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El piloto anunció que en diez minutos aterrizarían en el aeropuerto de Sondica. Ovidio colocó cuidadosamente en la cartera los papeles que le habían mantenido absorto durante el vuelo a Bilbao.

El secretario del Papa le había pedido que ayudara a resolver el misterio que parecía anidar en aquellas frases que se habían salvado del fuego en Frankfurt. No importaba desde dónde lo hiciera; para pensar no necesitaba estar en el Vaticano. Sólo le pedían que pensara, que dedicara una parte de su tiempo a ayudar a desentrañar aquellos restos de papel quemado. Nada le impedía hacerlo desde su nuevo destino en aquella parroquia situada en un barrio nuevo que crecía junto al Gran Bilbao. Allí le aguardaba el padre Aguirre, en realidad la persona más importante de su vida, el hombre que le había descubierto su vocación sacerdotal y que le había ayudado a ser alguien en la vida, a tener una carrera en el Vaticano.

Cerró los ojos para intentar recordar mejor los rasgos de aquel sacerdote ya anciano y que un día, al igual que él hacía ahora, dejó el Vaticano para volver a su tierra a predicar entre los suyos.

Él se había hecho jesuita por el padre Aguirre, había ido a Roma para estar cerca del que consideraba su padre espiritual, y se había puesto en sus manos permitiendo que dirigiera su vida sacerdotal, encauzándola primero hacia la diplomacia vaticana, luego… luego hacia aquella tercera planta del Vaticano donde estaban instaladas unas oficinas sobre las que la prensa solía fantasear. En realidad se dedicaban al análisis de cuanto sucedía en el mundo, y también coordinaban la seguridad del Papa y de la Iglesia.

El padre Aguirre había cumplido ya ochenta y cuatro años, aunque aparentaba unos cuantos menos. Alto, delgado, erguido, a pesar del reuma que le provocaba un dolor permanente en la espalda, con la mirada azul y el cabello níveo, el anciano jesuita esperaba impaciente a su discípulo.

Los dos hombres se abrazaron con emoción. El maestro y el alumno se reencontraban en su tierra, tantos años después, y tenían mucho que contarse.

Siempre había temido que Ovidio terminara adoptando aquella decisión pero no tan pronto; era el porqué del momento lo que intrigaba y preocupaba a partes iguales a aquel viejo jesuita avezado en el conocimiento de las almas atormentadas.

—Vamos, te llevaré a casa. Deseamos que te sientas cómodo, te hemos preparado un cuarto espero que a tu gusto, aunque vivimos modestamente. Mikel está deseando conocerte. Es un buen sacerdote, pero es uno de los pocos jesuitas que no ha sentido la llamada de irse a otros lugares; cree que aquí hay mucho que hacer. Ha trabajado en la Naval hasta que cerraron el astillero y ahora da clases de religión en un colegio. Tiene artrosis, como yo.

—Estaré muy bien, estoy seguro. Y… bueno, quiero darle las gracias por acogerme, por haberme ayudado a que me permitieran venir. Sé que no ha sido fácil.

—El Santo Padre te aprecia y él es ante todo un pastor que quiere lo mejor para los suyos; no creas que me ha costado tanto que comprendieran que debían dejarte venir, aunque ya sabes que no estoy de acuerdo con tu decisión, creo que te equivocas, pero te has comprometido a terminar un trabajo y debes hacerlo.

—Lo haré. Es un asunto muy extraño, y lo que sugiere es… bueno, la verdad es que no había leído los papeles hasta que me subí al avión que me traía aquí. Ni siquiera el día que me los entregaron, ni en las conversaciones con mis superiores me di realmente cuenta de lo extraño de esos papeles. Espero que pueda ayudarme…

—No debo verlos. Es un secreto vaticano, y tú tienes un compromiso de silencio.

—¡Vamos! Usted tiene el mismo compromiso que yo. Es de la oficina…

—Era… aunque hay lugares de los que uno no se va nunca.

Atravesaron Bilbao para llegar al barrio de Begoña, donde los bloques de casas nuevas se apilaban unos junto a otros con cierta armonía. Ovidio pensó que los barrios obreros ya no eran aquellos lugares tristes de su infancia y se regocijó por ello.

Él había nacido junto a la ría, en una casa donde todos eran tan pobres como su familia. En su memoria predominaba el gris, el gris de la fachada de la casa, el gris plomizo del cielo de Bilbao, el gris del delantal de su madre, de las faldas de sus hermanas, del hierro de la fábrica. El mundo de su infancia carecía de color, o acaso es que todos los colores que él pudiera recordar palidecían ante la explosión cromática que era Italia entera, y más que nada el Vaticano, donde los grandes maestros habían pintado cada rincón ganándose la inmortalidad.

Se dio cuenta de que todo le parecía pequeño, incluso las montañas que se asomaban a través de los bloques de cemento. Pequeño e incluso insípido, pensó, y se arrepintió al momento. Y no porque aquélla fuera la ciudad en la que había nacido, sino porque si empezaba a pensar que lo que le rodeaba no tenía misterio, estaría traicionando a quienes confiaban en él y a sí mismo.

Necesitaba recuperar la humildad perdida durante aquellos años en los que había viajado por medio mundo para velar por la seguridad del Santo Padre y que le había llevado a sentarse con los poderosos, a tratar con quienes manejan los hilos de la política, de la economía, en definitiva, del mundo.

Había almorzado y cenado en demasiados palacios, en demasiados reservados de restaurantes de lujo. Había dormido en camas mullidas y siempre había tenido un coche esperando y un ayudante dondequiera que estuviera.

Sí, había servido a la Iglesia, pero ahora necesitaba servir a los más necesitados de la Iglesia, a quienes habían perdido la fe o a duras penas la mantenían.

Él daba gracias a Dios por no haber dejado de creer, por no albergar en su corazón ninguna duda.

El bloque donde se encontraba la casa tenía cuatro alturas y su arquitectura funcional indicaba que allí vivía gente modesta.

El padre Mikel les esperaba en el portal, inquieto por la llegada del nuevo inquilino. Un romano que, pensaba, no aguantaría mucho tiempo entre ellos, lejos de la magnificencia del Vaticano.

Mikel Ezquerra estaba a punto de jubilarse. Había cumplido los sesenta y cinco años y era párroco de aquel barrio además de dar clases en un colegio cercano. Para él había sido una experiencia, a veces dura, tener que compartir la casa con el padre Aguirre.

Ahora se decía que no sabría pasar sin él, pero al principio desconfiaba de aquel «romano» que había ocupado importantes cargos en la Curia, y se decía de él que era los oídos del Vaticano.

Pero el padre Aguirre se había empeñado en vivir en una casa de barrio con otros jesuitas y no habían tenido más remedio que aceptarle. Él con reticencias, el padre Santiago con satisfacción. Pero el padre Santiago era un tanto peculiar. Durante el día trabajaba en una fábrica de cemento, por las noches componía música y leía a los clásicos en su lengua original. Para el padre Santiago el griego antiguo, el arameo, el árabe o el latín no tenían secretos. Era tan alegre por naturaleza como bondadoso, y a pesar de no ser vasco, sino andaluz, se había adaptado bien a aquella tierra que era la de san Ignacio.

La casa era modesta aunque espaciosa. Un piso con cuatro habitaciones, un comedor, un cuarto de baño pequeño y una terraza. Las habitaciones eran minúsculas, apenas con espacio para una cama, una mesa y una silla y el armario empotrado en la pared. Pero todo estaba limpio, con olor a espliego y lavanda.

—Ha venido Itziar a echar una mano —explicó el padre Mikel—, ya sabes cómo es de servicial. Se ha presentado diciendo que quería poner esto decente para que el nuevo cura no se asustara y se marchara.

—Itziar se encarga de Cáritas en la parroquia; es una mujer muy buena y muy dispuesta, y una cocinera extraordinaria —añadió el padre Aguirre.

El padre Santiago aún no había llegado aunque, según explicó el padre Mikel, nunca regresaba antes de las siete porque comía en la fábrica.

Ovidio deshizo la maleta consciente de la falta de espacio. Se preguntó dónde iba a meter sus libros cuando llegaran de Roma. Se dio cuenta de lo inútil que le serían allí los trajes que llevaba en las dos maletas. Trajes y clergyman, unos cuantos pares de zapatos, camisas… Nada de lo que tenía le iba a servir en aquel barrio donde los hombres trabajaban en las fábricas cercanas y la mayoría de sus mujeres se dedicaban a cuidar de la familia y de la casa, excepto, claro está, las jóvenes.

¿Se adaptaría a vivir allí? Lo había deseado fervientemente, sin escuchar a quienes le pedían que reflexionara. Había llegado a idealizar el cambio que ahora se le hacía realidad. «Humildad —se dijo—, necesito ser humilde».

Almorzaron los tres juntos, hablando de todo y de nada. El padre Mikel le preguntó por la vida en el Vaticano, asegurándole que al padre Aguirre no le gustaba contar nada de sus largos años pasados en Roma.

¿Cómo era el Papa? ¿Quiénes eran los cardenales con más poder? ¿Conocían el problema vasco?

Ovidio respondía con diplomacia al sinfín de preguntas del padre Mikel ante la mirada divertida del padre Aguirre, hasta que a punto de dar las tres, el sacerdote se despidió de los dos amigos para irse a dar clase al colegio.

—Siento dejaros ya, pero tengo clase hasta las cinco y media; luego voy directamente a la iglesia para oficiar un funeral a las seis. Si no estás cansado, pasa luego por la iglesia; no está lejos de aquí, y así vas conociendo a la gente. A las siete hay una reunión con Cáritas y a las ocho misa.

—Iré —aseguró Ovidio—, estoy deseando empezar.

—Pues mañana podrías decir la misa de las siete, y así Ignacio no tendrá que madrugar.

—¡Me gusta madrugar! —protestó el padre Aguirre.

—Ya, pero deberías cuidarte un poco más. A lo mejor a ti te hace más caso —dijo dirigiéndose a Ovidio—, el médico le ha dicho que se cuide y que descanse, pero hace lo que le da la gana. ¡Ah! Y ya te acostumbrarás, pero no hay día que no relea algo de la crónica de ese fraile hereje.

—Fray Julián —respondió Ovidio con una sonrisa.

—Sí, fray Julián, todos hemos leído el libro y, la verdad, es interesante, pero Ignacio tiene obsesión con él.

Cuando se quedaron solos, el padre Aguirre sacó una botella de orujo y sirvió apenas un dedo en una copa y en la otra un poco más.

—Vamos a celebrar tu regreso a casa, aunque te costará. No, no será fácil; a mí también me costó, incluso hubo un momento en que estuve a punto de regresar porque me ahogaba; además, la soberbia me golpeaba a diario cuando leía los periódicos o veía la televisión, sabiendo que detrás de las noticias siempre hay mucho más de lo que se ve, de lo que se sabe, y me parecía increíble estar fuera de juego. Han pasado años hasta que he domeñado mi soberbia y he logrado sentirme en paz conmigo mismo.

La confesión del padre Aguirre le produjo estupor. El anciano jesuita todavía era capaz de leer en su alma, e intuía la confusión contra la que luchaba en aquel instante.

—Aguantaré el tirón —respondió sonriendo—; al fin y al cabo, lo he elegido yo.

—¿Y por qué? ¿Por qué ahora?

—Por hastío y porque creo que he perdido el rumbo. Elegí ser sacerdote para servir a los demás, y siento que no lo he hecho; si el mensaje de Cristo tiene sentido es viviendo como Él lo hizo ayudando a quienes de verdad lo necesitan. ¿Qué he hecho yo?

—De manera que me reprochas haberte llevado a la tercera planta…

—¡No! ¡No crea eso! Le agradezco todas las oportunidades que me ha dado, lo que me ha ayudado, no me crea desagradecido. Sentiría que me malinterpretara…

—No lo hago. Te entiendo, Ovidio, no imaginas cuánto te comprendo, pero quiero saber el porqué.

—El atentado contra el Papa me hizo sufrir muchísimo; no he dejado de sentirme culpable.

—El Papa nunca te culpó por lo sucedido.

—El Papa era bondadoso con las faltas de todo el mundo. Nunca me hizo el menor reproche y como sentía mi angustia no fueron pocas las ocasiones en las que intentó transmitirme consuelo, pero aun así… Fue como darme cuenta de que estaba inmerso en el mundo terrenal, que nada de lo que hacía tenía que ver con la dimensión espiritual de los hombres. Apenas tenía tiempo para reflexionar, para pensar en Dios, pertenecía a su servicio de inteligencia, pero sin un minuto para sentirme en comunión con Él, para rezar de verdad y no de manera mecánica como lo venía haciendo. Y tiene usted razón, esto me resultará duro, pero le vendrá bien a mi espíritu.

—Rezaremos para que así sea.

Más tarde se dirigieron a la iglesia para encontrarse con el padre Santiago y con el padre Mikel. El primero estaba reunido con unos cuantos jóvenes pertenecientes a Cáritas, mientras el segundo acababa de oficiar el funeral. El padre Mikel le presentó a unos cuantos feligreses y el padre Santiago le dio un fuerte apretón de manos y una palmada en la espalda a modo de recibimiento, para a continuación invitarle a participar de la reunión con los jóvenes y ponerle al día de las actividades que desarrollaba con ellos.

—¿Es usted vasco? —quiso saber una chica.

—Sí, pero hace mucho que me fui —respondió Ovidio.

—¿Y qué opina de lo que pasa aquí? —preguntó un joven alto de aspecto nervioso.

—¿Y qué pasa aquí, en tu opinión?

—Que no nos dejan ser libres —respondió el chico en tono chillón.

—¡Se acabó! —interrumpió el padre Santiago—. Aquí estamos para ver cómo podemos ayudar a los que más lo necesitan del barrio, y en cuanto a que no nos dejan ser libres…

—Usted, como es andaluz, no nos entiende, aunque sea un cura majo —interrumpió otra chica, apenas una adolescente.

—¿Tú crees que por ser andaluz estoy incapacitado para entender lo que pasa aquí? Por lo pronto, lo que pasa es que en nuestro barrio hay un grupo de inmigrantes rumanos que lo están pasando fatal, que malviven en chabolas y tienen a sus hijos sin escolarizar, y para eso estamos hoy aquí, para ver cómo les vamos a ayudar.

—¡Vamos, déjenos hablar con el cura nuevo! —pidió otro joven.

—El cura nuevo está de acuerdo con el padre Santiago —respondió Ovidio— y déjame decirte que no creo que los hombres seamos diferentes por haber nacido en un lugar o en otro, y mucho menos que no podamos entender los problemas en función del lugar de nacimiento. Así que sí, soy vasco, pero me da lo mismo; a mí me importan los seres humanos, no su partida de nacimiento, y mucho menos doy importancia a la mía.

Los jóvenes se le quedaron mirando en silencio, pensando si les gustaba o no aquel sacerdote que decía que poco le importaba ser vasco.

—Y bien, ¿alguien ha logrado hablar con el jefe de ese clan de inmigrantes gitanos de Rumanía, tal y como os encargué?

—Sí, yo estuve con él ayer. Menudo tipo raro. Me dijo que estarán aquí hasta que les venga bien, que sus niños no irán a ninguna escuela, que no son católicos, y que lo único que quieren es trabajo —explicó uno de los jóvenes.

—Yo también he estado allí, con las mujeres. Dicen que no van a dejarnos a sus niños, que ellas les enseñan lo que tienen que saber, pero que están dispuestas a aceptar lo que podamos darles. Me pidieron ropa y juguetes —añadió una de las chicas.

—El concejal está enfadado con el alcalde, porque dice que hay que hacer algo y rápido, antes de que sus chabolas se conviertan en un poblamiento estable —dijo una de las chicas.

—Y nosotros, ¿qué creéis que podemos y debemos hacer? —preguntó el padre Santiago.

A partir de ahí se originó una conversación en la que cada cual dio ideas e hizo propuestas, que fueron perfilándose hasta la concreción de un sencillo plan.

Ovidio escuchaba en silencio mientras observaba a aquellos jóvenes y al padre Santiago, por el que había sentido una simpatía inmediata.

Cuando terminó la reunión, los cuatro sacerdotes se dirigieron a su casa, discutiendo sobre los asuntos del día y presentando a Ovidio a algunos vecinos con los que se cruzaban.

Después de cenar el padre Santiago propuso rezar el rosario ante el estupor de Ovidio. De repente se dio cuenta de que hacía muchos años que no lo rezaba y se reprochaba a sí mismo que su imaginación volara mientras repetía los Ave María. Definitivamente necesitaba reencontrarse con el sacerdocio.

A las once el padre Mikel dijo que era hora de irse a la cama. Ovidio se sentía cansado y perplejo ante tantas emociones encontradas.