30

Raymond de la Pallisière se había refugiado en el silencio y la apatía, y su fiel mayordomo Edward se había convertido en el guardián de su estado de ánimo impidiendo que nadie le molestara.

El conde había regresado hacía un par de días y pasaba las horas sentado en la biblioteca ensimismado en sus propios pensamientos. Sus socios y amigos de la fundación Memoria Cátara habían intentado verle sin éxito, tampoco había respondido a otras llamadas. Pero cuando escuchó el pitido del móvil que guardaba en el bolsillo de la chaqueta, el conde no tuvo más remedio que sobreponerse y responder.

—Sí…

—Tengo todo el material listo. Supongo que el lugar de entrega es el acordado y que esta vez no habrá más dilaciones.

La voz del Yugoslavo fue como una sacudida que le obligaba a regresar a la realidad.

—Sí, todo tiene que ser como estaba previsto.

—Entonces hagámoslo; ya sabe que para realizar la entrega tiene que enviar la parte acordada.

—Quedamos que sería una vez que viera el material.

—El material es de primera y el riesgo de entregarlo en su destino es alto, de manera que preferimos cobrar por adelantado.

—Ya recibieron una cantidad a cuenta.

—Ahora queremos la totalidad.

—No, no recibirán la totalidad hasta que el material no esté en su destino. Les enviaré una parte, pero no todo.

—¿Y los documentos?

—Dentro de tres o cuatro días estaré en París. Le llamaré.

—Bien, pero ya es hora de cerrar este negocio; nosotros hemos cumplido con nuestra parte.

—Eso lo veremos a la entrega.

Pensó en llamar a Ylena, pero decidió que lo haría al día siguiente cuando llegara a París. Ylena debía de estar esperando su llamada. También tenía que ponerse en contacto con el Facilitador, pero no desde el móvil con el que hablaba con el Yugoslavo; tendría que poner otra tarjeta y cambiar de lugar. No podía cometer errores. Sabía que el Facilitador no dudaría en hacerle matar. Decidió que, al igual que a Ylena, le llamaría desde el Crillon.

Aún tenía el móvil en la mano cuando el mayordomo entró con gesto preocupado en la biblioteca.

—Perdone que le moleste, señor, pero su abogado de Nueva York está al teléfono. Le he dicho que estaba reunido, por si no quiere hablar con él.

A Raymond le temblaban las manos y sintió un sudor frío por la espalda. Si su abogado le llamaba sólo podían ser malas noticias. Aunque lo peor ya había pasado: jamás olvidaría la humillación a la que le había sometido su hija negándose a verle, mandándole el recado de que sentía náuseas de pensar que su padre era un nazi e insistiendo en que jamás hablaría con él.

Hizo un gesto a Edward para que le dejara solo y carraspeó mientras se dirigía a su despacho para hablar sin testigos.

Tardó unos segundos en descolgar el teléfono, temeroso de lo que pudiera oír.

—Buenas tardes, mister Smith.

—Buenos días, perdón, buenas tardes, señor conde. Tengo noticias de su hija.

Sintió otro escalofrío. Todo cuanto se refería a Catherine le ponía los nervios tensos como las cuerdas de un violín.

—Me acaba de telefonear el abogado de su hija para comunicarme que viajará a Francia en un par de días.

Raymond continuaba en silencio, anonadado por cuanto le decía su abogado.

—¿Me escucha? —preguntó el abogado.

—Desde luego.

—Bien, al parecer su hija quiere recorrer los lugares donde vivió su madre; un viaje sentimental. Ha decidido incluir en su recorrido el castillo… Quiere saber si puede ir, aunque su abogado me ha dejado claro que la visita no significa una reconciliación, sólo será una visita.

—Mi hija puede venir cuando quiera, el castillo es su casa, algún día será suyo. ¿Querrá verme?

—Bueno, su abogado me ha dicho que sí, que está dispuesta a verle, pero me ha insistido en que nada ha cambiado respecto a la opinión que ella tiene de usted.

—¿Cuándo llegará a Francia?

—Al parecer, pasado mañana aterriza en París, no sé si irá directamente al castillo o iniciará su periplo sentimental por algún otro lugar, eso no lo ha dicho.

—Comunique a su abogado que mi hija puede visitar el castillo cuando quiera.

—Bien, así lo haré… espero que todo vaya bien…

—Buenas tardes, mister Smith.

El abogado colgó el teléfono y miró nervioso al hombre que le observaba sentado frente a él y que no se había perdido ni una sola de las palabras pronunciadas.

Raymond no sabía qué sentir. Buscaba dentro de sí alegría, pero no la encontraba. Temía a Catherine, temía el encuentro con su hija a pesar de que allí, en el castillo, él se sentía seguro.

Ansiaba verla, porque Catherine era sólo un sueño. No sabía cómo era su rostro, ni el color de sus ojos o de su cabello. ¿Se parecería a su esposa o a él?

Le preocupaba que llegara en aquel momento, justo cuando la operación había entrado en la fase final. Él tenía que ir a París y volver a reunirse con Ylena. También tenía que llamar al Facilitador, al misterioso señor que movía los hilos de su vida y de las de tantos otros como si fueran marionetas. Pero no, él también se servía del Facilitador, gracias a él podría perpetrar la venganza que su padre no había llevado a cabo. Sí, sería él, el vigésimo tercer conde d’Amis, quien vengara la sangre de los inocentes derramando otra sangre, la de sus verdugos, aunque fuera muchos siglos después. La Iglesia no había pedido perdón por su cruzada maldita contra los cátaros.

Buscó el número de teléfono de Bashir. Tenían que verse, decidir la fecha en que harían correr la sangre de la cristiandad.

Salim al-Bashir se hallaba en aquellos momentos en Londres cenando con un grupo de intelectuales que disertaban sobre la alianza de civilizaciones. La conversación fue breve y aparentemente intrascendente. Quedaron en verse en París durante el fin de semana, almorzarían juntos en L’Ambroisie, en la place des Vosges, donde el foie-gras de pato confitado a la pimienta gris se había convertido en uno de los platos favoritos de Salim.

* * *

Hans Wein leía el informe con las últimas conversaciones del conde d’Amis, y aunque no se mostraba tan excitado como parecían estarlo Lorenzo Panetta y Matthew Lucas, no dejaba de reconocer que el caso parecía complicarse.

El padre Aguirre continuaba en Bruselas e insistía en su teoría de que el conde d’Amis y el Círculo se habían unido para golpear a la Iglesia. Wein creía notar que lo que decía el jesuita ganaba terreno en el ánimo de su segundo, Panetta, y de Matthew Lucas, el enlace con los estadounidenses. Aun así, él se resistía a creer en esa alianza, el Círculo no necesitaba a ningún conde francés para poner una bomba; desgraciadamente lo venía demostrando con demasiada frecuencia.

—¿Te decidirás ahora a que se intervengan los teléfonos de ese Salim al-Bashir? —insistió Lorenzo.

—Nuestros amigos británicos tienen esta información y considerarían un escándalo que se investigara a este hombre. Es amigo de tres ministros del Gobierno, e incluso ha sido recibido por personas del entorno real para conocer su opinión sobre la situación y demandas de los musulmanes en Reino Unido. Los británicos no quieren ni oír hablar de cercar a Salim al-Bashir.

—Pues se equivocan. ¿Cómo pueden negarse a ello? —se quejó Lorenzo Panetta—. ¿Es que no le dan importancia a su amistad con el conde?

—Dicen que Bashir no tiene por qué saber que el conde se relaciona con el Yugoslavo, y preguntan si pretendemos intervenir los teléfonos de toda la gente que conoce el conde. No, no podemos hacerlo sin los británicos.

—Que, curiosamente, se han vuelto exquisitos con las formas. —No quieren problemas con los musulmanes; bastantes tienen ya.

Laura White anunció la llegada del padre Aguirre. A Lorenzo le sorprendía el cambio que se había operado en Laura en los últimos días. Parecía nerviosa. Claro que Andrea Villasante tampoco estaba en su mejor momento. La española discutía con todo el mundo y había perdido el aplomo que tanta admiración les causaba. Se preguntó qué les podía estar pasando a estas dos mujeres. También le llamaba la atención que se hubiera producido cierta distancia entre la una y la otra. Antes se las veía quedar para ir a jugar a squash o visitar alguna exposición; ahora procuraban evitarse y menos aún, citarse.

El saludo del padre Aguirre le devolvió a la realidad. El sacerdote creía haber encontrado una pista sobre una de las frases encontradas en los papeles de Frankfurt.

Hans Wein no tenía demasiadas esperanzas en los descubrimientos del sacerdote, sobre todo porque le asustaban las especulaciones que éste hacía sobre el caso.

Ignacio Aguirre se daba cuenta de las reticencias del director del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea, pero hacía caso omiso de ellas. Estaba demasiado angustiado por lo que podía suceder para preocuparse de que hirieran su orgullo tomándole por un viejo loco.

—Creo que una frase corresponde a un texto de Otto Rahn —afirmó el sacerdote.

—¿Cuál? —preguntó con curiosidad Lorenzo Panetta.

—«Nuestro cielo está abierto sólo a aquellos que no son criaturas…», lo que sigue es «de una raza inferior, o bastardos, o esclavos. Está abierto a los arios. Su nombre significa que son nobles señores».

Tanto Wein como Panetta le miraban asombrados. Pero Ignacio Aguirre continuó hablando sin detenerse.

—En realidad esta frase es continuación de otro párrafo anterior: «No necesitamos al Dios de Roma, ya tenemos el nuestro».

—¿Estas frases son de Otto Rahn?

—Así pensaba el personaje —respondió el padre Aguirre—; he podido encontrar estos textos gracias a las notas del profesor Arnaud.

—¿Y qué sentido tiene que los pensamientos de Otto Rahn estuvieran en manos del comando islamista que perpetró el atentado de Frankfurt? —preguntó de mal humor Hans Wein.

—No lo sé. Puede que al estar en contacto con el conde d’Amis éste les surtiera de seudoliteratura sobre los cátaros, o puede que algún miembro del comando sintiera cierto interés por esa herejía precisamente por estar el conde detrás.

—¡Es un disparate! —exclamó enfadado Wein—. ¡Usted pretende convencernos de que el conde d’Amis está detrás del Círculo!

—No, yo no pretendo eso. El Círculo está formado por islamistas fanáticos que tienen su propia guerra declarada a Occidente; lo que yo digo es que puede haber una confluencia de intereses entre el conde y el Círculo, en este caso para golpear a la Iglesia. Otra de las frases es igual de significativa: «Lo imperfecto no puede provenir…», lo que continúa es «de lo perfecto», es una de las frases de Rahn en su libro Cruzada contra el Grial, analizada por el profesor Arnaud, porque explica la esencia del pensamiento cátaro. Entiendo su dificultad para aceptar mi opinión pero no la descarte. Temo tener razón. Hay una relación clara y evidente entre Raymond de la Pallisière y el Círculo, y puede que ese profesor Salim al-Bashir no sea tan inocente como ustedes pretenden.

—Perdone, padre, pero a veces pienso que usted ha convertido en obsesión la crónica de fray Julián y su relación con el difunto profesor Arnaud. Le aseguro que todos nosotros hemos leído dicha crónica, que sin duda es conmovedora, pero me cuesta creer que lo que dijera un fraile hace más de siete siglos pueda desencadenar hoy un ataque terrorista contra la Iglesia.

—Entiendo sus reticencias, señor Wein, pero mi obligación es decirles lo que pienso, lo que creo que va a pasar. Para mí es evidente que va a haber un ataque contra la Iglesia. Desgraciadamente no encuentro sentido a otras palabras: «cruz de Roma», «correrá la sangre en el corazón del Santo…», de nuevo «cruz»… Pero no le quepa la menor duda de que detrás de esas palabras se encuentra el lugar donde se va a perpetrar el atentado. En cuanto a la Crónica de fray Julián, tengo que aceptar que ha determinado mi vida mucho más de lo que yo mismo podía sospechar la primera vez que tuve el libro en mis manos, pero les aseguro que en mis muchos años de servicio a la Iglesia jamás me he engañado ni he engañado con tal de hacer valer mis hipótesis.

—Bien, continuaremos investigando; no echaremos en saco roto sus recomendaciones —aseguró de mala gana Hans Wein.

—Creo que mi presencia le incomoda —le espetó Ignacio Aguirre— y lo entiendo: ustedes están preparados para que las cosas sean como creen que deben ser porque intentan pensar con la lógica de los terroristas, pero les aseguro que éstos siempre les sorprenderán. Aparentemente no tiene sentido que entre los papeles quemados de un comando islamista aparezcan frases de Otto Rahn. En cuanto a los cátaros… entiendo que les cueste creer que un aristócrata francés quiera vengarse de la Iglesia siete siglos después de la caída de Montségur, pero así es. El actual conde d’Amis ha sido educado en la venganza; para él los cátaros no pertenecen al pasado, sino que forman parte de su presente, estoy convencido.

—Falta un eslabón —aseguró Lorenzo Panetta.

—Sí, aparentemente —admitió el jesuita—, y aquí sólo cabe especular. Ustedes saben mejor que yo que hay intereses que están por encima de los gobiernos y de las instituciones. Quién sabe si ése es el eslabón.

—No entiendo dónde quiere llegar.

—Sí lo entiende, pero no le gusta. Podemos preguntarnos por qué se decidió acabar con el sha e impulsar un régimen religioso en Irán, o por qué Bin Laden fue un hombre de Occidente… por qué suceden ciertas cosas en el mundo que desgraciadamente no son fruto de la casualidad, sino de los cálculos interesados de cierta gente. Quiero decir que, por descabellado que le pueda parecer que el conde d’Amis y el Círculo se unan para golpear a la Iglesia, tenga por seguro que lo harán. Me voy a Roma; quiero exponer ante mis superiores las conclusiones a las que he llegado. La Iglesia debe estar preparada para lo que se nos viene encima; ahora se trata de averiguar dónde nos van a golpear y, señores, debería ser tarea suya averiguarlo.

La conversación con el padre Aguirre dejó malhumorado a Hans Wein y pensativo a Lorenzo Panetta, que no se atrevía a decir ante su jefe que creía que el sacerdote tenía razón. Pero en aquel caso, Panetta ya había decidido que sería difícil avanzar con Wein. Le profesaba afecto y respeto, pero su jefe era demasiado ordenancista para permitirse siquiera pensar en algo que no estuviera en el manual de instrucciones. Y él temía que la predicción del padre Aguirre se hiciera realidad y un grupo de fanáticos atentara contra la Iglesia, pero ¿dónde, cuándo, cómo? Confiaba en lograr información desde dentro del castillo, por más que hasta el momento habían fallado todos los intentos de conseguir que alguien del entorno del conde le traicionara. Pero él estaba dispuesto a jugar una carta de la que nada le había dicho a Hans Wein.

Tenía que hablar con Matthew Lucas. Confiaba en el norteamericano, le sabía lo suficientemente inconformista para jugarse la carrera si fuera necesario.

Matthew siempre tendría problemas porque era incapaz de ser políticamente correcto.

* * *

Hakim paseaba por Jerusalén con cierto temor. Said, su contacto del Círculo en Jerusalén, le acompañaba a todas partes; era un comerciante de la ciudad vieja con una tienda de souvenirs cerca de la Puerta de Damasco que le aseguraba que había oído hablar de Caños Blancos, el pequeño pueblo que parecía colgado en la ladera de la Alpujarra granadina y del que él había sido responsable hasta ser designado para la misión.

Omar, el jefe de los comandos del Círculo en España, confiaba en él lo mismo que Salim al-Bashir y le había pedido el sacrificio de su vida sabiendo que no les fallaría. Su hermano se haría cargo de Caños Blancos; estaba preparado para ser el jefe y guardián de aquel refugio seguro del Círculo en España.

Le preocupaban Mohamed y Ali. Les había llegado a conocer bien durante el tiempo en que habían estado juntos preparando su parte en la misión. Los dos jóvenes rebosaban buena voluntad pero les faltaba fe, creer de verdad en la necesidad del sacrificio. Había podido ver en sus ojos angustia cuando les recordaba que debían morir para que la misión fuera un éxito.

Mohamed Amir le aseguraba que ansiaba convertirse en un mártir como su primo Yusuf, pero en realidad quería vivir.

Yusuf había sido una figura importante en el Círculo, era un intelectual, un hombre que había estudiado en la universidad, inquieto y curioso, que siempre estaba leyendo. Salim decía que la muerte de Yusuf había sido tanto como perder su mano derecha. Pero Yusuf se había empeñado en participar en el atentado de Frankfurt porque era su ciudad y creía que no había nadie mejor que él para lograr el éxito de la misión.

Caños Blancos se le antojaba a Hakim lo más parecido al Paraíso en la Tierra. Amaba Granada, aquella tierra que sabía que algún día volvería a formar parte de la umma musulmana.

Llegar a Jerusalén había resultado más sencillo de lo que preveía. Lo hizo con una excursión de granadinos que habían elegido la agencia de viajes de Omar para organizar su peregrinación a Tierra Santa. Había intentado confundirse entre ellos, ser uno más, y lo había conseguido. Un matrimonio de edad avanzada parecía haber simpatizado con él y, en el aeropuerto, los atentos ojos de los policías israelíes lo único que podían captar era su pertenencia a aquel grupo de turistas.

Tener un pasaporte español le había sido de gran ayuda, por más que su aspecto no dejaba lugar a dudas; aunque los funcionarios de inmigración israelíes le habían interrogado sobre los motivos de su visita, creía haberles desconcertado cuando les dijo que era alcalde de un pueblo granadino, y que viajaba con un grupo de amigos y conocidos.

Said le aseguraba que no debían bajar la guardia, ya que podían estar siguiéndoles. Claro que él, a su vez, había montado una contravigilancia para detectar si los hombres de la seguridad israelí habían desconfiado más de lo normal de aquel turista, y hasta el momento no habían percibido que le estuvieran vigilando. Aun así llevaba tres días visitando la ciudad como un simple turista junto al resto de los peregrinos.

Sabía que no podía fallar. Salim al-Bashir le había encomendado la parte más difícil del plan. Estaba allí en la capital sagrada, mancillada por la presencia de los judíos, y suyo era el honor de destruir las reliquias guardadas en la iglesia del Santo Sepulcro.

Había visitado la iglesia intentando parecer un turista más. Desde luego, los religiosos ortodoxos que vigilaban el templo no parecían haber desconfiado de su presencia; acaso le habían tomado por un árabe cristiano. También había paseado por Belén, incluyendo en su recorrido la basílica de la Natividad, e incluso había pedido a Saíd que le enseñara las tumbas de los patriarcas.

Said le había preguntado cuánta gente necesitaría para llevar adelante el plan y se había extrañado con su respuesta: nadie, prefería hacerlo solo. Llevaría un cinturón cargado de explosivos que estallaría en el mismo momento en que se acercara al lugar donde custodiaban aquel trozo de madero que decían era parte de la cruz donde había muerto Jesús.

No hacía falta que muriera nadie más que él, ¿a qué sacrificar otras vidas? Además, hasta el momento el Círculo era invisible para el Mossad y la Shin Beit, y así debería seguir siendo. Las organizaciones palestinas a veces lograban ser infiltradas por el odiado enemigo, pero el Círculo permanecía cerrado a cal y canto a los ojos de los judíos.

Hakim pensaba en la cercanía del Más Allá. Se decía que pronto estaría en el Paraíso y sentía cierto temor ante el tránsito entre la vida y la muerte. Estaba seguro de la existencia de Alá, por Él iba a sacrificar su vida, por Él llevaba tantos años luchando, escondiéndose, destruyendo a los enemigos, de manera que no dudaba, pero aun así se despertaba por la noche con un sabor ácido en la boca y dolor en el estómago. Una cosa era participar en una misión sabiendo que se puede morir y otra muy distinta poner fecha al último día de tu vida. Sería un mártir y el Círculo honraría a su familia; eso era lo que le daba fuerzas para seguir.

Antes de volar a Jerusalén, Omar, el jefe del Círculo en España, le había encomendado otra misión: hablar con el padre de Mohamed Amir y ordenarle que resolviera el problema de su hija. Laila había ofendido a Salim al-Bashir mostrándose impertinente en la conferencia que Salim había pronunciado en Granada. Laila no ponía límites a su inmodestia y algunos hermanos habían acudido a Omar a quejarse de su influencia en sus esposas, hijas y hermanas. Había que callar a aquella ramera y era obligación de su familia hacerlo. No se lo pedirían a Mohamed puesto que él tenía la misión, junto a Ali, de hacer volar el monasterio de Santo Toribio; además Omar dudaba de que Mohamed tuviera la fortaleza suficiente para acabar con la vida de su propia hermana.

De manera que Hakim había hablado con el padre de Laila y Mohamed sin dejarse conmover por las protestas del hombre. Tenía que lavar el honor de su familia, era una vergüenza para la comunidad que su hija se exhibiera como una mujer vulgar. Para Laila sólo cabía una solución: morir. Había conminado al hombre a que cumpliera con su deber y diera muerte a su hija sin decir nada a su hijo. No debía distraer a Mohamed de su misión; al fin y al cabo, él era el cabeza de familia, aunque se decía que su esposa le dominaba y ésta protegía con celo a la hija.

Said le sacó de sus pensamientos dándole un leve codazo.

—Puede que nos estén siguiendo. He visto tres veces al mismo hombre cerca de nosotros.

—¿Quién?

—Parémonos a tomar un té y podré indicarte quién es el individuo.

Así lo hicieron, y mientras bebían la infusión humeante con sabor a especias, Said le hizo una seña indicándole el hombre del que desconfiaba. Parecía un inofensivo turista; no tendría más de treinta años y llevaba una mochila a la espalda, un pendiente en una oreja, vaqueros raídos por la rodilla y calzado deportivo. Los hombres de Said les dirían más tarde algo más sobre el joven, pero ellos decidieron interrumpir la caminata y dirigirse hacia el Sheraton, el hotel donde Hakim se alojaba con el resto de los peregrinos granadinos.

Hakim se dijo que estaba cansado y que ya había visto cuanto necesitaba. Ahora sólo quedaba que Salim al-Bashir fijara la fecha para la misión. No sabía si aún tendría que regresar a Granada o llevarla a cabo de inmediato. En cuanto a los explosivos, no había problemas: los hombres del Círculo tenían un buen arsenal; si algo sobraba en Oriente Próximo eran armas con las que matar.