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Lorenzo Panetta sostenía en la mano una taza de café que iba bebiendo a pequeños sorbos, al tiempo que recapitulaba sobre los últimos acontecimientos.

—Esperemos que ese jesuita que conoce al conde d’Amis nos cuente algo realmente sustancioso.

Hans Wein se frotaba los ojos mientras escuchaba a Lorenzo Panetta y, al igual que Matthew Lucas, hacía lo imposible por no bostezar. Llevaban veinticuatro horas sin descansar, pendientes de la información que iba llegando al Centro.

—¿Y el padre Ovidio? —quiso saber Matthew.

—No, no es el padre Ovidio quien viene, sino otro español, un jesuita que al parecer dirigió durante muchos años el departamento de Análisis del Vaticano.

—Y conoce al conde d’Amis… —murmuró Matthew Lucas.

—Sí, eso parece, ya veremos lo que nos cuenta cuando llegue. Viene directamente al Centro. La nunciatura le ha enviado un coche a recogerle al aeropuerto. Por cierto, en el último e-mail que nos envían de París dicen que el conde está en el Crillon desde que aterrizó, y hasta el momento no ha hablado con nadie —explicó Lorenzo.

Unos golpes secos en la puerta alertaron a los tres hombres. Hans Weín de manera instintiva se ajustó la corbata, mientras que Panetta y Matthew Lucas clavaban la mirada en la puerta pero sin mover un músculo.

Un segundo después de que Hans Wein dijera «adelante», entró erguido y con paso firme un anciano de aspecto distinguido.

—Soy el padre Aguirre —se presentó en un correcto inglés.

—Pase, pase. Le estábamos esperando —dijo Wein mientras se levantaba para estrechar la mano del sacerdote e invitarle a sentarse.

—Lorenzo Panetta, subdirector del Centro, y Matthew Lucas, nuestro enlace con la Agencia Antiterrorista de Estados Unidos —señaló Wein a los dos hombres que le acompañaban.

Se estrecharon la mano, y a Matthew le sorprendió la firmeza del apretón del sacerdote.

—¿Un café? —propuso Lorenzo Panetta.

—Si es posible, se lo agradezco —respondió Ignacio Aguirre.

—Claro que sí; aunque es domingo, esto todavía funciona, aunque sea a medias.

Lorenzo salió del despacho y pidió a una secretaria que hiciera lo imposible por traer un café potable al sacerdote.

Ignacio Aguirre no perdió el tiempo en circunloquios, y al igual que había hecho en su reunión con el obispo Luigi Pelizzoli, allí también expuso sin tapujos su teoría.

—Señores, creo que es posible una alianza entre el conde d’Amis y el Círculo para infligir daño a la Iglesia. Creo que será la Iglesia el objeto del próximo atentado del Círculo.

Los tres especialistas en antiterrorismo le miraron con estupor.

La afirmación del sacerdote les había impactado.

—¿En qué se basa para hacer esta afirmación? —preguntó el director del Centro.

—Conozco a Raymond d’Amis, y le han educado en el odio a la Iglesia. Se considera el guardián de las esencias de los cátaros.

—No discutiré con usted la posibilidad de que el conde d’Amis, por los motivos que sean, quiera infligir daño a la Iglesia, pero convendrá conmigo que no es probable que el Círculo participe de los motivos del conde —dijo Matthew Lucas.

—Eso es lo que hay que constatar: si el Círculo tiene alguna relación con el conde o simplemente están comprando armas e información al mismo hombre, a Karakoz. En Roma me dijeron que han interceptado una conversación del conde con un profesor británico de origen sirio, ¿no es así?

—Sí, y por lo que sabemos Salim al-Bashir está fuera de toda sospecha. Es un profesor de reconocido prestigio que pasa por ser un islamista moderado, con relaciones importantes. Acabamos de recibir un informe de los británicos, y no encuentran ningún motivo para sospechar de Bashir; es más, el gobierno de Su Graciosa Majestad le suele consultar cuando surge cualquier conflicto con la comunidad musulmana —manifestó Hans Wein mientras miraba de reojo a Lorenzo y a Matthew.

—Sin embargo… en fin, yo no descartaría nada a priori —respondió el padre Aguirre.

—Perdone, pero el informe de nuestros colegas británicos no deja lugar a dudas —afirmó con fastidio Hans Wein.

—Usted tiene más experiencia, pero sí fuera yo quien tuviera que buscar la cabeza o cabezas del Círculo no lo haría en los arrabales de las ciudades; allí sólo encontrará carne de cañón.

Lorenzo Panetta y Matthew Lucas observaban con sorpresa y cierta admiración al anciano jesuita en su confrontación de guante blanco con el director del Centro de Coordinación Antiterrorista.

—¿Para usted no es suficiente el informe de la inteligencia británica? —preguntó Lorenzo.

—Por favor, no me malinterpreten, sólo sugiero que no deberían desechar tan rápidamente la pista de Salim al-Bashir.

—El profesor Bashir no constituye ninguna pista. —El tono de Wein delataba enfado.

—Bien, no soy quién para decir cómo deben orientar su trabajo. Les explicaré cuanto sé de Raymond de la Pallisière.

Los tres hombres escucharon en silencio y sin interrumpir el relato del padre Aguirre, que no olvidó detalle sobre su extraña relación con los D’Amis. Cuando hubo terminado, abrió una vieja cartera de piel negra y sacó unos libros que les entregó a cada uno.

—Ésta es la Crónica de fray Julián; si disponen de algo de tiempo para leerla quizá puedan comprender más al conde. Además de una hermosa obra, que en cualquier caso merece ser leída, es toda una lección sobre el horror que provoca el fanatismo, sea del signo que sea.

—En este caso fanatismo católico —murmuró Matthew Lucas.

—Efectivamente, señor Lucas, y como sacerdote no me siento orgulloso de esa página de nuestra historia. Siempre he pensado que si hay algo que el Todopoderoso no perdonará a los hombres es que maten en su nombre. No se puede imponer la fe con la fuerza de la sangre derramada. A la fe se ha de llegar a través de la razón.

—¿Cree posible conciliar fe y razón? —preguntó Lorenzo Panetta sin ocultar su interés y escepticismo.

—Le aseguro que ése es el camino, el mejor camino para llegar a Dios.

—Bueno, no discutamos sobre teología —interrumpió Hans Wein—. Lo que usted nos ha contado es una información complementaria pero valiosa para saber a qué nos estamos enfrentando.

Durante una hora más el sacerdote explicó a los tres hombres cuanto sabía de Raymond de la Pallisière y de su padre, el anterior conde d’Amis. Les habló de los papeles del profesor Arnaud, que había llegado a saberse casi de memoria, y de cuanto en el Vaticano habían ido archivando sobre el neocatarismo, que parecía querer florecer en la actual Occitania.

Hans Wein, al igual que Lorenzo Panetta y Matthew Lucas, le escucharon sin interrumpirle intentando desbrozar alguna pista real en las palabras del sacerdote, pero por más que les parecía apasionante el relato, no terminaban de encontrar la razón por la que el Círculo fuera a aliarse con el aristócrata para cometer un atentado.

El jesuita podía ver reflejado el escepticismo en el rostro de los tres hombres, pero aun así no desistía. Su obligación era decirles lo que pensaba; de ellos sería luego la responsabilidad de decidir si eran sólo ideas de un viejo loco o si tenían visos de realidad.

—Permítanme preguntarles: ¿tienen algún informador en el castillo?

—Los que trabajan en el castillo le son totalmente leales al conde y estamos encontrando muchas dificultades para obtener información de dentro —le respondió Lorenzo Panetta.

—Sería de vital importancia que lograran saber que está pasando en el castillo d’Amis.

—Lo intentamos, aunque por ahora con escaso éxito —admitió Panetta.

—Le agradecemos mucho la información que nos ha dado —manifestó Hans Wein—. ¿Se quedará en Bruselas?

—Sólo sí ustedes creen que les puedo ser útil.

Hans Wein no sabía qué responder. En realidad, lo que había oído le parecía demasiado fantástico. Pero él era un alto funcionario, un político, como gustaba de reprocharle Panetta, y por lo tanto no olvidaba que aquel sacerdote, que representaba al Vaticano, les estaba asegurando que el siguiente atentado del Círculo sería contra la Iglesia. Así que no podía despedirle sin más.

—Nos gustaría contar con su colaboración. Debemos procesar cuanto nos ha dicho y compartir su hipótesis con nuestros colegas franceses que están sobre el terreno siguiendo al conde d’Amis y al hombre de Karakoz. Y si me lo permite, me gustaría invitarle a almorzar y seguir hablando sobre lo que nos ha contado.

—Estoy a su disposición.

A las siete en punto de la mañana, cansado y con ojeras, Hans Wein celebraba la primera reunión de aquel lunes con Lorenzo Panetta.

Después del almuerzo con el padre Aguirre había regresado al despacho, donde había estado hasta bien entrada la noche a la espera de acontecimientos. Al final, tanto él como Panetta y Matthew Lucas, habían optado por irse a descansar sabiendo que la semana que iba a comenzar prometía ser complicada. Y allí estaban, leyendo los primeros correos electrónicos enviados por los delegados del Centro en París.

No fue hasta las ocho cuando comenzó a llegar el resto del equipo. La primera Laura White, la asistente de Wein.

A Lorenzo le llamó la atención la tensión que reflejaba su rostro. También tenía ojeras, y estaba más pálida que de costumbre porque no se había maquillado. La mujer no ofrecía buen aspecto. Lorenzo pensó que acaso estuviera enferma.

—¿Qué tal el fin de semana? —le preguntó curioso a pesar de la mirada reprobatoria de Hans Wein, que consideraba una intromisión preguntar acerca de asuntos privados a cualquiera que trabajara con él.

—Bien, muchas gracias. ¿Me necesitáis?

—No, gracias, Laura, estamos despachando asuntos rutinarios —respondió Wein.

Laura salió sin decir nada.

—Está rara —comentó Lorenzo.

—No sé por qué lo dices, yo la veo como siempre —le cortó Wein.

El informe de los franceses explicaba que el conde había viajado al castillo d’Amis, sin que por el momento se hubiera puesto en contacto con el Yugoslavo.

Tampoco se había molestado en devolver ninguna de las numerosas llamadas recibidas en su corta ausencia, incluida la del profesor Salina al-Bashir. Sólo había intentado hablar con su hija. La había llamado a su apartamento de Nueva York pero nadie respondió. Luego telefoneó al abogado, que cansinamente le explicó que la señorita De la Pallisière no hablaría con él, tal y como le había repetido en los últimos tres días. Además, su clienta se había ido de viaje y no sabía cuándo regresaría.

—La hija se muestra irreductible —sentenció Lorenzo—, no hablará con su padre.

También habían recibido un informe sobre los últimos movimientos de Karakoz y, por lo que parecía, el traficante se había esfumado en una de las antiguas ex repúblicas soviéticas, donde había acudido a surtirse de armas.

Hasta las diez no llegó Matthew Lucas.

—Buenos días, ya me dirán qué les pasa a las mujeres del Centro —dijo a modo de saludo.

Hans Wein le miró con fastidio: aquél era el tipo de comentarios que aborrecía. Pero Lorenzo le sonrió con curiosidad.

—Laura apenas me ha saludado, me he cruzado con Andrea Villasante y está de un humor de perros; incluso Diana Parker, la ayudante de Andrea, ha evitado decirme buenos días y parece enfadada. No diré nada de Mireille Béziers, porque esa señorita ni saluda, pero tampoco ella tiene buena cara. Las ojeras le llegan… en fin, por lo que se ve las señoras no han pasado un buen fin de semana.

—¿Tiene alguna novedad? —le preguntó Hans Wein, molesto con las palabras del norteamericano.

—Ninguna.

—Nosotros tampoco —dijo Panetta—, supongo que habrá que esperar.

—Creo que deberíamos insistir en colarnos en el castillo. Sólo tenemos que dar con quien ponga precio a la información —afirmó Matthew.

—Estoy con usted; incluso ayer el sacerdote nos hizo la misma sugerencia, pero la gente de París insiste en que no hay manera —fue la respuesta de Lorenzo.

—¿Y si metiéramos a alguien? —insistió Matthew.

—¡Por favor, seamos sensatos! —le interrumpió Hans Wein. En ese momento Laura White entró en el despacho.

—Acaba de llegar de Personal. —Y le tendió un papel a Hans Wein.

—¡Perfecto! Por una vez parece que esta gente hace las cosas bien. ¡Trasladan a la señorita Béziers! —Hans Wein no ocultaba la satisfacción que le producía la noticia.

—¿Quieres que le diga que venga a verte? —preguntó Laura.

—No, no, prefiero que sea Lorenzo quien le explique que ha sido destinada al departamento de Relaciones Institucionales. Allí estará mejor; al fin y al cabo es hija de un diplomático.

Lorenzo Panetta miró malhumorado a su jefe. No creía que debiera ser él quien tuviera que despedir a Mireille, pero Hans Wein era así.

Mireille estaba sentada hablando por teléfono cuando Lorenzo se acercó a su mesa. Observó que Matthew Lucas tenía razón. La chica tenía mala cara, y su siempre brillante cabello negro parecía desvaído, sin vida. Sintió curiosidad por ver si efectivamente la observación de Matthew sobre Andrea Villasante y Diana Parker también se correspondía con la realidad y se sorprendió al ver el rostro de Andrea. No sólo se la veía contrariada, sino que sus gestos denotaban cansancio; parecía ausente. Tampoco Diana Parker lucía mejor aspecto y se preguntó qué habrían hecho durante el fin de semana para aparecer todas en aquel estado.

—Mireille, me gustaría hablar con usted. ¿Vamos a tomar un café?

Mireille asintió levantándose sin protestar y siguiéndole como si no sintiera ningún interés en lo que pudiera decirle.

En la cafetería no había mucha gente a esa hora de la mañana, pero aun así Lorenzo eligió un rincón donde poder hablar con tranquilidad con Mireille.

Pidieron dos cafés y Lorenzo se dio cuenta de que Mireille estaba distraída, lejos de allí.

—¿Le preocupa algo?

—No, ¿por qué?

—No sé, me lo ha parecido.

—No se preocupe por mí y dígame a qué debo el honor de que el subdirector del Centro me invite a un café.

A Lorenzo no se le escapó la amargura que destilaban las palabras de la joven y se preguntó qué podría haberle pasado. Decidió no andarse con rodeos.

—Mireille, la han trasladado al departamento de Relaciones Institucionales.

—¿Ah, sí? Bueno, pues todos contentos, ¿no?

Le llamó la atención que Mireille no pareciera sorprendida, pero sobre todo que aceptara sin más que la enviaran a un departamento donde una mujer como ella difícilmente tendría un cometido acorde con su capacidad.

—Ser funcionario tiene ventajas e inconvenientes, y suele suceder que a uno le trasladen.

—¡Por favor, no se moleste en darme explicaciones absurdas! Hans Wein no me soporta, y se ha deshecho de mí, punto. Gracias por el café.

Mireille se levantó, pero Lorenzo sin saber muy bien por qué, la pidió que no se fuera.

—¿Tiene que decirme algo más?

—¿Sabe? No la reconozco…

—En realidad no me conoce.

—Tiene razón, no la conozco, pero sin embargo creía que usted no era de las que se compadecen a sí mismas. La creía más entera.

—¿Qué esperaba? ¿Que le diera las gracias por despedirme? Sé que soy una buena analista, que soy capaz de trabajar bien y no sólo en un despacho, pero nadie se ha preocupado de averiguarlo. ¿Por qué habrían de hacerlo? Ustedes formaban un grupo compacto, bien avenido, y a mí me han recibido como a una intrusa.

—Siéntese, por favor.

Ella dudó unos segundos, pero luego se acomodó mirándole fijamente a la espera de lo que él tuviera que decirle. Lorenzo Panetta también dudaba, pero sus dudas nada tenían que ver con lo que Mireille pudiera imaginar.

Hablaron durante una hora larga. Al principio fue Lorenzo el que hablaba y ella escuchaba, luego fue ella quien habló. Cuando regresaron al despacho Panetta no podía disimular que estaba preocupado, y Mireille acaso más tensa que antes de conversar con él.

—Tienes que almorzar con el sacerdote —le anunció Hans Wein sin preguntarle por Mireille—, llévate a Matthew. Y contadle todo lo que hay de nuevo, que en realidad no es nada.

Lorenzo asintió distraído y buscó a Matthew Lucas, quien estaba enfrascado en una conversación con Andrea Villasante.

—Me gustaría hablar con usted.

—Claro, ahora mismo, ¿qué sucede?

Lorenzo no respondió.