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Omar, el jefe de los comandos del Círculo en España, había citado a Mohamed Amir y a Ali en el pueblo de Caños Blancos, en casa de Hakim.

Camino de Caños Blancos los dos jóvenes bromeaban nerviosos, conscientes de que Omar les iba a comunicar la fecha y los detalles finales del atentado. Ambos sabían que estaban disfrutando de los últimos días de su vida.

Mohamed también temía que Omar le volviera a hablar de Laila. Su hermana parecía haberse convertido en una pesadilla para la comunidad musulmana y le hacían a él responsable por no ser capaz de ponerla en su sitio.

Pero ¿cuál era su sitio?, se preguntaba íntimamente Mohamed. Era difícil para una mujer no contagiarse de la manera de vivir de otras mujeres como ella. Su padre era débil y su madre la protegía dejándola hacer, enfrentándose a su marido y a él mismo.

A Mohamed le atormentaba pensar en el día en que sin pretenderlo había pegado a su madre. Fue una noche en que escuchó a su hermana decir que iba a cenar a casa de un amigo, el joven abogado con el que, junto a sus amigas, compartía despacho.

Le pareció vergonzoso que fuera a cenar con un hombre a solas en su casa; no le costaba imaginar lo que podía suceder después de la cena. Se fijó en que iba vestida con unos vaqueros negros y una blusa de seda, y que iba maquillada. La conminó a no salir y ella se negó; entonces, cuando iba a pegarle, su madre se puso en medio de los dos y recibió el golpe destinado a su hermana.

Su madre le había llamado «loco» y lamentó tener un hijo como él. Desde aquel día apenas le dirigía la palabra; solía escucharla repetir a su padre que aquel hijo les traería la desgracia. Su padre la regañaba sin mucha convicción y le pedía que intentara convencer a Laila de que no provocara las iras del hermano. Pero su madre replicaba que Laila era buena y prudente, y sería la alegría de su vejez, mientras que Mohamed sólo les causaba sufrimiento.

Su padre intentaba mantener un difícil equilibrio entre lo que él le exigía, que metiera en vereda a Laila, y los deseos de la joven de seguir siendo y actuando como hasta la llegada de su hermano.

Mohamed sabía que hasta el momento Laila no había permitido que ningún joven se sobrepasara con ella, pero tenía ideas sobre la igualdad entre hombres y mujeres, y se rebelaba antela posibilidad de estar sometida a cualquier hombre. Él le había pedido a su padre que la enviara a Marruecos para casarla por las buenas o por las malas, pero su padre había admitido que no tenía poder para hacerlo. Laila era ciudadana española por decisión propia y ni siquiera él, que era su padre, podía obligarla a tomar marido contra su voluntad.

Cuando llegaron a Caños Blancos, Ali empezó a reír.

—¡Qué estúpidos! Buscan al Círculo por todas partes y no se han enterado de que este pueblo es suyo; hasta las piedras lo son.

—Mejor así —respondió Mohamed—; éste es un buen refugio.

—Lo más divertido es cuando vienen esos periodistas de la televisión a mostrar cómo se vive en un pueblo musulmán granadino en pleno siglo XXI y preguntan a la gente que qué opinan del Círculo. ¡Qué empalagosos! ¡Cuánto miedo nos tienen! No saben qué hacer para no molestarnos y que les aprobemos.

—Sí, eso es aquí, pero a nuestros hermanos les matan en Irak, en Palestina, en Afganistán —respondió Mohamed.

El hermano de Hakim les abrió la puerta de la casa y los condujo de inmediato a la sala donde les esperaba Omar, que les saludó abrazándoles.

—Bien, Salim al-Bashir me ha transmitido las últimas instrucciones. El atentado será el Viernes Santo, el día en que Jesús fue crucificado. Una idea genial.

—Sí que lo es —afirmó Ali con entusiasmo.

—Vamos a destruirles los restos de la Cruz precisamente en el aniversario de la crucifixión. Será un acontecimiento mundial —continuó diciendo Omar—; supongo que estáis preparados.

—Lo estamos —respondieron Mohamed y Ali al unísono.

Omar les entregó una bolsa a cada uno y les volvió a abrazar.

—Nuestros hermanos del Círculo aprecian vuestro sacrificio. Vuestros nombres se recordarán a través de los tiempos. En cada bolsa hay medio millón de euros.

Mohamed y Ali le miraron asombrados. ¿Por qué les daba tanto dinero si inevitablemente iban a morir?

—El dinero no puede compensar la pérdida de una vida, pero sí ayudar a vuestras familias, ya que dejarán de contar con vuestra ayuda. Os lo entrego en efectivo porque es mejor. Si tu padre, Mohamed, recibiera una transferencia de medio millón de euros las autoridades sospecharían de inmediato, y lo mismo sucedería con tu familia, Ali.

—Pero… no es necesario… mi padre se gana bien la vida —respondió Mohamed.

—Tu padre va a perder a sus dos hijos y necesita tener garantizada la vejez. Además, ¿te olvidas de tu esposa? Tienes mujer y dos hijos. ¿Qué será de ellos cuando faltes? En cuanto a tu familia, Ali, malviven, y este dinero les ayudará a montar su propio negocio en Marruecos.

A Mohamed no se le había escapado la afirmación de Omar de que su padre iba a perder a sus dos hijos.

—Gracias —afirmó Ali—, mi familia os lo agradecerá eternamente.

—No me deis las gracias, el Círculo nunca abandona a los suyos. Y ahora repasaremos el plan: cómo iréis a Santo Toribio y dónde esconderemos el explosivo.

El plan de Omar era sencillo; en realidad ya lo habían hablado en otras ocasiones. Irían en una excursión con otros peregrinos. La suerte les acompañaba, porque un grupo de catequistas, todos jóvenes, de la edad de Mohamed y Ali, iban a ganar el jubileo a Santo Toribio. Naturalmente, los autocares eran de la compañía de Omar, y el chófer de uno de los vehículos, un hermano del Círculo. Los cinturones con el explosivo irían en unas bolsas preparadas. Saldrían el jueves de buena mañana y dormirían en un hotel de Potes junto al resto de los peregrinos. La mañana del Viernes Santo subirían a las doce, hora prevista para los oficios; Mohamed y Ali pasarían inadvertidos entre el grupo de jóvenes. Sería entonces cuando harían estallar el monasterio con cuantas personas hubiera dentro, y lo más importante, no quedaría ni un resto del camarín donde en una carcasa de plata sobredorada los monjes guardan celosamente el pedazo de Lignum Crucis más grande de cuantos conservaba la cristiandad.

Ornar sonreía satisfecho. En su mirada no había ni una sombra de duda de que el atentado se llevaría a buen término.

—Ya sabéis que a Salim al-Bashir le preocupa especialmente vuestro cometido. Yo confío en vosotros, vuestro éxito será total.

—¿Y Hakim? —preguntó Mohamed.

—Continúa en Jerusalén —afirmó Omar—. Él también ha recibido sus instrucciones. Su hermano le sustituirá como responsable de Caños Blancos. Se siente honrado de ocupar el lugar de un héroe como Hakim. Si hoy estoy aquí es porque he venido a entregarle la misma ayuda que a vosotros.

El hermano de Hakim entró en la pequeña sala seguido de un joven al que habían visto en otras ocasiones en la casa. El joven depositó una bandeja con humeantes vasos de aromático té y dulces hechos con miel y almendras.

Omar dio buena cuenta de ellos, mientras Mohamed y Ali a duras penas disimulaban su nerviosismo.

Mohamed quería buscar la ocasión de quedarse a solas con Omar para preguntarle por Laila, pero como parecía que la casualidad no iba a hacerle ese favor, optó por pedir a Omar que le concediera unos minutos a solas.

El hermano de Hakim invitó a Ali a dar un paseo para permitir que Omar y Mohamed hablaran.

—¿Qué quieres? —preguntó Omar, malhumorado.

—Antes has dicho que mis padres perderán a sus dos hijos…

—Así es.

—Laila…

—Laila debe morir; tu padre debería de haber resuelto el problema, pero no lo ha hecho. No podemos permitir que tu hermana continúe con sus actividades. Su ejemplo está haciendo daño a nuestras mujeres, sobre todo a las más jóvenes. Te pedí que solucionaras el problema.

—Sí, pero luego me dijiste que no hiciera nada.

—Es verdad, tú no debes de ponerte en peligro. Estás destinado a una misión que dará mayor gloria al islam —sonrió complaciente Omar.

—¿Quién… quién lo hará? —se atrevió a preguntar Mohamed.

—El honor de las familias se debe lavar en la propia familia. Lo hará uno de tus primos; llegará en un par de días de Marruecos.

A Mohamed le estremeció la noticia. Su padre le había anunciado que su hermano mayor le enviaba a uno de sus hijos para que le ayudara a encontrar trabajo en Granada. Naturalmente se alojaría con ellos. Lo que su padre no sabía es que aquel joven venía a matar a su hija.

Mohamed se sentía impotente a la vez que la rabia le dominaba. Rabia contra Laila a la que quería, pero que por su tozudez estaba condenada a morir.

—Es mejor así —continuó diciendo Omar— y no te preocupes, nos ocuparemos de tu primo. Sabemos ser generosos, aunque éste no es un caso que debiéramos resolver nosotros. Ahora no pienses más en ello. Eres un buen creyente, pronto estarás en el Paraíso junto a Alá. ¿No lamentarás lo de tu hermana?

Le hubiera gustado tener valor para decirle que sí, que lamentaba que Laila tuviera que morir, que la quería, que era su hermana, pero Mohamed bajó la mirada al suelo y no respondió a la pregunta.

—¿Cuándo será? —quiso saber sin que a Omar le pasara inadvertido el tono tenso de su voz.

—Eso lo decidirá tu primo. Él deberá escoger el mejor momento.

—No quiero que sufra —pidió Mohamed.

—Supongo que tu primo sabrá cómo hacerlo sin causar más sufrimiento del necesario —respondió Omar con indiferencia.

Ni Mohamed ni Ali hablaron mucho en el trayecto de regreso a Granada. Ali pensaba en qué hacer los últimos días de su vida, y Mohamed no podía quitarse de la cabeza la sentencia de muerte contra Laila.