11

Ovidio estaba ensimismado releyendo los papeles que le había dado el obispo Pelizzoli. Había escrito en distintos folios cada una de las palabras salvadas del incendio y las tenía dispuestas sobre la mesa como si fuera un rompecabezas.

—Pues sí que estás entretenido —le dijo el padre Mikel mirándole de reojo mientras encendía un pitillo.

—Lo que estoy es atascado —confesó Ovidio— y no sé por dónde tirar.

—Deberías decirles a los de Roma que te liberen de ese trabajo, porque si no, no te vas a centrar en la parroquia. Perdona que te lo diga, pero te veo más preocupado por esos papeles que por nuestros feligreses. Es difícil conciliar lo que sea que te hayan encargado en Roma con los problemas de aquí.

—Tiene razón, pero no tengo más remedio que cumplir con lo que me han pedido —se excusó Ovidio.

—Y tú, Ignacio, podrías dejar de leer esa crónica de fray Julián, que ya te debes saber de memoria, y compadecerte del chico.

El padre Aguirre, que parecía absorto en la lectura de aquel relato, estaba sentado en una butaca junto al balcón, pero en realidad no se había perdido una palabra de la conversación. Dejó el libro y se levantó, acercándose a Ovidio.

—¿Sabes, Mikel? Ovidio no tiene más remedio que estudiar estos papeles porque así lo ha dispuesto el Santo Padre —dijo el padre Aguirre en tono cansino.

—¡El propio Papa! —exclamó el padre Mikel—. Bueno, sise lo ha pedido el Papa… pero tiene que haber otros que puedan hacer lo de Ovidio, porque si sigue así no le van a dejar centrarse en lo de aquí —continuó refunfuñando el padre Mikel.

—¿Y quiénes somos nosotros para juzgar las razones del Papa? A la Iglesia se la sirve donde nos piden que la sirvamos, y sin rechistar —respondió el padre Aguirre.

—Vale, si yo no digo nada. Es que me da pena ver al chico todo el día preocupado con esos papeles. Deberías echarle una mano, porque tú de esas cosas sabes.

—¿De qué cosas? —preguntó el padre Aguirre.

—¿De qué va a ser? ¡Pues de secretos! El otro día escuché a Ovidio decirte algo de la matanza de Frankfurt, que no sé yo qué tiene que ver con la Iglesia. Y tú… bueno… se habla mucho, y se dice que desde que has llegado te has empeñado en que aquí la gente deje de matarse.

—¡Y parecía que no te enterabas de nada! —exclamó riéndose el padre Aguirre—. Pero, que yo sepa, ese empeño lo tenemos todos, ¿no?

—¡Hombre, claro! —respondió riéndose el padre Mikel—. Y si os puedo echar una mano… a lo mejor os sirvo de ayuda.

—No, no puedes —respondió, veloz, Ignacio Aguirre.

—¿Sabe, padre? A veces pienso que tanto secretismo no está justificado. ¿Qué hay de malo en que Mikel y Santiago sepan en qué estoy trabajando? Yo confío en ellos como…

—Como no has confiado en nadie en los últimos treinta años —terminó la frase el padre Aguirre.

—Sí, efectivamente.

—Pero tienes que cumplir las reglas, es la única manera de evitar problemas. Y en nuestro trabajo la regla de oro es la discreción.

—Ya… pero…

—Ovidio, yo pondría mi vida en manos de Mikel o de Santiago pero hay asuntos que no les confiaría; no porque no me fíe, sino porque es mejor para ellos.

—En Roma lo que usted dice tiene sentido, pero aquí… lo siento, padre, aquí no le veo el sentido.

—Tú sabrás cómo debes de actuar. Yo sólo te recuerdo las reglas a las que estamos sometidos.

—No, no me cuentes nada —terció el padre Mikel—; si Ignacio dice que no debes hacerlo no lo hagas, pero, al menos, que él te ayude, porque también ha andado metido en secretos. Me voy a buscar a Santiago, que está con los chicos del coro, así que aprovechad el tiempo.

Mikel Ezquerra fue a su habitación a por la gabardina y la txapela y luego se despidió de sus compañeros con un escueto agur.

—¡Qué hombre! —dijo riendo el padre Aguirre—. Menudo carácter…

—Es un pedazo de pan —respondió Ovidio.

—Lo es, lo es. Ya te he dicho que le confiaría mi vida.

—Pero no le enseñaría estos papeles, ¿verdad?

—Es curioso que cuestiones uno de los fundamentos de nuestro oficio.

—Es que aquí las cosas resultan diferentes. Roma está muy lejos y las intrigas vaticanas también. Creo que todo es más simple de como lo vemos cuando estamos inmersos en la vorágine de allí. ¿Sabe? Yo no sólo confiaría mi vida al padre Mikel y al padre Santiago, también les confiaría estos papeles.

—No debes hacerlo, Ovidio, por tu bien y por el de ellos. Y el que no lo hagas nada tiene que ver con la confianza.

—Pero usted sí me podría echar una mano…

—No, no debería hacerlo, pero lo haré. Te has atascado y no sé por qué.

—Puede que la lejanía me impida pensar como lo hacía. Aquí todo es diferente.

—Bueno, cuéntame y veré si puedo ayudarte o no.

Ovidio ordenó los papeles sobre la mesa y comenzó a relatarle su encuentro con Lorenzo Panetta y Matthew Lucas; después le explicó minuciosamente cuanto sabía del caso de la matanza de Frankfurt. El padre Aguirre le escuchaba sin mover un músculo, y de cuando en cuando cerraba los ojos como si necesitara abstraerse del todo para entender lo que le contaba Ovidio. Cuando éste terminó su exposición volvió a distribuir por la mesa los papeles en los que tenía escrita una de las palabras encontradas en aquellos restos de folios rescatados del apartamento de Frankfurt donde los terroristas se habían volado.

A Ovidio le sorprendió la mueca de amargura y dolor que parecía haberse dibujado en el rostro del anciano sacerdote.

—¿Qué opina de lo que le he contado?

El padre Aguirre le miró fijamente y, exhalando un suspiro de pesar, le respondió:

—Intentaré echarte una mano, aunque no debería hacerlo.

—Pero… ¿por qué? —quiso saber Ovidio que miraba preocupado el rostro sombrío del viejo jesuita.

—Si yo hubiera tenido un hijo me hubiera gustado que fuera como tú. Quizá por eso inconscientemente te trato como tal —respondió el padre Aguirre.

—Gracias, usted para mí es más que un padre —acertó a decir emocionado Ovidio.

—Hay preguntas a las que no te voy a responder, porque no puedo, porque no debo y porque no quiero. Pero intentaré ayudarte.

—Gracias.

—Bien, empecemos. Dime a qué conclusiones has llegado.

—Ése es el problema, que no he llegado a ninguna. Navego entre tinieblas. Esas palabras no parecen tener ninguna relación entre sí: «Karakoz», «Sepulcro», «Cruz de Roma», «Viernes», «Saint-Pons», «Lotario», «cruz»… Las frases, sacadas de su contexto, son absurdas: «nuestro cielo está abierto sólo a aquellos que no son criaturas», «sangre», «correrá la sangre en el corazón del Santo»… No consigo desentrañar su significado, pero sí leo en ellas un tono amenazador, no sé por qué.

El padre Aguirre se concentró en la lectura de los esquemas trazados por Ovidio mientras éste continuaba hablando más consigo mismo que con el sacerdote.

—No imagino qué clase de papeles o documentos eran los que contenían estas palabras, pero estoy seguro de que nada tienen que ver con el Corán. Y no son de ningún libro, porque, si mira las fotocopias, verá que algunas son palabras escritas a mano, y no por la misma mano. En algunas coinciden los trazos, en otras es evidente que han sido escritas por una persona o personas distintas. He pensado en pedir un examen caligráfico; no es que nos vaya a desvelar nada trascendente, pero al menos algo indicará sobre los autores. La única que está clara es «Karakoz», que se refiere a un traficante de armas.

—¿De dónde es? —quiso saber el padre Aguirre.

—Un serbobosnio. Un personaje oscuro que luchó en las guerras de la antigua Yugoslavia y que ahora se dedica al tráfico de armas. Los informes de inteligencia aseguran que Karakoz puede conseguir cualquier arma que le pidan, sólo es cuestión de precio. Según la Interpol, en los últimos años ha sido uno de los proveedores de los grupos islamistas y, sin duda, fue él quien vendió los explosivos para la matanza del cine de Frankfurt.

—De manera que la única pista sólida que tienes es Karakoz. ¿Le han interrogado?

—Al parecer no quieren hacerlo; prefieren tenerle controlado para ver si hace algún movimiento que conduzca a una pista sólida. Pero no es fácil hacerlo: se mueve como una anguila, y aparece y desaparece sin dejar rastro.

—Karakoz es uno de los extremos de la cuerda.

—¿Qué quiere decir?

—Imagínate que el caso es una cuerda. En un extremo tenemos a Karakoz y si tiramos llegaremos al cabo del otro extremo. De manera que, o bien esperas a que la Interpol y el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea te cuenten lo que van averiguando del personaje, o bien intentas averiguarlo por tus propios medios, lo que sin duda es más difícil.

—Se supone que lo único que tengo que hacer es pensar qué significan esas palabras.

—Un nuevo atentado, es evidente; lo que no sabemos es dónde, ni cómo, ni cuándo.

Ovidio Sagardía se quedó mirando con asombro al padre Aguirre. Su afirmación había sido como un mazazo. El viejo jesuita le observaba sin poder disimular una sonrisa.

—¡Pero, hijo, si es evidente! Si no estuvieras tan obcecado con tus propios problemas lo habrías visto, como lo han hecho Panetta y Lucas. ¡No puedes ser tan tonto! No hace falta trabajar en ninguna central de inteligencia para saber que hay un plan bien determinado por alguna o algunas personas, decididas a provocar un choque entre Occidente y el islam. Lo peor es que el fanatismo islamista encuentra aliados en ciertos sectores a los que no les viene nada mal para sus intereses que tengamos una nueva «guerra fría», sólo que ésta es diferente, y se pretende que la religión sea el desencadenante. ¿Sabes? No puedo creer que seas tan ingenuo; es más, me decepcionas.

Ovidio tragó saliva avergonzado. Llevaba media vida trabajando para el departamento de Análisis de Política Exterior, y de repente se estaba comportando como un novato; peor que eso, como un incapaz. El padre Aguirre tenía razón.

—Lo siento. Es verdad que he estado muy encerrado en mí mismo. Llevo meses sin pensar en nada que no sea yo…

—¿Y eso te ha convertido en un simple? —le reprochó con enfado el padre Aguirre.

—No; bueno, espero que no.

—Estoy seguro que desde el 11 de septiembre, incluso antes, el obispo Pelizzoli debe baberos puesto a todos a trabajar en lo que está pasando y se está moviendo en el mundo islámico. ¿No ha reforzado las legaciones vaticanas con algunos de nuestros analistas? ¿No ha determinado que el problema islámico es hoy la prioridad? No hace falta queme respondas. Conozco bien a Luigi Pelizzoli y es todo menos un incapaz, es una de las mentes más brillantes de la Iglesia. De manera que supongo que está dedicado a este conflicto. Y tú realmente estás mal. Eres un jesuita, entiendo la crisis por la que has pasado, entiendo que necesitaras dejar el Vaticano, pero no admito que no razones y que tu preocupación se haya convertido en tu único problema. Bien, ahora estás aquí; dime qué es exactamente lo que quiere Pelizzoli que hagas.

—Pensar, buscar un hilo conductor entre estas frases y sí, supongo que intentar saber si detrás de ellas hay una amenaza, aunque en ningún momento el obispo ni aquellos dos agentes de inteligencia dijeron nada al respecto.

—No hace falta señalar lo evidente. En mi opinión, lo que te han pedido no lo puedes hacer solo desde aquí. Necesitas medios, ayuda, una buena base de datos, saber qué es lo que va averiguando Interpol, el Centro de Coordinación Antiterrorista europeo, la CIA… en fin, no puedes hacer nada encerrado en este piso de la margen izquierda de Bilbao.

—Ésa es la condición que puse y que aceptaron.

—Pues es mejor que seas honrado contigo mismo y con la Iglesia. Yo te digo que ese trabajo no puedes hacerlo solo desde aquí. Tendrías que ir a Bruselas, reunirte con los de ese Centro de Coordinación, ver a los de la Interpol, estar en contacto con nuestro departamento en el Vaticano, y si me apuras, deberías intentar averiguar algo por tu cuenta de ese sinvergüenza de Karakoz dondequiera que se esconda. La información se encuentra en la calle.

—Nuestro objetivo es analizar la información —se defendió Ovidio.

—Claro, pero nadie nos la regala, hay que buscarla. Nuestro departamento de Análisis de Política Exterior cuenta con mejores datos que muchos gobiernos. ¿Sabes por qué? Pues porque nosotros estamos en todas partes, en todas las calles, en todos los rincones del planeta. Pero esto ya lo conoces, así que no me canses comportándote como si no supieras de qué va este negocio.

—Me sorprende que hable de esta manera… —se lamentó Ovidio.

—Bueno, lo hago para fastidiarte; ya sé que precisamente por todo esto has querido dejar el Vaticano. Pediré perdón al Señor por haberte hecho daño a sabiendas de lo que hacía.

—¿Así de fácil?

—También te pido perdón a ti.

—¡Es usted increíble!

—No soy la maravilla que crees que soy. Sólo soy un hombre, un viejo sacerdote jesuita. No me idealices, acéptame como soy.

Se quedaron en silencio mirándose a los ojos. A Ovidio le sorprendía la dureza del razonamiento del padre Aguirre, pero no se engañaba: sabía que el viejo sacerdote tenía razón.

—Supongo que podré conciliar los dos intereses, el de la Iglesia y el mío —afirmó con un deje de cinismo.

—Tú verás si puedes.

—No regresaré al Vaticano. Me quedo, trabajaré desde aquí, aunque tenga que ir de un sitio a otro. Me gusta lo que estoy haciendo, en realidad no sabía cómo era tratar con gente normal, ni qué problemas reales tiene la gente. Aquí estoy encontrando verdadero sentido al sacerdocio.

—Nadie mejor que tú para saber lo que puedes hacer. Pero si vas a seguir con el caso, te aconsejo que te lo tomes en serio y no a modo de inventario, porque de ti puede depender que se salven vidas. Bien, ¿qué te sugieren algunas de las palabras?

—Lotario… hay varios Lotarios importantes en la historia pero en principio nuestro Lotario debería ser contemporáneo. En cuanto a Saint-Pons, aparece como un pequeño pueblo en el sur de Francia; eso podría suponer que allí hay una célula islamista, o que es el lugar elegido para un atentado. Supongo que los del Centro de Coordinación Antiterrorista de Bruselas lo estarán investigando.

—No está mal…

—Gracias por animarme, pero en realidad no tengo nada. Pienso que estas palabras tienen que significar algo, pero no tienen sentido en manos de unos terroristas islamistas.

—No deseches ninguna pista por extravagante que te parezca. En cualquier caso me tranquiliza ver que no has estado perdiendo tanto el tiempo como me estabas haciendo creer.

—Luego está lo de: «correrá la sangre en el corazón del Santo…». Una frase misteriosa que no me dice nada, y me cuesta relacionar con el grupo de fanáticos de Frankfurt.

—No tienes más remedio que tirar de la cuerda, y la única pista sólida es Karakoz. Insisto en que hables con esos dos señores que os fueron a ver al Vaticano y que te digan todo lo que han averiguado del personaje hasta el momento. Me parece que no hay muchas opciones más. Antes has dicho que se mueve como una anguila, pero tendrá un domicilio en alguna parte.

—Según este dossier, Karakoz pasa temporadas en Belgrado pero también en Montenegro, incluso se le ha visto en algunas de las ex repúblicas de la URSS, es uno de los proveedores de la guerrilla chechena; ha recalado en varias ocasiones en el aeropuerto de Beirut, en Yemen, en Damasco, pero también en París, en Londres, en Amsterdam… El informe dice que es un tipo discreto, que no se comporta al uso de los gánsteres. No suele frecuentar clubes nocturnos, ni tampoco se le conocen mujeres. Bebe vodka y fuma puros. Eso es todo lo que al parecer se sabe de él. La cuestión es saber si el grupo de Frankfurt estableció contacto directamente con Karakoz o si el grupo en cuestión tenía otros jefes por arriba que son los que se encargaron de comprar las armas y los explosivos a Karakoz.

—Supongo que sobre eso ya deben de tener una idea en el Centro de Coordinación Antiterrorista. De manera que…

—Que no me queda otro remedio que irme a Bruselas —respondió Ovidio soltando una carcajada.

—Tú verás…

—No tendré más remedio que hacerlo si quiero evitar que piense que soy un tonto.

—Efectivamente —respondió, riendo, el padre Aguirre.

—Me han hecho una faena.

—Sí, te la han hecho. Pero si Luigi Pelizzoli ha insistido en meterte en este caso es porque cree que puedes ayudar más que otros, de manera que tienes la obligación de hacerlo.

—¿Cuántas veces le han pedido ayuda desde que dejó el Vaticano?

—Mi vida no es la tuya, mis circunstancias nada tienen que ver con las tuyas, de manera que no pierdas el tiempo haciendo paralelismos. Pero que te quede clara una cosa: yo he servido a la Iglesia allí donde me ha requerido, donde han considerado mis superiores que debía hacerlo, y lo seguiré haciendo.

—Pero le dejaron venir aquí…

El padre Aguirre no respondió y volvió a ensimismarse en los papeles diseminados sobre la mesa.

—La verdad es que este caso es un auténtico reto para la inteligencia; sin duda es el «caso» de tu vida, en el que vas a dar la medida de lo que eres.

—¡Vaya!, no me lo pone fácil.

—No soy yo el que no te lo pone fácil. Este caso es endiablado, te lo aseguro.

Se miraron y Ovidio tuvo la impresión de que había un trasfondo en las palabras del padre Aguirre; pero no se atrevió a planteárselo.

—Llamaré a monseñor Pelizzoli y le pediré permiso para ir a Bruselas. Supongo que con un par de días tendré bastante.

—No supongas nada: tienes un trabajo que hacer; hazlo, pero sin condicionarte a ti mismo ni con el tiempo ni con nada. Pero… ¿sabes?, esta conversación me cansa. En realidad es tu resistencia la que me cansa. Quizá deberías llamar al obispo y decirle que renuncias del todo; quizá eso sería lo más honrado.

El padre Aguirre se levantó y salió de la sala dejando a Ovidio perplejo y malhumorado. Esperaba que el anciano sacerdote se pusiera de su lado, que entendiera su desgana para ponerse a pensar en el atentado de Frankfurt que tan lejos se le antojaba de su nueva vida en España. Y, sin embargo, su maestro le instaba a dedicarse al cien por cien al maldito caso y veía dibujarse en él la profunda decepción que le provocaba su actitud.

Ovidio se dijo que también él estaba sorprendido consigo mismo, por su terquedad casi infantil, pero se disculpó pensando que tenía derecho a ser un simple sacerdote y no ver más allá de los problemas de sus feligreses. Sintió de nuevo el desgarro interior que le había mortificado en los últimos meses.

Escuchó el sonido de la puerta al cerrarse. El padre Aguirre se había marchado dejándole solo para que tomara una decisión.

Cogió el teléfono y marcó el número directo de monseñor Pelizzoli, quien respondió al segundo pitido. Durante media hora estuvo explicando a su antiguo superior los escasos avances que había hecho y después le preguntó si consideraba conveniente que se desplazara a Bruselas, y quizá también a Belgrado. Pudiera ser que en la nunciatura alguien supiera algo relevante de Karakoz. Él sabía por experiencia la mucha información que sobre los asuntos más diversos pueden llegar a tener en las nunciaturas.

—Ya hemos pedido discretamente a nuestros hermanos de Belgrado que nos digan si saben algo interesante sobre Karakoz. En realidad, lo que nos cuentan no es mucho más de lo que saben en Bruselas, pero si crees conveniente ir, hazlo. Llamaré para que te reciban y te faciliten lo que puedas necesitar. En cuanto a lo de ir también a Bruselas, tampoco hay inconveniente. Tú eres quien lleva este caso.

—Bueno… no exactamente… —protestó Ovidio.

—Confiamos en que seas capaz de encontrar una pista que nos ilumine. Estamos preocupados por lo que puedan significar esas palabras, esas frases enigmáticas.

—No he cambiado de opinión respecto a lo que creo que debo hacer.

—Y no te hemos pedido que lo hagas —respondió con dureza el obispo.

—Haré todo lo que pueda.

—En eso confiamos.

—En nuestra Oficina, ¿se ha llegado a alguna conclusión?

—A ninguna sólida, pero sería conveniente que intercambiaras pareceres con los hermanos que están trabajando en el caso; es mejor que todos demos patadas en la misma dirección. Podrías venir al Vaticano antes de ir a Bruselas y a Belgrado.

Ovidio estuvo a punto de negarse, pero no se sintió capaz. Además, sabía que el obispo tenía razón. O estaba dentro del caso o lo dejaba, pero no podía seguir esquivando su responsabilidad.

—Lo haré.

—¿Cómo te va en Bilbao?

—Me siento muy bien. Aquí puedo llegar a estar en paz conmigo mismo.

—Me alegro de que así sea, ¿y el padre Aguirre?

—Acaba de salir. Está muy bien, tan enérgico y bondadoso como siempre.

—Ya lo supongo. ¿Te está ayudando?

—Se resiste —confesó Ovidio.

—Muy propio de él; querrá que te enfrentes a tu propia responsabilidad; sin embargo, escúchale. Él… bueno, él tiene mucha experiencia y sabe ver más allá de lo que somos capaces de ver los demás. Seguramente tiene ya una idea bastante precisa de qué va este caso.

—Si es así, no me lo ha dicho.

—Y no lo hará salvo que lo crea estrictamente necesario.

—No entiendo…

¡Pero, hijo mío, cómo vas a entender al padre Aguirre! Es mi amigo además de mi maestro y nunca he logrado entenderle ni… ni siquiera conocerle de verdad —confesó el obispo ante el estupor de Ovidio—. Bien, ponte en marcha y ven a verme cuando llegues al Vaticano. Hablaré con tus superiores, con el general de tu Orden para que te permitan hacer altos en el camino que has empezado a recorrer como sacerdote en Bilbao.

Ovidio volvió a concentrarse en los papeles que tenía ante sí pensando en el absurdo que suponía entrelazar unas palabras aparentemente sin relación y llegar a una conclusión lógica. En cuanto a las frases, tenía que buscar igualmente sus contextos y la tarea tampoco era fácil.

Había anochecido cuando regresaron sus tres compañeros de piso. El padre Mikel Ezquerra estaba discutiendo con el padre Santiago, mientras el padre Aguirre les conminaba a acabar la discusión.

—¡Pero es que Santiago no entiende nada! —protestaba el padre Mikel.

—Eres tú el que ves la realidad con un cristal que lo distorsiona —se defendía el padre Santiago.

—¡No terminas de comprender el problema!

—¡Claro que lo entiendo! La cuestión es que no comparto contigo ni el diagnóstico ni la solución.

Entraron en la sala refunfuñando. El padre Aguirre les pedía que dejaran de pelear.

—Pero ¿qué os pasa? —quiso saber Ovidio.

—Éste, que se cree que lo que ocurre aquí es culpa nuestra —respondió el padre Mikel.

—¿Lo que pasa dónde?

—Pues en el País Vasco. Tú eres de aquí y, bueno, sabes de qué va esto, pero Santiago lo ve con ojos de granadino y…

El padre Santiago, de natural apacible, dio un respingo y se dirigió iracundo hacia el padre Mikel.

—¡O sea que sólo los vascos pueden hablar y entender a los vascos, los chinos a los chinos, los franceses a los franceses…! ¡Menuda estupidez! Haces mal en ser ambiguo con esos chicos, estás sembrando su perdición.

—¡Esto sí que es demasiado! No soy ambiguo y lo sabes bien, sólo que prefiero escucharles y convencerles, no condenarles a la primera de cambio.

—Es que el mal hay que condenarlo a la primera de cambio, no hay matices posibles —replicó el padre Santiago.

—¿Podemos cenar?

La pregunta del padre Aguirre hizo que aparcaran la discusión. Ovidio quitó sus papeles de en medio, mientras el padre Mikel ponía la mesa y el padre Santiago, seguido del padre Aguirre, entraba en la cocina para calentar la cena que les había dejado preparada la buena de Itziar.

Todos se concentraron en saborear la sopa de pescado y las sardinas rebozadas de Itziar.

Cuando terminaron de cenar, el padre Aguirre les invitó a rezar el rosario para —según les dijo— meditar y liberar el espíritu de las tensiones del día además de intentar acercarse a Dios.

Una vez que finalizaron el rezo, el padre Aguirre propuso tomar una copa de pacharán antes de irse a dormir.

—¡Anda! ¿Es que es fiesta? —preguntó con sorna el padre Mikel.

—No, pero a lo mejor nos viene bien a todos degustar el licor charlando un rato antes de irnos a dormir —respondió el padre Aguirre.

—A mí me parece una idea estupenda —apuntó el padre Santiago.

—Hace años que no tomo pacharán —confesó Ovidio.

—Pues sí que te has perdido cosas andando por esos mundos —dijo el padre Mikel mientras se disponía a servir cuatro minúsculas copas con el pacharán.

Los cuatro sacerdotes apuraron el licor de endrinas cada uno sumido en sus pensamientos, hasta que el padre Mikel les devolvió a la realidad.

—Mañana tenemos que reunirnos con esos jóvenes; necesitan respuestas.

—La respuesta es clara: no hay justificación para que se comporten como unos bárbaros y amedrenten a sus compañeros. No podemos justificarles —dijo el padre Santiago en tono enfadado.

—No sé de qué habláis. ¿De lo mismo de antes? —quiso saber Ovidio.

El padre Santiago tomó la delantera a su compañero Mikel para responder a Ovidio.

—Sí. Te lo explico en dos palabras. Hoy ha venido a vernos una chica del instituto asustada porque un grupo de chavales de bachillerato vienen amenazando a su hermano porque no se une a ellos en la kale borroka. Le llaman cobarde, español, perro, etcétera. Ayer les tiraron un cóctel molotov en la terraza de su casa, afortunadamente no había nadie en ese momento. Pero hoy en el patio le han rodeado y le han dado una paliza. Nadie ha movido un dedo, nadie ha visto nada. Sólo su hermana ha intentado ayudarle y esos bestias le han puesto un ojo morado. Ella teme que la cosa vaya a más; teme por la vida de su hermano y ha venido a pedirnos ayuda, porque conocemos a esos bárbaros, y cree que podemos tener alguna influencia en ellos si les hablamos. Yo creo que además de hablarles debemos decirles que si vuelven a tocar un pelo a ese muchacho, si vuelven a lanzar un cóctel molotov a su casa, les llevaremos de la oreja ante la Ertzaintza. Por eso nos peleamos Mikel y yo. Él no está de acuerdo con esto último.

El padre Aguirre observaba a Ovidio pendiente de lo que pudiera decir. El sacerdote, absorto como estaba en sus cuestiones personales, no terminaba de entrar en los problemas reales de la comunidad a la que quería servir.

En el rostro de Ovidio se reflejaba la confusión y también el malestar por lo que acababa de escuchar al padre Santiago.

—No se puede permanecer neutral ante la violencia —acertó a decir.

—¡Pero no podemos denunciarles! ¡Si lo hacemos no volverán a confiar en nosotros! —protestó el padre Mikel.

—Y si miramos hacia otro lado, esa chica, su hermano y muchos como ellos tampoco confiarán en nosotros —afirmó con rotundidad el padre Santiago.

—Las cosas no son tan simples, por lo menos aquí. Este pueblo ha sufrido mucho —dijo el padre Mikel.

—¿Y su sufrimiento les da derecho a provocar más? —preguntó Ovidio.

—¡Vamos! ¡Tú saliste de Bilbao hace mucho tiempo, pero no se te puede haber olvidado lo que hemos pasado aquí! —insistió el padre Mikel—. No estoy diciendo que no hagamos nada, claro que podemos hacer, pero no lo que dice Santiago.

—Esos chicos tienen que aprender a diferenciar el bien del mal. No podemos ser sus cómplices en el mal, no podemos decirles que porque quieren la independencia del País Vasco están legitimados a hacer cualquier cosa para conseguirla.

—A mí me parecen unos cobardes —sentenció el padre Aguirre—. Hay que ser muy cobarde para entre cinco dar una paliza a un compañero y un puñetazo a su hermana. Son cobardes ellos, pero también todos los que han mirado hacia otro lado. No podemos permanecer impasibles ante el mal.

El padre Mikel no pudo ocultar un gesto de desolación, aunque no se daba por vencido.

—Claro que debemos actuar. Mañana iré a ver al director del instituto. También quiero hablar con los profesores e ir a la clase de esos chicos; debemos hablar con ellos uno a uno y advertirles de que su actuación no puede quedar impune. Pero si perdemos su confianza será peor. No tienen demasiadas referencias sobre lo que está bien o lo que está mal. Uno de ellos tiene a su padre en la cárcel, el otro a un hermano, hay que ponerse en su piel —insistió el padre Mikel.

—¿Por qué tiene a su padre en la cárcel? —preguntó Ovidio.

—Por un atentado. Formaba parte de un comando que atentó contra una patrulla de la Guardia Civil; murieron tres guardias.

—O sea, que está en la cárcel por matar —sentenció Ovidio sin un ápice de compasión en el tono de voz.

—Ha matado porque cree que este país no es libre, porque cree que es la única manera de que se reconozca que Euskadi tiene derechos. No lo justifico —se apresuró a matizar el padre Mikel—, sólo te explico cómo se perciben las cosas desde aquí.

—Y para conquistar esa libertad acaban con la vida de otros… —empezó a decir Ovidio.

—De otros que representan la opresión —se apresuró a responder el padre Mikel.

—¿Dónde ponemos el límite? —preguntó Ovidio con dureza.

—¿El límite? No te entiendo —respondió el padre Mikel con voz alterada.

—Sí, dime, ¿en qué circunstancias podemos justificar matar, torturar, dar una paliza a quien no piensa como nosotros? Digamos que aquí tienen razones, ¿y en Irlanda? Tampoco podemos olvidarnos de los chechenos, ni de los palestinos, incluso Bin Laden tiene razones para declarar el yihad, y…

—¡No hagas trampas, Ovidio! —dijo enfadado el padre Mikel.

—¿Trampa? No, eres tú el que te haces trampas a ti mismo. Soy tan vasco como tú, y cuando era niño escuchaba a los mayores hablar de una patria nueva que sería una Arcadia. Pero Arcadia no existe, sólo existimos los hombres y somos iguales, no importa dónde hayamos nacido o dónde vivamos. Hombres con todas las miserias y grandezas que albergamos todos los seres humanos. Cuando pierdes a tu madre, el dolor es el mismo hayas nacido aquí o en la China; cuando alguien te humilla, el dolor de la humillación se te clava en el alma seas vasco o escocés. Si no ganas lo suficiente para mantener a tu familia, la desesperación es igual aquí o en Sebastopol.

—Has estado tanto tiempo fuera que…

—He estado tanto tiempo fuera que he aprendido que la tierra no es nada sin los hombres, que lo que importan son los seres humanos.

El padre Aguirre y el padre Santiago escuchaban en silencio el duelo entre Ovidio y Mikel. Ambos defendían con pasión sus posiciones.

—Yo estoy en contra de la violencia, Ovidio, te lo aseguro, sólo digo que nuestro deber es saber dónde ejercemos nuestro ministerio, entender los sentimientos de la gente. De otra manera no podemos hacer nada por ellos.

—Entonces, comprende el dolor de ese chico apaleado y de su hermana maltratada. ¿Qué tipo de patria nueva se puede construir sobre los cadáveres de quienes no piensan como ellos? ¿Sabes? Me gustaría acompañarte al instituto a ver a esos chicos.

—Pues ven; a lo mejor así ves las cosas de otra manera.

—Lo intentaré, pero no creo que pueda, mañana me marcho.

—¿Adónde? —quiso saber el padre Mikel.

—Bueno, ya sabéis que estoy terminando un trabajo que tenía pendiente antes de venir aquí, y me está resultando más complicado de lo que pensaba. Tengo que ir a Roma y a Bruselas, supongo que no estaré fuera más de una semana. Lo siento, porque lo que más deseo es la rutina de esta nueva vida, pero tengo el compromiso y la responsabilidad de terminar lo que estaba haciendo.

No le preguntaron más. Siguieron hablando de generalidades hasta que el padre Aguirre les propuso irse a descansar.