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El recepcionista del Crillon se mostró encantado de volver a ver al conde d’Amis, al que inmediatamente ofreció la suite que había ocupado la vez anterior.

El conde le dio una generosa propina y, seguido por el botones que llevaba su equipaje, se dirigió al ascensor.

Una vez acomodado, volvió a bajar al vestíbulo para salir del hotel y perderse en el bullicio de la ciudad. Caminó en dirección al Louvre sin rumbo fijo; entraría en algún café y desde allí llamaría al Facilitador. No debía ocupar la línea más de tres minutos, ése era el tiempo límite para que no localizaran la llamada. Además, en su equipaje llevaba varias tarjetas para su móvil que utilizaba una sola vez para cada llamada.

Entró en un café y pidió un té al tiempo que buscaba con la mirada el teléfono, que se encontraba al fondo del establecimiento.

Temía que el Facilitador le reprochara su repentina ausencia, pero estaba dispuesto a pelear por mantener al menos cierta autonomía. Respondió el teléfono al primer timbrazo.

—¿Ya está de vuelta? Bien, sé que va a almorzar con nuestro buen amigo. Ha llegado la hora, no deben retrasarlo más. Necesitamos un revulsivo para los próximos días.

Raymond sintió alivio por no recibir ningún reproche.

—¿Y la chica?

—Se pondrá en contacto con usted mañana. Para ese momento debe tener en sus manos la documentación. Acuerde ya con Salim la fecha. Es importante actuar coordinadamente.

—El Yugoslavo pide más dinero.

—¡Ah! Son insaciables.

—Entonces, ¿qué debo hacer?

—El dinero no es un problema, pero tampoco hay que malgastarlo. Si la operación es un éxito, mis patrones no me preguntarán cuánto hemos gastado; de lo contrario deberé responder de cada centavo… pero haga lo que crea que debe hacer, no podemos echar al traste la operación en el último momento por la codicia de Karakoz.

—¿Le veré?

—En cualquier momento. Ahora haga lo que tiene que hacer.

Tendría que esperar a que Ylena se pusiera en contacto con él; imaginaba que la joven volvería a alojarse en el hotel como la vez anterior, y le sorprendía la tranquilidad del Facilitador, que no parecía haberse preocupado por su ausencia. Estaba seguro de que tenía información precisa de todos sus pasos y eso le provocaba cierta ansiedad.

Decidió encaminarse hacia la place Vendóme y curiosear en las tiendas de la zona; podía entrar en el Ritz y llamar desde el bar al Yugoslavo, aunque pensó que quizá fuera mejor esperar a que éste se pusiera en contacto con él. El Yugoslavo sabía cómo encontrarle. Alguno de sus hombres estaría al acecho en el Crillon para informarle de su llegada. Necesitaba los documentos para Ylena y su comando, entre ellos tarjetas de crédito falsificadas, pese a que las órdenes del Facilitador eran tajantes: procurar no dejar pistas, y una tarjeta de crédito, por falsa que fuera, era una pista. También tendría que acercarse al banco para extraer una cantidad para entregarle a la chica.

Desde que había salido del hotel, seis hombres y dos mujeres seguían al conde d’Amis sin que éste se diera cuenta. Todos ellos trabajaban para el Centro de Coordinación Antiterrorista y contaban con la colaboración de la Sûreté francesa.

La orden era seguirle día y noche procurando no alertarle. Lo esencial era saber con quién se reunía, con quién hablaba y, sobre todo, qué negocio tenía con el Yugoslavo, el hombre de Karakoz en Francia.

Lorenzo Panetta había pedido a Hans Wein que le permitiera desplazarse a París para coordinar sobre el terreno la operación; su jefe había accedido a regañadientes, pero recordándole que era un alto funcionario, no un policía.

Panetta creía que el encuentro del conde con Bashir podría desvelarles alguna pista, por más que Wein le había insistido en que se olvidara de él. Pero más allá de las recomendaciones de su jefe, Lorenzo tenía su propio plan de acción. Estaba seguro de que se encontraban más cerca del Círculo de lo que lo habían estado nunca. Matthew Lucas pensaba igual que él. El norteamericano también había viajado a París; le sería de gran ayuda. Lo que sí había podido era sentar a dos miembros de su equipo en una de las mesas de L’Ambroisie, después de asegurarse de que estarían cerca de la reservada por el conde d’Amis.

Como de costumbre no había una sola mesa libre en La Tour d’Argent, pero llamó diciendo quién era y consiguió una. Unos minutos antes de dirigirse al L’Ambroisie había recibido una llamada de Salim proponiéndole el cambio de restaurante.

Media hora antes, la amante de Bashir le contó por teléfono que Lorenzo Panetta se había desplazado a París, y que aunque tanto el director Hans Wein como el propio Panetta mantenían un riguroso silencio sobre la marcha de las investigaciones del atentado de Frankfurt, parecían no fiarse de nadie, ni siquiera de ella. Había podido escuchar que Panetta decía que «su» hombre estaba en París. Le aseguró que haría lo imposible por indagar más y que, desde luego, estaba segura de que nada sabían de él y seguían perdidos sin encontrar una pista sobre el Círculo, empeñados como estaban en tirar del hilo de Karakoz, pero Salim decidió que era mejor cambiar sus lugares de cita, incluida la del conde.

Cuando Raymond entró en el restaurante, Salim al-Bashir le estaba esperando en una mesa situada en un rincón.

Los dos hombres se estrecharon la mano y decidieron pedir el almuerzo antes de hablar.

—¿A qué se debe el cambio de restaurante? Creí que L’Ambroisie era uno de sus favoritos.

—Es mejor ser precavidos —respondió Salim.

—¿Teme que alguien sospeche de nosotros?

—Estoy convencido de que no hay servicio de información en el mundo que sepa lo que estamos preparando. Pero de vez en cuando es mejor hacer estos cambios, por si acaso.

—Mí querido amigo, quisiera saber sí sus hombres están preparados —preguntó Raymond, dando por buena la explicación de Salim.

—Lo están. Dentro de diez días estaremos en plena Semana Santa. ¿No conmemoran los cristianos la muerte de Cristo el Viernes Santo?

—Sí.

—Ese día destruiremos los restos de su cruz, de esa cruz que usted tanto odia.

Raymond miró al hombre con admiración. No había caído en la cuenta de que estaba por comenzar la Semana Santa porque siempre había vivido al margen de cualquier acontecimiento religioso y su vida jamás había estado marcada por las celebraciones cristianas. En el castillo jamás se había celebrado la Navidad, y mucho menos habían estado pendientes de la Semana Santa.

—Muy apropiado. Pero dígame, tengo una curiosidad: ¿qué dirán sus jefes sobre estos atentados? No hace mucho un grupo de ulemas se reunió con el Papa y hablaron de la necesidad de ahondar en el diálogo entre las religiones monoteístas.

—Así es, pero nosotros estamos en guerra, en guerra contra los infieles que no quieren convertirse a la verdadera fe. Los infieles deben saber que no tienen otra alternativa que convertirse o morir. Los cristianos han asesinado a miles de musulmanes en nombre de la cruz.

—Eso fue durante las Cruzadas… —dijo riéndose Raymond.

—No, han continuado matándonos, invadiéndonos, despreciándonos. Las Cruzadas, amigo mío, no han terminado; lo único es que ahora los cristianos no vienen a caballo sino en aviones con las entrañas cargadas de bombas que destruyen nuestros pueblos. Algunos de nuestros ulemas hablan de paz; son hombres buenos aunque ingenuos; pero también tenemos traidores entre nosotros que se han occidentalizado, que han olvidado quiénes son y la verdadera fe. Ellos también morirán.

Salim al-Bashir apuró la copa de borgoña mientras Raymond le observaba pensando que aquel profesor era la perfecta imagen del inmigrante asimilado. Nadie diría que aquel hombre con un impecable traje comprado en la elegante y exclusiva calle londinense de Savile Row no era una fotocopia del más exquisito caballero británico. Si algún día triunfaba la revolución islamista, difícilmente Salim al-Bashir se adaptaría a la austeridad que predicaba. ¿Renunciaría a comer con vino de Borgoña?

—Y ahora, amigo mío, debemos hablar de dinero —dijo Bashir con tono compungido.

—Creo que ya ha recibido la totalidad de lo acordado.

—No, ya le dije en nuestro último encuentro que no era suficiente. Mis hombres morirán, dejan familia y la familia es muy importante para nosotros. Las madres, las esposas, los hijos y hermanos de nuestros mártires deben apoyarles y no sumar la miseria al dolor de su pérdida.

—Recibirá lo que me pidió si todo sale bien.

—No; usted me lo dará antes de que llevemos a cabo la operación.

—La operación es de ambos, así lo convinimos.

—Nosotros no le necesitamos, es usted quien nos necesita.

Raymond no respondió. Bashir tenía razón. Él solo jamás habría podido llevar a cabo su venganza. Había sido el Facilitador quien había pensado en cómo aprovecharse de ambos, de Bashir y de él. El Círculo había recibido una buena inyección de dinero, y una parte seguramente se había quedado en alguna de las cuentas ultrasecretas de Bashir o de hombres como él. Pensó en sí mismo, en cómo ya había saboreado en sueños la dulzura de la venganza. Sí, le daría el dinero; al fin y al cabo, el grueso de la operación corría a cargo de esos hombres misteriosos a los que representaba el Facilitador.

El Círculo actuaba donde y cuando quería, Bashir tenía razón, era él quien le necesitaba, él y el Facilitador, que ansiaba ver en los titulares de los periódicos que el Círculo había atentado contra la Iglesia y como respuesta un grupo ultracatólico había destruido las reliquias de Mahoma que se encontraban en Topkapi, el palacio de los sultanes otomanos.

El Facilitador lo había dejado muy claro: los hombres a los que representaba necesitaban un choque violento entre musulmanes y occidentales, y nada más violento que destruir reliquias preciadas de las dos religiones: restos de la cruz donde fue clavado Jesús, y la capa, el sello, las espadas, un diente y pelos de la barba del Profeta.

—Recibirá lo que me pidió —concedió Raymond.

Salim al-Bashir sonrió. Ni por un momento había dudado de que el aristócrata desembolsaría la cantidad que le había solicitado. Estaba en sus manos.

—Conde, dentro de diez días habrá culminado su venganza.

—Eso espero.

—Nosotros no cometemos errores, por eso estamos dispuestos a morir.

Lorenzo Panetta y el equipo del Centro de Coordinación Antiterrorista se habían visto sorprendidos por el cambio de restaurante. Lo más que lograron fue que dos de sus hombres obtuvieran una mesa para almorzar en La Tour d’Argent, pero lejos del conde d’Amis y de Bashir y sin tiempo de colocar micrófonos para escuchar la conversación entre los dos hombres. Lo único que pudieron hacer era observar cómo el conde y Salim al-Bashir comían amigablemente mientras hablaban en voz baja, pero las charlas de otros comensales de mesas circundantes, el ruido del ir y venir de los camareros, y el hecho de que no estuvieran suficientemente cerca, les había impedido escucharles. De nada más pudieron informar a Lorenzo Panetta, que les aguardaba impaciente en la sede del Centro en París.

Raymond regresó al hotel apenas concluyó el almuerzo. No se dio cuenta de que le seguían, ni tampoco que en el vestíbulo del hotel le observaban dos de los hombres del Yugoslavo. No habían pasado ni cinco minutos desde que entró en su suite cuando escuchó unos golpes secos en la puerta. Abrió de inmediato y se encontró a un hombre alto, de cabello rubio oscuro y ojos color de acero vestido con un buen traje; pese a ello, algo en su aspecto le decía que aquel hombre no era un caballero.

El hombre entró antes de que Raymond le invitara a hacerlo.

—Le traigo su encargo. —Abrió un maletín del que extrajo un grueso sobre, que depositó sobre la mesa.

Raymond abrió el sobre; en él estaban los pasaportes falsificados para Ylena y sus parientes, así como tarjetas de crédito y otros documentos de identidad.

—Son auténticos —aseguró el hombre.

No le respondió, sino que se aseguró de que estuviera todo lo que había pedido.

—La silla está lista.

—¿Dónde está?

—En Estambul, claro. Deberán recogerla en esta dirección, junto a la cámara de vídeo y el resto del material.

—¿Dónde han colocado los explosivos? —preguntó Raymond sin disimular la curiosidad que sentía.

—Eso, amigo mío, se lo dirán en Estambul a su gente; yo sólo soy un correo.

El hombre soltó una carcajada que mostró una hilera de dientes amarillentos.

Raymond le miró con desprecio. Aquel hombre era sólo un matón, uno más de los que trabajaban para el Yugoslavo y Karakoz. Se notaba que era del sur de Francia por su acento. Un mercenario, un hombre dedicado al negocio de la muerte.

—Puede que tenga que hablar con su jefe.

—Ya sabe cómo encontrarle, pero no se le ocurra llamarle a su casa, ese teléfono no es seguro, no corneta más errores. En cuanto al dinero…

—Lo recibirán por el canal habitual.

—Ha subido el precio, ya lo sabe; su encargo ha resultado más complicado de lo que esperábamos.

—Primero comprobaremos el resto de la mercancía, después hablaremos de ese ajuste en el precio; ahora, si me permite, estoy esperando otra visita.

—¿La chica? No está en París.

—¿Usted cómo lo sabe?

—Nos encargamos de su seguridad en París, de que no cometa ningún error. Hasta mañana no se pondrá en contacto con usted. Es guapa, aunque el pelo oscuro no le sienta bien.

—Tengo que hacer una llamada, buenas tardes.

Cuando se quedó solo suspiró aliviado. Le repugnaba tener que tratar con matones. Buscó la botella de calvados y se sirvió una copa generosa. Diez días, se dijo, en diez días estaría perpetrada su venganza: así se lo había asegurado Bashir.

Después del almuerzo Salim al-Bashir había decidido darse un respiro paseando por París. Le gustaba aquella ciudad más que ninguna otra y pensaba cómo cambiaría cuando, algún día, fuera totalmente musulmana.

Pasear le ayudaba a poner en orden las ideas, y en ese momento necesitaba pensar en los últimos detalles de los tres atentados. Confiaba sobre todo en Hakim. Sabía que éste se sacrificaría sin pestañear. Un atentado en el centro de la ciudad vieja de Jerusalén, en la iglesia del Santo Sepulcro, conmovería al mundo entero.

El Círculo había logrado ser impenetrable, y eso en Israel era toda una hazaña. La clave era la independencia a la hora de actuar, que cada comando fuera autónomo. Sabía que podían contar con la ayuda de otras organizaciones que operaban en los territorios ocupados, pero en el Círculo preferían confiar en sus propias fuerzas. Hakim se inmolaría ante los ojos de cientos de turistas provocando la muerte de muchos de ellos y destruyendo el lugar donde los cristianos guardaban los restos de la Cruz.

Tampoco le inquietaba la voladura de la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma. Pensó en la mujer con la que había mantenido una relación íntima en los últimos años, porque le había servido de ojos y oídos en el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea. Estaba seguro de que tarde o temprano la descubrirían, puesto que ella misma le había comentado que en las últimas semanas la investigación del atentado de Frankfurt había pasado a ser materia reservada para todos los miembros del Centro. Hans Wein, el director, y Lorenzo Panetta, el subdirector, seguían contando con el personal pero sin compartir la información que tenían. Estaba segura de que no habían avanzado, pero el hermetismo de Wein era señal de que sospechaban que tenían un topo.

Aún no había decidido si pedirle directamente que se inmolara o engañarla, aunque esto último sería difícil, porque para garantizar el éxito de la operación lo más seguro era que llevara un cinturón cargado de explosivos. Tenía que pensar qué le diría, aunque no dudaba de que la mujer haría cualquier cosa por él. Quizá, se dijo, para no asustarla lo mejor sería entregarle un bolso cargado de explosivos y pedirle que lo colocara en la capilla donde se conservan las reliquias. Naturalmente, antes de que ella pudiera depositar el bolso y salir, él accionaría el detonador y la haría volar junto a los tres trozos de la Vera Cruz, el travesaño, las espinas de la corona y todas aquellas otras reliquias que guardaban.

En cuanto a Mohamed Amir y su amigo Ali, Omar le aseguraba que estaban listos y que podían confiar en ellos. Morirían si tenían que morir.

Bashir pensó que era imprescindible que fallecieran todos. Era la manera de no dejar huellas.

Sin duda el lugar más fácil de atacar era aquel monasterio de Santo Toribio escondido en las montañas de Cantabria. Carecía de cualquier protección, como si los monjes que custodiaban el Lignum Crucis pensaran que nada ni nadie sería capaz de atacar su cenobio.

Saboreó por adelantado la conmoción que los tres atentados producirían en el mundo. Después de las explosiones, Occidente no tendría más remedio que aceptar que estaba perdiendo la guerra, y sus dirigentes más ingenuos no podrían seguir negándose a ver la realidad. También los países hermanos tendrían que aceptar que ya no habría marcha atrás y los más tibios, a partir de ese momento, no podrían hacer componendas con sus amigos de Occidente, con los que algunos hacían pingües negocios y otros hablaban de alianza de civilizaciones. Estallaría la tercera guerra mundial y la ganarían ellos.

Los elegidos de Dios.