15

Carmen y Paula, a través de los visillos de la ventana, observaban al joven que vigilaba desde la acera de enfrente la puerta del edificio donde tenían el despacho. Laila estaba reunida con el grupo de mujeres, cada vez más numeroso, que acudían a conocer, entusiasmadas, su interpretación del Corán. Intuían que aquel hombre iba a causarles problemas y, aunque no se atrevían a decirlo en voz alta, temían que le pudiera suceder algo a Laila.

—¿No es ése Mohamed? —preguntó Paula señalando hacia el otro extremo de la calle por donde acababa de aparecer el hermano de Laila.

—Se parece, aunque no sé. Hace tanto que no le vemos… —respondió Carmen.

Las amigas se miraron sin decir palabra cuando vieron que el que parecía hermano de Laila y el hombre de la acera de enfrente se miraban como reconociéndose pero sin decir palabra. Luego Mohamed entró en el portal y no pasaron ni dos minutos cuando escucharon el timbre de la puerta.

—Pues debe de ser él —exclamó Carmen—, voy a abrir.

Mohamed se mostró circunspecto con las dos amigas de su hermana. Respondía con monosílabos al parloteo de las dos abogadas, que le pidieron que aguardara en el despacho de una de ellas mientras avisaban a Laila.

Él las miraba incómodo y se sentía arrepentido de haberse dejado llevar por el impulso de presentarse en el despacho donde trabajaba su hermana, para decirle que estaba dispuesto a acompañarla a conocer a ese supuesto hombre santo.

Pasaron unos minutos cuando oyó varias voces de mujeres hablando en árabe. Le hubiera gustado poder escuchar con más atención, pero Paula y Carmen no paraban de hacerle preguntas, al tiempo que elogiaban a Laila.

—Es una abogada estupenda —comentó Paula—, la mayoría de las mujeres que vienen al despacho quieren que ella les lleve su caso, y es que como Laila ha ganado unos cuantos, las clientas se la van recomendando las unas a las otras.

—Hoy acaba de notificarnos el juzgado otro caso ganado por Laila —explicó Carmen—. Una historia terrible, de violencia doméstica. El marido pegaba a su mujer delante de los hijos, los críos han sufrido lo indecible viendo a su madre llorar desesperada por los golpes. Él lo negaba todo, pero tu hermana es como una hormiguita, ha logrado demostrar que aquella casa era un infierno.

Por fin la puerta del despacho de Carmen se abrió y apareció su hermana. Laila le miró asombrada sin saber qué hacer ni qué decir. Mohamed se levantó del sillón donde estaba e intentó sonreír, más por compromiso que porque quisiera hacerlo.

—He venido a buscarte; ayer me hablaste de una persona que me gustaría conocer, no sé si tienes tiempo ahora.

—Sí… claro… acabo de terminar la reunión con las mujeres y no tengo ninguna cita pendiente. Iba a trabajar un rato antes de ir a casa, pero puedo continuar mañana.

—Entonces vamos —respondió Mohamed con cierta brusquedad.

Se despidieron de Carmen y Paula y salieron en silencio, incómodos el uno con el otro. Mohamed buscó con la mirada al joven magrebí pero ya no estaba. No supo por qué, pero se sintió aliviado.

—¿Quién es ese hombre santo? —quiso saber Mohamed.

—En realidad le conoces, aunque posiblemente no te acuerdes de él.

—¿Quién es? —insistió Mohamed.

—Jalil al-Basari.

—No le conozco.

—Viene de Fez, aunque ya lleva unos años viviendo en Granada. Cuando éramos pequeños nuestro padre alguna vez le invitó a nuestra casa. Venía de vez en cuando a ver a su hija, que está casada con un español. Cuando enviudó dejó Fez y se vino a vivir a casa de su hija.

—¡Y tú quieres que conozca a gente así!

—Son unas buenas personas. Jalil es un maestro, enseñaba en una madrasa. Es un alim respetado en Marruecos y aquí también. Habla de paz, de entendimiento entre los hombres, predica el respeto entre todos los seres humanos y defiende los derechos que tenemos las mujeres.

—No creo que valga la pena que me lleves a conocer a ese Jalil. Si eso es lo que piensa, no es uno de los nuestros.

—No le conoces, no le juzgues aún. Confía en mí, verás cómo al escucharle sientes el corazón reconfortado y aún creerás más en el Misericordioso.

—¿Dónde vive ese hombre?

—Cerca de aquí, en el centro.

—¿Y por qué no vive en el Albaicín?

—Ya te he dicho que vive en casa de su hija. Ella da clases en una escuela pública donde hay muchos niños de nuestro país; les enseña a hablar español y les va introduciendo en las costumbres de aquí, intenta tender puentes entre los dos mundos. Es una mujer muy amable y siempre está de buen humor.

—¿Y su esposo qué hace?

—Tiene una tienda donde vende café, té y especias; es un hombre bueno y respetuoso con su esposa. Tienen tres hijos pequeños, ya verás.

Mohamed siguió a Laila hasta llegar a un edificio donde pudo distinguir la tienda del yerno de Jalil, un local espacioso lleno de luz donde en varias filas de estantes se distinguían diversos tipos de cafés, té, mermeladas, miel y especias.

Laila entró en la tienda y saludó con alegría a Carlos, el yerno de Jalil. El hombre estrechó la mano de Mohamed y les pidió que entraran en la trastienda, donde en ese momento estaba su mujer, Salima, preparando un té para su padre, el bueno de Jalil.

Salima abrazó con afecto a Laila mientras observaba con curiosidad a Mohamed.

—Ya os he hablado de mi hermano; tenía ganas de que le conocierais.

Los ojos de Jalil estaban perdidos en la nada, pero movía la cabeza en dirección a Laila. A Mohamed le impresionó el aspecto elegante del anciano, que vestía una impecable chilaba blanca de lana fina, tan blanca como el color de sus cabellos. También se fijó en sus manos de dedos largos y en su sonrisa beatífica.

—Así que tú eres Mohamed —afirmó Jalil—. Laíla nos ha hablado mucho de ti.

Mohamed se quedó en silencio fascinado por aquel anciano de aspecto elegante a pesar de estar modestamente vestido.

—Es un honor conocerle —acertó a decir.

El anciano sonrió. Podía sentir la turbación del joven en ese momento.

—Ven, siéntate a mi lado. Tomaréis una taza de té con nosotros. Salima, hija, ¿puedes servir el té a nuestros amigos?

—Sí, padre, ya estoy preparando las tazas. ¿Os apetece un dulce? Los he hecho yo.

—¿A qué te dedicas, Mohamed? —le preguntó Jalil sabiendo que el joven no esperaba una pregunta tan directa.

—Bueno, ahora estoy de vacaciones, pero estudié Turismo y he trabajado en Alemania.

—¿Piensas quedarte mucho tiempo?

—Depende… puede que tenga que marcharme, pero en realidad no lo sé.

—Ya —dijo el anciano mientras se concentraba en beber el té.

Laila notaba la incomodidad de su hermano, pero decidió no hacer nada para aliviarle la situación. Le sabía cohibido ante Jalil y sorprendido por ver a Salima vestida como una occidental, con pantalones y sin un pañuelo que le cubriera los cabellos.

—Mañana te irá a ver una mujer de mi parte —dijo Salima dirigiéndose a Laila—, es la madre de dos niñas del colegio; he logrado convencerla de que no puede seguir aguantando en silencio que su marido la maltrate.

Salima miró de reojo a Mohamed que se movía incómodo en la silla. Pero decidió continuar su plática.

—Es una chica joven, no tiene ni treinta años. No hay día en que no aparezca con algún golpe en la cara, pero ayer además de tener un ojo morado, vino con un brazo roto. Las niñas están aterrorizadas porque son testigos de la violencia de su padre contra su madre. Temo que un día la cosa vaya a más. Mira si puedes ayudarla.

—Ya sabes que todo depende de ella, que quiera poner una denuncia por malos tratos. A partir de ahí podemos conseguirle un domicilio provisional para que esté junto a otras mujeres maltratadas, mientras se arregla su situación legal. Yo no puedo hacer nada por ella si ella no quiere.

—Lo sé, lo sé… pero escúchala. No es fácil dar ese paso para ninguna mujer, denunciar al marido siempre es terrible. Me da tanta pena verla sufrir y saber que le aguarda el infierno hasta que se muera…

—Haré lo que pueda.

Jalil y Mohamed escuchaban la charla de las mujeres, en silencio. A Mohamed le irritaba que el anciano no interviniera para reconvenir a Salima y a Laila por lo que se proponían hacer.

—¿Y tú qué piensas de que el marido maltrate a la esposa? —preguntó de manera inesperada Jalil a Mohamed.

—¿Huir? ¡Yo no huyo de nada! —En el tono de voz de Mohamed había notas de histeria y de miedo.

—Entonces termina tu té y no tengas prisa por escapar de la conversación con un anciano.

—No creo que nadie tenga derecho a meterse en los asuntos de un matrimonio, y mucho menos aconsejar a una esposa que denuncie a su marido. El Corán dice cómo debe de castigarse a la esposa cuando ésta comete una falta. Desde luego el castigo debe ser proporcionado a la falta cometida. Me disgustaría que mi hermana interviniera en un asunto particular de una buena familia musulmana.

—¿De dónde has sacado que el matrimonio del que hablo es musulmán? —replicó Salima—. Para tu información los dos son españoles, de aquí de Granada, y son cristianos.

—Aun así, no creo que nadie deba meterse en sus asuntos. Si él le pega, sabrá por qué.

—¿Y a ti te parece justo? —quiso saber Jalil.

—¡Claro que sí! ¿Acaso vamos a cuestionar el Libro Sagrado?

—Te he preguntado si consideras justo maltratar a otro ser humano sea por la causa que sea —insistió el anciano.

—Está escrito en el Corán…

—¡Por favor, Mohamed, deja en paz el Corán! ¡Los hombres no hemos dejado de hacer barbaridades en nombre del Corán o de la Biblia! Buscarnos excusas en los textos sagrados para justificar lo injustificable.

El tono de voz de Jalil al-Basari estaba lleno de energía pero también de calidez, incluso parecía esbozar una sonrisa burlona que irritó sobremanera a Mohamed.

—Mi hermana me había dicho que era un hombre santo, un alim respetado, y me encuentro con un anciano que cuestiona el Sagrado Corán.

—¿Crees que he cuestionado el Sagrado Corán? Dime por qué crees eso.

—No he venido a discutir a su casa. Les agradezco su hospitalidad, pero ahora debemos irnos —afirmó Mohamed mirando a su hermana.

—¿De qué huyes, Mohamed? —preguntó de nuevo el anciano Jalil.

—¿Huir? ¡Yo no huyo de nada! —En el tono de voz de Mohamed había notas de histeria y de miedo.

—Entonces termina tu té y no tengas prisa por escapar de la conversación con un anciano.

Mohamed bajó la cabeza resignado. Aquel hombre le desconcertaba; pensó que bajo su apariencia de ancianidad se escondía un lobo astuto dispuesto a clavarle los dientes en cuanto se descuidara.

—Dejemos el Corán y hablemos del bien y del mal. Yo no creo que ningún ser humano tenga derecho a humillar, torturar, hacer cualquier tipo de daño, el que sea, a otro ser humano. Desgraciadamente son demasiadas las ocasiones en que los hombres nos comportamos como auténticas alimañas con otros hombres, y todo porque no piensan como nosotros, porque no comparten el mismo credo y rezan de manera diferente o no rezan, porque quieren vivir de una manera distinta a como creemos que se debe vivir… En fin, son muchas las cosas que nos irritan y separan de los demás y, sin embargo, ninguna de ellas es de verdad una causa que justifique que hagamos el mal.

»Pongamos que tú matas porque pretendes castigar una ofensa de tus enemigos, o maltratas a tu esposa porque no ha sido diligente, o mientes para no sentirte humillado ante tu comunidad. Cualesquiera de estas cosas son intrínsecamente malas. La cuestión está en dominar el mal que llevamos dentro, luchar contra él a lo largo de la vida, intentando que no nos dirijan los demonios, sino que seamos nosotros los que los dobleguemos.

»No, Mohamed, no está justificado que un hombre maltrate a su esposa, ni a un hijo, ni a un perro, ni a una flor. ¿Crees que Alá se regocija contigo si mueles a palos a tu esposa? Antes sentirá compasión por su sufrimiento e ira por tu ira.

Jalil al-Basari se quedó en silencio mientras apuraba la taza de té. Salima observaba de reojo a Mohamed y a Lada y pudo leer en los ojos de su amiga la desesperación que la embargaba.

—Están a punto de llegar unos amigos para el rezo de la tarde. ¿Os podéis quedar? —preguntó Salima para romper el silencio que se había instalado entre ellos.

—Tengo cosas que hacer —se excusó Mohamed.

—Pues yo me quedaré un rato más —afirmó Laila.

—¡No! Tú vienes conmigo.

—No, me quedo aquí un rato; me gusta escuchar a Jalil, siempre aprendo algo.

—No te preocupes. Si se hace tarde mi marido y yo acompañaremos a Laila a casa.

—Mi hermana debe venir conmigo ahora.

—No, me quedo.

A Mohamed le volvía a arder el rostro. Notaba que la ira le corroía por dentro pero no quería dejarse llevar delante de aquellos extraños.

—Debes obedecerme, Laila, es mejor que regresemos juntos, si te retrasas tendremos que esperarte para cenar.

La excusa le resultó ridícula hasta a él, pero no se le había ocurrido otra cosa para intentar que su hermana le acompañara. Lo que sí tenía decidido es que Laila conocería los rigores de su cinturón por haberle colocado en esa situación. Cuando llegaran a casa la azotaría y su conciencia, se dijo, no se alteraría por las lágrimas y el sufrimiento de su hermana.

—Me gustaría que os quedarais los dos —intervino Jalil—; creo que puedes sentirte a gusto hablando y rezando con nosotros. No te hará mal.

—Bueno… —Mohamed no encontraba nuevas excusas.

—Está decidido, os quedáis; nuestros amigos deben de estar a punto de llegar.

No pasaron más de unos cuantos minutos cuando Carlos, el marido de Salima, entró en la trastienda para avisarles de que los fieles habían llegado.

Con mimo y delicadeza, Salima y Laila ayudaron a Jalil a incorporarse y por una escalera interior subieron al piso que les servía de vivienda.

A Mohamed le sorprendió comprobar que su hermana conocía a todos los que formaban aquel grupo de fieles, y le escandalizó la naturalidad en la manera de tratarse los hombres y las mujeres, a su juicio sin recato, sin pudor. Tenía ganas de reprochar a algunas de las mujeres que no llevaran el cabello cubierto con el velo y que por su indumentaria parecieran cristianas en vez de musulmanas, pero decidió callar porque entre aquel grupo se sentía perdido.

Se sentaron en cojines dispuestos en el suelo en torno a Jalil, que ocupaba una silla baja. A la derecha de Jalil, las mujeres, a su izquierda los hombres.

—¿Os parece que hoy reflexionemos sobre la violencia? —preguntó Jalil.

El murmullo de asentimiento hizo sonreír al anciano.

—Antes de que llegarais, estábamos hablando sobre el derecho del marido a castigar físicamente a su mujer. Nuestro amigo Mohamed cree que a los hombres se nos ha dado ese derecho en el Sagrado Corán.

Un hombre que debía de tener más o menos la edad de Jalil levantó la mano.

—Sin duda nuestro amigo Mohamed conoce bien el Corán. Por ejemplo en la sura 4, aleya 34, se dice: «Los hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Dios ha elevado a éstos por encima de aquéllas, y porque los hombres emplean sus bienes en dotar a las mujeres. Las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas: conservan cuidadosamente, durante la ausencia de sus maridos, lo que Dios ha ordenado que se conserve intacto. Reprenderéis a aquéllas cuya desobediencia temáis, las relegaréis en lechos aparte, las azotaréis; pero tan pronto como ellas obedezcan no les busquéis camorra. Dios es elevado y grande».

Mohamed miró con agradecimiento a aquel hombre que acababa de recitar de memoria aquel versículo del Corán que no dejaba lugar a dudas sobre la facultad del hombre para castigar a la esposa. Sintió alivio al comprobar que en aquel extraño grupo no todos se comportaban como infieles.

—Los creyentes cristianos y los creyentes judíos llevan tiempo alejándose de la literalidad de la Biblia; la tienen como Libro Sagrado inspirado por Dios, pero dicen que cuando Dios inspiró el Libro, lo hizo teniendo en cuenta cómo era el mundo entonces. De manera que se quedan con el espíritu del Libro, no con su literalidad y no porque no sean buenos creyentes, sino porque creen que Dios ha querido que el mundo cambie día tras día, año tras año, siglo tras siglo. Lo más importante es la fe en Dios, no si el profeta Elías subió al cielo sobre un carro de fuego.

Esta intervención de Carlos, el marido de Salima, dejó anonadado a Mohamed. Era un infiel.

—¿Quiere decir que no debemos seguir las enseñanzas del Sagrado Corán? —preguntó Mohamed.

—Quiero decir que el espíritu del Sagrado Corán es lo que debe guiarnos. Podemos leer en la sura 49, aleya 16: «¿Pensáis enseñar a Dios cuál es vuestra religión? Si Él sabe todo lo que hay en los cielos y en la Tierra. Él lo conoce todo». Y dice más adelante: «Dios conoce los secretos de los cielos y de la Tierra; ve todas vuestras acciones».

Todos los presentes escuchaban atentamente al hombre. Nadie le replicó, conscientes de que esa tarde tenía un protagonista nuevo: Mohamed.

Jalil no les podía ver, pero parecía saber dónde estaba cada uno y así, dirigiéndose a Mohamed, le habló:

—Dios es misericordioso. En la sura 53, aleya 32, se dice: «Los que evitan los grandes crímenes y las fealdades e incurren en faltas ligeras, para ésos tiene Dios una gran indulgencia. Bien os conocía cuando os formaba de tierra; os conoce cuando no sois más que un embrión en las entrañas de vuestra madre. No intentéis, pues, disculparos; Él conoce mejor que nadie al que le teme».

—Me siento reconfortado cuando escucho el Sagrado Corán —dijo un joven lleno de entusiasmo—. Aun sabiendo que Dios todo lo ve y todo lo sabe pienso en su misericordia, y por eso espero su perdón por todas las faltas que pueda cometer.

—Sí, pero no se trata sólo de hacer lo que no se debe —apostilló Jalil— y luego esperar la misericordia de Dios; Él espera más de nosotros.

El joven bajó la cabeza avergonzado por haberse dejado llevar por el entusiasmo, aunque estaba convencido de que la misericordia de Dios alcanzaría a cuanto hiciera en la vida.

Mohamed carraspeó antes de decidirse a hablar. Aquellos ancianos conocían mejor que él el Sagrado Corán, pero durante el tiempo pasado en Pakistán, en la madrasa donde le envió Hasan, había dedicado muchas horas al estudio del texto sagrado, tantas como para saber que Jalil y su amigo entresacaban aquellas citas del texto interpretándolas de una manera, a su juicio, poco ortodoxa. Decidió arriesgarse y hacer alarde de sus conocimientos del Corán.

—«Hemos preparado un brasero ardiente para los infieles que no han creído en Dios y en su apóstol —recitó entrecerrando los ojos—. El reino de los cielos y de la Tierra pertenece a Dios; perdona a quien quiere y aplica el castigo divino a quien quiere. Él es indulgente y misericordioso».

—Tú mismo lo acabas de recordar: es indulgente y misericordioso —le respondió Jalil—. En la sura 4, aleya 44, se dice: «Dios no hace daño a nadie, ni siquiera del peso de un átomo; una buena acción paga doble y concederá una recompensa generosa». Así es Dios, así se nos dice en el Sagrado Corán que es. El Todopoderoso nos puede castigar cuando quiera, como quiera, a nosotros y a los infieles, a todos los seres de la Tierra, pero el Corán no deja de recordarnos la indulgencia y misericordia de Dios para con nosotros, pobres pecadores. Me alegro de que conozcas bien el Corán, Mohamed; ahora lo importante es que lo interpretes bien y sepas sentir la indulgencia y misericordia de Dios para con los hombres.

—O sea, ¿que al final resume el Sagrado Corán en la indulgencia y misericordia de Dios? —preguntó desafiante Mohamed.

Jalil se quedó en silencio apenas un segundo, luego, antes de responder, clavó en él su mirada vacía.

—Ser indulgente y misericordioso con nuestros semejantes es una tarea titánica para nosotros, pobres mortales. ¡Cuántas veces nos irritamos y maltratamos de palabra y obra a nuestros seres queridos! Lo hacemos porque no somos capaces de ser indulgentes con sus faltas y mucho menos misericordiosos. Mira en tu corazón y pregúntate cuántas veces has sido misericordioso con los demás. Seguramente la respuesta no te gustará. Tampoco a mí cuando me hago esa pregunta.

—«Todo el que haya cometido una mala acción habrá obrado inicuamente contra su propia alma; pero luego implorará el perdón de Dios, lo hallará indulgente y misericordioso» —recitó en voz alta otro anciano.

La noche había cubierto la ciudad cuando Jalil dio por terminada la reunión. Mohamed se sorprendió al ver que eran casi las diez. Su madre y Fátima estarían preocupadas. Les había dicho que iba a buscar a Laila y de eso hacía casi cinco horas.

Su hermana se despidió con afecto de aquel grupo heterogéneo; Mohamed se dio cuenta de que todos la apreciaban.

Salieron de la casa en silencio, y en silencio fueron caminando hacía el Albaicín.

Mohamed tenía sentimientos contradictorios. Por una parte se había sentido a gusto entre aquella gente, por otra pensaba que eran un grupo de ingenuos empeñados en ver el perdón en cada línea del Corán. Ignoraban todo aquello que no concordaba con sus deseos de indulgencia y misericordia.

Cuando llegaron a la casa, encontraron a su madre y a Fátima esperándoles en la sala con gesto de preocupación. Su madre se dirigió con paso raudo hacia Laila y suspiró tranquila al comprobar que su hija no había sufrido violencia alguna; luego sonrió a su hijo y les invitó a pasar a la mesa.

Laila se excusó diciendo que estaba cansada y que al día siguiente debía madrugar porque daba su primera clase a las ocho. Mohamed hizo caso omiso de su hermana y se dirigió a la sala donde Fátima ya había dispuesto la cena.

Comió en silencio, solo, mientras su esposa le servía con la cabeza baja.

La observó de reojo y pensó que seguía sin encontrarle ningún atractivo, a pesar de que se había acostado con ella en un par de ocasiones con el único objetivo de que no pudiera quejarse a sus parientes de que su marido no la había tomado. Hasan no le habría perdonado esa afrenta.

La chilaba ocultaba las formas de Fátima, pero él sabía que el cuerpo de su esposa no era atractivo, y que el cabello, cubierto por el hiyab, era de un anodino color castaño oscuro y de tacto áspero.

Tendría que volver a acostarse con Fátima y para ello guardaba en un cajón una tabaquera llena de hachís. Sólo con la cabeza repleta de brumas se sentía capaz de hacerlo. Esperaba que Fátima se quedara embarazada y con esa excusa alejarse de ella durante algún tiempo, pero hasta el momento no adivinaba en ella ningún síntoma que pudiera anunciarle que había concebido un hijo.

Estaba terminando de comer una granada cuando su madre entró en la sala y se sentó frente a él.

—Esta tarde ha venido Ali preguntando por ti.

—¿Y qué ha dicho?

—Que volverá mañana. Hijo, no me gusta tu amigo. —Pues que yo sepa eres amiga de su madre, o al menos lo erais cuando íbamos al colegio.

—Desgraciadamente su madre no está aquí. Pero no es su familia quien me importa; me importas tú y no quiero que te metas en líos. Sí vas con Alí terminarás mal.

—¿Por qué?

—Anda con gente peligrosa, no son como nosotros.

—¿Y cómo somos nosotros?

—Tú has cambiado. No sé qué han hecho contigo en Frankfurt y en Pakistán, pero no eres el mismo.

—Soy un hombre, madre.

—Sí, un hombre al que temo que otros manejen como si fuera un chiquillo.

—¿Manejarme? —El tono de voz Mohamed se había elevado y en su mirada se reflejaba ira contenida—. Soy un hombre, madre. Un hombre con una familia y el deseo de hacer de este mundo un lugar mejor, donde los musulmanes no seamos ciudadanos de segunda, donde se nos trate con respeto. Debemos castigar a los infieles y eso haremos. Dios nos recompensará por ello.

—¿Y quién ha dicho que tengamos que castigar a nadie? ¿Por qué no somos capaces de vivir los unos con los otros en paz? La Tierra es de todos, hay sitio para todos. Dejemos que cada cual rece a Dios como le hayan enseñado de niño.

—¡Madre, cómo puedes hablar así!

—Porque soy vieja y he visto demasiado sufrimiento a mi alrededor.

—Nadie te hará daño, confía en mí.

—No temo por mí sino por ti. Aléjate de Ali.

—¿Qué te preocupa de Ali?

—Anda con los peores de nuestra gente, con hombres que destilan odio. Le manejan como a un títere, lo mismo que querrán hacer contigo. Te dirán que eres un muyahid, que tienes que cumplir una misión sagrada, pero será mentira, sólo querrán que mueras por ellos.

—Cualquier madre se sentiría orgullosa de que su hijo se convirtiera en mártir.

—Yo, Mohamed, me conformo con que estés vivo. No quiero más.

—¡No hablas como una buena musulmana! ¿Es que no te das cuenta de lo que sucede en el mundo?

—Sí, me doy cuenta de que hay hombres empeñados en destruir a otros hombres, pero no son ellos los que se colocan en primera fila en la batalla sino que os envían a vosotros, a nuestros hijos. Os embaucan con palabras que os llenan el corazón, pero te juro que no sé por qué morís.

Mohamed se levantó de un salto y salió furioso de la sala. No quería discutir con su madre. ¡Qué sabía ella! Era una mujer ignorante que a duras penas había aprendido a leer y escribir. Nada de lo que dijera tenía valor porque ella no comprendía lo que sucedía alrededor. Era una buena mujer, nada más.