Raymond dormía cuando el móvil le despertó. La voz apremiante de su abogado de Nueva York le sobresaltó. Al principio no entendía qué le estaba diciendo, luego se quedó en silencio, sin saber qué responder mientras su hombre de confianza le repetía la noticia.
—Su esposa murió ayer. Me han comunicado que llevaba tiempo internada en un centro hospitalario en Cleveland luchando contra un cáncer de páncreas. Siento haberle despertado para darle esta noticia, pero no me he enterado hasta hace un rato; estaba de viaje, y el abogado de su esposa no me ha podido localizar antes. En vista de lo sucedido, he decidido no esperar hasta mañana… ¿Quiere darme alguna instrucción?
No sabía qué decirle. Miró el reloj; eran las dos, y además ¿qué instrucción podía darle? No podía presentarse en Cleveland. ¿En calidad de qué? Era el padre de una hija a la que no conocía, que nunca había querido saber nada de él. Si iba, se arriesgaba a que le echara… no… en realidad no sabía qué decir.
—Conde, ¿me escucha? ¿Ha entendido lo que le he dicho?
—Sí, sí… le he escuchado; en realidad no tengo ninguna instrucción que darle… quizá pueda hablar con mi hija y decirle que estoy a su disposición para lo que necesite… sí, eso será lo mejor, llámela y hable con ella. No le importe volver a avisarme si hay algo nuevo.
Se levantó de la cama y se puso el batín de seda que había dejado en una silla cercana. Luego se fue al salón, abrió el mueble bar y sacó la botella de calvados. A pesar de la hora necesitaba una copa para afrontar que era viudo de una mujer a la que hacía casi treinta años que no veía. Sin embargo, la noticia fue un mazazo, seguramente porque Nancy formaba parte de sus sueños más recónditos y del momento más pleno de su vida, cuando se había sentido enamorado por primera y última vez.
Por un momento sintió el impulso de llamar a Catherine, pero si su hija tenía la mitad del carácter de su madre, le colgaría el teléfono y se negaría a hablar con él. Ya era una mujer, que años atrás había dejado claro a su abogado que no tenía el más mínimo deseo de conocer a su padre ni mantener ninguna relación con él; y en ocasión de su mayoría de edad Catherine decidió que, al ser legalmente adulta, no tenía por qué depender de nadie, y menos de su padre, por lo que le solicitó que interrumpiera los envíos mensuales de dinero.
El abogado no logró convencerla de lo contrario. Desde entonces Catherine se negó a mantener cualquier contacto. Nancy, por su parte, tampoco había vuelto a hablar con el abogado. Madre e hija habían cortado el tenue lazo que las unía a él.
Se bebió de un trago la copa de calvados y volvió a servirse otra. No sabía qué hacer. Tal vez debería ir a Nueva York y esperar a que su hija regresara de Cleveland. Quizá en estas circunstancias Catherine aceptaría su compañía.
No regresó a la cama sino que aguardó la llamada de su abogado, que no se produjo hasta una hora después.
—Conde, he logrado hablar con el abogado de su hija; lo siento, me ha dejado claro que ella no quiere saber nada de usted. Me ha recomendado que le diga que es mejor que no intente volver a ponerse en contacto con ella. Siento darle estas malas noticias.
—No se preocupe, en realidad… bueno, no me dice nada nuevo, aunque… ¿cuándo entierran a Nancy?
—Mañana, a primera hora, incinerarán su cuerpo en Cleveland. Allí han vívido los tres últimos años tratando su enfermedad. El abogado de su hija no me ha dado muchos detalles, pero he creído entender que ella regresará en breve a Nueva York, donde, como sabe, han mantenido abierta la galería de arte.
Sí, lo sabía bien. Durante años había mandado comprar cuadros de la galería, como forma de asegurarse de que Nancy y su hija tuvieran ingresos suficientes para vivir; muchas de aquellas obras las había ido regalando y otras aún permanecían embaladas en los sótanos del castillo. No le gustaba el arte moderno.
Raymond suspiró sintiéndose derrotado, pero aun así había algo en él que se rebelaba. Por primera vez en su vida no soportaba la posibilidad de no hacer nada.
El reloj marcaba las tres y media. Al día siguiente tenía que reunirse con el Yugoslavo para terminar de perfilar el pedido para el atentado de Estambul. El encuentro sería igual que el de Ylena: el hombre reservaría una habitación en el Crillon y allí, lejos de ojos indiscretos, hablarían del plan, además de concretar la cuantía económica de la operación y la forma de pago. El Yugoslavo ya le había comunicado que su jefe Karakoz prefería cobrar en efectivo, o bien por transferencia bancaria en Suiza o en Luxemburgo, donde tenía domicilios fiscales a nombre de abogados a los que pagaba generosamente.
Tomó finalmente una decisión que sabía equivocada: iría a Nueva York y anularía su encuentro con el Yugoslavo. El Facilitador tendría que entender que uno no se queda viudo todos los días y que tal vez aquélla era la ocasión de acercarse a Catherine, por más que ésta se resistiera.
Buscó el móvil y marcó el número de la casa del Yugoslavo. La voz del hombre parecía de ultratumba, pastosa, con la ira del que ha sido despertado de un profundo sueño.
—Mañana no podremos vernos —afirmó Raymond sin más preámbulo.
—Pero ¿quién narices es usted? ¿Qué dice? —gritó el Yugoslavo. Teníamos que vernos mañana en el Crillon, pero no podrá ser. Tengo que viajar a Nueva York, le llamaré cuando regrese.
—¿Qué está diciendo? ¡Eso es imposible! Tenemos que vernos mañana si quiere que la operación salga adelante. ¿A qué juega? Oiga, no es momento de bajarse del barco. —El Yugoslavo estaba más enfadado porque le hubieran despertado que por el cambio de planes.
—Tengo que irme de viaje, ya se lo he dicho, mi esposa ha muerto —se excusó Raymond, en tono lastimero.
—A mi jefe no le gustará…
—Me da igual lo que le guste a su jefe. Él también tiene esposa, de manera que entenderá mi situación.
—¿Cuándo regresará?
—No lo sé, en tres o cuatro días como mucho; vaya trabajando en lo que estaba previsto. En realidad conmigo sólo tiene que ajustar detalles.
—Con usted tengo que ajustar el pago —matizó el Yugoslavo— y ése no es un detalle menor.
—Puede esperar unos días; en realidad tardará en servir la mercancía, de manera que no se va a producir ningún retraso. —Nosotros cobramos por adelantado.
—Cobrará hasta el último dólar, se lo aseguro.
—No le quepa la menor duda de que será así. Si no despídase de su castillo y de todo lo que aprecie.
—¡No me amenace!
—¡Ah, olvidaba que estoy hablando con todo un conde! ¡Váyase a la mierda y sepa que detendré la operación hasta que cumpla con su parte! ¡Nosotros no trabajamos gratis ni damos crédito, ni a usted ni a nadie!
—Le llamaré a mi regreso.
Raymond cortó la comunicación; se sentía agotado de la discusión con aquel hombre. Después volvió a marcar un número, el del castillo d’Amis.
El mayordomo no tardó en descolgar el teléfono, ya que tenía el aparato en la misma mesilla junto a la cama.
—Castillo d’Amis.
—Buenas noches o buenos días, Edward.
—Buenas noches, señor. ¿Qué sucede? —preguntó alarmado.
—Nada, nada, Edward, no te preocupes, sólo que tengo que marcharme de viaje por un imprevisto. Salgo para Nueva York en el primer avión en que encuentre plaza. Estaré unos días fuera, no sé cuántos, cuatro, cinco, lo más una semana. Hazte cargo de todo.
—Desde luego, señor conde. ¿Dónde le localizo en caso de tener que comunicarme con usted? —quiso saber el eficiente mayordomo.
—Me alojaré en el Plaza como siempre, pero me puedes localizar a través del móvil; será lo mejor, pero yo llamaré, no te preocupes. Es de esperar que en estos días que voy a estar fuera no suceda nada. Hasta dentro de dos semanas no tendremos invitados en el castillo, de manera que en principio no debes preocuparte de nada.
—Estoy a su disposición como siempre, señor conde.
—Bien, ya te llamaré, Edward.
—Que descanse, señor.
—Gracias, buenas noches.
Cuando colgó el teléfono se dijo que al menos podía estar tranquilo respecto a Edward. El mayordomo se las bastaba para dirigir el castillo en su ausencia. Se volvió a servir otra copa de calvados y cogió el teléfono que estaba junto al mueble bar para pedir a la recepción del hotel que le reservaran un billete en primera clase para el primer avión con destino a Nueva York.
Luego decidió llamar al Facilitador y buscó de nuevo el móvil; en ese preciso instante se dio cuenta de que había utilizado el teléfono más tiempo del permitido si no quería que las llamadas fueran rastreadas. Había hablado más de la cuenta con el Yugoslavo y luego había llamado al castillo. Sintió un sudor frío recorriéndole la espalda. ¿Qué había hecho? Era improbable que nadie le siguiera, o que sospecharan de él, pero el Facilitador siempre se había mostrado muy rígido respecto a adoptar medidas de seguridad extremas y él acababa de saltarse algunas de las más elementales.
El impacto de la noticia de la muerte de Nancy sumado a las copas de calvados le habían embotado la cabeza más de lo que estaba dispuesto a reconocer.
Intentó tranquilizarse diciéndose que de la conversación con el Yugoslavo no se podía desprender nada que pudiera levantar sospechas; en cuanto a la mantenida con su mayordomo, no tenía ninguna importancia. No, no quería comportarse como un paranoico; había quebrado alguna de las medidas de seguridad, pero ninguna tan grave como para poner en peligro su venganza. Lo único que debía hacer era cambiar la tarjeta al móvil, lo que hacía después de cada llamada al Facilitador, y no telefonearle esa misma noche, sino al día siguiente desde el aeropuerto para anunciarle que se iba a Nueva York.
Diez minutos más tarde le llamó el recepcionista del Crillon para confirmarle que tenía plaza en un avión para las doce de la mañana.
Se sintió eufórico por el mero hecho de saber que ya estaba en marcha y pidió que le despertaran a las ocho. Aún tenía tiempo de dar una cabezada e intentar disipar los efectos del alcohol.
* * *
Lorenzo Panetta entró sin llamar en el despacho de Hans Wein. El director del Centro de Coordinación Antiterrorista no pudo evitar mirarle con cierto reproche por la interrupción.
—¡Le tenemos!
—Lo sé, acabo de hablar con París, y ahora mismo me mandan un e-mail.
—Yo también he hablado con ellos, ya tengo la transcripción de la conversación de ese conde con el Yugoslavo, y es increíble. Han hablado lo suficiente para poder localizar la llamada.
—Lo que no sé es dónde nos va a conducir todo esto —dijo Wein—. Karakoz tiene muchos clientes y nos encontramos que entre éstos además del Círculo hay un conde francés, lo que nos pone sobre una pista que no es la que buscábamos.
—Pero debemos seguirla… —replicó Panetta.
—Nosotros buscamos la conexión de Karakoz con el Círculo para, a partir de ahí, poder hacer algo contra ese grupo de fanáticos. No estamos persiguiendo a ningún conde por más que tenga relaciones con un hombre de Karakoz. Tengo que consultar a nuestros superiores antes de seguir tirando de este hilo.
—¡Por Dios, Wein, es lo primero que tenemos en mucho tiempo!
—¡No tenemos nada! Tan sólo una conversación entre un aristócrata y un traficante de armas, pero que yo sepa ninguno de los dos pertenece al Círculo, y no estamos autorizados a investigar a ese ciudadano francés.
—Sabes que en el curso de cualquier investigación uno se encuentra con otros delincuentes y otros delitos, a veces conectados con lo que se busca, a veces no, pero igualmente delincuentes.
—Las escuchas están autorizadas para llegar al Círculo a través de Karakoz. Sé que el cumplimiento estricto de las reglas a veces produce retrasos, pero no haremos nada para lo que no estemos autorizados.
—No estoy proponiendo lo contrario, Wein, simplemente creo que no debemos desechar esta nueva pista por más que parezca que nos aleja del Círculo. Pide todos los permisos necesarios, pero consigue que podamos tirar también de este hilo. Si no conduce a ninguna parte, lo dejamos, y que la policía de París se haga cargo, pero al menos vamos a intentarlo.
Matthew Lucas asomó la cabeza por la puerta del despacho de Wein al tiempo que pedía permiso para entrar.
—Pasa, Matthew, imagino que ya te han informado —le dijo el director del Centro.
—Sí, ¡es estupendo e increíble!
—Debemos ser prudentes —replicó Wein.
—Sí, claro, pero es una pista importante —insistió Matthew.
—Que no sabemos si nos conduce a donde queremos ir o nos puede distraer llevándonos a otra parte que no entra en nuestro ámbito de actuación. Somos un centro de coordinación contra el terrorismo, no la policía, y mucho me temo que la conversación de ese conde con el Yugoslavo no tenga nada que ver con lo que buscamos.
Matthew Lucas se quedó callado mientras buscaba con la mirada el apoyo de Lorenzo Panetta, quien parecía distraído.
—Bueno, pero en todo caso seguiremos esta pista —reiteró el norteamericano.
—Lo haremos si nos dan permiso. Tengo que informar a nuestros superiores. Cuando lo haya hecho os diré qué podemos y qué no podemos hacer.
Cuando salieron del despacho de Wein, Lorenzo hizo una seña a Matthew para que le acompañara al suyo.
—¿Qué dicen sus jefes? —le preguntó Lorenzo.
—Bueno, imagino que no van a pedir permiso para seguir adelante con las escuchas. Por lo que sé, los franceses están bien dispuestos para continuar. Son los primeros sorprendidos por haberse encontrado a un respetable aristócrata hablando con un delincuente de la peor calaña.
—¿Me tendrá informado? —le pidió Lorenzo.
—Claro, pero espero que Wein consiga permiso de sus jefes. Sería absurdo no seguir esta pista y ver dónde conduce. Por cierto, me van a enviar un dossier sobre ese conde.
—Yo también lo he pedido, supongo que ya lo tendré en el ordenador.
—Entonces, los hombres del Yugoslavo que estaban vigilando el Crillon lo hacían por ese conde… —dijo Matthew.
—Eso parece. Sin embargo, todas las informaciones apuntan a que el Círculo prepara un nuevo atentado y sabemos que las armas se las compran a Karakoz. O bien han cambiado de tienda, o bien…
—No sé, yo tampoco me explico qué hace un aristócrata francés discutiendo con un traficante de armas. Además, ese conde llamó al Yugoslavo a su número privado, y de la conversación se deduce que se traen algo gordo entre manos. Creo que debemos vigilarle, no perderle de vista.
—Bueno, a estas horas está volando a Nueva York y allí le aseguro que los franceses no le van a perder de vista ni de noche ni de día. En cuanto a los teléfonos del castillo, los franceses los van a controlar y nosotros también. Por cierto, ¿tienen ya el informe de seguridad sobre la gente de este departamento?
—No, aún no. Están investigándonos de nuevo y verificando todos los datos; tardarán un par de días en decirnos algo.
—¿Cree que la doctora Villasante podría escuchar la grabación del Yugoslavo y el conde?
—Sí, sería interesante conocer la opinión de Andrea, pero debernos esperar a que Hans Wein consulte a los jefes; hasta entonces sólo podemos esperar.
—Bueno, en mi caso procuraré hacer algo más. Voy a pedir a nuestro laboratorio que estudie esta grabación y compararé la voz del conde con esa otra grabación que tenemos con el Yugoslavo. ¿Recuerda que habló con un hombre con voz de persona mayor que se refería a una silla? A lo mejor es el mismo…
—¡Vaya! ¡Debería habérseme ocurrido a mí!