Raymond d’Amis se encontraba en su apartamento situado en la Île-de-France. Daba vueltas por el despacho pensando en su cena con Salim. Reconocía que era inteligente y minucioso, pero temía que el exceso de confianza en sí mismo pudiera echar a perder la operación.
El mayordomo entró en el despacho para preguntarle si le necesitaba o podía retirarse.
—Acuéstese; aún me quedaré un rato leyendo.
—Sí, señor conde, buenas noches.
Cuando se quedó solo, Raymond apuró la copa de calvados y localizó en la agenda un número de teléfono. Buscó en un cajón un sobre donde guardaba varias tarjetas de móvil y colocó una en su propio aparato. Suspiró. No le gustaba el hombre con el que iba a hablar, sabía que sus intereses eran distintos de los suyos, pero también que la venganza habría sido imposible sin él. Le había buscado, le había propuesto un plan para llevar a cabo su venganza, le había dado el nombre de Salim y la manera de encontrarle. En realidad, aquel tipo llevaba meses manejándole, moviendo hilos invisibles para llevar a cabo un plan del que él sólo quería la venganza.
—Buenas noches, Facilitador.
El hombre que le respondió sólo dijo una frase.
Nada más colgar, se puso la chaqueta y casi de puntillas se dirigió a la puerta: no quería despertar al mayordomo. Salió a la calle y comenzó a caminar por la orilla del río. No le gustaba hacerlo de noche, pero eso era lo que le había indicado su interlocutor.
Un coche se paró a su lado. Se abrió una puerta y una voz le invitó a entrar.
—Buenas noches, conde.
—Buenas noches.
—¿Ha sido satisfactoria su cena con Salim al-Bashir?
—Sí, como siempre.
Mientras el coche daba vueltas por París, el conde fue desgranando ante aquel hombre, al que llamaba el Facilitador, los detalles de la conversación con Salim. Respondió a todas sus preguntas y escuchó todas las órdenes que le dio.
—Ahora pondremos en marcha la segunda parte del plan. Dentro de unos días contactará con usted una mujer serbia llamada Ylena. Tiene razones personales para odiar a los musulmanes.
—¿Cómo se pondrá en contacto conmigo?
—Alquilará una habitación en un hotel, decida si aquí en París, en Toulouse, en la Costa Azul o donde le apetezca. Ella se alojará en el mismo hotel e irá a su habitación. Nadie les verá juntos, podrán hablar lejos de miradas y oídos indiscretos. Ylena será la jefa del otro comando. Usted tiene las instrucciones para ella; sólo tiene que dárselas y procurar que las entienda. Karakoz es quien nos ha facilitado el contacto. No ha sido fácil encontrar un grupo para hacer lo que queremos. Ya sabe que yo creo que sólo el dinero no es suficiente para que las cosas salgan bien; hay que tener un motivo como lo tiene usted, como el de Salim o como el de Ylena. Naturalmente Salim no debe conocer la existencia de Ylena, ni ella la de Salim. Ambos son sólo piezas del rompecabezas.
—Lo mismo que yo —musitó Raymond d’Amis.
—Todos formamos parte del rompecabezas. Usted tiene un motivo distinto al de Ylena y al de Salim.
—¿Y usted?
—Yo facilito negocios. No es difícil de comprender. Represento a un club muy selecto de personas que piensan en el futuro y que, para construir ese futuro próspero, tienen que mover algunas piezas, provocar alguna confrontación, quitar de en medio a algunos enemigos… es por el bien del mundo, aunque para conseguir el bien a veces hay que hacer un poco de mal. Pero con lo que va a pasar ganaremos todos, aunque al principio haya caos y confusión; pero sólo de las cenizas sale lo nuevo.
—Y usted hace posible que los deseos de los señores de ese selecto club se lleven a cabo.
—Negocio en nombre de ellos. Busco personas como usted, gente que tiene un motivo para hacer determinadas cosas y les ayudo a hacerlo. Usted sueña con destruir la Cruz; bien, lo va a hacer. Salim desea castigar a Occidente donde cree que más va a doler, también él gana. Por distintos motivos quieren lo mismo. Mi misión era encontrarles y ponerles a trabajar juntos. Es sencillo: las cosas son más fáciles si la gente tiene un motivo, sobre todo cuando se trata de matar. No me gustan los asesinos profesionales: matan sin motivo, sólo por dinero, de manera que no están dispuestos a sacrificarse. Pero usted sería capaz de morir por lo que quiere: ver destruida la Cruz, y Salim lo mismo; eso es lo que les hace especiales.
—Eso es lo que nos hace más manejables para usted.
—Dígalo como quiera. Lo importante es el plan y el plan es perfecto. Los trozos de su odiada Cruz que se guardan en España, en Roma y en Jerusalén quedarán hechos añicos, no podrán encontrar ni una astilla. Inmediatamente después de que eso suceda entrará en acción Ylena en Estambul, haciendo volar el pabellón de Topkapi, donde se guardan las reliquias del Profeta. La espada de Mahoma, los cabellos de su barba, el manto… todo volará por los aires. ¡Ah, imagínese lo que sucederá! Los musulmanes de todo el mundo clamarán venganza y en el mismo Estambul comenzarán los ataques a la comunidad cristiana… Sí, conseguiremos el enfrentamiento entre cristianos y musulmanes. Primero destruiremos unas cuantas reliquias cristianas, después las del Profeta… Nadie podrá poner coto al odio entre las dos comunidades por mucho que los políticos occidentales se empeñen en ello. Llamarán a la calma pero nadie les hará caso. ¿Recuerda usted aquellas caricaturas de Mahoma que publicó aquel diario danés, e Jyllands-Posten? Hubo manifestaciones y muertos por aquella afrenta, así que imagínese lo que sucederá cuando millones de musulmanes sepan que han «volado» las reliquias más preciadas de su Profeta.
—Sí, pero no crea que la reacción de Occidente será la misma. A los cristianos les dará lo mismo, sólo se lamentarán. En Europa ya nadie cree en nada, a veces pienso que la mejor venganza es que mis contemporáneos están renegando de la Cruz sin que nadie se lo pida.
—No sea ingenuo, no podrán pasar por alto atentados en España, en Italia y en Israel, y además cometidos por fanáticos islamistas.
—Esperemos que el plan de Salim al-Bashir no tenga fallos.
—Su plan no tendrá fallos pero, amigo mío, haremos que se sepa quién ha estado detrás de los atentados: el Círculo se hará omnipresente.
—¿A Ylena la detendrán?
—Eso dependerá de su habilidad. Lo más probable es que no sobreviva. Y si la cogen, debe suicidarse.
—¿Y sino lo hace?
—Ella sabe lo que le sucederá si la cogen viva. Preferirá morir a pasar el resto de sus días en una prisión turca, nada menos que por haber destruido las reliquias de Mahoma.
—Puede denunciarnos.
—¿A quién?
—A mí.
—Imposible, nadie le habrá visto jamás con ella y, por mucho que investiguen, lo máximo que encontrarán es que han sido, junto a otros cientos de personas, huéspedes del mismo hotel. Por eso le aconsejo que busque uno grande, donde entre y salga mucha gente. Quizá sea mejor que la vea aquí en París, o en la Costa Azul…
—¿Karakoz conoce a Ylena?
—Usted tampoco le puede hablar a ella de Karakoz. Pero sí la conoce y sabe que sólo desea venganza. Ha logrado entrar en contacto con ella a través de amigos suyos. Primero averiguó que seguía viva y en el mismo pueblo; más tarde, a través de contactos, hizo que averiguaran hasta dónde sería capaz de llegar. Karakoz lo ha organizado todo desde la distancia. La chica lleva unos cuantos meses esperando este momento. La acompañarán dos de sus hermanos y un primo.
—¿Cómo es posible que Karakoz tenga contactos con la gente del Círculo siendo serbio?
—Karakoz es serbobosnio y tiene contactos en todas partes —dijo el Facilitador—, se mueve por la antigua Yugoslavia como por su casa, y también por los países árabes. Nadie le pregunta porque paga bien, por eso tiene buenos informantes, pero, además, los productos que vende son de primera calidad, garantizados. En el mercado de armas el mejor es Karakoz, por eso todos acuden a su supermercado.
—Karakoz conoce la existencia de todos nosotros y usted se fía de él…
—Amigo mío, Karakoz es un hombre de negocios, y sabe que la discreción y el silencio son la base de su prosperidad. Él vende armas a todo el mundo, no le importa a quién vayan a matar.
—¿Compraré directamente a Karakoz las armas para Ylena?
—Sí. Usted ya tiene el teléfono del hombre de Karakoz en París; le llaman el Yugoslavo. Pero no olvide que Salim no puede saber de la existencia de Ylena, ni Ylena de la de Salim. Es mejor que cada comando actúe de manera separada y que nadie pueda relacionarlos. Si Salim supiera lo que nos proponemos, intentaría impedirlo; usted sabe que bajo su apariencia se esconde un fanático. Para él, las reliquias de Mahoma son sagradas.
—Sí, es un fanático al que le encanta el buen vino.
—Todos tenemos contradicciones… En cuanto a Ylena, aún no sabe el objetivo; usted se lo detallará, le dará el dinero, le dirá dónde recoger las armas. Una vez que pague al Yugoslavo, él le entregará documentos falsos para Ylena y el comando, y hará que la entreguen las armas en el mismo Estambul. En los próximos días le detallaré el plan para Ylena, el hotel donde debe alojarse en Estambul, cómo llegar hasta allí, cómo acceder a Topkapi… en fin, todos los detalles.
—¿Me llamará usted?
—Sí, dentro de un par de días.
—Los cátaros estaban en contra de la violencia —le respondió el conde en tono de enfado—, pero a veces es la única alternativa.
—Me da igual en lo que usted crea, a quién rece Salim o a quién se encomiende Ylena. Ustedes van a matar en nombre de Dios. Bien, es muy prosaica su actitud, pero ni a mí ni a mis representados nos interesa. Nuestro objetivo es otro: hay que agitar el mundo, hay que redefinir fronteras, hay que poner fábricas en funcionamiento.
—Usted dirige la orquesta.
—Así es. Le dejaré aquí, está cerca de su casa.
Raymond se bajó del coche, asqueado. Nunca le había gustado ese hombre, había un punto de vulgaridad en él, a pesar de sus trajes de corte impecable. El tono de voz delataba su origen pero, a pesar de ello, le necesitaba. Mientras caminaba hacia su casa pensó en cómo se había introducido en su vida.
Se había presentado sin previo aviso en el castillo. Dijo conocer a antiguos amigos de su padre, patriotas alemanes que se habían tenido que esconder después de la guerra.
No se anduvo por las ramas y le enseñó una edición de lujo de aquella crónica de fray Julián.
—Usted vengará la sangre de los inocentes; su padre murió sin poder hacerlo.
El conde le escuchó extasiado mientras le exponía el plan. Un plan sencillo, para el que sólo se necesitaba dinero y creer en aquella causa, y él tenía ambos ingredientes. De eso hacía casi un año; desde entonces el hombre había comenzado a organizar todo el dispositivo, con precisión y paciencia, haciendo que todos los que iban a intervenir se terminaran encontrando, y el punto de encuentro era él, Raymond, conde d’Amis, cuya vida había estado dedicada desde su nacimiento a la causa sagrada de los cátaros. Él no tenía el valor de ser como los perfectos, pero al menos era un credente como lo habían sido muchos de sus antepasados.
Era el último de su estirpe aunque tuviera una hija, Catherine. Pero la había educado su esposa y él no la conocía, de manera que difícilmente podría entenderle.
Tampoco su esposa lo había hecho. Nancy era norteamericana. Cuando se conocieron ella vivía con sus padres en la Riviera francesa.
El padre de Nancy era poeta y pintor y su madre marchante de pintura. Ella era hija única, mimada hasta la saciedad, sin ningún objetivo en la vida.
Raymond nunca debió casarse con ella, pero se enamoró. Su padre le advirtió de que cometía un error, que aquella chica no era como ellos. Tenía razón. Pero esperó a que su padre muriera para casarse. Quizá era demasiado mayor para el matrimonio, estaba a punto de cumplir cuarenta años, y cometió su primer gran error.
Le abandonó apenas un año después de casados, cuando él se confió a ella y le explicó la misión sagrada a la que estaba dedicado. Nancy montó en cólera y le exigió que sacara de sus vidas a todos sus amigos, a aquellos jóvenes que como él tenían una causa, patriotas de un mundo distinto, de hombres superiores.
Se marchó del castillo embarazada, diciéndole que estaba loco, y que por el hijo que llevaba en las entrañas no le iba a denunciar, pero le amenazó con contarlo todo si se acercaba a ella o reclamaba el hijo que iba a nacer.
Él cumplió y ella también: no volvieron a verse; supo que había tenido una hija, Catherine, y todos los meses le hacía llegar una cantidad de dinero para su manutención a través de su abogado. Sabía que madre e hija vivían en el Víllage de Nueva York, donde Nancy había abierto una pequeña galería de arte. Ella no le había permitido conocer a su hija, y cuando él se lo suplicó a través del abogado, Nancy le telefoneó amenazándole.
La última noticia que tuvo de ella es que estaba muy enferma.