10

Darwish abrió la puerta de su casa con gesto cansado. Trabajaba toda la noche como vigilante de una obra, lo que, a su edad, era mejor que estar subido a los andamios, pero aun así estaba agotado.

Se dirigió a la cocina seguro de encontrar a su mujer preparando el desayuno. Laila estaría durmiendo porque era sábado y no trabajaba; también él tenía dos días de descanso por delante.

Cuando entró en la cocina su esposa estaba ensimismada preparando café, y ni se dio cuenta de su presencia.

—¡Hola, mujer!

La mujer se volvió, nerviosa, y Darwish leyó en su mirada miedo.

—¿Qué sucede? —preguntó alarmado.

—Nada, nada, ha llegado Mohamed. Ahora duerme con su mujer y los niños, pero si quieres le aviso…

—¿Mi hijo? Pero… ¿cuándo?

—Llegó ayer por la tarde, y… bueno, ya te contará él, se ha casado con la hermana de Hasan, la esposa de Yusuf…

—Pero ¿qué dices, mujer? Explícamelo bien, que no te entiendo.

—Yusuf ha muerto… al parecer; bueno, nuestro hijo te lo contará. El caso es que se ha casado con su esposa y ahora tenemos dos nietos.

Darwish se quedó mirando a su mujer extrañado por su nerviosismo y su falta de alegría ante la llegada de su hijo. Hablaba de él como si de un extraño se tratara.

—¿Qué pasa, mujer?

—Nada, ¿qué me va a pasar?

—Estoy cansado, tengo sueño, llego a nuestra casa, me anuncias que ha llegado nuestro hijo y me lo dices como si de una desgracia se tratara, ¿por qué? ¿Tanto te disgusta que se haya casado? Sí, debería haberme pedido permiso, pero si ha desposado a la hermana de Hasan… bueno, para nosotros es un honor, y Mohamed nos explicará por qué lo ha hecho sin avisar.

—Sí, claro. ¿Tienes hambre?

—Un poco, pero prefiero descansar. Tomaré un vaso de leche con algo dulce y me iré a dormir un rato, pero despiértame en cuanto se despierte mi hijo. ¿Y Laila?

—Duerme.

—Ya, pero ¿ha visto a su hermano?

—Anoche.

—¿No me vas a decir nada más?

Darwish se estaba irritando por la actitud de su mujer. No entendía por qué estaba tan cariacontecida, ni el nerviosismo que delataban sus movimientos y la mirada perdida. Era una buena mujer y había sido una madre excelente, volcada en el cuidado de sus dos hijos. Ella también había trabajado duro fuera del hogar limpiando las viviendas de familias burguesas de la ciudad, lo que sin duda había contribuido a la economía de su casa y a que sus dos hijos pudieran estudiar una carrera.

Se sentó y suspiró. Esperaría a hablar con Mohamed y a conocer a su esposa. Estaba demasiado cansado para hacer caso al estado de ánimo de su propia mujer.

No se despertó hasta las dos de la tarde. Le costaba abrir los ojos por el cansancio, pero su mujer le instaba a levantarse, recordándole que estaba en casa Mohamed.

—Dame unos minutos para asearme. ¿Dónde está mi hijo?

—Están en la sala y ya es hora de comer.

—¿Por qué no me has avisado antes?

—Mohamed me ha pedido que te dejara descansar…

—¿Y Laila?

—Salió esta mañana; estará al llegar.

—Bien, comeremos todos juntos. Espero que te hayas esmerado; hace dos años que no vemos a nuestro hijo.

—He preparado cuscús de cordero, sé que os gusta a todos. Cuando Darwish entró en la sala apenas tuvo tiempo de mirar a su hijo porque éste le abrazó de inmediato.

Fátima les observaba de pie en un rincón, junto a sus hijos.

Darwish le dio la bienvenida a la familia y saludó a los niños intentando hacerse a la idea de que eran sus nietos y como tal les debía de tratar a partir de ese momento. Preguntó por Laila y su mujer, nerviosa, le indicó que aún no había regresado.

—La esperaremos, no tardará. Los sábados siempre comemos juntos; es uno de los pocos días que tú hermana no trabaja.

—De mi hermana deberíamos hablar —sentenció Mohamed ante la mirada preocupada de su madre.

—¿De Laila? ¿Por qué? —preguntó Darwish intuyendo la respuesta.

—No lleva hiyab, y por lo que ella misma me ha contado, ha abierto una escuela donde enseña el Corán. Estoy avergonzado.

—¿Avergonzado? Tu hermana no hace nada de lo que debas avergonzarte —respondió Darwish—. Es impetuosa, pero una buena creyente y jamás se ha desviado de la senda del Corán… Pero ya hablaremos de Laila más tarde; ahora, hijo, cuéntame de ti y… de tu esposa e hijos, y dame noticias de Frankfurt. Debes saber, Fátima, que tenemos a tu hermano Hasan por nuestro guía y es un honor que tú hayas unido a las dos familias.

Mohamed ordenó a su esposa que se fuera con los niños a la cocina a ayudar a su madre para quedarse a solas con su padre. Cuando los dos hombres se sentaron frente a frente, sin testigos, Mohamed relató minuciosamente a su padre todos los pormenores del suceso de Frankfurt.

Darwish sentía cada palabra de su hijo como un puñal en las entrañas. Una cosa era participar de las ideas del Círculo, proteger a sus miembros, soñar con que algún día el islam sería la religión de todos y los cristianos no tendrían más remedio que convertirse —de hecho, en Granada cada vez eran más los españoles que apostataban para convertirse en musulmanes—, pero lo que su hijo le estaba reconociendo era que él se había convertido en un muyahid dispuesto a matar y a morir y, lo más sorprendente, que había participado en el atentado en el cine de Frankfurt, donde habían muerto treinta personas, y que también estaba en aquel apartamento de Frankfurt donde el grupo de muyahidin había tenido que sacrificarse ofreciéndose en martirio para que la policía no les detuviera. Sabía que Yusuf había muerto, pero no imaginaba la presencia de su hijo. Sólo Mohamed se había salvado para poder destruir unos papeles que aseguraba haber hecho añicos y después quemado.

Darwish miraba a su hijo con incredulidad sabiendo que éste esperaba su aprobación, pero se sentía desgarrado. Su hijo había participado en la matanza del cine y él había visto por televisión las imágenes de los cuerpos destrozados, incluidos los de unos niños. Se dijo que en Irak morían niños todos los días y que en Palestina no había semana en que el ejército de Israel no disparara sobre algún inocente. Se dijo que estaban en guerra y en la guerra se mata y se muere, y lo único que uno no puede sentir es piedad porque eso te hace débil. Pero a pesar de esta reflexión sentía una punzada de náusea en la boca del estómago mientras miraba a Mohamed, convertido en un hombre distinto. Acaso su hijo era como él había querido que fuera; de lo contrario no le habría permitido ir primero a Frankfurt bajo la protección de Hasan y más tarde a Pakistán; él sabía que si Mohamed iniciaba ese viaje nunca volvería a ser él mismo, pero ahora se encontraba con esa realidad, que le producía un sabor amargo.

—¿Por qué elegisteis un cinc? Allí había mujeres y niños… —se atrevió a decir tímidamente.

—Allí había enemigos y por eso murieron. ¿O crees que esas mujeres no se alegran cuando nos ven caer a nosotros en Irak, o en Palestina? Sus hijos son futuros combatientes; si crecen irán a luchar contra nosotros. Padre, espero que tus convicciones no flaqueen…

—¡Hijo!

—No veas mujeres y niños, ve lo que son: enemigos, enemigos en la retaguardia con los que hay que acabar. No es difícil matar cuando sabes por qué matas.

—Y tú, ¿por qué lo haces?

Laila llevaba unos minutos en el umbral y había escuchado buena parte de las explicaciones de su hermano sin que ni éste ni su padre se hubieran dado cuenta de su presencia. El relato de Mohamed le había arrancado lágrimas de lo más hondo de su ser. No podía reconocer a su hermano en el asesino que veía en la sala de su casa departiendo con su padre.

—¡Lada! —gritó su padre, sobresaltado—. ¡Sal de aquí! Ésta es una conversación de hombres.

—¿De hombres? ¡Lo que Mohamed ha contado es horrible! ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has podido…? —gritó Laila con los ojos anegados por el llanto.

—¡Sal de aquí! —le ordenó su hermano con furia—. Sal antes de que te apalee, desgraciada. Y cúbrete la cabeza si no quieres que te la cubra yo.

—¡Atrévete! ¡Atrévete! —gritó Laila.

Su madre y Fátima entraron en la sala asustadas por los gritos. Y Laila se refugió llorando en los brazos de su madre.

—¡Es un asesino! Él mató a toda esa pobre gente del cine de Frankfurt… ¡Oh, Misericordioso! ¿Cómo lo has permitido?

Fátima bajó la cabeza entre avergonzada y temerosa. Ella sabía que Mohamed había participado en la matanza de Frankfurt lo mismo que Yusuf, su primer marido, pero eso, hasta ese momento, les convertía en héroes a sus ojos, porque su visión de la realidad era la misma de su hermano Hasan y la comunidad, aunque las lágrimas de Laila la conmovían y la hacían dudar.

Laila salió de la sala y se encerró llorando en su cuarto mientras su madre insistía para que le abriera la puerta. Darwish Mohamed no se habían movido de la sala, mientras que Fátima había vuelto a refugiarse en la cocina con sus dos pequeños, temerosa de lo que pudiera pasar.

Los dos hombres comieron solos y estuvieron hablando hasta bien entrada la tarde, cuando Darwish se dirigió a la habitación de Laila y le ordenó salir de inmediato.

Cuando Laila abrió la puerta, apenas se le distinguían los ojos, hinchados por el llanto.

—Lávate la cara y ven a la sala, tenemos que hablar —le ordenó su padre.

Mansamente se encaminó al cuarto de baño, donde se restregó la cara con agua fría mientras intentaba ahogar nuevas lágrimas que se deslizaron por sus mejillas. Cuando por fin se presentó en la sala donde la esperaban su padre y su hermano, se sentía agotada y empequeñecida.

—Me escucharás y obedecerás, porque de lo contrario puedes acarrear la desgracia a esta familia —le dijo su padre a modo de preámbulo, pero Laila ni siquiera respondió, bajando la cabeza—. Estamos en guerra, Laila, por más que tú no lo quieras ver así. Ha llegado el momento de que nos defendamos y saldemos todas las afrentas y humillaciones a las que nos han sometido los cristianos en los últimos siglos. Nos han ido arrinconando, expoliando y despreciando hasta intentar reducirnos a la nada, y muchos de nuestros dirigentes se han dejado corromper por Occidente. Pero Alá quiere que esta situación termine y por eso ha inspirado a algunos hombres santos para que lideren una nueva comunidad de creyentes, donde los limpios de corazón deberán sacrificarse para conseguir que la bandera del islam vuelva a ondear a lo largo y ancho del mundo.

—¿Matando inocentes? —se atrevió a preguntar con apenas un hilo de voz.

—¡Es que no lo entiendes! —exclamó con furia su padre.

—No, no lo entiendo. No entiendo el fanatismo. No entiendo por qué no podemos vivir juntos musulmanes y cristianos. No entiendo por qué los seres humanos nos empeñamos en hacer de la diferencia un abismo infranqueable. No lo entiendo porque no creo que Alá sea diferente al Dios cristiano o al Dios judío…

Laila no pudo seguir hablando porque su hermano se levantó con extraordinaria rapidez y le propinó una bofetada que la hizo tambalearse.

—¡Blasfema! —gritó Mohamed alzando el puño que estrelló contra el rostro de su hermana.

Su padre se interpuso entre ambos para evitar que Mohamed golpeara de nuevo a Laila. Se sentía impotente ante la situación.

De nuevo su esposa irrumpió en la sala chillando a su vez al ver a su hija con el labio partido, un ojo amoratado y sangrando a causa del puñetazo de Mohamed.

—¡Que Alá sea misericordioso con nosotros! ¿Qué hemos hecho? —gritaba la madre, asustada, abrazando a Laila.

—¡Vosotros tenéis la culpa de esto! —gritó Mohamed dirigiéndose a sus padres—. Nunca debisteis consentirle llegar tan lejos. ¡Tú, madre, has engañado a mi padre ocultándole las faltas de Laila, tú eres la responsable!

La mujer bajó la cabeza, asustada. No reconocía a su hijo en aquel joven lleno de ira que le gritaba amenazante, pero no se atrevió a responderle, ni siquiera intentó defenderse, sabiendo que si decía una sola palabra podía aumentar aún más la rabia de Mohamed. Tampoco sabía cómo iba a reaccionar su marido. Hasta ese día había sido un buen hombre que jamás las había golpeado, ni a ella ni a Laila, pero ahora veía en los ojos de su esposo un brillo especial que no sabía cómo interpretar. Abrazada a Laila y conteniendo las lágrimas, se dijo que lo único que podía intentar hacer era proteger a su hija con su propio cuerpo si Mohamed insistía en golpear a su hermana.

Los segundos se le hacían eternos hasta que por fin su marido habló.

—Llévatela y que no salga de su habitación hasta que yo lo diga. Laila tiene que obedecer, Mohamed tiene razón.

A duras apenas logró poner a su hija en pie y sacarla de la sala. Fátima aguardaba en el umbral de la cocina dirigiéndose con paso raudo para ayudarla a llevar a Laila a su cuarto. Entre las dos la acostaron en la cama y con la mirada se dijeron lo que debían hacer.

Fátima se quedó junto a la joven mientras su madre salía del cuarto en busca del botiquín para curar sus heridas.

Laila apenas podía hablar. Le dolía la cabeza y el ojo, tenía la visión borrosa y los labios entumecidos por el puñetazo.

Con gestos diligentes su madre le limpió las heridas mientras Fátima le sujetaba la cabeza. Su madre le dio un analgésico mientras en voz baja preguntaba a Fátima:

—¿Crees que debería verla un médico?

—No, no… Se pondrá bien, si viniera un médico podría… bueno, podría denunciarnos, y eso sería terrible para todos. No te preocupes, Laila se pondrá bien.

La mujer la miró y asintió. Fátima estaba protegiendo a Mohamed; en realidad a todos ellos, pero aun sabiendo que su nuera tenía razón, sintió una punzada de remordimiento por no atreverse a hacer lo que creía que debía de hacer, que era procurar que a su hija la viera un médico.

—Deberíamos darle algo para que duerma —propuso Fátima—. Mañana estará mejor.

—No sé… quizá debiéramos esperar… Encárgate de los hombres y de tus hijos, yo me quedaré con Laila.

Fátima salió del cuarto procurando no hacer ruido para que ni su esposo ni su suegro se fijaran en ella. Sentía miedo, miedo de Mohamed, miedo de lo que estaba pasando en aquella casa.

Los niños estaban en la cocina jugando en silencio. Su madre les había advertido que no debían molestar y mucho menos enfadar a su nuevo padre, al que los pequeños, instintivamente, temían. De manera que, sentados en el suelo, jugaban con unos coches de plástico sin hacer ruido.

Mohamed y su padre seguían hablando en la sala, y aunque habían cerrado la puerta, de vez en cuando escuchaba la voz estridente de su marido. Acarició la cabeza de los pequeños y les susurró que debían portarse bien y acostarse pronto para no molestar a los mayores. Los niños no se atrevieron a protestar y ella pudo ver en los ojos de sus hijos cuán asustados y tristes se sentían. Pero Fátima no se dejó conmover más de un segundo por el rostro entristecido de sus hijos. Así eran las cosas, y nada se podía hacer. Lada le caía bien, pero su tozudez iba a provocar una desgracia. Las mujeres tenían que obedecer a los hombres y aceptar que ellos pensaran y decidieran por ellas. No sabía lo que pretendía Laila, pero en cualquier caso, se dijo, su cuñada estaba equivocada.

Mohamed y su padre discutían sobre lo sucedido.

—Ésta es mi casa y soy yo quien decide lo que ha de hacerse. Sí tu hermana merece un castigo es mi responsabilidad castigarla, de manera que…

—¡Pero padre! —le interrumpió Mohamed—. Eres incapaz de ponerla en su lugar. Es una vergüenza que vaya sin velo, y mira cómo viste… no se la distingue de las cristianas. Me sorprende que no tenga ni una pizca de modestia y se atreva a enfrentarse a nosotros. Hay que poner fin a esta situación. No debe volver a ese despacho donde trabaja, y hay que obligarle a que no escandalice al Círculo, reuniéndose con buenas musulmanas a las que llena la cabeza con sus fantasías. ¡Lada enseñando el Corán! ¡Qué locura! Hay que impedir que lo haga si no queremos que nuestros hermanos nos juzguen por impiedad. Hasan me advirtió que o somos capaces de poner fin a esta situación o lo hará la comunidad. ¿Qué clase de hombres somos si no conseguimos que nos obedezcan las mujeres de nuestra casa?

—Mañana hablaré con ella, pero tú déjala —sentenció su padre.

—Pero si no logras hacerla entrar en razón, entonces lo haré yo. Sonó el timbre del teléfono y Mohamed levantó el auricular con gesto decidido.

—¿Quién es? —preguntó.

Escuchó durante un segundo mientras enrojecía de nuevo por la ira.

—¡No!, Laila no está, y no la vuelva a llamar. Usted no tiene permiso para preguntar por mi hermana.

Su padre le miró esperando que le dijera quién era, pero Mohamed dio un puñetazo sobre la mesa y de nuevo se puso a gritar.

—¡Un hombre preguntaba por Laila! El muy indecente se atreve a llamar a nuestra casa, pero ¿cómo habéis consentido una cosa así?

—Mohamed, esto es España; hijo, hazte cargo, no es fácil prohibirle todo. Laila tiene que trabajar, tratar con gente. Has vivido aquí y en Alemania, sabes que las mujeres y los hombres trabajan juntos y sabes que en Marruecos también sucede lo mismo en las ciudades, pero lo importante es cómo se comporten ellas, y te aseguro que tu hermana nunca ha hecho nada de lo que debamos avergonzarnos, es una buena chica, y una buena creyente…

—Pero ¿cómo la defiendes? ¿No te das cuenta de lo que significa todo lo que hace Laila? ¿Qué sentido tiene nuestra lucha si nuestras mujeres se comportan como vulgares rameras?

—Hijo, para ganar esta guerra debemos ser cautos y no llamar la atención. No podemos encerrar a Laila, tiene que seguir trabajando…

—De ahora en adelante se comportará de manera diferente, y no saldrá sin pañuelo; no se lo permitiré.

Padre e hijo se miraron agotados. Llevaban muchas horas hablando y el enfrentamiento con Laila había dejado huella en los dos. Era hora de que cada uno se quedara a solas consigo mismo y meditara.

—¿Por qué no llevas a tu esposa a que conozca Granada? Aún no es demasiado tarde y tu madre os puede dejar la cena preparada y hacerse cargo de los niños.

—Sí, me vendrá bien salir un rato.

Mohamed salió de la sala en busca de Fátima, aunque hubiera preferido ir a pasear sin ella. No es que la mujer le molestara, puesto que procuraba no hacerse notar, pero aun así la sentía como una carga. Se dijo que aún no habían compartido el lecho y que no podía demorar ese momento mucho tiempo más, puesto que tanto su familia como la de Fátima esperaban que tuvieran hijos. Sintió una punzada de repugnancia en la boca del estómago, porque su mujer le desagradaba físicamente y no sabía cómo iba a ser capaz de tomarla. El pensamiento le enfureció aún más y tuvo ganas de entrar en la cocina a golpearla, pero se contuvo porque al fin y al cabo ella era la hermana de Hasan y éste podría sentirse ofendido si pegaban a su hermana.

—Mujer, nos vamos —dijo, conminándola a seguirle.

Fátima no se atrevió a rechistar y cambiando una mirada con sus hijos les hizo un gesto para que no preguntaran nada, mientras ella se estiraba la galabiya y seguía a su marido hacía la puerta. Esperaba que su suegra se hiciera cargo de los pequeños y, aunque le hubiera gustado pedírselo, sabía que no debía porque Mohamed no le toleraría ningún retraso, de manera que mansamente salió de la casa caminando un paso detrás de su marido sin atreverse a decirle nada.

A esa hora Granada olía a azahar y Mohamed empezó a sentirse más tranquilo mientras reconocía los rincones de su infancia envueltos en el aroma inconfundible de esas flores minúsculas que sólo aparecía por la noche para embriagar los sentidos.

Fueron bajando por las calles empinadas del Albaicín hasta llegar a la orilla del río, donde a esa hora grupos de jóvenes se reunían en los bares de la zona.

Mohamed suspiró recordando los años vividos en Granada, cuando él mismo acudía a esos bares junto a sus amigos. Pensó en contárselo a Fátima pero la sentía una extraña para hacerla partícipe de sus recuerdos y emociones, de manera que volvió a perderse en sus pensamientos mientras saboreaba con los ojos cada rincón reencontrado.

De repente se acordó de que cerca había un pub donde solía reunirse con sus amigos y se dirigió hacia allí lamentándose de la compañía de Fátima. Aquel pub no era el lugar donde se lleva a una esposa. En el Palacio Rojo solían reunirse los «camellos» de la zona antes de salir a la calle para distribuir la droga. Él había sido uno de ellos antes de marcharse a Alemania. A los dieciséis años empezó a trapichear con hachís y se felicitaba del dinero obtenido con esta actividad.

Se convirtió en camello porque Ali, su mejor amigo, le propuso el negocio: él pasaría el hachís desde Marruecos y Mohamed y sus amigos lo venderían cobrando una buena comisión. Aceptó el trato sin pensarlo y se convirtió, además de en distribuidor, en consumidor. Cuando aspiraba el humo negro del hachís sentía que se le afinaban los sentidos y que el mundo era suyo. Lo mejor de todo era que convertirse en distribuidor de la droga le había abierto puertas que de otra manera le hubieran estado vedadas: las de todos aquellos señoritos que vivían en las zonas residenciales de la ciudad y que acudían a él suplicantes para que les vendiera «mierda». Incluso en ocasiones le invitaban a algunas de sus fiestas. Había disfrutado de lo lindo con aquellas chicas tan hermosas que aceptaban sus caricias a cambio del hachís.

Decidió que entraría en el Palacio Rojo a ver si encontraba a alguno de sus antiguos colegas y compraría una china de hachís. Era lo que necesitaba para poder acostarse con Fátima, y se dijo a sí mismo que nadie se enteraría. Sabía que si llegaba a oídos de Hasan que había vuelto a fumar, le expulsaría del Círculo.

Hasan se lo había advertido antes de enviarle a Pakistán y aceptarle entre los suyos: nada de drogas, nada de comportarse como esos cristianos corruptos capaces de matar a su madre por una dosis.

Pero Hasan estaba lejos y él tenía que hacer los honores de la cama a Fátima y sólo tras un buen porro sería capaz de afrontarlo.

—Quédate aquí un momento, voy a ver si está un amigo.

—¿Aquí, sola? —se atrevió a decir Fátima.

—¡Mujer, no te pasará nada! Es sólo un momento.

Empujó la puerta y sonrió al ver que nada había cambiado en el Palacio Rojo; incluso Paco seguía detrás de la barra.

—¡Mira quién está aquí! —exclamó Paco al verle—. ¿Dónde has estado? Hace años que desapareciste; dijiste no sé qué de una beca y hasta hoy.

—Hola, Paco, ¿cómo va todo?

—Como siempre, sin cambios. Bueno, a algunos de tus colegas les han metido en el talego por pasarse de listos.

—Hace tanto que no sé de ellos… ¿qué sabes de Ali y de Pedro?

—Ali desapareció como tú y Pedro está en la cárcel de Córdoba. Le pillaron con un cargamento de pastillas que hubiera servido para surtir a media España.

—¿Y de Ali no sabes nada?

—Lo que se rumorea. Unos dicen que se volvió a Marruecos, otros que le pilló la poli y está en alguna cárcel cumpliendo condena, otros que se ha vuelto un fanático y que está pegando tiros en Irak, vete tú a saber, estaba un poco pirado. Bueno, ¿y tú qué te cuentas?

—Nada de especial, terminé mis estudios en Alemania y he vuelto a ver a mis padres. ¡Ah, y me he casado!

—¡Vaya pasada! Pero ¿cómo se te ocurre casarte?

—Bueno, no me parece que sea tan raro… por cierto, ¿sabes de alguien que tenga buen material?

—O sea, que el matrimonio no te ha retirado de la «mierda»; bueno, ése de la mesa del fondo, que es moro como tú, tiene de todo.

Mohamed dudó si dirigirse al hombre que Paco le señalaba. Temía que pudieran reconocerle y llegara a oídos de Hasan, pero decidió correr el riesgo; o fumaba hachís o no se podría acostar con Fátima.

Tardó dos minutos en comprar una barra de hachís y salió del local asegurándole a Paco que volvería pronto, aunque en realidad no tenía intención de hacerlo.

—Vamos, comeremos cualquier cosa antes de regresar a casa.

Fátima le miró sorprendida. No esperaba que su marido la fuera a invitar a comer fuera de la casa, era consciente de su rechazo hacía ella.

Caminaron el uno junto al otro sin decir palabra hasta llegar a un pequeño bar desde el que se veía la Alhambra. Mohamed la condujo hasta una mesa del fondo y él se dirigió a la barra. Dos minutos más tarde un camarero se acercaba con una bandeja en la que llevaba dos Coca-Colas, un plato de queso y dos raciones de tortilla de patatas.

Comieron sin mirarse el uno al otro, pero al final Mohamed la sorprendió preguntándole por Laila.

—¿Qué piensas de mi hermana?

Fátima sintió que le ardía el rostro mientras buscaba las palabras con las que responder a su marido.

—Es una buena chica, y ahora que tú estás aquí, seguro que se portará mejor —dijo temiendo disgustar a su marido.

—Mis padres han sido demasiado condescendientes con ella, no han sabido encauzarla y ahora… me avergüenzo de ella.

—No… no deberías… ella… bueno… es una buena chica.

—¡Es una estúpida! Suerte que estamos aquí y podré enderezarla.

No dijo más. Con un gesto pidió la cuenta, y una vez que pagó se levantó seguido de Fátima. De nuevo en silencio caminaron hacia el Albaicín.

Encontraron la casa a oscuras. Les llegaron murmullos desde la habitación de sus padres y se dirigieron a su propio cuarto, donde los niños dormían apaciblemente sobre un colchón colocado en el suelo.

—Llévales al cuarto de al lado; no deberían estar aquí.

Fátima se sobresaltó al escuchar la orden de su marido, sabiendo lo que entrañaba. No dijo nada: despertó a los pequeños y tiró del colchón hasta llevarlo al otro cuarto, allí les acarició el cabello y les conminó a dormirse de nuevo. Luego, suspirando, regresó al dormitorio, donde encontró a Mohamed fumando hachís. No dijo nada, se sentó en la cama y esperó las órdenes de su marido, rezando en silencio para que lo que viniera no fuera demasiado insoportable.