Para Salim al-Bashir el fin de semana en París había resultado fructífero. Su encuentro con aquella mujer no sólo había sido agradable en el terreno personal, sino que le había tranquilizado: el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea no sabía nada, ni de él ni del Círculo. Andaban a ciegas, aunque seguían los pasos de Karakoz convencidos de que a través de éste llegarían a la otra punta del ovillo. Pero el Círculo ya había avisado a Karakoz y éste sabía cuidar sus intereses, de manera que habría puesto los medios necesarios para protegerse.
El Círculo confiaba en Karakoz porque era hábil e inteligente y, sobre todo, porque no tenía más compromiso que el dinero. Nunca les había fallado; claro que ellos siempre le habían pagado sin regatear, porque Karakoz no admitía regateos.
De todo lo que le había contado, lo único que le preocupaba fue una frase que soltó al azar: «¿Sabes? —había dicho—. El otro día encontré a Panetta revisando todos los expedientes del personal del departamento, no sé qué buscaba. A lo mejor no se fía de alguien».
No había querido alarmarla puesto que ella no le dio importancia al hecho, pero a él sí le pareció inquietante. Si bien era difícil que el Centro de Coordinación Antiterrorista diera con el Círculo no sería imposible que terminaran sospechando alguna filtración y llegaran a ella. Eso suponía un riesgo que no se podía permitir, de manera que había llegado el momento de deshacerse de la mujer.
Aún le daba vueltas a los tres atentados que iban a perpetrar. Trasladar a hombres que estarían siendo buscados por la policía de medio mundo podía resultar muy complicado, aunque cada vez les era más fácil moverse por Europa: eran millones los hermanos que ahora vivían entre aquellos estúpidos occidentales llenos de buena voluntad que se creían sus ingenuas proclamas sobre la paz y la alianza de civilizaciones.
En cualquier caso, debían actuar cuanto antes, ya que contaban con la ventaja de que el Centro de Coordinación Antiterrorista no sabía nada.
La mujer le había prometido llamarle si se producía alguna novedad. Sabía que lo haría, en realidad haría cualquier cosa que él le pidiera. De repente una idea se cruzó por su cerebro y sonrió; había encontrado la solución al problema: podía utilizarla como bomba humana contra uno de los objetivos. Era una manera hermosa de finalizar su relación y de resolver el problema. No sería la primera mujer occidental dispuesta a morir en nombre del islam. Acababa de encontrar la solución a dos problemas, y le satisfacía como ninguna otra.
Por lo pronto se reuniría con el comando en Granada. Omar había movido los hilos para que se celebrara en la ciudad un seminario sobre las tres religiones monoteístas y estaba invitado a participar. Su presencia en actos de ese tipo era continua, de manera que a nadie le extrañaría su viaje a Granada. Para entonces ya habría tomado una decisión firme.
Por lo que Omar le había dicho, Mohamed, Alí y Hakim ya se encontraban en el norte de España, en Santo Toribio, mezclados con los cientos de peregrinos que en aquellos días visitaban el santuario para ganar el jubileo del Año Santo.
En cuanto al atentado de Roma… sí, le complacía convertir a su amante en una bomba humana. La imaginaba con el cabello cubierto por el hiyab gritando que se inmolaba en nombre de Alá. Rió para sus adentros complacido por aquella macabra idea; al fin y al cabo ella estaba empalagosamente entregada a él.
El timbre del teléfono le sobresaltó. Un segundo después volvió a reír, esta vez sin recato: el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Harvard le invitaba a que pronunciara una conferencia sobre la posible alianza entre occidentales y musulmanes. Aceptó encantado. La retribución sería excelente y además acrecentaría su prestigio académico. Le iban a escuchar nada menos que los futuros dirigentes del mundo que se estaban formando en Harvard… Les diría lo que querían oír, no eran capaces de entender otra cosa. A los norteamericanos y a los europeos de las élites intelectuales les repugnaba pensar que no se podían arreglar las diferencias hablando, cediendo; no querían problemas y estaban dispuestos a cualquier sacrificio con tal de evitarlos. Eran como niños.
* * *
Raymond acariciaba la Crónica de fray Julián como si necesitara que le diera fuerzas para lo que se disponía a hacer. Luego la dejó sobre la mesa y salió de la suite mirando instintivamente el reloj: las dos de la tarde. Esperaba que no hubiera mucha gente por el pasillo en ese momento: temía que una camarera o cualquier otro huésped pudiera verle dirigirse a otra habitación.
Había elegido el Crillon para su encuentro con Ylena. Para justificar su estancia en un hotel teniendo como tenía un apartamento en París, había mandado pintar y redecorar los baños. El Facilitador siempre le insistía en que no había que dejar cabos sueltos. No había sido fácil elegir el hotel, pero al final decidió que no iba a sacrificar su propia comodidad por un encuentro furtivo. Esa misma mañana el Facilitador le había telefoneado para decirle un simple número, el de la habitación de Ylena.
Le sorprendió el aspecto de la mujer. Demasiado alta, demasiado rubia, con los ojos demasiado azules, en realidad demasiado llamativa para una misión en la que necesitaba ser casi transparente, que nadie se fijara en ella.
Debía de tener entre veintitrés y veinticinco años, y llevaba la ira reflejada en el rostro.
—¿Tiene ya las instrucciones para mí? —le preguntó apenas se saludaron.
—Una parte, ¿me permite pasar y sentarme?
La notaba tensa, incómoda, deseando terminar cuanto antes.
—Es mejor que se relaje; aquí nadie nos puede ver ni oír, y lo que tenemos que tratar no se puede hacer con prisas.
Le indicó una silla y se sentó enfrente de él. Les separaba una mesa redonda.
—Dentro de unos días le entregaré cuatro billetes de avión, para usted y sus compañeros, pero antes necesito las fotos para que les hagan los pasaportes.
—Las he traído y hay un cambio: vendrán mi hermano, mi prima y mi primo.
—¿Y por qué ese cambio? —preguntó Raymond alarmado.
—Porque mi prima sufrió lo mismo que yo —contestó mirándole con ira.
—¿Y su otro hermano?
—Se queda para cuidar a mi madre. Sólo quedamos tres de siete hermanos. Los mataron en la guerra, lo mismo que a mi padre. Alguien tiene que sobrevivir, lo hemos decidido así.
—Y su prima, ¿cuántos años tiene?
—Es mayor que yo.
—Le he preguntado cuántos años tiene.
—Cuarenta. Perdió a su marido y a su hija pequeña. —Ylena suspiró con impaciencia—. Aún no me ha explicado la misión.
—¿Qué le han dicho?
—Que por fin podría vengarme de la brigada musulmana.
A nadie le importó lo que nos hicieron a los serbios, a nadie.
—Su venganza no irá exactamente contra esos hombres.
—Lo sé, pero quiero que gente como ellos llore como lloré yo.
—No es sencillo, pero lo conseguiremos. Se trata de infligir un golpe a los musulmanes del que no se podrán reponer: la destrucción de reliquias de Mahoma.
—¿Reliquias? ¿Los musulmanes tienen reliquias? —preguntó Ylena con incredulidad.
—Sí. En el palacio de los sultanes de Estambul, conocido como Topkapi, un sultán mandó construir un pabellón, que se conoce como el del Manto Sagrado; allí custodian la capa de Mahoma, su sello, espadas, algunos pelos de su barba. También conservan su estandarte de lana negra. Al igual que los cristianos combatían a los musulmanes llevando la cruz donde murió Jesús, en momentos de dificultad los turcos sacaban en procesión el estandarte del Profeta por las calles de Estambul.
—¿Y cómo las destruiremos? —preguntó Ylena.
—Con una bomba, claro. Su hermano y sus primos deberían ir a Estambul como unos turistas más, en cuanto a usted… es difícil que pase inadvertida; es mejor que vaya cuando llegue el momento del atentado, pero procure vestirse de manera discreta y no hacer nada que llame la atención. No vayan los cuatro juntos a Topkapi, es mejor que lo hagan por separado, pero usted no vaya sola, llamaría la atención.
—¿De qué nacionalidad será mi pasaporte?
—Bosnio. Pasarán por bosnios de Sarajevo, es lo mejor.
—Soy serbobosnia y conozco bien Sarajevo.
—La clave es variar algunas cosas pero no todas. Si se hiciera pasar por inglesa o sueca, seguramente no tendría problemas por su aspecto, pero en cuanto hablara se notaría que no lo es. Es bosnia y está de vacaciones, así de sencillo.
—¿Y la bomba?
—La bomba la llevará en una silla de ruedas. Se hará pasar por inválida. Será la única manera de burlar las medidas de seguridad, pero debe saber que difícilmente saldrá con vida.
—¿Dónde colocaremos el resto del explosivo?
—También en la silla. Me han dicho que sus amigos sabrán hacerlo, que sus hermanos y su primo lucharon en la guerra.
—Así es.
—Bien, pues disimularán el explosivo en la silla, en el asiento, en un brazo, donde resulte más fácil. Deberán colocarlo en Estambul. Sería absurdo correr el riesgo de pasar fronteras con una silla cargada de explosivos.
—¿Las armas también las recibiremos en Estambul?
—Sí, lo mismo que el explosivo. Su hermano o su prima, tanto da, empujará la silla. Es una turista inválida, una víctima de la guerra, de los bombardeos. No puede andar, de manera que va en una silla de inválida. Pero insisto en que debe disimular su aspecto. Es difícil no fijarse en usted, y debe pasar por una bosnia insignificante. Podría oscurecerse el cabello o cubrirlo con el hiyab…
—Había traído ya las fotos para los pasaportes —se lamentó Ylena.
—Se trata de su seguridad; y créame si le digo que una chica como usted llama la atención mucho más de lo que pueda imaginar.
—De acuerdo, lo haré, me oscureceré el cabello.
—La ropa que llevará será anodina, nada llamativa. Que sus piernas estén cubiertas con una manta, acuérdese que le hará pasar por inválida. Bien pensado es mejor que haya otra mujer en el comando, es más creíble que una musulmana no viaje sola con tres hombres. Aun así… como no era lo previsto, debo consultarlo.
—¿A quién?
—Eso no le importa. No creerá que una operación de este calibre se improvisa o la puede organizar una sola persona.
—No, eso ya lo sé.
—Ya le he dicho que me parece mejor que haya otra mujer. Deme las fotos.
Ylena le entregó un sobre donde guardaba las fotos para los pasaportes.
Raymond observó con detenimiento los rostros de los familiares de Ylena, sus primos y su hermano. La mujer tenía un rostro agraciado aunque sin comparación con la belleza de Ylena; los hombres no llamarían la atención.
—¿Cuándo me dará los pasaportes y el dinero?
—Primero consultaré los cambios; después volveremos a vernos. Pero necesito que me dé una nueva foto suya. ¿Podría teñirse el pelo hoy mismo, hacerse la foto y entregármela esta noche o a lo más tardar mañana por la mañana?
—Sí. Lo haré yo misma. Compraré un tinte y en un par de horas habré cambiado el color del cabello.
—Quizá podría ir a una peluquería…
—Usted mismo insiste en que no llame la atención.
—Tiene razón, pero si puede comprarse un sombrero, algo que le disimule el cabello para cuando pida la cuenta y se despida del hotel…
—Esto es París. ¿A quién le puede extrañar que una mujer se cambie el color del pelo?
—Lo extraño es que alguien con su color de pelo se lo tiña. Cualquier mujer haría lo indecible por tener su color. Pero en fin, no me parece que debamos seguir perdiendo el tiempo con su pelo. Actúe en consecuencia, de todas maneras le daré dinero para que haga esas pequeñas compras.
Ylena aceptó los doscientos euros que le dio Raymond. Luego abrió la puerta de la habitación para comprobar que no había nadie en el pasillo y le hizo un gesto para que saliera.
Él no se sintió seguro hasta que regresó a su suite y se sirvió un calvados. Tenía unas cuantas horas por delante antes de volver a encontrarse con Ylena, de manera que iría a ver la marcha de las obras de su apartamento, pero antes llamó al Facilitador para comunicarle los cambios en el plan.