26

Los viernes a mediodía cientos de empleados del Centro de Coordinación Antiterrorista de Bruselas dejaban aprisa el edificio, ansiosos por comenzar el fin de semana.

Andrea Villasante entró en el despacho de Hans Wein.

—¿Me necesita este fin de semana? —le preguntó.

—No, Andrea. Descanse, yo me quedaré un rato más a trabajar, pero también espero poder descansar.

—Si no le importa, me gustaría irme un poco antes.

—Váyase, además es casi la hora de salida.

—Es que…

—¡No me dé explicaciones! —la interrumpió Hans Wein—. Usted trabaja sin que le importen las horas, de manera que no tiene que excusarse por salir media hora antes. Disfrute del fin de semana, nos veremos el lunes.

Apenas había salido del despacho de Wein, Andrea se dirigió al lugar donde se sentaba Laura White.

—Este sábado no podré ir al partido de squash; lo siento, tendrás que buscarte otra compañera.

—No te preocupes, Andrea; ahora mismo iba a decirte que no puedo jugar y que tendremos que dejarlo para otra semana.

—¡Qué ocupadas estáis las dos! —dijo con ironía Diana Parker, la segunda de Andrea.

—Bueno, no tan ocupada como tú, que nunca tienes tiempo para venir a jugar al squash con nosotras —respondió Laura.

—No estoy ocupada, sólo que a mí no me gusta ir a vuestro club, es como estar en la oficina. Prefiero quedarme en casa, donde bien que os gusta que os invite a cenar. Mientras vosotras hacéis ejercicio yo me dedico a cocinar; cada una se relaja como mejor le parece.

Mireille las escuchaba sin decir palabra. Se preguntaba si ella también se convertiría en una solterona solitaria sin más horizonte que el trabajo y alguna relación esporádica con algún funcionario como ella. Sólo pensarlo la deprimió. No, no quería acabar como Laura White o Andrea Villasante, ni como Diana Parker, las tres dedicadas en cuerpo y alma al trabajo sin tiempo para tener vida privada. O al menos eso es lo que pensaba, porque no tenían otra conversación que no fuera el trabajo; incluso Diana, mucho más amable que Andrea y Laura, también parecía obsesionada con su profesión.

Cruzó los dedos para que nadie le pidiera que se quedara a trabajar precisamente ese fin de semana, aunque era difícil que lo hicieran porque en realidad apenas contaban con ella.

Cuando Lorenzo Panetta se disponía a entrar en el despacho de Wein vio que Laura metía las gafas en el bolso y despejaba su mesa de trabajo.

—¿Te marchas?

—Aún no, pero espero descansar este fin de semana.

—Hazlo, tienes cara de cansada.

Panetta entró en el despacho de Wein, quien acababa de colgar el teléfono.

—Are han llamado de París —dijo Wein.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Lorenzo con impaciencia.

—Tenías razón, ha sido un acierto mantener un control telefónico del castillo d’Amis, aunque yo también la tenía al pedir permiso a nuestros superiores; de lo contrario habríamos podido entrar en conflicto.

—Sí, supongo que sí, pero dime, ¿qué ha pasado?

—No imaginas de quién es amigo el conde.

—No, pero si el conde tiene tratos con el Yugoslavo puede ser amigo de cualquiera.

—Ahora mismo me pasarán el informe y la transcripción de la conversación. ¿Te suena el nombre de Salim al-Bashir?

—No, no me suena, creo… ¿Me tendría que sonar?

—Yo tampoco sabía quién era, pero me lo acaban de decir. Es un reputado profesor de historia que vive en Inglaterra. Tiene varios libros publicados sobre las Cruzadas, y al parecer goza de gran prestigio internacional. Incluso es consultado por dirigentes políticos para tratar la cuestión del entendimiento entre musulmanes y occidentales.

—Ya, ¿y es amigo del conde?

—Sí, por lo que parece.

Los dos hombres se miraron como esperando ver quién era el primero en expresar un pensamiento políticamente incorrecto. Panetta decidió ser él, ya que conocía bien a Hans Wein y su temor de ser malinterpretado.

—Así que tenemos un conde francés que tiene tratos con un traficante de armas y a la vez es amigo de un profesor cuyo apellido es Bashir. Interesante, ¿no? Sobre todo porque son dos hombres «limpios», fuera de toda sospecha.

—¿Tienes algo nuevo sobre el conde? —quiso saber a su vez Hans Wein.

—Sí, hace dos horas me han enviado su biografía completa. ¡Menudo personaje! Digno heredero de su padre. Ten, aquí tienes los papeles, es todo muy raro. Preside una fundación que se llama Memoria Cátara, y su padre fue filonazi. Al parecer estuvo buscando el Grial con ayuda de ciertos personajes de la Alemania de Hitler, y durante la ocupación su castillo fue visitado por algún jerarca nazi. En la búsqueda del Grial contó con profesores alemanes y grupos de jóvenes nazis. Incluso la Iglesia se llegó a preocupar. Aquí está todo —le dijo a su jefe indicándole los papeles—, es interesante que lo leas.

—La gente de París está haciendo bien las cosas —afirmó Hans Wein.

—Y los norteamericanos también. Matthew Lucas me acaba de pasar un informe sobre todo lo que ha hecho el conde desde su llegada a Nueva York; además, sus laboratorios confirmaron que en aquella grabación era el conde quien habló con el Yugoslavo de esa misteriosa silla.

—Creo que te voy a pedir que este fin de semana nos quedemos a trabajar —empezó a decir Wein.

—Sí, yo también creo que debemos quedarnos.

—¿A quién decimos que se quede?

—A nadie.

—Pero ¿por qué? ¡Por favor, Lorenzo, no hay ninguna fuga de información! Seguridad ha confirmado que todo el personal está limpio.

—Lo sé, y me alegro, pero… Un par de secretarias será suficiente; creo que nos podremos apañar sin pedir a la gente que se quede.

—No estoy de acuerdo… al menos podría pedírselo a Laura. Andrea me ha dicho que hoy se quería ir antes, pero también podríamos decirle a Diana que nos ayude.

—¡Por favor, Hans! No es necesario que todo el departamento esté de guardia. Creo que podemos manejarnos solos.

—Bien, haremos lo que dices, pero es la última vez que no contamos con la gente del departamento.

—Hans, estoy seguro de que la filtración parte de nuestro núcleo. Ni siquiera digo que sea de manera malintencionada, pero mi instinto…

—¡Tu instinto! Lorenzo, trabajemos con hechos, no con corazonadas. Bueno, déjame los papeles y llama a Matthew por si puede venir después del almuerzo.

Laura White llamó a la puerta antes de entrar. La acompañaba Andrea Villasante.

—¿Qué pasa? —preguntó directamente la española—. Os veo ir de un lado a otro. ¿Hay alguna noticia nueva?

—¡No! —dijeron los dos hombres al unísono.

—No hay ninguna novedad —se apresuró a decir Panetta.

—Andrea, disfrute de su fin de semana —añadió Hans Wein.

—De acuerdo, venía a decirles que ya me voy. Les veré el lunes.

La vieron salir, pensando con curiosidad dónde pasaría el fin de semana. Andrea era una mujer extremadamente discreta, a la que no se le conocían amoríos en Bruselas, siempre dedicada al trabajo. Lorenzo pensó que en realidad aquella mujer sobria y eficaz era un enigma.

Laura White observaba a Hans Wein y a Lorenzo Panetta, intentando escudriñar el pensamiento de los dos hombres.

—No tienen por qué decírmelo, pero intuyo que pasa algo.

—¡Vamos, Laura, no seas suspicaz! —respondió Panetta—. Estamos revisando papeles, asuntos de trámite.

—Entonces tampoco me necesitan a mí…

—¿Tienes un plan estupendo para el fin de semana? —le preguntó Lorenzo con una sonrisa.

—Pues sí, este fin de semana tengo previsto ser feliz.

—¡Pues a ello! No te preocupes.

Laura esperaba que fuera Hans Wein quien diera por terminada su jornada laboral.

—Váyase tranquila y descanse —le recomendó su superior.

Aún no había salido Laura del despacho cuando Diana Parker, la ayudante de Andrea Villasante, se asomó a través de la puerta.

—Me voy a ir un poco antes, ¿les importa?

—No, claro que no —respondió Hans Wein—; en realidad sólo faltan diez minutos para que comience el fin de semana. —No me necesitan, ¿verdad?

—No, no se preocupe; no hay ningún motivo para quedarse a trabajar más de lo necesario —afirmó Wein.

—Mireille también se va… en fin, la chica no se atreve a entrar aquí, pero me he ofrecido a decirlo en su nombre. No creo que quieran que se quede —dijo Diana con una sonrisa irónica.

—Desde luego que la señorita Béziers puede irse ya —respondió Wein.

—De acuerdo, nos vamos, que pasen un buen fin de semana.

Cuando salió Diana Parker, Laura les volvió a observar con desconfianza, intuyendo que los dos hombres se traían algo entre manos.

—Tienen mi móvil… pero lo advierto: sólo admitiré llamadas si estalla la tercera guerra mundial.

Hans Wein se quedó en silencio, pensativo, cuando Laura salió del despacho. Lorenzo también parecía ensimismado.

—Es curioso, al parecer todas las mujeres del departamento tienen planes apasionantes para el fin de semana. En el caso de Diana no me extraña, en el de Laura tampoco, pero Andrea… —murmuró Lorenzo más para sí mismo que para que le respondiera Hans Wein.

—Bueno, no es asunto nuestro lo que hagan y tampoco es tan extraño que la señora Villasante tenga algo que hacer durante el fin de semana. A lo mejor va a Madrid a ver a su familia.

—Puede ser, pero… en fin, voy a mi despacho.

—¡Ah! Espera, no te vayas, me está entrando en el ordenador la transcripción de la conversación de ese Bashir con el mayordomo del castillo…

Los dos hombres estudiaron durante un buen rato los dossieres sobre los últimos acontecimientos y ambos guardaron un silencio cauto sobre sus más íntimas impresiones. Habían tirado del hilo de Karakoz y se estaban encontrando con personajes insospechados.

Hans Wein llegó a la conclusión de que Lorenzo debía ponerse en contacto de inmediato con el Vaticano. Al fin y al cabo, en el pasado la Iglesia se había preocupado de las actividades esotéricas de un conde d’Amis; tal vez sabían algo que pudiera ayudarles o, en todo caso, complementar la información que tenían sobre aquella aristocrática familia.

Lorenzo Panetta se fue a su despacho para desde allí llamar al departamento de Análisis del Vaticano, aunque eran más de las tres y no creía poder encontrar a nadie a esa hora. Se llevó una sorpresa cuando le respondió el padre Ovidio.

Le explicó brevemente la última información conseguida prometiéndole enviar un e-mail urgente con información más precisa. El padre Ovidio le aseguró que hablaría de inmediato con el obispo Pelizzoli y que se pondrían en contacto con él si efectivamente encontraban algo en sus archivos referente al conde d’Amis.

—Tienen que tener algo, porque según los investigadores franceses en sus archivos figura que el Vaticano les solicitó información y colaboración discreta.

—En cuanto hable con el obispo le llamaré, pero dígame: ¿qué tiene que ver esto con el atentado de Frankfurt?

—No lo sé; en realidad puede que nada, pero es lo único que tenemos. Hemos ido tirando del extremo del hilo de Karakoz y esto es lo que nos hemos encontrado.

—Un conde que preside una fundación sobre cátaros… —murmuró Ovidio.

—Bueno, en realidad los cátaros se han convertido en un reclamo turístico para la región, tampoco es tan extraño.

—Le llamaré en cuanto pueda hablar con el obispo.

Ovidio se quedó pensativo sin saber muy bien qué hacer. Tenía que llamar a monseñor Pelizzoli, pero a esa hora el obispo estaba almorzando en la embajada de España y dudaba si molestarle o esperar a que acabara el almuerzo.

Mientras tomaba la decisión, llamó al móvil de Domenico, que acababa de marchar media hora antes a almorzar.

—¿Estás muy lejos? —le preguntó al dominico.

—Aún no he salido del Vaticano, ¿por qué?

—Tengo noticias de nuestros amigos de Bruselas, y son bien extrañas.

—No tardo ni cinco minutos en llegar.

Monseñor Pelizzoli leía con atención el informe que Ovidio le había colocado en el portafolios. Acababa de regresar de almorzar con el embajador español ante la Santa Sede y había encontrado a Ovidio y Domenico preocupados y tensos por el informe enviado por el Centro de Coordinación Antiterrorista.

Cuando terminó de leer suspiró y descolgó el teléfono.

—Póngame con el padre Aguirre —le pidió a su secretario.

Díez minutos después escuchó al otro lado de la línea del teléfono la voz enérgica de Ignacio Aguirre. No perdió el tiempo en formalidades.

—Ignacio, tienes que venir de inmediato. Investigando el atentado de Frankfurt, el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea se ha encontrado con Raymond de la Pallisière, el conde d’Amis.

Hubo un silencio a través de la línea. Monseñor Pelizzoli sabía que la noticia había llamado la atención de su viejo maestro. De repente, Ignacio Aguirre se encontraba con un pasado que sabía nunca estaría del todo enterrado.

—No, no es que el conde tenga nada que ver con el atentado, es que estaban siguiendo la pista de un traficante de armas al que tenían pinchado el teléfono, y… bueno, es complicado de explicar y más por teléfono. ¿Puedo pedirte que vengas cuanto antes? Sí, Ovidio continúa en el caso… Gracias, mi secretario se encargará de que encuentres un billete electrónico en el aeropuerto. Te mandaré un coche a Fiumicino. Cenaremos juntos esta noche, aunque me temo que será en el despacho.

Después de dar instrucciones a su secretario le pidió que llamara al padre Ovidio y al padre Domenico. Los dos sacerdotes entraron con gesto preocupado en el despacho. El obispo no se anduvo con rodeos.

—El padre Ignacio Aguirre llegará a Roma esta misma noche y se pondrá al frente de este caso; los dos trabajaréis a sus órdenes.

El estupor se dibujó en el rostro de los dos sacerdotes. Ovidio fue el que se atrevió a preguntar por qué.

—Porque el padre Aguirre conoce al conde d’Amis desde hace muchos años. A la Iglesia le preocuparon en su momento las actividades del padre del actual conde. Buscaba el Grial y el tesoro de los cátaros. En fin, era una época difícil, después de la Segunda Guerra Mundial. Parece que el mismo Himmler estuvo implicado en aquella historia. No hay mayor experto sobre cátaros que el padre Aguirre, pero sobre todo no hay nadie que sepa más que él de esa familia, a la que además conoció bien.

»Ahora mismo llamaré a Lorenzo Panetta a Bruselas; creo que podemos ayudarles, aunque no sé muy bien cómo.

Cuando Lorenzo Panetta entró en el despacho de Hans Wein, éste se dio cuenta de que pasaba algo importante.

—Hans, no te lo vas a creer, pero en el Vaticano tienen información, y mucha, sobre el conde d’Amis. Hay un viejo jesuita que incluso le conoce y que ha estado en varias ocasiones en su castillo. El obispo Pelizzoli me ha dicho que el conde es un fanático, y que en cuanto llegue este jesuita, un tal padre Aguirre, nos llamarán. Incluso nos ofrecen que ese sacerdote venga a Bruselas si lo consideramos conveniente.

—¿Cuándo puedes hablar con ese jesuita?

—Al parecer vive en España, en Bilbao, pero ya se ha puesto de viaje hacia Roma; creo que esta noche podremos hablar con él. —Si lo que te cuenta es importante, hazlo venir.

—Sí, claro. ¡Madre mía, cómo se está complicando todo esto!

—Tranquilo, Lorenzo, a lo mejor no tenemos nada. Los informes sobre el tal Salim al-Bashir lo describen como la quintaesencia del buen ciudadano; además, tiene nacionalidad británica.

—Llevo un buen rato leyendo algunas de las declaraciones y conferencias de ese profesor y, ¿sabes lo que más me llama la atención? Que jamás ha condenado un atentado. Lamenta que no haya puentes de entendimiento entre musulmanes y occidentales y que Occidente no tenga sensibilidad para con los musulmanes; pide que se establezcan esos puentes para evitar más desgracias, y no sé cuántas frases grandilocuentes más, pero ni una sola condolencia por los atentados del Círculo. Sólo explicaciones de por qué pasa lo que pasa. No me gusta ese Salim al-Bashir. No sé por qué, pero no me gusta.

—Pues más vale que no lo digas en voz alta, porque se hace pasar por un hombre clave en las relaciones de los europeos con los musulmanes, y se le considera un moderado.

—He pedido a Roma que le sigan discretamente mientras está allí; luego se lo pediremos a Londres…

—¡Suspende esa petición! No podemos hacerlo, no ha hecho nada, no es sospechoso de nada. Una cosa es el conde d’Amis, que trata con el Yugoslavo, y otra cosa un profesor especialista en las Cruzadas que llama a un conde que preside una fundación sobre los cátaros.

—Pero…

—¡Lorenzo, por Dios, no podemos investigar a todos los ciudadanos que tengan relación con el conde! O por lo menos no podemos hacerlo si no estamos seguros de que hay algo más.

—Hay algo más de lo que parece.

—Puede ser, no digo que no sea así, pero no quiero que nos acusen de tener prejuicios. Antes tengo que hablar con el enlace británico, y que sean ellos los que decidan.

—¿A qué esperas para hacerlo? —preguntó Lorenzo, conteniendo su enfado a duras penas.

—A que le encuentren. Es viernes por la tarde y se ha ido de fin de semana.

—¡Estupendo! Los malos están de enhorabuena, y eso que no saben que el fin de semana dejarnos de estar pendientes de ellos.

Salió del despacho, airado, y casi se dio de bruces con Matthew Lucas que llegaba en ese momento.

—Lorenzo, traigo más noticias del conde y de su hija. Ella es todo un carácter. Tengo fotos de ambos, por separado claro, porque ella se ha negado a verle; también tengo una copia de las transcripciones de sus conversaciones en Estados Unidos.

Volvieron al despacho de Wein. Lorenzo no podía evitar sentir cierto resquemor hacia su jefe porque, a su juicio, era excesivamente escrupuloso con las normas. Él jamás había violado la ley para perseguir a los delincuentes, pero sí se había arriesgado tomando decisiones, justo lo que Wein se negaba a hacer. Para actuar necesitaba tener los permisos por escrito y con sellos; de lo contrario prefería permanecer de brazos cruzados, lo que a veces significaba perder un tiempo precioso.

Matthew les hizo un resumen del informe que les entregó.

—El conde d’Amis no ha logrado ver a su hija. Es una mujer de unos treinta años que ha vivido a la sombra de su madre, una galerista muy conocida de Nueva York.

—Eso ya lo sabemos, díganos qué ha hecho en Nueva York —le interrumpió Panetta con impaciencia.

—Ha estado la mayor parte del tiempo en el hotel, donde se ha entrevistado en tres ocasiones con su abogado, un hombre que preside uno de los despachos más prestigiosos y caros de la ciudad. Pero a pesar de todo, no ha logrado convencerla de que accediera a ver a su padre. La tal Catherine se ha mostrado inflexible. En el informe encontrarán una transcripción de una conversación entre Catherine y su propio abogado diciendo que su padre es un «cerdo nazi» y que sólo pensar en él, le produce náuseas.

—¿Con quién más ha hablado el conde? —preguntó Hans Wein.

—Con nadie, sólo con su abogado; ha llamado un par de veces al castillo, pero eso ya lo saben porque tendrán las transcripciones.

—Sí, conversaciones normales, de rutina, para saber quién le ha telefoneado, nada más —respondió Wein.

—En estos momentos el conde está haciendo el equipaje, tiene reservado un vuelo a media mañana para París. Regresa derrotado. En el informe está el número de vuelo.

—Bien. Avisaremos al centro de París para que le sigan una vez que llegue al aeropuerto, veremos si se entrevista por fin con el Yugoslavo… —aseguró Hans Wein con cierto entusiasmo.

—Supongo que han pedido al centro de Roma que siga los pasos de ese Salim al-Bashir —quiso saber Matthew.

—Acabo de revocar esa petición —contestó Panetta sin ocultar su resentimiento—, el jefe no autoriza ese seguimiento.

—Pero ¿por qué? —preguntó Matthew.

—Porque Salim al-Bashir es un ciudadano británico intachable al que no podemos poner bajo vigilancia por el mero hecho de haber llamado al conde d’Amis. Os recuerdo que en los dos últimos días al conde le han llamado unas cuantas personas: un notario de Carcasona, el director de un periódico local, su banquero de París, un ilustre empresario occitano… en fin, gente normal. No podemos volvernos paranoicos convirtiendo en sospechosos a todos los que tengan tratos con el conde. Salim al-Bashir es especialista en las Cruzadas y el conde preside una fundación que se llama Memoria Cátara. Sabemos además que asiste a charlas y congresos sobre las Cruzadas, sobre todo a las concernientes a los cátaros; imagina que tenemos que ponernos a investigar a todos los profesores y expertos que hayan tenido o tengan contacto con él por este asunto…

—Pero no estaría de más investigar a ese Bashir… —protestó Matthew.

—Lo siento, Matthew, creo que tienes prejuicios. Si fuera norteamericano, ¿me pedirías que lo hiciera? —respondió Hans Wein.

Matthew Lucas se sintió ofendido por las palabras del director del Centro de Coordinación Antiterrorista.

—Espero que no se equivoque, Wein; suya será la responsabilidad si sucede algo. Si usted cree que los prejuicios ofuscan mi trabajo puede solicitar a mi agencia que me releven como enlace con este Centro.

—¡Vamos, no exageremos! —les cortó Lorenzo Panetta—. ¡Debe saber que no está solo en sus apreciaciones! Yo también creo que hay que seguir a Salim al-Bashir; me parece un error no hacerlo.

Hans Wein les miró a los dos. Le preocupaba la actitud de Panetta y Matthew, aunque estaba seguro de actuar con corrección de acuerdo a las normas.

—No quería ofenderte, Matthew… bien, lo mejor es que localicemos de una vez por todas al enlace del MI6 y que sean los británicos los que decidan. Al fin y al cabo Salim al-Bashir es súbdito de Su Graciosa Majestad. Pero antes hablaré con nuestros superiores. No quiero sorpresas ni recriminaciones si algo sale mal. al-Bashir es, por lo que parece, un personaje influyente y se organizaría un escándalo si se supiera que le hemos estado vigilando. Pero hasta que no tenga todos los permisos no haremos nada, y con el enlace del M16 quiero hablar yo, de manera que esperad a que os dé la orden.

Matthew Lucas y Lorenzo Panetta salieron de pésimo humor del despacho del director del Centro. Los dos hombres sentían que se estaba perdiendo un tiempo precioso y que Salim al-Bashir podía ser una pista que les condujera a un sitio que ninguno de los dos se atrevía a imaginar.

—¿Sabe lo que creo que habría que hacer? —preguntó Matthew.

—¡Cuidado con tener ideas que no sean políticamente correctas! —respondió el italiano.

—Deberíamos tener a alguien en el castillo. No sé, quizá podríamos sobornar al mayordomo o a alguno de los criados.

—Por lo que sé, la gente de París está intentando obtener información de primera mano, pero el conde debe pagar muy bien a su gente: nadie quiere hablar, y, curiosamente, tampoco se muestran, muy colaboradores los habitantes de la zona. Para ellos el conde es una especie de dios; los D’Amis siempre han protegido a los lugareños y éstos no ven razón para romper su lealtad hacia la familia.

—Aun así, deberíamos intentarlo —insistió Matthew.

—Bien, déjeme que piense cómo hacerlo.

—¿De verdad ha pedido a Roma que no sigan al tal Bashir?

—De verdad lo he hecho.

—Es una pena…

—Sí que lo es…