e invitarla a almorzar, pero no se atrevió temiendo la reacción de Catherine. Además debía esperar la visita de Ylena, que podía llegar en cualquier momento.

Telefoneó a su fiel mayordomo, quien le informó de los asuntos cotidianos del castillo, y le pidió que prepara la suite principal, y dispusiera flores por todo el castillo. Si Catherine iba a d’Amis quería que lo sintiera como su hogar, que se enamorara del lugar en el que generaciones de D’Amis habían vivido.

No había terminado la conversación con el mayordomo cuando escuchó el timbre.

Abrió pensando que podía ser Ylena, y se quedó sin saber qué hacer cuando se encontró con Catherine.

—¿Has desayunado? —preguntó ella a modo de saludo.

—Sí, desayuné muy pronto —respondió Raymond sin saber qué actitud adoptar ante aquella hija decidida a sorprenderle.

—Bueno, pero podemos tomar otro café, ¿te parece bien? ¿Me invitas a pasar o te molesto? —preguntó ella aún en el umbral de la puerta.

—Pasa, la verdad es que no te esperaba —confesó Raymond.

—Yo tampoco esperaba verte hoy, y puede que ni el resto de mi vida, pero aquí estoy.

La invitó a sentarse mientras pedía café al servicio de habitaciones.

—¿Qué tienes que hacer hoy? —preguntó Catherine.

—¿Hoy? Bien… bueno… tengo que ver a una persona. En cuanto la vea puede que regrese al castillo. Estoy un poco cansado; ya soy mayor y aún no me he repuesto del viaje a Estados Unidos.

—Debías de habértelo ahorrado. Le dije ami abogado que le dijera al tuyo que no se te ocurriera ir.

—Lo sé, pero creí que era mi deber estar contigo en un momento así.

—¿Cómo puedes haber creído que yo iba a querer estar contigo mientras enterraba a mi madre? ¡Debes estar loco para haber pensado algo así! Tú eres la última persona que mi madre hubiese querido que asistiera a su entierro.

—Bien, yo hice lo que creí correcto. Tampoco era fácil para mí ir e intentar verte. Fueron unos días agotadores y de mucho sufrimiento —le confesó él.

—¿Sufrimiento? ¡Es increíble qué hables de sufrimiento! Yo era quien estaba sufriendo, quien sufre por la pérdida de su madre, pero tú… Si la hubieses querido habría renunciado a tus locuras, habrías roto con el loco de tu padre, habrías intentado tener una vida propia junto a ella, pero la sacrificaste, como me sacrificaste a mí.

El tono frío e hiriente de Catherine enmudeció a Raymond.

Temía decir algo más que la contrariara y se levantara dejándole solo.

—Quizá no ha sido una buena idea venir —dijo ella levantándose y dirigiéndose a la puerta cumpliendo así los temores de su padre.

—¡No, por favor, no te vayas!

Raymond se había levantado colocándose ante ella con la voz y el gesto suplicante.

—En realidad estoy confundida —admitió ella—. No sé si estoy haciendo bien, quizá ha sido una mala idea conocerte.

—Catherine, yo… en fin, creo que deberíamos darnos una oportunidad, que tú deberías darme una oportunidad. No sé… hablemos, conozcámonos, y si luego sigues pensando que soy un monstruo… en fin… no tienes nada que perder.

—No sé si estoy traicionando a mi madre —respondió ella en voz baja.

—¿Traicionándola? ¿Por qué?

—A ella no le gustaría verme contigo, eso lo sé.

—¡Por favor, Catherine, júzgame después de conocerme! Pero hazlo tú, con tu propio criterio. Permíteme decepcionarte directamente.

—Sí, supongo que lo harás.

Unos golpes secos en la puerta interrumpieron la conversación. Raymond temió que fuese Ylena.

Fue a abrir la puerta y efectivamente se encontró con ella.

—Buenos días —dijo mientras entraba en la suite sin esperar a que la invitara a entrar, pero se paró en seco cuando vio a una mujer sentada en el sofá con una taza de café en la mano y mirándola con curiosidad. Se volvió hacia Raymond y le interrogó con los ojos sobre la presencia de aquella desconocida.

—Si no te importa nos podemos ver dentro de un rato; ahora tengo trabajo —le pidió Raymond a su hija.

—Bien, ya nos veremos —respondió Catherine malhumorada.

—¿Te paso a recoger por el hotel dentro de una hora?

—No.

Raymond temió que Catherine se fuera para no volver, de manera que decidió correr un riesgo que sabía que el Facilitador no le perdonaría si llegara a conocerlo.

—¿Por qué no me esperas aquí mientras yo hablo con esta señora en el despacho?

—Bueno —aceptó Catherine de mala gana.

Raymond indicó a Ylena que le acompañara al pequeño despacho situado junto a la sala, y se congratuló de que aquella suite del Crillon dispusiera de tanto espacio.

Cuando cerró la puerta y se sintió a salvo de la mirada inquisitiva de su hija tuvo que enfrentarse al ceño fruncido de Ylena.

—¿Quién es? —preguntó la mujer.

—Es mi hija, no se preocupe.

—Nadie debe verme con usted.

—Yo no sabía cuándo vendría usted y ella se presentó de improviso. ¿No cree que es mejor actuar con naturalidad?

Ylena le miró preocupada. Aquel imprevisto la desazonaba. No le había gustado la hija de Raymond; se había sentido escudriñada de arriba abajo por ella.

Raymond le entregó una cartera con la documentación y el dinero, que ella comprobó con minuciosidad.

—Prometieron dinero para nuestras familias.

—Aquí tiene una parte; el resto lo recibirán en un par de días, ya está todo arreglado. Busque la silla, las armas y los explosivos en la dirección que viene en el sobre. Allí les darán todo el material preparado. ¿Sus acompañantes están dispuestos?

—Lo estamos.

—Bien, entonces no hay mucho más que hablar. Que tenga suerte.

—¿Suerte? Sabe que voy a morir.

—Lo sé, pero morirá cumpliendo una venganza; será una muerte dulce.

Ylena no respondió. Un ligero ruido la alertó y miró hacia la puerta que separaba el despacho de la sala donde se había quedado Catherine. Raymond observó su gesto e intentó tranquilizarla.

—No se preocupe, nadie nos escucha.

—¿Está seguro?

—Lo estoy.

Cuando regresaron al salón Catherine hablaba por su teléfono móvil; parecía enfrascada en una conversación con una amiga. Raymond sintió alivio de que así fuera, Ylena apenas la miró.

—¿Quién era esa chica? —preguntó Catherine apenas hubo salido Ylena.

—No sabía que eras curiosa —respondió él esquivando la respuesta.

—Y no lo soy, sólo que… en fin, no sé mucho de ti y me ha sorprendido ver a una chica tan especial a estas horas de la mañana.

—¿Especial? ¿Qué tiene de especial?

—Su aspecto; es muy guapa aunque no tenga mucho gusto vistiendo.

—Para satisfacer tu curiosidad te diré que trabaja en el bufete de mi abogado y que me ha traído unos documentos que tenía que firmar. ¿Contenta?

—Bueno, en realidad me da lo mismo. Siento haberte preguntado —se excusó ella.

—Voy a regresar al castillo, ¿quieres venir conmigo?

—¿Al castillo? ¿Ahora?

—Sí, con la firma de esos papeles ya no me queda nada por hacer en París, de manera que vuelvo a casa. Tú querías conocer el castillo, ¿no?

—Sí, pero… bueno… no sé si quiero ir ahora.

—Serás bienvenida cuando quieras.

—Entonces, ¿te vas?

—Sí, a no ser que quieras que me quede para estar contigo.

—No, no te necesito para nada.

—Entonces regreso al castillo, tengo obligaciones que atender.

Catherine se levantó y cogió su abrigo y Raymond la miró con pesadumbre y temor. Le costaba entenderla.

Desde que había salido del Crillon dos hombres del Yugoslavo seguían a Ylena sin que ésta se diera cuenta. Tenían órdenes de no perderla de vista y, sobre todo, de comprobar que nadie la siguiera. Uno de los hombres parecía incómodo, no dejaba de mirar de cuando en cuando hacia atrás.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su colega.

—No sé, pero creo que nos siguen. Había una mujer muy extraña en el vestíbulo del hotel…

—¡Qué tonterías dices! He estado atento a todos los que entraban y salían y no he visto a nadie sospechoso.

—Puede que tengas razón.

—Este trabajo nuestro termina volviéndonos paranoicos.

—Más vale que no nos equivoquemos o el jefe nos cortará a tiras.

Diez agentes del Centro Antiterrorista seguían los pasos de los dos hombres del Yugoslavo y de aquella mujer alta y delgada que cruzaba con paso rápido la place de la Concorde, buscando la otra orilla del río, donde está la Asamblea Nacional. Estaban en contacto permanente con Lorenzo Panetta, quien les había conminado a no perder de vista ni a la mujer ni a los dos matones. Otro equipo del centro se había puesto en marcha para reforzar a los agentes que ya estaban en la calle. Panetta y Matthew Lucas estaban dispuestos a averiguar qué ocultaba el conde d’Amis; además, cada vez estaban más convencidos de que el padre Aguirre tenía razón y que el conde —como decía aquel jesuita— iba a intentar perpetrar su venganza contra la Iglesia, aunque ambos temían que quizá por seguir a al conde podían estar perdiendo la pista del Círculo. Quizá Hans Wein tenía razón: los malos suelen coincidir en los mismos supermercados de armas, de manera que Karakoz bien podría estar sirviendo al Círculo y al conde indistintamente, pero Panetta había decidido dejarse guiar por su intuición y Matthew Lucas le secundaba. Esperaba no estar cometiendo el primer error de su carrera.

—¿Sabemos algo de su fuente? —preguntó el sacerdote a Panetta.

—Nos cuenta cosas vagas, sin importancia, pero espero que en algún momento nos sea de utilidad —respondió Panetta.

—Esa persona corre un gran peligro; si el conde descubre que le están espiando puede hacer cualquier cosa —dijo el jesuita con preocupación.

—No se preocupe; cuando alguien se mete en esto, sabe a lo que se arriesga —intervino Matthew Lucas.

—Aun así me preocupa saber que hay alguien en la guarida del lobo —insistió el sacerdote.

—Es un riesgo que tengo que correr —afirmó Panetta—. Es de vital importancia saber qué pasos va dando el conde y eso sólo lo podemos saber si nos lo cuentan desde dentro.

—Si su jefe se entera, ¿qué hará? —quiso saber el sacerdote.

—Mi jefe lo sabe casi todo; sabe que estamos consiguiendo información del entorno del conde, aunque no le he precisado cómo ni quién. Cuando todo esto termine, yo mismo se lo diré, le explicaré todo cuanto he hecho, pero por ahora es mejor que nadie sepa más de lo que necesita saber. Usted es sacerdote y puede guardar el secreto, y Matthew… bueno, creo que a pesar de todo entiende por qué lo he hecho.

El padre Aguirre encendió un Gauloises, había vuelto a fumar. Se reprochaba a sí mismo su debilidad, y se consolaba diciéndose que cuando terminara la pesadilla que estaba viviendo y pudiera regresar a su retiro de Bilbao, nunca más volvería a encender un cigarro.

Lorenzo Panetta también fumaba, y ambos se sentían avergonzados ante las miradas de reprobación del joven Matthew Lucas. Aquella mañana ya se había fumado medio paquete de Gauloises y sentía la garganta seca y áspera.

Sentados ante un panel de monitores a través del cual seguían el recorrido de aquella extraña chica por las calles de París, el viejo sacerdote aprovechaba los momentos de silencio para rezar.

—¿Sabe, padre? Cuesta creer que en pleno siglo XXI un hombre sea capaz de querer atentar contra la Iglesia por algo que sucedió en el siglo XIII, por más que ese fray Julián dejara el encargo de que se vengara la sangre de los cátaros.

Ignacio Aguirre sopesó las palabras de Matthew Lucas antes de responderle. En realidad, llevaba años dando vueltas a esa misma reflexión y aún más desde que el obispo Pelizzoli le mandó llamar a Roma. Y cuanto más respondía a la pregunta, más se daba cuenta de las malas interpretaciones a que daba lugar la crónica de fray Julián.

—Fray Julián no quería que corriera más sangre, y de ningún modo pedía venganza por la cruzada contra los cátaros. Nada más lejos de su propio pensamiento.

—Padre, creo que ya me he leído al menos media docena de veces esa crónica y la frase final es meridianamente clara: «Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes».

—Es lo que fray Julián temía: que ante tanta sangre derramada alguien creyera que la única respuesta fuera la venganza. Fray Julián era un hombre con problemas de conciencia, un clérigo que no compartía lo que estaba haciendo la Iglesia, pero que se sentía incapaz de traicionarla.

—En realidad la traicionó —apuntó Matthew.

—No, no lo hizo. Intentó conciliar todas las lealtades, y creo yo que hasta lo consiguió. Él no se apartó de la Iglesia, no se hizo cátaro, por más que intentó ayudar a que no perecieran aquellas gentes que tenían una visión distinta del cristianismo. Fue leal a doña María, agradecido por cuanto hizo por él, y porque quiso estar a la altura de lo que creyó que era su obligación con la casa de Aínsa, por más que el ser bastardo le dolía en lo más profundo. Protegiendo a doña María cumplió un compromiso de lealtad con su padre, aunque nadie le hubiera pedido que lo hiciera.

»A fray Julián le enfermó la conciencia: vivir la contradicción de ser leal a tan distintas causas. Era un hombre de bien, un hombre que abominaba de la violencia, y también un hombre cuya razón chocó contra el fanatismo inmisericorde de fray Ferrer. No puede aislar la última frase del resto de su vida; además, a mi juicio, también es ésta la interpretación del profesor Arnaud, que en definitiva fue quien nos ha legado el estudio sobre fray Julián, lo que éste teme es que algún día alguien quiera vengar tantas muertes y por ello se derrame más sangre.

—Hace una interpretación muy benévola e interesada de la crónica de ese fraile.

—No, Matthew, no es así. Si ha leído además de la crónica, todas las anotaciones del profesor Arnaud que la acompañan, verá que tengo razón. Y le aseguro que Ferdinand Arnaud no era un hombre religioso, ni siquiera creyente.

—Le llegó a conocer muy bien —aseguró Lorenzo Panetta interviniendo en la conversación.

—Nos vimos dos veces, pero fueron dos ocasiones muy especiales y, por difícil que parezca, a veces se conoce más a un hombre al que has tratado una hora que a alguien a quien ves todos los días.

Después de deambular Ylena se metió en el metro y tomó una línea que paraba cerca de la Gare de Lyon. Los agentes que la seguían la vieron acercarse a la taquilla, comprar un billete y pagar en efectivo. Uno de ellos, tras mostrar una placa de policía al empleado de los ferrocarriles, consiguió averiguar que la mujer había comprado un billete para el Orient Express.

—Va a Estambul —le dijo un cajero que luego estuvo todo el día pensando si había hecho bien en revelar el destino de aquella mujer de mirada perdida al tipo que le había enseñado una placa de policía.

Los agentes informaron nerviosos a Panetta y éste dio la orden de que al menos dos de ellos subieran al tren y no la perdieran de vista. Ya comprarían el billete al revisor; que inventaran lo que les diera la gana para justificar su presencia en el tren, pero se aseguró de que entendieran que no admitiría excusas si se les escapaba aquella misteriosa joven.

—Se va a Estambul —explicó a Matthew y al padre Aguirre, que escuchaban en silencio las órdenes de Panetta.

—Llamaré ahora mismo a mi agencia; tenemos gente allí —aseguró Matthew.

—Hágalo, yo voy a llamar a Hans Wein. Creo que debemos desplazar allí un equipo, aunque también tenemos gente, pero todos los ojos serán pocos.

Estaba hablando con Hans Wein para comunicarle las últimas novedades, cuando un agente destacado en el Crillon le llamó para anunciarle que el conde dejaba el hotel. Panetta no dudó ni un segundo en ordenarle que le siguieran.

—Supongo que no se va a encontrar con la chica, pero hay que seguirle dondequiera que vaya.

El padre Aguirre encendió un cigarro y aspiró el humo asesino que le quemaba la garganta. Lorenzo Panetta le imitó. Matthew Lucas salió de la sala protestando en voz baja.

* * *

La mujer se sobresaltó cuando escuchó la voz de su amante, aunque por aquel número de móvil sólo podía llamarla él. Pero Salim nunca la había localizado en horas de trabajo y eso la alarmó.

—¿Estás ocupada?

—Sí —murmuró ella sonrojándose.

—Tenemos que vernos.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—¿Ahora? ¿Dónde estás? No sé si podré…

—¿Cuánto falta para que salgas a almorzar?

—Quince minutos, pero suelo hacerlo en la cafetería del Centro; no disponemos de mucho tiempo, apenas media hora, ¿no podemos vernos más tarde en mi casa?

—En tú casa no, estará vigilada.

—Entonces…

—¿Qué ibas a hacer esta tarde?

—Irme a casa.

—Hazlo que has hecho en otras ocasiones: prepárate para salir a correr, sigues haciendo footíng, ¿no?

—Sí.

—Sal a correr; aunque son pequeños, puedes ir a los jardines de la place du Petit Sablon, al lado de tu casa. Nos veremos allí.

Sintió alivio cuando escuchó el clic que indicaba que él había cortado la comunicación. Miró a su alrededor para observar si alguien la miraba, pero nadie parecía hacerlo. Los empleados del Centro aparentaban no preocuparse por las vidas ajenas y no meterse en los asuntos de los demás, pero ella sabía por experiencia propia que todos se sabían al dedillo la vida de los demás. Y ella era una persona especialmente significada, y ahora más que nunca necesitaba volverse invisible.

Apenas almorzó, pero nadie comentó su falta de apetito. Procuró no parecer ansiosa por marcharse, pero en cuanto fue la hora cogió el bolso y dejó la oficina.

Se impuso conducir despacio para llegar a su casa. Una vez allí, se cambió con parsimonia buscando el chándal más favorecedor. No es que tuviera muchas esperanzas de conmoverle, pero al menos lo intentaría. De manera que se retocó el maquillaje, se puso un chándal que creía le sentaba bien y salió como tantas otras tardes a correr por los alrededores de su casa situada en aquel barrio elegante y discreto de Sablon, muy cerca de la place Royale y del Museo de Arte Antiguo. En aquel edificio vivían dos altos funcionarios de la OTAN y, como bien sabía, estaba vigilado. En realidad Bruselas era una ciudad vigilada noche y día donde los servicios de espionaje propios y ajenos no se perdían de vista.

Pasó por delante de las estatuas de los condes de Egmont y de Horn, víctimas siglos atrás de la Corona española, y corrió alrededor de la verja del parque, una verja de hierro forjado decorada con columnas de estilo gótico.

Aquel parque era pequeño pero muy verde, y a aquellas horas había poca gente.

Dejó vagar la mirada buscándole y no tardó en verle caminando distraídamente como quien no tiene prisa y se entretiene paseando. Intentó comportarse con naturalidad mientras se dirigía hacia él.

—Estás corriendo un riesgo muy grande viniendo aquí —le dijo ella.

—Sí, supongo que sí, pero necesitaba verte.

—¿Sucede algo? —preguntó alarmada.

—Quiero que nos casemos.

Ella sintió que la sangre le subía a la cabeza. La petición de matrimonio de Salim la desconcertaba. ¿Cómo podía querer casarse con ella después de lo sucedido en Roma? Allí la había despreciado hasta hacerla sentir menos que nada, y ahora de repente le pedía que se casara con él.

—Pero ¿por qué? —se atrevió a preguntarle.

—¿No sabes por qué? Porque te quiero. Siento lo que pasó. Quiero que cambies, que seas como yo, pero deseo que lo hagas porque me quieres tanto como yo te quiero.

En el tono helado de Salim no había ni una pizca de romanticismo, pero ella creyó que él estaba haciendo un gran esfuerzo por mostrarse arrepentido.

—Yo te quiero, Salim, y claro que deseo casarme contigo.

—Entonces lo haremos cuanto antes.

—¡Estás loco, sabes que no podemos! Tendrías a todo el Centro investigándote, y yo ya no te sería de ninguna ayuda.

—Por ahora sigo siendo un ciudadano fuera de toda sospecha. Quiero que nos casemos, lo tengo todo preparado. Lo haremos en Roma dentro de una semana.

—¿En Roma…?

—El tono de ella denotaba dolor. En Roma había vivido el peor día de su vida, había creído que le perdía, se había sentido humillada, despreciada.

—Sí, en Roma, quiero compensarte por lo que pasó. No te abrazo porque no sé si alguien puede vernos, pero debes estar segura de mi amor.

Suspiró aliviada. No había logrado conciliar el sueño desde que regresó de Roma aquel fin de semana fatídico, y ahora él le pedía que se convirtiera en su esposa, algo con lo que ni siquiera se había atrevido a soñar.

—Te quiero, Salim, te quiero más que a mi propia vida y nunca creí que podría convertirme en tu esposa. Dejaré de ser como soy, me convertiré en una buena musulmana, te seguiré donde quiera que vayas. No soporto estar sin ti.

—Entonces me has perdonado —le dijo él mirándola con intensidad.

—Puedes hacer de mí lo que quieras, Salim.

—Bien, organízalo todo para estar dentro de una semana en Roma. Pide unos días de vacaciones para nuestra luna de miel.

—¿Debo anunciar que me caso?

—No, ya lo harás a tu regreso. Decidiremos juntos qué hacer después. Ahora sólo debemos pensar en la boda.

—Salim, no quiero ir al mismo hotel —suplicó ella.

—No lo haremos. ¿Te parece bien el Excelsior?

—Cualquiera menos…

—Calla, no lo recuerdes. Te compensaré, te prometo que te compensaré. Y ahora vete, corre, piensa en nosotros. Siento no poder abrazarte.

Corrió sin rumbo, después de cruzar la rue de la Régence hacia la place du Gran Sablon donde en aquel momento se estaba iluminando la fachada de Nótre Dame du Sablon, una iglesia gótico-flamenca que era uno de los orgullos de la ciudad.

Cuando regresó a su apartamento estaba extenuada; se preguntaba por qué no se sentía feliz: quería casarse con Salim, sabía que su destino estaba unido al de aquel hombre, pero la petición de matrimonio la había apesadumbrado, sin que ello supusiera ni por un momento que cuestionara la idea de casarse con él. Lo haría, en realidad ya no se pertenecía a ella misma, lo había descubierto aquella noche en Roma cuando él la hizo sentirse poco menos que un guiñapo; desde entonces no había conseguido recuperar su autoestima; por eso no lograba sentirse feliz ni aun sabiendo que él la quería.