8

El viaje fue largo y pesado. Desde Frankfurt llegaron hasta Estrasburgo, luego atravesaron Francia y cruzaron los Pirineos por Perpiñán, y por la carretera de la costa hasta Granada. En total habían tardado cuatro días que se le habían hecho eternos, preocupado porque le pararan en un control rutinario en cualquier carretera y le detuvieran.

Pero los infieles no parecían desconfiar de una familia; los niños pequeños le habían sido de gran ayuda para despejar la desconfianza de las miradas.

Aunque tenía miedo, se sentía feliz desde el momento en que había entrado en la provincia de Granada, colmada del olor a azahar, limones y espliego. Eran los olores de su infancia. Aún conservaba en la memoria cada rincón de su ciudad, porque era suya, más suya que de aquellos infieles que osaban mancillarla con su presencia. Algún día expulsarían a todos los infieles y el suelo sagrado de sus antepasados volvería a sus legítimos dueños. En realidad, la reconquista había comenzado con cautela pero sin vuelta atrás. Cada vez eran más los granadinos que volvían los ojos a la verdadera fe y aclamaban a Alá como su único Dios. La comunidad musulmana se extendía por todos los rincones ante los ojos de los españoles que, llevados por su afán de tolerancia y para que nadie pudiera acusarlos de perseguir a otras razas o religiones, se dejaban conquistar sin oponer resistencia.

Sintió que el pulso se le aceleraba cuando llegaron a los pies del Albaicín. En el barrio de su infancia había una importante comunidad musulmana y su aspecto no era distinto al de las ciudades del otro lado del Estrecho.

Se regocijó al ver a las mujeres con el pañuelo tapando sus cabellos y muchas de ellas vestidas a la manera tradicional, con galabiyas que las cubrían desde el cuello hasta los pies.

Al azahar se le unía el olor a cuero de los artesanos que habían abierto sus tiendas encaramadas en las calles estrechas y quebradas. Casas blancas de tejados pardos, rodeadas de naranjos y cipreses.

En la plaza Larga, el Arco de las Pesas recuerda el viejo esplendor nazarí, así como el aljibe de la antigua mezquita en la plaza de San Salvador.

Cuando llegó a la casa de su padre se sintió a salvo. Nada malo podía sucederle en aquel lugar, donde había sido tan feliz a pesar de las dificultades de su padre para sacarles adelante. Pero lo había conseguido con la ayuda de su madre. Él, trabajando en la construcción, ella como asistenta por horas en las casas burguesas de la ciudad. Entonces el Albaicín era un lugar dejado de la mano de los infieles, donde sólo vivían los que no podían hacerlo en ninguna otra parte.

En los últimos años, la comunidad musulmana había ido creciendo y recuperando, al mismo ritmo, aquella parte de la ciudad que siglos atrás brillaba con luz propia.

Había dejado el coche a unos cuantos metros de la casa de su padre. Pidió a Fátima y a sus hijos que le aguardaran hasta que comprobara si su familia estaba en casa.

Llamó a la puerta con los nudillos, primero con suavidad, después con fuerza, e inmediatamente escuchó la voz cantarina de su madre.

—¡Ya va! ¡Ya va!

Cuando la mujer abrió la puerta dejó escapar un grito en el que se mezclaban angustia y alegría a partes iguales.

—¡Hijo mío! ¡Mohamed! ¡Alá ha escuchado mis oraciones! ¡Hijo, estás aquí!

Le estrechó con fuerza y Mohamed hundió la cabeza en el cuello de su madre oliendo la suave colonia de limón con que la mujer se perfumaba.

—¡Madre, tranquila, que estoy bien! ¿Y mi padre?

—Creíamos… creíamos que habías sufrido una desgracia… Tu padre se acaba de marchar, ahora trabaja de noche, como guarda de una obra. Ya es viejo para andar por los andamios. Pero pasa, hijo, pasa. ¡Qué alegría!

—¿Y mi hermana?

Su madre le soltó y dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo, como sí de repente le hubieran abandonado las fuerzas.

—Tu hermana está bien, ella no tardará en llegar.

Mohamed recordó que Hasan le había advertido sobre su hermana, pero ¿por qué? Decidió preguntárselo más tarde a su madre, ahora tenía que presentarle a Fátima y a los niños.

—Madre, me he casado, tengo esposa e hijos.

—Pero ¿cuándo te has casado? ¡A tu padre no le gustará que lo hayas hecho sin su permiso!

—Mi esposa es la hermana pequeña de Hasan. Fátima estaba casada con Yusuf y él… bueno, ha muerto como un mártir. Hasan me ha hecho el honor de aceptarme en su familia dándome a su hermana. Tiene dos hijos que ahora son mis hijos y serán tus nietos. Te ocuparás de Fátima y de ellos…

Su madre le miró a los ojos y se dio cuenta de lo mucho que había cambiado su hijo.

La diferencia, lo supo de inmediato, es que había perdido la inocencia.

Ya no era el joven idealista, confiado en un futuro mejor. En sus ojos se reflejaba angustia y miedo, pero también determinación.

—Tu esposa será mi hija, y sus hijos serán mis nietos, y espero que pronto tengas los tuyos propios para alegrar mi vejez. ¿Dónde están?

—Me esperan en el coche, lo he dejado en la plazuela. Ahora les traigo.

Fátima se preguntaba cómo la recibiría su suegra. Confiaba en que ser hermana de Hasan le serviría para que la trataran con tanto respeto y deferencia como lo hacían los miembros de la comunidad en Frankfurt, pero no estaba segura del todo.

Su suegra la abrazó, besó con afecto a los niños e invitó a pasar a todos.

—Estaréis cansados del viaje y seguro que tenéis hambre. Esperaremos a que llegue Laíla y cenaremos juntos. Mientras, os enseñaré dónde os podéis instalar. Mohamed y tú podéis ocupar su antiguo cuarto, y al lado hay otro pequeño que utilizamos como trastero, pero que servirá para los niños.

—Mientras los instalas iré a ver a mi padre; dime dónde está esa obra.

—No, es mejor que aguardes a mañana. A tu padre no le gusta que le molestemos mientras trabaja, salvo que sea por extrema necesidad.

Mohamed no protestó. Sabía que su madre tenía razón. Su padre podía enfadarse si se presentaba de improviso en su trabajo. Era un hombre discreto y cumplidor, que procuraba pasar inadvertido.

Descargó el equipaje y aleccionó una vez más a los pequeños para que se portaran bien.

—Mi padre —les dijo— es un hombre justo, pero no duda en utilizar el cinturón si es necesario. No le gustan los gritos, ni que se corra por la casa. No manchéis nada, y nada de hablar si no os preguntan.

Los pequeños asintieron asustados. Notaban el nerviosismo de su madre ante aquella mujer mayor que era la madre de Mohamed, su nuevo padre. Granada también se les antojaba una ciudad extraña, diferente del Frankfurt donde ellos habían nacido.

Una hora después, ya de noche, se abrió la puerta de la calle y escucharon unos pasos rápidos sobre las baldosas de barro cocido.

Laila entró en la sala principal y soltó un grito alegre mientras se abrazaba al cuello de su hermano.

—¡Tú aquí! ¡Qué alegría! ¡Hoy es un gran día! ¿Por qué no has avisado de tu llegada?

Mohamed escuchó sonriendo el parloteo de su hermana y sintió una oleada de cariño hacia ella. Quería muchísimo a Laila; su hermana tenía sólo tres años más que él; había sido su confidente cuando eran pequeños y le había cubierto las espaldas en sus travesuras para que su padre no utilizara el cinturón con él. Pequeña, rebelde y valerosa, siempre dispuesta a ayudar a los más débiles, incluidos todos los perros y gatos abandonados que se cruzaba por el Albaicín y que terminaban encontrando acomodo en el patio trasero, para desesperación de su madre y enfado de su padre.

Laila era menuda, como su madre, con grandes ojos de color castaño oscuro, el cabello negro y la piel blanquísima. No era una belleza, pero tenía tanta fuerza y determinación en la mirada que era difícil no rendirse ante lo que quería.

A Mohamed le sorprendió verla con el cabello descubierto, vestida con una falda y un jersey como cualquier chica occidental, pero no dijo nada: estaba demasiado contento para iniciar una discusión con su hermana, y al fin y al cabo estaban en casa, donde nadie podía verla.

Su madre sirvió la cena en la sala y durante un buen rato hablaron de banalidades; Mohamed estaba deseando saber del trabajo de su padre, de sus antiguos amigos, de los cambios en Granada, de la situación política en España.

Saboreaba uno de los dulces preparados por su madre cuando preguntó a su hermana por los estudios.

—He acabado Derecho, soy abogada.

—Bueno, no me extraña, siempre te ha gustado defender a todo el mundo —respondió Mohamed.

—Incluido a ti —replicó Laila.

—Sí, es verdad, siempre fuiste una buena hermana —reconoció con afecto Mohamed—. ¿Trabajas?

—Sí, en la universidad, en el departamento de Derecho Internacional. Soy una de las ayudantes del catedrático. No me pagan mucho, pero sí lo suficiente para ser independiente. También colaboro con un despacho que montaron unos amigos de la facultad cuando acabaron la carrera.

—¡Así que eres toda una abogada! —exclamó Mohamed con orgullo.

—Sí, soy abogada —afirmó Laila sonriendo a su hermano.

—He visto que no llevas hiyab.

—No me lo pongo, aunque en algunas ocasiones he pensado hacerlo para que algunas mujeres estén más tranquilas; bueno, no ellas sino sus familias. Puede que así no desconfíen tanto y pueda seguir enseñándoles.

—¿Enseñándoles? ¿Qué?

El nerviosismo de su madre le alarmó tanto como intuir en la mirada de su hermana un brillo desafiante.

—Les enseño el Corán. Rezamos, hablamos sobre el verdadero significado del Corán. He abierto una pequeña madrasa para mujeres. Bueno, en realidad para todo el mundo, pero por ahora sólo he conseguido que vengan algunas mujeres. Los musulmanes aún sois muy machistas para aceptar que una mujer dirija el rezo y enseñe el Sagrado Corán.

Mohamed se puso en pie rojo de ira y descargó el puño sobre la mesa haciendo caer la jarra con el agua.

—¡Pero tú no puedes hacer eso! ¡Es una profanación!

Laila le miraba sin inmutarse, sin hacer caso de la reacción violenta de su hermano.

—¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice? ¿Dónde está escrito que no puedo enseñar y dirigir los rezos? Dime en qué lugar del Corán se prohíbe que lo haga.

La miró desolado. Había estudiado a fondo el Libro Sagrado cuando gracias a Hasan pudo ir a Pakistán a prepararse como un buen creyente para convertirse en un soldado de Alá. Su hermana blasfemaba tomando un papel que le estaba vedado a las mujeres.

—Eres una mujer.

—Lo sé. Soy una mujer y estoy orgullosa de serlo, no hay nada impío en ser una mujer. Soy una mujer y Alá me ha hecho igual de inteligente, o acaso más, que a muchos hombres. Soy creyente y llevo años estudiando el Corán. Sé que puedo enseñar y dirigir los rezos de otros creyentes. Sé que no hay nada malo en ser mujer, que no soy más que tú, pero tampoco menos.

—¡Estás loca! —gritó Mohamed ante las miradas temerosas de su madre y su esposa.

—Eso dice papá —respondió Laila sin levantar la voz—, pero yo creo que sois vosotros los que estáis equivocados. O el islam se adapta al siglo XXI o habremos fracasado.

—¿Fracasado? ¿Quiénes habremos fracasado?

—Nosotros, los creyentes. No podemos continuar mirando al pasado; el mundo cambia cada segundo y no hay vuelta atrás. Otras religiones, aunque a regañadientes, lo han tenido que aceptar. Lo importante es el espíritu, no la letra. Creo que hay un Dios, la vida no tendría sentido sin Dios, y los seres humanos, desde el principio de los tiempos, hemos intuido a Dios y le hemos interpretado a nuestra manera, incluso le hemos manipulado en función de intereses terrenales. Lo importante no es sólo que Mahoma asegurara que se le había aparecido el arcángel Yibril, lo importante es que supo unir a los árabes y canalizar nuestra espiritualidad enseñándonos que hay un solo Dios, alejándonos de ídolos importados de otras latitudes. Él interpretó a Dios a su modo, como los cristianos interpretan a su Dios al suyo, o los judíos hacen otro tanto. Interpretamos a Dios según nuestra cultura, el medio en que hemos nacido, en el que nos hemos desenvuelto, pero Dios es el mismo, y desde luego lo que es una monstruosidad es matar en nombre de Dios.

Las últimas palabras de Laila fueron para Mohamed como una puñalada. Su hermana le condenaba. ¡Cómo se atrevía! Su padre solía decir que aquella chiquilla les causaría problemas y tenía razón. Laila se había convertido en un monstruo que blasfemaba.

—¡Basta, Laila! —su madre interrumpió la discusión entre los dos hermanos—. Vete a tu cuarto y descansa, ya hablarás con tu hermano de… de todo esto.

—Pero ¿cómo es posible que hayáis consentido que mi hermana se haya convertido en una perdida? —gritó Mohamed.

—¿Cómo te atreves a insultarme? ¡No ves más allá de tus narices! Eres un pobre hombre, incapaz de pensar por ti mismo. ¿Qué es lo que te asusta tanto? ¿Te asusta la verdad?

—¡La verdad! ¿Qué verdad? ¿Tu verdad? ¡Estás pisoteando las sagradas enseñanzas de nuestro Profeta! ¡Cómo re atreves!

—Hasta en Irán hay una escuela femenina en Qom y la dirige una mujer, una muchtahida.

—¡Callaos los dos! —volvió a intervenir su madre—. ¿Qué va a pensar Fátima? Creerá que estamos todos locos…

—Lo único que pensará es que mi hermana blasfema y mis padres se lo permiten —se lamentó Mohamed.

Fátima bajó la cabeza, azorada, sin atreverse a intervenir. Estaba escandalizada por la actitud de Laila pero al mismo tiempo sentía admiración por ella. Le parecía valiente, y no sólo eso: ¡que Alá la perdonara!, pero lo que había dicho le había gustado; si pudiera ir a escucharla a esa madrasa… pero no, no lo haría. Mohamed no se lo permitiría jamás.

—En Frankfurt me advirtieron, ahora entiendo por qué.

—¿En Frankfurt?

La voz temblorosa de su madre hizo que Mohamed se diera cuenta de que había expresado su pensamiento en voz alta. Sí, en Frankfurt Hasan le había advertido sobre su hermana, instándole a que interviniera, a que arreglara el problema en familia o la comunidad tendría que intervenir.

—¡Vaya, no sabía que era tan famosa! —ironizó Laila.

—Hablaré con nuestro padre de todo esto. Pero quiero que sepas que no puedes continuar así. No sólo te perjudicas tú, también perjudicarás a nuestra familia.

—No tienes ningún derecho sobre mí, ni ningún poder. Soy un ser libre, libre, Mohamed, entiéndelo.

—¡Libre! ¿Qué significa eso de que eres libre? ¡Debes obediencia a nuestro padre y a mí que soy tu hermano! Tu honor es nuestro honor.

—Mi honor, como tú dices, es mío y por tanto intransferible. Los hijos no pagan por los errores de los padres ni los padres por los de los hijos. En derecho cada individuo es el único responsable de sus actos. En cuanto a la obediencia… siento decepcionarte, pero no tengo que obedecerte ni a ti ni a nadie. Respeto a nuestro padre, respeto su manera de vivir, su cultura, sus tradiciones, pero eso no implica que las tenga que asumir en su totalidad. Quiero a nuestros padres como te quiero a ti, pero soy mayor de edad y procuro vivir de acuerdo con mi conciencia.

—¡Que Alá nos proteja de tanta locura! ¿Cómo nos ha podido pasar esto? ¡Qué desgracia para la familia!

Laila se puso en pie y miró con pena a su hermano. Iba a acariciarle el pelo pero se contuvo. Sabía que él rechazaría su gesto de cariño.

—¿Sabes, Mohamed? Soy yo la que lamenta que hayas cambiado tanto. Pensaba… bueno, pensaba que serías diferente, que habrías aprendido algo, no sólo durante tu infancia aquí, sino también en Frankfurt, aunque me alarmé cuando me dijeron que habías ido a Pakistán a estudiar en una madrasa. Recé para que no te perdieras y para no perderte; ingenua de mí, he mantenido la esperanza de que no te hubiesen lavado el cerebro. Puedo ver lo que han hecho contigo y créeme que me siento profundamente infeliz en este momento.

—Laila, déjalo ya, vete a descansar —insistió su madre.

—No, no me voy a dormir aún. Es viernes, y he quedado con unas amigas para salir. No volveré tarde.

Mohamed miró a su hermana y a continuación a su madre sin saber qué decir. Estaba extenuado por la discusión. Se sentía desgarrado por dentro. El rubor le cubría la cara y el cuello. Su reloj marcaba las once de la noche y su hermana se disponía a salir, o eso había creído entender. ¿Era posible que fuera así y su madre no hubiese puesto objeción alguna?

Ella pareció leerle el pensamiento y levantó la mano en un gesto que parecía pedirle que se calmara.

—Tu hermana sale cuando quiere. Nunca llega demasiado tarde, es una chica juiciosa y prudente.

—¿Mi hermana sale sola por la noche? ¿Es eso propio de una mujer decente? ¿Y tú se lo permites? ¿Y mi padre? ¿Qué dice mi padre? ¿Cómo es posible que mi padre acepte está situación? Debería matarla.

—¡Calla! ¿Cómo dices eso? ¡Es tu hermana!

—¡Es una perdida!

—¡Cállate! ¿Cómo es posible que no lo entiendas? ¿Dónde crees que vivimos? Esto es España, ¿se te ha olvidado? Y tú vienes de Frankfurt. ¿Es que las mujeres son diferentes a las de aquí? Esto no es nuestra aldea de Marruecos, lo sabes bien; aquí las mujeres tienen derechos, incluso allí los empiezan a tener. Tu hermana… tiene razón en algunas de las cosas que dice. El mundo ha cambiado…

—¡Madre! ¿Tú también te has vuelto loca?

Mohamed volvió a dar un puñetazo sobre la mesa y los niños rompieron a llorar. Habían permanecido en silencio, temerosos de hacerse notar, pero la tensión se les hacía insoportable y no pudieron contenerse. Fátima intentó apaciguarlos, aterrada por la reacción que pudiera tener su marido. Pero Mohamed se limitó a ordenar que se llevara a los niños a la cama.

Fátima se levantó con rapidez y con un niño en cada mano salió deprisa de la sala temiendo que su marido cambiara de opinión y pudiera descargar su furia en su espalda. No sería el primer hombre que libraba su frustración atormentando a su esposa o a sus hijos.

En la sala se quedaron frente a frente Mohamed y su madre. La mujer sostenía la mirada iracunda de su hijo sabiendo que éste no se atrevería a faltarle al respeto.

—Déjame solo.

—Lo haré en cuanto recoja la vajilla. Deberías descansar y aclarar tus ideas. Soy una mujer ignorante, pero me doy cuenta de que te han cambiado, no sé si en Pakistán o en Frankfurt, no sé quién ni por qué. Pero puedo leer en tus ojos la desgracia.

—¡Cállate, madre, y déjame!

La mujer no insistió. Salió de la sala y regresó al minuto con una gran bandeja en la que comenzó a colocar meticulosamente los platos y cubiertos. Mohamed hacía como si no estuviera, sumido como estaba en sus pensamientos, pero su madre podía leer en el rostro de su hijo confusión y sufrimiento. De repente intuyó que la llegada de Mohamed les acarrearía una gran desgracia y no pudo evitar estremecerse.