13

Milan Karakoz salió de su oficina rodeado por la docena de guardaespaldas a los que cada día confiaba su vida. Había combatido codo con codo con aquellos hombres matando a más gente de la que podía recordar. Darían su vida por él, como él la daría por ellos; estaban unidos por la sangre que habían derramado.

—A casa —ordenó al chófer que arrancó de inmediato el lujoso Mercedes blindado.

Karakoz encendió un cigarrillo y permaneció en silencio. Junto a él, Dusan, su lugarteniente, leía un mensaje que alguien acababa de enviarle al teléfono móvil.

—Deberíamos movernos —dijo cerrando la tapa del móvil.

—Sabes que ahora no debemos hacerlo o caerían sobre nosotros como hienas. Nos vigilan a todas horas; incluso leen tus mensajes al mismo tiempo que tú lo haces.

—Supongo que les costará descifrar: «Tu abuelita quiere verte, te echa en falta».

—No es muy original.

—No, pero tampoco es fácil encontrar a mi abuelita. Quizá podría ir yo…

—¡No! A ti te conocen tanto como a mí, saben que lo que sé yo lo sabes tú, sería una estupidez que fueras a ninguna parte. Pero tendremos que mandar a alguien que no despierte sospechas.

—¿En quién has pensado?

—En Borislav.

—¡Vaya, eso sí que es una sorpresa!

—No debería serlo para ti.

—No está preparado.

—Para lo que yo quiero sí. Se trata de que vaya a Londres, acuda al lugar previsto, recoja la información y vuelva.

—¿Con qué coartada?

—Con la más sencilla: visitar a su hermana que vive exiliada allí.

—Confías demasiado en Borislav.

—Nadie le relaciona conmigo.

—No lo sabemos.

—Sí, eso sí lo sabemos, aún no le relacionan con nosotros. Encárgate de organizarlo todo. Dale instrucciones muy simples, no le asustes.

—No le será fácil buscar una excusa para que le den permiso en el hospital.

—La excusa es muy simple: su hermana quiere verle, no se han visto desde la maldita guerra, de manera que le ha invitado a Londres y él no puede ni quiere rechazar la invitación. ¿Sabes? Nunca he querido que ese joven se acercara a nosotros; prefería tenerle en la reserva para utilizarle en un momento como éste. Nadie sospechará de él.

—De acuerdo. ¿Cuándo quieres que se vaya?

—En cuanto lo tengas organizado, pero dale tiempo para que avise en el hospital. Lo que nadie entendería sería una espantada. Prepara la carta de invitación de su hermana para que la pueda enseñar.

—Él desea fervientemente trabajar contigo.

—Ésta es una buena manera de empezar. Necesitamos información directa.

El coche paró delante de un edificio que evidentemente había sido restaurado. Dos hombres flanqueaban el portal, y en cada extremo de la calle se veían también guardaespaldas atentos a la llegada de su jefe.

Karakoz se bajó seguido de Dusan. Su casa ocupaba todo el edificio de tres plantas. En la planta baja además de un despacho, una sala de recibir y la zona de servicio, habían habilitado habitaciones para los guardaespaldas. En los dos pisos superiores vivía la familia Karakoz: su madre, una anciana que ya había sobrepasado los ochenta años; una tía viuda, también de la edad de su madre, además de su esposa y sus cuatro hijos.

La mujer de Karakoz salió a recibirle un tanto alterada.

—Milan, quiero hablar contigo, me ha pasado una cosa muy rara en el mercado.

Karakoz y Dusan se pusieron alerta y ambos siguieron a la mujer escaleras arriba hasta la cocina, donde en ese momento la madre y la tía de Karakoz estaban cocinando.

—Verás, esta mañana he ido al mercado; tranquilo, que me ha acompañado Branko, como siempre. Había mucha gente, como suele haber los jueves; cuando ya nos íbamos una mujer ha tropezado conmigo, no me preguntes cómo era porque casi no me ha dado tiempo a verla, bueno, se ha disculpado y ha seguido andando, pero al llegar a casa y abrir la cesta de la compra me he encontrado este sobre. Ha debido de ser la mujer la que me lo ha metido en la cesta. No lo he abierto.

Dusan alargó la mano y cuidadosamente examinó el sobre antes de dárselo a Karakoz.

El sobre era de un tamaño normal y dentro se adivinaban unos cuantos folios.

Karakoz lo abrió y sonrió.

—No es nada, no te preocupes, es un amigo que ha encontrado una manera bastante ingeniosa de ponerse en contacto conmigo.

Su mujer le devolvió la sonrisa y empezó a parlotear sobre lo cara que estaba la vida y sus esfuerzos por ahorrar. Karakoz la escuchó durante unos minutos y a continuación salió de la cocina, después de besar a su madre y a su tía y elogiar lo que estaban cocinando.

Una vez en el despacho de la planta baja comenzó a leer la misiva con atención. Dusan aguardaba a que su jefe terminara, observando por la ventana la calle vigilada por los guardaespaldas.

Cuando Karakoz terminó de leer, tendió la carta a Dusan para que éste la leyera a su vez.

—No saben nada —afirmó Dusan.

—No, no saben nada, de manera que por ahora nuestros amigos pueden estar tranquilos y también nosotros. Es increíble lo de las palabras que han rescatado de entre los restos de papeles quemados, y aunque difícilmente puedan sacar ninguna conclusión hay que estar alerta.

—Supongo que nuestros amigos cambiarán algunos planes —reflexionó Dusan.

—Eso va no es asunto nuestro, pero hay que reconocer que esta vez nos han ganado por la mano a la hora de conseguir información. Bien, veremos con qué podemos sorprenderles.

—Ya no hace falta que envíes a Borislav a Londres.

—No, no hace falta, podemos dejar ese viaje para otro momento; pero tenemos que movernos, no podemos continuar cruzados de brazos.

—Nos están vigilando. En la carta nos recuerdan que los del Centro Antiterrorista de Bruselas tienen controladas todas nuestras comunicaciones y que hay un montón de satélites rondando por encima de nuestras cabezas, de manera que seamos cautos.

—Dusan, déjame que sea yo quien decida lo que se puede o no hacer, y lo que vamos a hacer es ir a Chechenia. Tenemos un negocio que atender. Prepáralo todo.

Karakoz dio la espalda a su lugarteniente y se puso a buscar distraídamente unos papeles en un archivador. Dusan salió de la estancia sin decir una palabra más. Sabía que no se discutía con su jefe.

Una vez solo, Karakoz se sentó detrás del escritorio y encendió el ordenador. Desconfiaba del aparato y nunca guardaba información importante en los archivos del ordenador, pero tampoco se podía sustraer a los medios del siglo XXI. Estuvo trabajando un rato pero no se concentraba, además le preocupaba que se hubiesen podido acercar a su mujer con tanta facilidad, aunque quien lo había hecho evidentemente trabajaba para el Círculo; pero aun así tenía que aumentar la seguridad en torno a su familia.

Karakoz se dijo a sí mismo que tenía que empezar a ser más cauto, su simpatía personal por el Círculo le podía traer problemas, y él era un hombre de negocios. Aun así deseaba fervientemente que el Círculo infligiera todo el daño posible a los cristianos; se lo merecían por prepotentes, pero además eso significaba negocio, ventas de material, desde explosivos a armas de distinto calibre.

Por lo pronto no debía retrasar el viaje a Chechenia, aunque bien pensado podía dejar ese trabajo a Dusan y concentrarse en el pedido que le acababa de hacer el Círculo en la carta que había recibido su esposa en el mercado. En ese momento no disponía de la totalidad de las armas que le requerían, aunque tampoco sería ningún problema conseguirlas. En las repúblicas ex soviéticas se podía comprar de todo, incluso una ojiva nuclear.

Inquieto, empezó a pasear de un lado a otro del despacho, parándose de vez en cuando junto al ventanal para contemplar la calle.

La ciudad empezaba a cicatrizar sus heridas físicas: la comunidad internacional estaba empeñada en borrar la huella de la guerra, y la población volvía a sonreír y a vivir en calma.

Pensó en Sarajevo. Antes de la guerra había vivido una larga temporada allí, pero ahora había pasado a ser la capital de Bosnia. Había vuelto a la ciudad con una identidad falsa para vender armas.

No era sorprendente ver a muchas mujeres con el velo, incluso a muchachas jóvenes, pese a que los habitantes de Sarajevo sabían que se habían salvado no por las brigadas de hermanos musulmanes que habían ido a combatir, sino porque Occidente, la Unión Europea y Estados Unidos habían impedido que se llevara a término la limpieza étnica organizada por serbios y croatas. Si Occidente no hubiera intervenido habrían terminado con aquellos musulmanes, pero a él tanto le daba; ahora muchos de ellos eran sus mejores clientes. De manera que había sido providencial no aniquilarles.

Aun así, Karakoz pensó que los serbios no debían nada a los cristianos; al menos él no se sentía en deuda con ellos: habían dejado que les machacaran, no les importaba que murieran los serbios, todo su interés se centraba en evitar la muerte de los bosnios. Pero eso ya era pasado, se dijo, ahora era un hombre de negocios, y su negocio era la muerte de los demás, tanto le daba quiénes murieran y por qué. Y tenía un cliente muy especial, que jamás le discutía un dólar cuando le daba un precio, ya fuera de armas o de asesinos a sueldo. Aunque este último encargo estaba resultando más complicado de lo que podía imaginar.

Se volvió a sentar tras el escritorio. Notaba cierto malestar en el estómago que se debía a esa carta que le había entregado su mujer. El Círculo le avisaba de que su nombre había aparecido entre los papeles encontrados en Frankfurt. Aquellos idiotas no habían hecho bien su trabajo. ¿Cómo era posible que no se hubieran asegurado de que no quedara ni un resto entre los documentos quemados?

La Interpol llevaba años pisándole los talones y desde hacía meses el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea también había puesto los ojos en él. Sí, tenía que tener cuidado pero no podía quedarse quieto; además, sus hombres le perderían el respeto si vieran que tenía miedo.

* * *

A monseñor Pelizzoli no le sorprendió que Ovidio hubiera regresado al Vaticano. En cuanto le llamó desde el aeropuerto de Fiumicino pidiendo permiso para quedarse unos días en Roma y trabajar desde su antigua oficina, el obispo había comprendido que el jesuita había decidido afrontar el reto de desentrañar el caso; pero seguramente, pensó, habría algo más, ya que Ovidio Sagardía atravesaba una crisis que no sabía cómo acabaría.

Cuando el sacerdote entró en su despacho le recibió como si se hubieran visto el día anterior. Ovidio le explicó los pormenores de su viaje a Bruselas y su decisión de no viajar a Belgrado.

—No tiene sentido que me presente en Belgrado a preguntar por Karakoz. Si voy, tiene que ser clandestinamente. De otra manera lo único que haré será perder el tiempo.

—¿Clandestinamente? Explícate —le pidió asombrado el obispo.

—Sí, quizá podría conseguir alguna información sobre Karakoz si paso inadvertido y me quedo una temporada en Belgrado; pero aun así tampoco tengo claro que lo que pueda obtener merezca la pena. Interpol y el Centro tienen medios adecuados para seguir los pasos del personaje; de hecho, saben cuándo se mueve y adónde va, de manera que mi primera idea de ir a Belgrado la he desechado.

Al obispo no le sorprendió el razonamiento de Ovidio Sagardía; al fin y al cabo era jesuita, y los jesuitas habían sido la avanzadilla de la Iglesia en los lugares más remotos; más que eso, muchos habían vivido vidas clandestinas en su afán de propagar y defender el Evangelio. Pensó en el jesuita Miguel Agustín que en los años veinte del siglo pasado había vivido en el México anticlerical de entonces bajo diversas apariencias: mendigo, barrendero, mecánico… Otro jesuita, Edmund Campion, había predicado clandestinamente en la Inglaterra de la Reforma allá por 1581.

—Bien, ¿qué propones? —preguntó el obispo interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.

—Creo que debería quedarme unos días; en Bilbao no dispongo de los medíos suficientes para buscar los porqués a este caso.

—Tú decides, Ovidio, haz lo que creas necesario. ¿Has avisado al padre Aguirre? No, aún no lo he hecho; he venido directamente desde el aeropuerto.

—Bien, pero no se te olvide hacerlo. ¿Dónde te quedarás?

—Aún no lo sé.

—Puedes quedarte aquí…

—Lo pensaré más tarde. Ahora quisiera buscar en nuestros archivos y en nuestro centro de documentación… no me parece que esas palabras salvadas del fuego se correspondan con la manera de pensar de los islamistas, pero supongo que el padre Domenico lo sabe mejor que yo.

—¿Qué es lo que estás pensando?

—Pues que hay algo extraño en todo esto, algo que hasta el momento no alcanzamos a ver aunque lo tenemos delante de las narices.

—Dime qué crees que es.

—¡No lo sé! Pero esas frases… he estado releyendo el Corán, he buscado algunos textos de pensadores árabes, y ése no es el estilo de ellos, su manera de expresarse.

—Pero en el Centro Antiterrorista no tienen la menor duda de que el atentado de Frankfurt es obra del Círculo. El señor Panetta y el señor Lucas lo dejaron muy claro y, además, el Círculo revindicó el atentado. Lo hace siempre.

—Yo tampoco tengo dudas de que haya sido el Círculo, pero… no sé, intuyo que hay más, mucho más. Por eso le pido permiso para quedarme un tiempo, espero que poco, porque aunque no lo crea añoro la vida que he comenzado en Bilbao. Y mis compañeros son extraordinarios.

—Haz lo que creas que es mejor para sacar adelante el encargo que te hemos hecho, hijo mío. No te limites, no te pongas fechas, que no te angustie el tiempo.

—Espero no tener que quedarme demasiados días.

—Bien, llamaré a Domenico.

—Gracias.

—¿Continúas teniendo reticencias respecto a Domenico?

—En absoluto, sabe que le aprecio aunque tenemos maneras diferentes de trabajar.

—Sí, las tenéis. Un jesuita y un dominico… pero ambos igualmente eficaces al servicio de la Iglesia.

A Ovidio Sagardía le había costado tiempo y paciencia llegar a entenderse con Domenico Gabrielli, un hombre tan cauto y desconfiado como meticuloso y obsesivo con el trabajo. En su opinión, a Domenico le faltaba imaginación; claro que Domenico pensaba que a Ovidio precisamente era lo que le sobraba: imaginación.

—Monseñor, ¿puedo ocupar mi antiguo despacho?

—Me temo que no. Hemos remodelado la sección, pero diré que te busquen un lugar adecuado para que trabajes el tiempo que estés aquí.

—Gracias —respondió Ovidio con sequedad y cierto fastidio. En realidad le molestaba que su despacho hubiera dejado de serlo.

—No te contraríes por lo del despacho.

—No, en absoluto.

—¡Vamos, a mí no me puedes engañar! Te has ido, y nosotros debemos continuar.

—Lo entiendo, monseñor, lo entiendo.

—Me alegro de que así sea. Y ahora, ¡a trabajar!

El obispo mandó llamar a Domenico. Sabía que necesitaba respaldar al jesuita frente al dominico, sobre todo porque éste no entendía a Ovidio, y mucho menos podía intuir su crisis. Para Domenico no cabían vacilaciones en un sacerdote, porque para él no había nada más sublime que el servicio a la Iglesia; se sentía un privilegiado por ello y daba gracias a Dios todos los días porque le hubiera iluminado para hacerse sacerdote. También se sentía un privilegiado por desempeñar su función en el Vaticano, en aquella tercera planta donde se analizaba cuanto sucedía en el mundo y los efectos que pudieran tener esos sucesos en la Iglesia.

Durante una hora el obispo moderó el encuentro entre Ovidio y Domenico; luego les pidió que unieran esfuerzos porque era mucho lo que estaba en juego.

Cuando se quedaron solos, Ovidio notó en la mirada de Domenico que no terminaba de entender por qué había vuelto. En realidad ni él mismo lo sabía; últimamente se dejaba llevar demasiado por sus impulsos, aunque la influencia del padre Aguirre había sido determinante. Su maestro le había situado ante la realidad que él trataba de esquivar, y en esa realidad estaba resolver ese asunto pendiente que tenía que ver con un atentado de terroristas islámicos en Frankfurt.