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Ovidio llevaba varios días en Roma y tenía la sensación de no haberse ido nunca de la ciudad. Ya no ocupaba el mismo lugar en la oficina y todos sabían que trabajaba de forma provisional; sin embargo, él había vuelto a ensimismarse en el trabajo como si no se fuera a marchar nunca.

—Es como buscar una aguja en un pajar.

Ovidio levantó la vista del ordenador ante la llegada de Domenico, con el que compartía el peso y la responsabilidad de la investigación.

—Sí, ya lo sé, yo tampoco logro dar sentido a ninguna de estas palabras, pueden significar tantas cosas… ¿Has hablado con Bruselas?

—Hace un momento me ha llamado Lorenzo Panetta, parece que Karakoz se ha movido; me manda el informe por e-mail, supongo que lo tendremos de un momento a otro.

—Se ha movido… ¿Y eso qué significa? —quiso saber Ovidio.

—Pues que ha estado en Chechenia; después se le ha visto en Suiza y en Luxemburgo.

—¡Ese tipo va de un lado a otro sin problemas!

—Mientras no haya una orden de detención… En realidad llevan años siguiéndole y nunca le han detenido; prefieren saber con quién trata, a quién vende, quién le proporciona las armas. Pero Karakoz es extremadamente cuidadoso y por lo que cuenta Panetta, sus conversaciones telefónicas son insustanciales, lo mismo que las de su lugarteniente, un tal Dusan. Al parecer funciona con correos, da órdenes y recibe pedidos a través de los secuaces que tiene repartidos por todo el mundo: ellos le transmiten lo que le quieren comprar y él se lo suministra. La mayoría de las ocasiones no ve a los verdaderos compradores. A él tanto le da. Y si alguien quiere verle él dice dónde, aunque su lugar preferido es Belgrado. Allí se siente seguro y protegido, es su ciudad, aparece y desaparece en ella como quiere y, por lo que se ve, es difícil seguirle la pista.

—Karakoz continúa siendo lo único sólido que tenemos, el extremo de la cuerda…

—Sí, la cuestión es si nos equivocamos o nos precipitamos a la hora de tirar de ese extremo. Por cierto, Lorenzo Panetta me ha dicho que llega esta noche a Roma; viene a pasar el fin de semana y le gustaría vernos. Me he permitido invitarle a cenar a mi casa. Naturalmente cuento contigo para la cena, creo que estaremos más cómodos y hablaremos más tranquilos. ¿Te parece bien?

Ovidio aceptó de inmediato, sorprendido por la actitud de Domenico, al que notaba cambiado; ahora se mostraba menos remiso y desconfiado con él. Lo que no sabía era por qué, y se dijo que a lo mejor también había sido culpa suya el no haberse entendido con el dominico.

Lorenzo Panetta se había visto en la obligación de aceptar la invitación del sacerdote. En su calidad de subdirector del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea era el responsable de las relaciones de trabajo con el Vaticano.

Estaba cansado. Se prometía un fin de semana lejos de la tensión del Centro, pero tendría que alargar la jornada de trabajo unas horas más, porque aquella cena era eso, trabajo.

Sentía curiosidad por saber cómo sería la casa de aquel sacerdote, situada dentro del recinto de la Ciudad del Vaticano. La imaginaba sobria, con muebles pesados, y llena de cuadros de vírgenes y de santos.

Le abrió la puerta el mismo Domenico, y la primera sorpresa fue verle vestido con un pantalón vaquero y una camisa de cuadros.

—Si me llega usted a decir que la cena era tan informal, le aseguro que habría venido sin corbata, aunque en realidad vengo directamente del aeropuerto.

Domenico Gabrielli rió satisfecho por haber sorprendido a aquel policía con fama de ser uno de los mejores investigadores europeos.

—Pase. Ovidio aún no ha llegado, pero no tardará.

—¿Ovidio?

—El padre Sagardía, pero no hace falta que nos demos ese tratamiento, ¿no le parece? Puede llamarme Domenico, creo que estaremos más cómodos si nos tratamos sin formalismos.

La segunda sorpresa fue la decoración de la casa. En realidad, apenas había muebles y las paredes estaban desnudas. El salón, funcional y moderno. Parecía que hubiera comprado el sillón, la mesa y las sillas en una tienda de decoración minimalista.

La tercera sorpresa fueron las flores: había colocado varios jarrones minúsculos y transparentes con una margarita, sólo una, no cabían más.

Ovidio no tardó en llegar y tampoco él pudo ocultar la sorpresa que le producía la casa de Domenico.

Éste además resultó ser un estupendo cocinero. La pasta estaba deliciosa y los escalopines al limón fueron muy alabados por los dos invitados.

—Siento que no me haya dado tiempo para preparar un buen postre —se excusó con falsa modestia Domenico, mientras colocaba encima de la mesa una fuente con rodajas de piña.

—Pero ¿también sabe hacer postres? —preguntó Lorenzo Panetta.

—No es lo que mejor se me da, pero si tengo tiempo soy capaz de hacer una buena tarta de melocotón.

Hasta que no sirvió el café y una copa de grappa los tres hombres no entraron en materia.

—Bien, ustedes han leído el correo electrónico que les he mandado esta mañana, y no hay mucho que añadir. Interceptamos una llamada de un delincuente conocido como el Yugoslavo, un tipo de los bajos fondos parisinos. Es serbio como Karakoz, pero llegó a París años antes de que comenzara la guerra, hizo de guardaespaldas y de matón en clubes de alterne y un buen día dio el salto a los grandes negocios de la mano de Karakoz. Incluso tiene un despacho que se dedica a importación y exportación.

—¿Y, exactamente, qué es lo que han hablado Karakoz y ese hombre? —quiso saber Domenico.

—Lo tiene en el informe. El Yugoslavo llamó a Karakoz para decirle que el «viejo» se había puesto en contacto con él, que quería otro pedido pero para entregar en Serbia y que pagaría al contado. Él mismo iría a recoger el dinero. Karakoz le encargó que vigilara a la chica que iba a visitar al viejo. Eso es todo.

»De manera que tenemos hombres siguiendo al Yugoslavo noche y día, lo mismo que a Karakoz.

—Nosotros no hemos avanzado mucho. Bueno, en realidad no hemos avanzado nada —reconoció Ovidio.

—Como ustedes saben, sospechamos que el comando suicida de Frankfurt tenía otra misión, y quizá estaban preparando otro atentado, el problema es cuándo, dónde… es desesperante, esas palabras rescatadas de los papeles quemados no tienen ningún significado. Algunas de las palabras provienen de páginas de libros y si fuera así, ¿por qué quemarían un libro?

»Pero lo que realmente me preocupa es que… en fin… sospecho que Karakoz se ha vuelto tan cauto porque sabe que le seguimos los pasos.

—¿Cómo dice? —preguntó Domenico, extrañado.

—Siempre había sido prudente, porque sabe que es un personaje de sobra conocido por todas las agencias de seguridad, de manera que procura no llamar la atención; pero desde lo de Frankfurt se ha vuelto muy suspicaz, y sus conversaciones son aún más anodinas de lo que lo eran antes. Está claro que ha reforzado sus medidas de seguridad.

Ovidio y Domenico se quedaron callados, sopesando las palabras de Panetta. En realidad, no les había dicho lo que realmente pensaba y temía: que hubiera una filtración en alguna parte y Karakoz estuviese sobreaviso de que le seguían de cerca.

Panetta había estado sopesando la posibilidad de decírselo, y había optado por no hacerlo; ni siquiera lo había comentado con Hans Wein, aunque pensaba hacerlo el siguiente lunes en la oficina. Wein llevaba unos días fuera de Bruselas y no había querido expresarle sus sospechas por teléfono ni tampoco por correo electrónico.

—¿Y por qué cree que Karakoz piensa que le están siguiendo con más dedicación que antes? —preguntó Ovidio con suspicacia.

—No he dicho que Karakoz no sepa nada, he dicho que se ha vuelto más desconfiado después del atentado de Frankfurt. Las armas y los explosivos que utilizó el comando los había vendido él.

—¿Sigue pensando que la Iglesia puede ayudarles? —quiso saber Ovidio.

—Verá, no es normal encontrar papeles donde se hable de santos, de la cruz de Roma… De manera que es evidente que si hay un atentado no hay que descartar que la Iglesia sea un objetivo.

—Pero eso no está en la lógica de los fanáticos islamistas. No son tontos, y a los países árabes no les interesa tener a una institución como la Iglesia golpeada por el fanatismo islámico. Sinceramente, no creo que la Iglesia sea un objetivo.

—Tiene razón, no está en la lógica de esa gente, no les conviene, pero, aun así, no descarte esa posibilidad —respondió Panetta.

—Lo hemos discutido en la oficina, y sinceramente lo descartamos. Sería un error estratégico de tal magnitud que ni los más fanáticos son capaces cometerlo. Además, señor Panetta, le recuerdo que ésas son sólo palabras sueltas, palabras que se han encontrado entre los restos de papel quemado, no sabemos a qué corresponden. Es muy arriesgado aventurar que la Iglesia puede ser objeto de un atentado islamista —insistió Domenico.

—Llevo muchos años trabajando en esto, y le aseguro que por mucho que nos empeñemos en seguir la lógica de los terroristas, es difícil hacerlo: ellos tienen su propia lógica. A veces decimos no, no harán esto o lo otro porque les perjudica ante la opinión pública, pero lo hacen. Créame, los terroristas siempre serán capaces de sorprendernos. ¿Alguien pensó que serían capaces de hacer volar las Torres Gemelas? ¿O de poner bombas en dos trenes en Madrid cuando España siempre se ha decantado por apoyar la causa árabe y fue el país donde más manifestantes salieron contra la guerra de Irak? Cuando cometen los atentados buscamos entender el porqué, elaboramos teorías al respecto. Pero ellos siempre nos llevan la delantera, somos nosotros los que después buscamos la lógica a lo que han hecho.

—Aun así, yo descartaría esa posibilidad —insistió Domenico.

—¿Es que no ha habido atentados contra sinagogas? —les recordó Panetta.

—Sí, los ha habido… —murmuró Ovidio.

—Bien, entonces, por prudencia, no descartemos nada. Ahora nos centraremos en el Yugoslavo, veremos lo que da de sí esa pista, quién es ese «viejo» del que habla, si es que realmente hay algún «viejo», pero debemos esperar a que haga algún movimiento. Les mantendré informados.

Lorenzo Panetta se despidió de los dos sacerdotes tras agradecer al dominico la cena. Nunca había pensando que sería invitado a una cena dentro del recinto vaticano y mucho menos encontrarse con dos sacerdotes que a simple vista, por su aspecto, nadie diría que lo eran.

—Tómate otra grappa antes de irte —invitó Domenico a Ovidio mientras le llenaba el minúsculo vaso de líquido transparente.

—¿De verdad crees que esos locos del Círculo no son capaces de atentar contra la Iglesia?

—No obtendrían ningún beneficio. Nosotros condenamos la invasión de Irak y constantemente pedimos a Israel que respete los derechos del pueblo palestino, el Papa mantiene un diálogo abierto con imames y ulemas… ¿qué sentido tiene que se enajenen la voluntad de la Iglesia? No harán nada contra nosotros. No por razones morales, sino simplemente porque no les conviene.

Domenico hablaba con tal seguridad y firmeza que Ovidio no se sintió capaz de rebatir sus palabras. La velada había transcurrido mucho mejor de lo que esperaba y no tenía ganas de estropearla con una de aquellas discusiones en las que se enzarzaban los dos y que les dejaba agotados y malhumorados.

A medianoche se despidió del dominico; estaba cansado y necesitaba pensar, encontrarse consigo mismo.