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Mohamed miró a Fátima sin saber qué decirle y luego miró a los dos niños que aguardaban expectantes a que rompiera el silencio que se había instalado entre ellos. Aquélla era su familia, le había dicho Hasan, comprometiéndole a que les cuidara como a sus hijos y honrara a Fátima.

Fátima, con los ojos bajos, pensaba en qué destino le aguardaría junto a aquel hombre más joven en cuya mirada leía repulsión. Ella sabía que carecía de atractivo, que ningún rincón de su cuerpo agradaría a aquel hombre con el que la habían conminado a desposarse. Se preguntó si la maltrataría o por el contrario haría como su anterior esposo, que se limitaba a yacer con ella cuando se dejaba tentar por el alcohol. Eso había sucedido unas cuantas veces, pero el resto del tiempo ni la tocaba, lo que ella agradecía porque no encontraba ninguna satisfacción en aquellos encuentros íntimos, aunque se sentía agradecida por haber podido concebir dos hijos a los que quería con locura.

Los niños, de cinco y seis años respectivamente, estaban asustados ante aquel hombre que tío Hasan les había ordenado que llamaran y trataran como a su padre.

No comprendían por qué su padre se había ido al Paraíso abandonándoles, dejándoles allí ante aquel otro padre extraño que les daba miedo.

—Mañana nos iremos a Granada, a casa de mis padres. Allí estaremos seguros.

Ni Fátima ni sus hijos respondieron. Sabían que pertenecían a aquel hombre, al que deberían seguir dondequiera que fuera. No obstante, la mujer sintió una punzada de inquietud por lo que el destino pudiera depararle. Allí, en Frankfurt, era alguien, la hermana de Hasan, al que tantos respetaban, pero en Granada… pasaría a depender de su suegra, lo mismo que sus hijos, y esto era lo que más temía: la suerte que pudieran correr los pequeños. Mohamed no lo sabía, pero ella difícilmente le podría dar más hijos puesto que había comenzado a tener los síntomas de la menopausia. ¿Se conformaría su marido con los hijos de su primo?

—Ahora descansad, el viaje no será fácil.

Mohamed Amir salió de la habitación y suspiró. Fátima le desagradaba, de manera que alargaría cuanto pudiera el momento de acostarse con ella. Que la mujer durmiera con sus hijos; ya vería si encontraba el valor suficiente para dormir con ella cuando llegaran a Granada.

Hasan le había asegurado que la policía no sabía quién era el miembro huido del comando. La policía buscaba a un hombre sin rostro, sin identidad, de manera que tenía una oportunidad de salir de Alemania y llegar a España. Viajaría con su propio pasaporte, acompañado de Fátima y sus hijos. En Granada debía incorporarse a una célula de «durmientes» y llevaba instrucciones para ellos.

A Mohamed no dejaba de dolerle el estómago, no sólo por la inquietud que le provocaba el futuro, sino por una frase enigmática que había deslizado entre sus recomendaciones su admirado Hasan: «Pon orden en tu casa para que no tengamos que hacerlo nosotros».

¿A qué se refería? A Fátima no podía ser, se acababan de casar, y hasta ayer mismo había estado bajo la protección de Hasan. Los niños eran demasiado pequeños para tener que ver algo con esa advertencia que más había sonado a amenaza. Y sus padres eran buenos musulmanes. ¿A qué se refería Hasan?

No durmió bien aquella noche, asaltado por la pesadilla que le perseguía desde el día en que huyó de aquel piso de Frankfurt donde se inmolaron su primo y sus amigos. Sentía que él también saltaba por los aires, que estaba muerto, pero detrás de la muerte no le esperaban bellas huríes sino sólo negrura, un inmenso espacio negro por el que giraba hasta sentir náuseas como si de una pelota se tratara.

Cuando se levantó encontró a Fátima cerrando una bolsa en la que había dispuesto alimentos para el viaje. Las maletas estaban cerradas, colocadas junto a la puerta de entrada, y el desayuno servido en la mesa. Los niños estaban sentados, en silencio, temerosos de molestar a aquel hombre al que debían llamar padre.

—Saldremos en media hora —le dijo por decir algo.

La mujer asintió con la mirada y acomodó en la bolsa un paquete lleno de panecillos. Le había escuchado a su hermano Hasan decirle a su nuevo esposo que no salieran antes de las ocho, que procuraran emprender el viaje cuando las calles tuvieran gente y pudieran pasar inadvertidos a los ojos avezados de la policía.

Viajarían en coche hasta España. Un Volkswagen Golf, de los que disponían tantos trabajadores alemanes e inmigrantes. Un coche discreto que no llamaría la atención.

Cuando Mohamed salió del aseo, Fátima se estaba colocando el pañuelo que se le había deslizado por el cabello durante su quehacer. Vestía una chilaba bajo la que llevaba unos pantalones y una blusa de lana gruesa, además de unas botas de lluvia forradas. Los niños estaban enfundados en sendos anoraks de color azul marino y también llevaban unas resistentes botas para la lluvia.

Mohamed les miró diciéndose a sí mismo que aquélla era su familia y que le había jurado a Hasan que les protegería. Suspiró preocupado por la responsabilidad.

—Vámonos.

Abrió la puerta y sin mirar atrás bajó la escalera seguido por Fátima y sus hijos. Sintió que en ese momento comenzaba el resto de su vida.

* * *

Mireille buscó con la mirada un lugar donde sentarse. Los de la oficina no la habían invitado a unirse a ellos para compartir el almuerzo en la cafetería del Centro. Sabía que la llamaban «la enchufada», como si alguno de ellos hubiera llegado allí, además de por sus méritos, sin la recomendación de alguien. No le mostraban ningún aprecio, claro que ella tampoco les tenía simpatía.

No se lo iban a poner fácil; por si fuera poco, ella se había precipitado al hablar esa mañana. No había medido los tiempos. En cualquier caso sabía que a lo de enchufada ahora añadirían que estaba loca o era una excéntrica.

Vio un lugar libre en la esquina de una mesa y se sentó sin fijarse en quién tenía a su alrededor. No tenía hambre, estaba deprimida; se preguntaba si había hecho el ridículo, y eso la humillaba ante sí misma además de ante sus compañeros, y pensaba la manera de resarcirse ante ellos.

—¿Puedo sentarme?

Lorenzo Panetta estaba de pie con una taza de café en la mano. Le sonreía, lo cual la sorprendió.

—Sí, por favor, siéntese.

—La estaba buscando.

—¿Para despedirme?

—¡Vamos, Mireille!

—He metido la pata, lo sé, lo siento. Entiendo que quieran deshacerse de mí. Supongo que ha venido a sugerirme que pida el traslado.

—Sabe, creo que tiene un problema: que no piensa lo que dice, lo suelta tal cual le viene a la cabeza y eso es un error, un grave error, sobre todo si pretende dedicarse al negocio de la inteligencia.

—Tiene razón, es mi principal defecto; soy incapaz de morderme la lengua y eso me ha provocado unos cuantos disgustos. Pero ¿me equivoco? ¿No viene a pedirme que me vaya?

Lorenzo Panetta clavó la mirada en Mireille intentando profundizar más allá de lo que veía. La joven le sostuvo la mirada, y él por primera vez se dio cuenta de que la chica era más atractiva de lo que parecía a simple vista.

Mireille se resguardaba en ropa anodina para pasar inadvertida, pero tenía unos brillantes ojos negros, tan negros como el color del cabello. Estaba delgada, demasiado para el gusto de Panetta, pero tenía estilo, el estilo inconfundible de las mujeres que pertenecen a una clase social que nunca ha tenido que preocuparse por cuánto cuesta una barra de pan o un bistec.

—Sólo quiero hablar con usted sobre lo de esta mañana, ¿adónde quería llegar?

—¿No piensa que estoy loca?

—En realidad creo que puede estarlo, pero ¿sabe?, soy un viejo policía que nunca desecho una pista por disparatada que resulte.

Le miró asombrada. Aquello no lo había previsto. ¿Cómo era posible que el subdirector del Centro se molestara en hablar con ella después de lo que había pasado en la oficina? Exhaló un suspiro antes de preguntarle:

—¿Y cuándo ha decidido darme una oportunidad?

—No sé si le voy a dar una oportunidad. Sólo quiero que me explique si ha llegado a alguna conclusión después de su paseo por la red.

—¿Qué dice el jefe?

—¿Hans Wein? Deberá preguntárselo a él.

—No le caigo simpática. En realidad caigo mal a todo el departamento.

—¿Se va a lamentar?

—Déjeme que lo haga, me siento fatal.

—Vamos, Mireille, quiero saber si ha llegado a alguna conclusión.

—Aún no, pero… bueno, no me parece imposible encontrar algún sentido a esas palabras sueltas.

—Dígamelo de manera que pueda seguir el hilo de su argumentación.

—Si le parece que lo que digo no es tan descabellado, ¿convencerá a Hans Wein de que me dé otra oportunidad?

—Se la tendrá que pedir usted misma. En el departamento hay reglas no escritas a las que nos atenemos todos. No se juega por libre y, sobre todo, antes de hacer juicios rotundos uno se lo piensa dos veces.

—¡Pero eso les quita posibilidades! El negocio de la inteligencia, como usted lo llama, debería dejar vía libre a la especulación, a formular combinaciones múltiples por alocadas que parezcan, a pensar juntos…

—Las reglas, Mireille; hay que atenerse a las reglas.

—¿Usted siempre se ha atenido a las reglas?

—¿Cómo cree que he llegado hasta aquí? He sido policía muchos años, he trabajado en la calle, pero hasta en la calle hay reglas. Hay que saber moverse a través de ellas, ése es el secreto para sobrevivir a los burócratas. Es el mejor consejo que le puedo dar.

Mireille sonrió agradecida y le fue explicando el porqué de sus extravagantes deducciones.

—Verá, soy de Montpellier, así que pensé que Saint-Pons podía ser el mismo Saint-Pons-de-Thomières de mi región; por eso busqué en internet, para saber si había otros muchos pueblos o lugares con ese nombre. Y tengo que decirle que no.

Lorenzo Panetta enarcó una ceja y a punto estuvo de levantarse pensando que la conversación iba a ser una pérdida de tiempo; había algo en aquella mujer que realmente le desconcertaba. No era ninguna estúpida, de eso sí que estaba completamente seguro.

—Continúe.

—Bueno, pues a lo mejor hay alguna relación entre Saint-Pons-de-Thomières y Lotario.

—¿Ah, sí?

—Al ver juntos esos dos nombres, Lotario y Saint-Pons…

—¿Juntos? Si no recuerdo mal sus nombres no han aparecido juntos sino entre restos de papeles quemados, y ni siquiera estaban escritos en el mismo papel.

Mireille le sostuvo la mirada y sintió un escalofrío. Se daba cuenta de que el amabilísimo Lorenzo Panetta era un hombre extremadamente sagaz, un hombre con el que no se podía jugar.

—Saint-Pons está en el sur de Francia —insistió ella.

—¿Qué Saint-Pons?

—Saint-Pons-de-Thomières.

El gesto de la mano de Lorenzo la interrumpió. Mireille le miró, expectante.

—Bien, dígame, ¿qué relación pueden tener esas palabras con un grupo de terroristas islámicos que deciden volarse en el centro de Frankfurt cuando la policía les va a detener?

—Bueno, en realidad ninguna. Yo simplemente me he limitado a decir que esas palabras tenían sentido.

—Si hubieran aparecido juntas en un mismo papel, quizá, pero… ni aun así. Usted, como es de Montpellier —dijo con ironía—, ha encontrado sentido a Saint-Pons.

—Tiene razón, he sido un poco estúpida. Lo siento. Me he dejado llevar por el entusiasmo. Lo siento de veras.

¿Por qué se rendía tan pronto? Esperaba que ella se defendiera. Pero, de repente, parecía aceptar que todo lo que había dicho era una solemne tontería. Le desconcertaba el comportamiento de la joven. Había algo en ella que no terminaba de captar.

—No se reproche nada, está bien eso de intentar buscar respuestas hasta en lo que aparentemente puede resultar absurdo, significa que no es usted de las que se rinden.

—¿Es tan terrible haber entrado en el Centro por una recomendación?

La pregunta directa de Mireille le cogió desprevenido. Resultaba evidente que ella lo estaba pasando realmente mal por la animadversión manifiesta de sus compañeros.

—No, no es terrible, pero ya sabe que siempre fastidia que a alguien le abran la puerta cuando uno ha tenido que subir unas cuantas escaleras para llegar. A usted le han simplificado los trámites.

—Sí, pero tengo un buen expediente académico, hablo perfectamente árabe, conozco los países árabes porque he vivido en ellos. Nadie me ha regalado mis títulos universitarios.

—Se tendrá que ganar su respeto para que la consideren una más, y para eso… bueno, lo mejor que puede hacer es ser discreta, no llamar la atención, mostrarse humilde y con deseos de aprender de los veteranos.

—También puedo llevarles el café —respondió Mireille sin poder reprimir el tono airado en la voz.

—Sí, también puede hacerlo, y aun así no es seguro que lo consiga. Sólo puede intentarlo.

—No sé si merece la pena.

—Eso sólo lo puede decidir usted. Bien, me alegro de que hayamos charlado, y si no me equivoco es hora de que los dos nos incorporemos al trabajo.

Salieron de la cafetería el uno junto al otro pero en silencio, cada cual sumido en sus propios pensamientos, que en aquel momento pasaban por desmenuzar la conversación que acababan de mantener. Ambos buscaban grietas, contradicciones, algo especial en lo escuchado al otro.

Cuando entraron juntos a la sala de Análisis, les miraron extrañados, pero nadie dijo nada.

—Bien, a trabajar. Creo que estará usted mejor con el grupo de la señora Villasante. Es una labor más especulativa.

Mireille se quedó callada sin saber qué decir. Andrea Villasante no era una persona fácil, tenía mal genio y era exigente con los miembros de su equipo. Desde luego, era la favorita del jefe. Hans Wein consideraba que Andrea Villasante era la quintaesencia de la persona adecuada para trabajar en el departamento, no sólo por capacidad profesional, que sin duda la tenía, y porque era una reputada psicóloga, sino también por su carácter. Andrea apenas sonreía, se pasaba las horas enfrascada en el trabajo, no daba lugar a la confianza ni a las bromas. Menuda faena le acababa de hacer Lorenzo Panetta.

Andrea ocupaba un rincón de la enorme sala, junto a otras cinco personas que trabajaban directamente bajo su batuta. Con paso decidido se plantó donde estaban Lorenzo y Mireille.

—¿Querías hablar conmigo? —preguntó con sequedad a Lorenzo.

—Mireille Béziers pasa a trabajar directamente contigo. Te será útil: habla árabe y ha vivido muchos años en países árabes, de manera que conoce bien aquel mundo y puede ayudar a desentrañar el porqué de tanto fanatismo.

—De acuerdo. Siéntese allí, junto a la ventana, hay una mesa libre —indicó a Mireille sin apenas mirarla.

Sin atreverse a rechistar, Mireille siguió a Andrea con gesto desolado. La española no se andaría con contemplaciones y la pondría de patitas en la calle al menor renuncio. Contaba además con todas las bendiciones del jefe, Hans Wein.

Sintió una punzada de envidia hacia Andrea. Había llegado allí por méritos propios, nadie le había regalado nada. Era la mayor experta de Europa, y seguramente del mundo, en psicología terrorista. Había estudiado y analizado a presos de las Brigadas Rojas, del IRA, ETA, talibanes, tutsis y hutus, serbios, croatas y bosnios partícipes de matanzas y de limpiezas étnicas en la antigua Yugoslavia, pasando meses, incluso años, visitándoles en las cárceles, ganándose tanto la confianza de algunos como la indiferencia de otros. Incluso había sufrido alguna agresión. Pero Andrea Villasante no había cejado jamás en su empeño de intentar desmenuzar las mentes asesinas, de querer entender por qué un ser humano es capaz de convertirse en una alimaña para sus semejantes.

Cuando Andrea terminó la carrera de psicología sacó oposiciones para trabajar como funcionaria de prisiones en España y allí empezó a tratar con terroristas de la ETA.

No se había casado, ni tenía hijos, y a sus cincuenta años parecía no tener otro objetivo que dedicar todas sus fuerzas y energías al mismo afán: desentrañar la mente de los terroristas, no importa en nombre de qué mataran.

Mireille siguió a Andrea hasta la mesa que ocuparía a partir de ese momento. Pensó que su jefa no era fea, aunque tampoco lo suficientemente llamativa para molestar a otras mujeres, distraer a los hombres y ganarse las antipatías de las unas y los otros. De estatura mediana, con el cabello castaño corto, los ojos de igual color, no le sobraba un kilo pero tampoco le faltaba, y vestía siempre con impecables trajes de chaqueta oscuros.

—Siéntese, le explicaré cómo trabajamos en esta sección. Luego, para cualquier duda que tenga, pregunte a Diana Parker.

Mireille se sentó obedientemente dispuesta a no salirse del guión. Si lo hacía estaría fuera de juego y eso era lo último que quería.

Mientras Andrea le explicaba en qué iba a consistir su trabajo, no pudo evitar desviar la mirada hacia Matthew Lucas. El norteamericano tenía reflejado en el rostro un gesto de antipatía, de antipatía hacia ella, y se preguntó por qué, aunque inmediatamente constató que el sentimiento era mutuo. A ella tampoco le gustaba Matthew. Sentía una profunda desconfianza hacia los arrogantes funcionarios de las agencias de información norteamericanas, fuese la CIA o cualquier otra. Se comportaban como si sobre ellos recayera la responsabilidad de salvar al mundo y los europeos fueran todos unos ingenuos izquierdistas condicionados por sus opiniones públicas que siempre anteponían la libertad a la seguridad.

Suspiró resignada. Le había costado mucho llegar hasta allí y no podía echarlo a perder por motivos personales.

—Vamos, no es tan terrible trabajar con nuestro equipo.

Diana le acababa de devolver a la realidad. Le sonrió. Eran más o menos de la misma edad y parecía simpática; al menos siempre se había mostrado amable con ella. Sabía que se había licenciado en Antropología y que también hablaba árabe. Mireille se dijo que quizá podía llegar a ser amiga de aquella inglesa de larga melena rubia y ojos azules, por más que fuera la mano derecha de Andrea Villasante.