Salim al-Bashir sonreía satisfecho ante los aplausos de los asistentes a su conferencia. Se había metido al público en el bolsillo diciéndoles lo que querían escuchar: que era posible la convivencia pacífica entre musulmanes, cristianos y judíos; que el islam era una religión de paz y que no se debía confundir a quienes profesaban esta religión con quienes ponían bombas o secuestraban aviones; que era intolerable que los periódicos occidentales calificaran a los autores de estos actos como «terroristas islámicos»: «¿Acaso cuando un cristiano asesina a alguien los periodistas le califican de asesino cristiano? No, no lo hacen, lo califican de asesino simplemente, pero en Occidente hay prejuicios contra el islam. Sí, por más que a muchos les cueste reconocerlo es así, y por eso nos ofenden cuando, para explicar que alguien ha cometido un acto de violencia, se añade la religión del sujeto siempre que éste profesa el islam. Yo pido a los periodistas que reflexionen sobre esto».
También había revindicado el respeto «para nuestra cultura y nuestras normas, que no intentamos imponer a nadie. Entonces, ¿por qué tienen miedo a que nuestras mujeres y nuestras hijas elijan ir con hiyab? ¿A quién ofendemos por no comer carne de cerdo y pedir que en los colegios sean respetuosos con nuestros hijos y no les obliguen a comer lo que va contra nuestra religión? Es posible la convivencia desde el respeto, el respeto a la diferencia, porque si no se respeta la diferencia, nuestros hijos terminan sintiéndose de ninguna parte, y crecerán confusos, con rabia y humillados por tener que esconder lo que son. Los poderes públicos tienen que ayudar a que la comunidad musulmana viva en paz de acuerdo a sus costumbres y a su cultura, facilitando que podamos educar a nuestros hijos como buenos musulmanes. Juntos podemos combatir la violencia, sólo hay un secreto: el respeto y la tolerancia porque, desgraciadamente, Occidente se dice tolerante, y lo es para consigo mismo, pero no lo es con los demás. Que cada cual rece a Dios como quiera hacerlo, y que por eso no sea perseguido como lo somos los musulmanes».
Buscó la mirada de Omar, jefe del Círculo en España, que se hacía pasar por hombre de negocios, un operador turístico y uno de los jefes más respetados de la comunidad musulmana en la Península. Ambos intercambiaron una mirada cargada de ironía: allí estaban destacados miembros de la política y la cultura española, aplaudiéndole a él, el jefe de las operaciones terroristas del Círculo, al que tenían por un respetable profesor. Era muy fácil tratar con los occidentales: sólo había que decirles que no se preocuparan por nada, que su vida no tenía por qué cambiar, que podían continuar sumidos en su cultura hedonista sin preocuparse por lo que sucedía a su alrededor, pendientes sólo de sí mismos.
Los occidentales no querían problemas; por eso estaban dispuestos a creer al que les dijera que no los habría. Y es lo que él les explicaba: que les dejaran hacer, que si lo hacían, no pasaría nada… mientras ellos se seguirían extendiendo como una mancha de aceite hasta llenarlo todo, hasta que las catedrales de toda Europa se convirtieran en mezquitas. Al fin y al cabo era un destino más digno que el que los infieles daban a algunas de sus iglesias, a las que convertían en restaurantes y hasta en discotecas como ocurría ya en Inglaterra… Merecían perderlo todo porque no se respetaban a sí mismos, porque no creían en nada, ni siquiera en su Dios.
Dios, decían los gurús de la cultura occidental, era cosa del pasado, de fanáticos, de gente que no había puesto el reloj en la hora de la Historia, e invitaban a vivir y divertirse, a consumir y nada más. Por eso los vencerían. Era fácil derrotar a una sociedad que no creía en nada.
Cuando se bajó del estrado desde donde había impartido la conferencia, Salim al-Bashir se vio rodeado y saludó a parte del numeroso público que momentos antes le había aplaudido. Después se dirigió a una sala contigua donde le aguardaba un nutrido grupo de periodistas que le reiteraron las mismas preguntas que le venían haciendo otros periodistas a lo largo y ancho del mundo. Todos querían saber qué pensaba él del Círculo. También le preguntaron por el último atentado perpetrado por dicho grupo en Frankfurt, y sobre los comunicados de esta organización revindicando al-Andalus. Las preguntas sobre la situación en Oriente Próximo, el drama del pueblo palestino, las consecuencias de la guerra de Estados Unidos contra Irak fueron el colofón de todo lo anterior.
Hasta una hora después no pudo abandonar el salón de actos acompañado por Omar y otros hermanos del Círculo, que pasaban por ser pacíficos hombres de negocios.
Sentado junto a Omar, que conducía un todoterreno, los dos hombres permanecieron casi en silencio hasta que salieron de Granada, seguros ya de no ser observados.
—Has tenido un gran éxito —le felicitó Omar.
—Gracias; ya te dije que el secreto es decirles lo que quieren escuchar.
—La prensa te elogiará. He oído a algunos periodistas hacer comentarios positivos sobre tu intervención.
—Sí, supongo que lo harán; hasta ahora siempre lo han hecho.
—Iremos a mi casa, allí cenaremos con algunos de nuestros hombres. Verás a Mohamed y a Ali, que están a la espera de tus instrucciones.
—Sí, el plan es sencillo. Es más efectivo que los atentados se lleven a cabo el mismo día y a la misma hora.
—Tú eres el jefe de operaciones, pero creo que a los cristianos les asustaría más que los atentados fueran en días consecutivos; cuando aún no se hayan repuesto de uno, golpearles con otro.
—¿Sabes, Omar? Si se desechó esa idea fue porque una vez que se produce un atentado todos los servicios antiterroristas se ponen en situación de alerta. Y si hasta el día anterior están relajados haciendo su trabajo como una rutina, a partir de que se produce un atentado incrementan las medidas de seguridad en aeropuertos, ferrocarriles y todos los lugares que creen susceptibles de ser atacados. Llenan las calles de policías y soldados, aprietan a sus confidentes; además, todo aquel que tiene aspecto de árabe se convierte en sospechoso y alguno de los nuestros puede ser detenido en un control rutinario, de manera que es mejor golpear en los tres lugares al mismo tiempo.
Sin apartar la vista de la carretera, Omar asintió a las explicaciones del jefe de operaciones del Círculo.
—Por cierto, ¿quién era esa chica que estaba sentada en las primeras filas y que cuando se abrió el turno de preguntas me hizo varias? Era magrebí, y no llevaba el hiyab cubriéndole el cabello.
—Se llama Laila Amir; es la hermana de Mohamed, te he hablado de ella. Esa mujer nos crea un montón de problemas.
—Me ha puesto en un aprieto al preguntarme si no creía que el Profeta se había equivocado al afirmar que las mujeres deben estar subordinadas al hombre, y azotar a las adúlteras y lapidarlas…
—Has sabido callarla diciéndole que era una conferencia para hablar de política, no de teología, pero que gustosamente podrías hablar de esos temas en otra ocasión.
—Sí, pero ha podido arruinarme la conferencia. Afortunadamente el público estaba de mí parte y han visto en ella a una provocadora. Debes hacer algo con esa mujer y pronto.
—Le he dado un ultimátum a Mohamed.
—Si no ha sido capaz de arreglar lo de su hermana, ¿cómo podremos confiar en él?
—Hasan me lo ha recomendado. Está seguro de que es el hombre idóneo, y que llegado el momento aceptará entregar su vida por el éxito de la misión.
—No me importa que muera o no, lo que me importa es si es capaz de matar.
—Lo es, de eso no te preocupes, pero debes de entender que no es fácil matar a una hermana.
—Son nuestras reglas. No será la primera mujer que muera por causar el deshonor a su familia.
—Sería un error hacerlo ahora. Laila es muy conocida en Granada, se ha convertido en un símbolo de lo que puede ser una musulmana integrada y liberada. Si apareciera muerta, se llevaría a cabo una investigación que ahora no nos conviene. Ya te dije que es abogada, trabaja en un despacho con otros abogados; exigirían una investigación.
—Resuélvelo en cuanto puedas.
La casa de Omar estaba vigilada discretamente por hombres del Círculo que pasaban por criados, campesinos, jardineros y hasta porteros. El jefe de la organización en España sabía que no podía permitirse el más mínimo error porque la seguridad de su invitado era primordial.
Salim saludó a la familia de Omar antes de sentarse a la mesa para presidir aquella cena donde sólo participaban hombres.
Algunos habían asistido a la conferencia y dedicaron a Salim grandes elogios; otros le miraban agradecidos por tener la oportunidad de tenerle tan cerca. Salim al-Bashir era un mito para todos los combatientes del Círculo.
Salim no les habló de la operación que estaba en marcha por más que todos deseaban saber cuándo el Círculo volvería a golpear a los cristianos. Él les recordaba que si el Círculo se había convertido en una fortaleza casi inexpugnable era porque nadie sabía más de lo estrictamente necesario.
Mohamed Amir y Ali, al igual que Hakim, le escuchaban en silencio, sintiéndose importantes al saberse los elegidos para la siguiente misión. Al final de la cena, mientras los hombres se estaban despidiendo de Salim, Omar les hizo una seña a los tres para que se quedaran.
En el despacho de éste, con las ventanas cerradas y dos hombres protegiendo la puerta, Salim al-Bashir les explicó los pormenores de los atentados.
—Mohamed, te encargarás de Santo Toribio aquí en España. He leído el informe que has hecho; me alegra saber que Ali y tú habéis inspeccionado a fondo el terreno, pero reconozco que me preocupa vuestro exceso de confianza.
—Decimos la verdad. No hay ninguna medida de seguridad, al menos no la había cuando nosotros visitamos el monasterio. Lo que necesitaremos será una potente carga explosiva para volar la verja que protege la capilla y la propia capilla donde se guarda ese trozo de Cruz. Cuando nosotros estuvimos la Cruz se podía ver a través de la verja, aunque nos dijeron que celebran misas solemnes donde la exponen para que todos los peregrinos la puedan ver. Pero debemos de contar con la dificultad de la verja, de manera que el explosivo debe ser capaz de destruirla.
—Tendréis el explosivo, aunque por lo que habéis descrito en el informe será difícil que dejéis la carga y podáis escapar.
Mohamed y Ali se quedaron en silencio temiendo lo que Salim pudiera decirles a continuación.
—Si dejáis una bolsa abandonada entre los peregrinos y justo delante de la capilla, por más que haya cientos de ellos agolpados para ver ese trozo de madera alguno puede darse cuenta; incluso pongamos que adoptan algún tipo de medida de seguridad y no dejaran entrar en el monasterio con mochilas… No, no podemos correr riesgos, podríamos fracasar.
—Podemos intentarlo —balbuceó Ali.
Salim había visto dibujarse una mueca de angustia en el rostro de Mohamed; el nerviosismo de Ali era evidente.
—¿Sabes por qué tienen éxito nuestras operaciones? Te lo diré: porque nosotros no corremos riesgos; no intentamos las cosas, las hacemos. No importa el sacrificio que tengamos que hacer. Me precio de saber elegir a los hombres para nuestras misiones guiado por el consejo de hombres sabios como Hasanu Omar. ¿Se habrán equivocado al señalaros como verdaderos muyahidin?
Los dos jóvenes bajaron la cabeza avergonzados. Si no cumplían las órdenes de Salim serían considerados unos cobardes, puede que traidores, y perderían la confianza de sus jefes, lo que podría acarrearles la muerte. En cualquier caso ya se sabían sentenciados.
—Si no sois los hombres que creemos, es mejor que os vayáis ahora. Os aseguro que el Círculo tiene hombres valientes que desean ocupar vuestros puestos.
Salim guardó silencio mientras Omar miraba a los dos jóvenes con ira; parecía a punto de golpearles. Quien habló fue Hakim, el ya veterano combatiente del Círculo, el hombre que se había curtido en atentados en Marruecos y que ahora era el jefe del pueblo de Caños Blancos.
—Lo haremos, no temas, llevamos semanas preparando el atentado. Sabremos cumplir con lo que se espera de nosotros.
—No, Hakim, a ti te quiero en otro lugar. Ya os he dicho que los atentados serán todos el mismo día y a ser posible a la misma hora. Mohamed y Ali se encargarán de Santo Toribio, otras personas que no necesitáis saber quiénes son, serán los encargados de atacar la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma, y tú, Hakim, deberás acabar con las reliquias que se conservan en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Es la parte más difícil de la operación, donde arriesgamos más. Allí no podemos cometer errores. Quiero que cuanto antes viajes a Jerusalén; he traído el dossier con toda la documentación sobre el Santo Sepulcro. Allí te esperan los hermanos del Círculo que te ayudarán a destruir el lugar. Podríamos pedir a los fidayin palestinos que nos ayudaran e hicieran este trabajo en nuestro nombre, pero debemos hacerlo nosotros, ha de llevar nuestro sello, sólo el nuestro. Allí tendrás armas, explosivos y la ayuda que necesites, pero deberás hacerlo tú. Es la parte más arriesgada de la misión. Los judíos no son tan confiados como los españoles y los italianos, de manera que tienen ojos en todas partes. Los judíos no pueden permitirse que la comunidad internacional les acuse de no ser capaces de proteger las reliquias cristianas. Eso volvería a avivar la polémica para convertir Jerusalén en ciudad internacional, algo a lo que se niegan con todas sus fuerzas. Si destruimos las reliquias que custodian en la iglesia del Santo Sepulcro, conseguiremos que algunos de nuestros amigos periodistas occidentales lo presenten como otro asesinato de Jesús a manos de los judíos al permitir que el Santo Sepulcro vuele en pedazos. Los europeos son tan anti judíos que estarán encantados de poder criticarles una vez más. Y no porque les importe, ya que no creen en nada, sino por, simplemente, poder acusar a los sionistas. No hace falta que te diga lo que espero de ti, Hakim.
—No tienes que pedirme nada, haré lo que tengo que hacer.
La firmeza de Hakim hizo que Mohamed y Ali se sintieran aún más avergonzados. Habían llegado a conocer bien a Hakim por el mucho tiempo que pasaban en Caños Blancos. Le profesaban devoción por su integridad y valentía, y le consideraban un jefe justo, cuya autoridad nadie discutía en el pueblo.
—Tu hermano puede sustituirte como jefe de Caños Blancos.
—Es un honor que confíes en mi familia para que continúe al frente del pueblo.
Salim al-Bashir clavó su mirada en Mohamed y Ali a la espera de que los jóvenes dijeran algo. Fue Mohamed quien habló primero.
—No quedará nada de Santo Toribio —aseguró Mohamed—, puedes confiar en nosotros.
—Podemos hacerlo —añadió Ali intentando imprimir firmeza a su voz.
—Bien, os proporcionaré el explosivo. No quiero que Omar lo compre en los proveedores habituales; se lo enviaré dentro de unos días. Omar, ¿tu agencia tiene ya previsto organizar un viaje para que los peregrinos andaluces ganen el jubileo en Santo Toribio?
—Sólo espero que me digas la fecha. Necesito tiempo para hacer la publicidad y anuncios en las parroquias ofreciendo viajes a Santo Toribio para ganar el jubileo. Tengo un par de autocares reservados para eso.
—Mohamed y Ali irán en uno de esos autocares. Como unos peregrinos más, al igual que hicieron cuando fueron a examinar el terreno. Es más seguro que los explosivos vayan con ellos en un autocar repleto de peregrinos, que pasará inadvertido. En cuanto a los explosivos, lo mejor es que también utilicemos uno de tus autocares de la línea de París.
—Ya sabes que sólo tengo uno que va a París una vez por semana.
—No necesitamos más.
—Podríamos aprovechar el viaje de un grupo de jubilados que van a pasar ocho días allí; el chófer será uno de nuestros hombres; a la vuelta se trae la carga.
—Bien, ahora cerraremos esos detalles. Lo importante es que Mohamed y Ali sepan lo que tienen que hacer, lo que esperamos de ellos. Hakim, tú sabes cómo deben ajustarse las cargas de explosivos al cuerpo; enséñales antes de marcharte.
—¿Cuándo he de estar en Jerusalén? Me gustaría arreglar mis asuntos antes de la misión.
—Tendrás tiempo, aunque no debes retrasarte más de diez o quince días como mucho.
—Será suficiente.
Salim hizo un gesto a Omar que éste interpretó como que debía despedir a los tres jóvenes, de manera que se puso en pie indicándoles que la reunión había terminado y pronto recibirían las instrucciones para acometer la misión.
Hakim, Mohamed y Ali salieron de la estancia en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
—¿Lo harán? —preguntó Salim a Omar en cuanto se quedaron solos.
—Sí, no te preocupes.
—No tengo dudas sobre Hakim, pero Mohamed y Ali… no sé, no les veo con fe suficiente.
—No es fácil decidir morir. Son jóvenes y pensaban que tenían mucha vida por delante. Llamaré a Frankfurt y hablaré con Hasan; al fin y al cabo Mohamed es ahora su yerno, no estará de más que le recuerde sus obligaciones hacia nosotros.
—Hazlo, y ahora dime, ¿cuándo viajan esos viejos a París?
—Dentro de cuatro días.
—Entonces, amigo mío, tendré todo preparado para que al regreso traigan el explosivo. Tengo que reconocer que tu agencia de viajes es una excelente tapadera. Podemos transportar lo que nos viene en gana por medio mundo sin que la policía sospeche nada. ¿Quién desconfía de un autocar con ancianos que van a pasar una semana en París?
—No has dicho quién hará lo de Roma —preguntó Omar con curiosidad.
Salim rió al tiempo que se levantaba.
—Hasta para ti será una sorpresa. Pero te gustará, ya verás cómo la sorpresa te gustará. Y ahora, amigo mío, querría descansar. Me queda mucho trabajo por delante, mañana he de estar en Roma.
Omar acompañó a Salim hasta la estancia que le habían preparado para que descansara. Las ventanas estaban entreabiertas y el olor a azahar parecía impregnarlo todo.
—¡Qué suerte tienes de vivir en Granada! —le dijo Salim antes de cerrar la puerta.
A las doce de la mañana del día siguiente Salim telefoneó a uno de sus lugartenientes desde el aeropuerto de Granada para encargarle que se pusiera en contacto con Karakoz. Debía tener preparado el material para una semana más tarde, ni un día más. Luego aguardó impaciente que saliera su vuelo con destino a Roma con escala en Madrid. Ella le estaría esperando en el hotel. Se había puesto muy contenta cuando la llamó ofreciéndole pasar el fin de semana en Roma. Miró el reloj y pensó que aún tenía tiempo para telefonear al conde; al fin y al cabo, él pagaba parte de la operación. El móvil del conde no respondió y decidió llamar al castillo. Sabía que no era una imprudencia: sus relaciones con él eran públicas y a ambos les unía la pasión por la historia. Raymond había ido a escucharle algunas de sus conferencias, y nunca habían ocultado sus encuentros en los mejores restaurantes parisinos.
—Castillo d’Amis.
Sonrió al escuchar la voz atiplada del mayordomo.
—Buenas tardes, Edward, soy el profesor al-Bashir, ¿el conde se encuentra en el castillo? Quisiera hablar con él.
—Lo siento, profesor, el conde está de viaje, regresará en unos días.
Salim guardó silencio durante unos segundos. Raymond no le había dicho que fuera a viajar y eso le inquietó.
—¿Se ha ido de viaje? ¡Vaya, pues tenía cierta urgencia en hablar con él y su móvil no responde!
—Puede que el señor lo tenga apagado por la diferencia horaria.
—¡Ah! ¿Y puedo preguntarle dónde se encuentra?
Ahora fue Edward el que se quedó callado sin saber si debía dar esa información, pero decidió hacerlo puesto que el profesor era un amigo muy apreciado por el conde.
—Se encuentra en Nueva York; el señor conde ha sufrido una desgracia: su esposa ha muerto.
—Cuánto lo siento, ¿sabe cuándo regresará?
—No, señor, aunque dijo que no estaría mucho fuera. Era posible que cuando el señor conde llegara, la condesa ya estuviera enterrada. Fue todo muy precipitado.
—Claro, lo entiendo. En fin, insistiré en el móvil, pero si llama hágale saber que tengo urgencia en hablar con él, y por supuesto transmítale mis condolencias.
—Desde luego, así lo haré.
Salim colgó el teléfono, contrariado. Esperaba que la muerte de la condesa, a la que nunca se había referido Raymond, no retrasara los planes que ya estaban en marcha. Seguramente el conde no era un sentimental que necesitara desahogar su pena interrumpiendo sus actividades, porque de lo contrario la operación se vería comprometida y eso era algo que no estaba dispuesto a permitir que sucediera. Pensó que la suya con el conde d’Amis era una extraña asociación. En realidad seguía preguntándose como había sido capaz de dar con él, pero en cualquier caso tenían un enemigo común: la Cruz. Raymond le había buscado para que hiciese lo que él no se sentía capaz de hacer: castigar a los católicos. Y lo harían, claro que lo harían, aunque por motivos diferentes. Además, el conde pagaba toda la operación aunque en realidad pensara que sólo se encargaba de una parte. Ya había desembolsado cantidades importantes para ponerla en marcha, y a Salim le divertía pensar que el conde d’Amis iba a financiar una operación del Círculo.
La voz metálica de los altavoces anunció su vuelo. Salim se dijo que iba a disfrutar de un espléndido fin de semana con aquella mujer que tan leal le era.