El joven caminaba con paso apresurado por una de aquellas calles empinadas que conducen al corazón del Albaicín. Alto, musculoso, con el cabello rizado y los ojos negros como el carbón, intentaba pasar inadvertido temiendo que alguien le reconociera. Por eso había elegido la noche para acercarse a la casa de la familia Amir. Esperaba que Mohamed se encontrara allí y le tranquilizaba saber que a esa hora Darwish, el cabeza de familia, estaría trabajando en la obra. Temía a Darwish porque recordaba cómo en el pasado les recriminaba su comportamiento tanto a él como a su propio hijo. En realidad, Darwish hizo cuanto pudo por romper su amistad con Mohamed; por eso había enviado a su hijo a Frankfurt.
Ali se había enterado del regreso de Mohamed por un amigo que continuaba yendo por el Palacio Rojo y había escuchado a Paco contar que había vuelto «el morito alemán». Claro que se había llevado una sorpresa cuando Omar le había enviado recado de que quería verle con urgencia. Ver a Omar no era fácil; resultaba un gran honor, porque era el máximo representante del Círculo en España y nunca hablaba con los simples muyahidin como él.
Debía a Omar el cambio de su fortuna al igual que tantos otros a los que había rescatado de la miseria moral en la que vivían. Él había dado sentido a sus vidas, recordándoles la existencia de Alá todopoderoso y las palabras de Mahoma, su profeta.
El mundo podía cambiar, pero los musulmanes debían unirse como un solo hombre, en una sola comunidad, para enfrentarse al enemigo cristiano, débil y desconcertado.
De manera que Ali había dejado de ser un camello ocasional para convertirse en un guerrero dispuesto a matar y a morir.
Al principio Omar le había confiado un par de misiones sin importancia consistentes en hacer de correo para distintas células del grupo. Después, un día, le había preguntado hasta dónde estaba dispuesto a llegar; su respuesta le satisfizo, porque le mandó a Marruecos a colaborar junto a otros hermanos en la voladura de un hotel en Tánger frecuentado por extranjeros. La operación fue un éxito; murieron quince turistas: ocho españoles, dos norteamericanos, tres británicos y una pareja de franceses recién casados.
La policía no había logrado dar con ellos, y no era de extrañar puesto que Omar había pensado hasta en el mínimo detalle. Ahora Omar le pedía que saliera a la luz y se reencontrara con su viejo compañero Mohamed Amir.
Cuando llegó a la puerta de la casa miró a derecha e izquierda para ver si alguien le observaba. Después apretó el timbre con fuerza, escuchó unos pasos y se abrió la puerta.
Mohamed se quedó mirando al joven cuyo rostro se desdibujaba en la penumbra y no tardó más de un segundo en reconocer a su antiguo amigo.
—¡Ali!
Los dos jóvenes se fundieron en un abrazo emocionado. ¡Habían compartido tantas cosas juntos desde que sus familias emigraron desde Marruecos buscando trabajo en España! Habían acudido juntos a la escuela, y juntos habían soñado en lo que harían de mayores. Habían fumado su primer cigarro a escondidas en los lavabos del colegio, y juntos también habían comenzado a trapichear con hachís y a fumar lejos de la mirada de sus padres. La casa de Ali estaba situada dos calles más arriba, pero hacía casi tres años que estaba vacía porque sus padres habían regresado a su pueblo natal después de años de trabajo y ahorro. Su padre había montado una barbería donde trabajaba feliz ayudado por los hermanos menores de Ali. Sus hermanas habían recibido ofertas de matrimonio ventajosas y a pesar de ser unas niñas, la mayor tenía diecisiete años y la pequeña quince, ya habían formado sus propias familias.
—Pasa, pasa… He preguntado por ti, pero no me sabían decir por dónde andabas… ¿Cómo te has enterado de que estaba aquí?
—A través de Paco; bueno, por un amigo que continúa yendo por allí. Me han dicho que te has casado… ¡no me lo puedo creer!
—Sí, me he casado con la hermana de Hasan al-Jari. Fue la primera esposa de mi primo Yusuf.
—Sé que murió como un héroe.
—Así es. Para mí ha sido un gran honor que Hasan me entregara a su hermana. Ahora tengo dos hijos. Pero pasa, le diré a mi madre y a Fátima que nos preparen algo de cenar; tenemos que hablar.
—Sí, Mohamed, para eso he venido.
Se acomodaron en la sala y charlaron de la infancia mientras las mujeres les servían la cena. Cuando terminaron de cenar y se quedaron solos Ali empezó a explicarle a Mohamed el motivo de su visita.
—Omar me ha explicado lo de Frankfurt. Te felicito y me alegro de que estés vivo.
—No me hubiera importado morir —aseguró Mohamed fanfarroneando.
—Lo sé, a mí tampoco me importa morir.
—Pero… Ornar… ¿Le conoces? ¿Sabes quién es?
—Sí, soy miembro del Círculo. Omar me ha rescatado.
—¿Cómo ha sido?
—Estuve en la cárcel. Me pillaron en una operación antidroga. Allí había otros presos musulmanes. Uno nos hablaba del sentido de la vida y de la muerte, de cómo no debíamos desperdiciar el tiempo cuando se estaba librando una batalla que puede ser definitiva entre musulmanes y cristianos. Ahora sí que podemos vencer.
—¿Por qué estaba allí ese hombre?
—Le acusan de haber escondido en su casa a un miembro de nuestra organización y de que su nombre aparece en la agenda de otros muyahidin detenidos en otras partes del mundo. ¡Los muy perros! Pero doy gracias a Alá por haberle conocido. Él me abrió los ojos a la luz y ahora, al igual que tú, sé qué sentido tiene la vida.
Ali le explicó detalladamente que aquel hombre le había dado una dirección en Granada donde, cuando salió de la cárcel, le acogieron y le ayudaron a convertirse en un guerrero de Alá. Tampoco le ahorró detalles sobre el atentado de Tánger, y los dos amigos volvieron a sentir que se restablecían más sólidos que nunca los viejos lazos de la amistad. El destino les había convertido en lo mismo.
—¿Podré conocer a Omar? Hasan me dijo que no debía intentar ponerme en contacto con él salvo que fuera él quien me llamara. Me avisó de que eso podía suceder en cualquier momento, porque había que terminar una operación que se había frustrado por la muerte de Yusuf y los hermanos de Frankfurt.
—Él quiere verte. Hasan le mandó recado de que venías y de lo que esperaba de ti. No le digas que te lo he dicho, pero creo que Omar tiene una misión para ti y es posible que yo también participe, pero no sé de qué se trata.
—¿Una misión? —El tono de voz de Mohamed tenía un deje de alarma. Aún no se había repuesto del estrés del atentado de Frankfurt.
—Sí, eso creo. Pero será Omar el que te lo diga. Tienes que ir a verle.
—¿Cuándo?
—Dentro de dos días te vendré a buscar. Deberás estar preparado.
—Pero ¿a qué hora? ¿Dónde iremos?
—Aún no lo sé. Omar se mueve de un lado a otro.
—Supongo que tendrá una tapadera.
—¡Claro! Es propietario de varias agencias de viaje. Viaja, no sólo por toda la provincia, sino por Andalucía entera. Omar está en contacto permanente con Hasan y es nuestro guía, todos le obedecemos.
—Lo sé; escuché hablar de él en Alemania, aunque nunca imaginé que llegaría a conocerle.
—Pues lo harás y… bueno, esto me resulta mas difícil decírtelo, pero Omar está preocupado por tu hermana Laila. Mohamed se puso tenso, las venas de la sien derecha le comenzaron a latir provocándole un repentino dolor de cabeza.
—¿Qué le puede preocupar a un hombre como Omar de una mujer insignificante como Laila?
—Tu hermana no se atiene a las reglas, no se comporta… perdona que te lo diga, amigo, pero no se comporta como una buena musulmana. Altera a las mujeres de nuestra comunidad, se reúne con ellas y les habla del Corán, dirige los rezos… Sabes que eso está prohibido. Además parece una cristiana, se viste como ellas, va a lugares donde jamás iría una buena musulmana.
—Mi hermana es muy joven y está llena de buena voluntad.
—Tu hermana está provocando escándalo, tiene que renunciar a lo que está haciendo, debe hacerlo. Mohamed, sé cuánto quieres a Laíla, por eso te aviso, si no logras que abandone sus actividades, Omar tendrá que tomar una decisión que será triste para todos. Habla con tu padre, es el jefe de tu casa, él sabrá cómo actuar, aunque muchos de nuestros hombres le creen responsable del mal comportamiento de Laila.
—El problema lo resolveremos en casa —replicó Mohamed.
—Más vale que así sea porque de lo contrario… no creo que Laila tenga demasiadas posibilidades de seguir adelante con lo que está haciendo.
Hablaron un rato más de los viejos tiempos, de su niñez y adolescencia en las calles recoletas del Albaicín. Conservaban intacto el afecto el uno por el otro, aunque ya no eran libres para ayudarse como lo habían hecho tiempo atrás.
Se estaban despidiendo en la puerta cuando vieron llegar a Laila.
—¡Ali! ¡Qué sorpresa!
—Hola, Laila.
—Hace tiempo que no te veíamos por esta casa; creía que te habías ido de Granada.
—Así ha sido.
—Me alegro de verte, ¿te vas ya?
—Sí, sólo he venido a visitar a Mohamed.
Se despidió de ella fugazmente y con paso rápido se perdió en la penumbra del Albaicín.
Laila entró en la casa seguida de su hermano. No se hablaban desde el día en que la había golpeado. En realidad, la presencia de Mohamed había acabado con la tranquilidad de la casa. Su padre parecía reverenciar a su hijo y en los ojos de su madre brillaba el miedo. En cuanto a Fátima, se movía como una sombra por la casa y sus hijos parecían aterrorizados. No se comportaban como todos los chiquillos: no corrían, ni gritaban, ni cantaban.
—Vamos al comedor, tengo que hablar contigo.
Las manos de su hermano la empujaron por la espalda hacia la sala; sintió una oleada de rabia, pero logró contenerse porque si protestaba sería aún peor.
—He sido paciente contigo, te he dado la oportunidad de rectificar, pero persistes en tu actitud y eso supone que tengo que tomar medidas que no te van a gustar.
—¿Me estás amenazando, Mohamed? —preguntó Laila en un susurro.
—Te estoy advirtiendo, dándote una última oportunidad. No provoques tu desgracia y la de nuestra familia.
En el tono de voz de Mohamed había, además de irritación, un deje de angustia que Laila percibió con asombro.
—Te lo dije aquel día y te lo repito ahora: soy ciudadana española, mayor de edad, y no tienes ningún poder sobre mí. Nada puedes hacerme, Mohamed. Respétame como yo te respeto a ti. No hago nada de lo que tenga que avergonzarme ni pueda avergonzar a nuestra familia.
—Insistes en reunirte con esas mujeres, dirigir los rezos, interpretar el Corán. Debes acabar con todo eso.
—No hago nada malo, te lo demostraré. Me gustaría que mañana me acompañaras a la casa de una persona muy especial, de un hombre santo que te podrá decir que soy una buena musulmana. Después de escucharle a lo mejor no continúas pensando igual. ¿Sabes, Mohamed? No voy a dejarme doblegar por el fanatismo, ni siquiera por el tuyo. Por favor, acompáñame mañana.
Mohamed clavó la mirada en los ojos de su hermana dudando si golpearla una vez más. Se sentía impotente ante la tozudez de Laila, que estaba seguro les iba a acarrear una gran desgracia. Aun así, sintió curiosidad por saber dónde quería llevarle su hermana.
No le respondió y salió de la sala para no pegarle. Laila suspiró aliviada porque había visto dibujarse la violencia en la mirada de su hermano. Se fue a su habitación sabiendo que aquella noche se había librado por los pelos de otra paliza.