Ciudad del Vaticano
Ovidio Sagardía no prestaba atención a lo que decía aquel hombre. En realidad, se lamentaba de su suerte preguntándose a sí mismo: «¿Soy un espía? ¿De qué otra manera podría llamarse a lo que hago? Aun sabiéndolo, me irrita que me traten como tal. Me pregunto cómo he llegado hasta aquí, en qué momento se torció mi vida».
—¿Alguna opinión?
—Perdone, eminencia, estaba pensando en lo que estos señores acaban de contar —respondió el sacerdote de manera mecánica.
La voz rotunda del cardenal le había devuelto a la realidad. Hacía calor en la estancia, o acaso era el desánimo lo que estaba haciendo mella en él. Le pesaban las miradas del cardenal y de los dos hombres que le acompañaban. Ellos también eran espías, sólo que él servía al Todopoderoso y ellos a sus gobiernos.
—Bien, padre, tenga la bondad de decirnos qué piensa —le instó el cardenal.
—Necesitaría que me dieran más información. En realidad, lo que nos han contado puede ser algo o puede no ser nada. Lo único que parecen tener seguro es que el atentado lo ha cometido el Círculo.
—No tenemos más información —aseguró en tono cansino el hombre del cabello plateado—. ¡Ojalá la tuviéramos! Por eso les hemos pedido ayuda. Y sí, efectivamente, el Círculo ha revindicado la matanza en ese cine de Frankfurt.
El cardenal no respondió y él también decidió callar. Sabía lo que su superior pensaba: que no estaban en deuda con aquellos hombres. Le sabía incómodo con los dos hombres a los que había tenido que recibir por la ausencia del director del departamento de Análisis de Política Exterior, el obispo Pelizzoli. Pero el ministro del Interior había insistido ante la Secretaría de Estado sobre la urgencia de la situación y el cardenal se había avenido a recibirlos.
—Es un rompecabezas —afirmó el hombre joven como si hablara consigo mismo.
Durante unos segundos les observó, intentando calibrar qué clase de hombres y de espías eran. El mayor, el del cabello plateado, respondía al nombre de Lorenzo Panetta. Se mostraba seguro de sí mismo, nada impresionado por la magnificencia de aquel despacho cuyo techo había sido pintado por Rafael. Era un alto responsable de la seguridad del Estado, un ex espía que había ido subiendo en el escalafón hasta convertirse en un político.
El más joven ¿qué edad tendría? No más de treinta y cinco años, con aspecto militar, aunque parecía abrumado no sólo por el lugar, sino por el asunto que les había llevado hasta aquel despacho del Vaticano. Le habían presentado como Matthew Lucas, era norteamericano y trabajaba como enlace de una agencia de espionaje de su país con el organismo que coordinaba la lucha contra el terrorismo dentro de la Unión Europea.
Decidió salir del letargo que le envolvía y volver a ser quien esperaban que fuera. Levantó los hombros y clavó la mirada en los papeles que le habían entregado, leyéndolos, esta vez sí, con mucha atención.
—¿Cuándo dicen que intervinieron estos papeles? —preguntó sin dirigirse a ninguno de los dos hombres en especial.
—Son parte de los restos encontrados en el apartamento en que se suicidaron los hombres del Círculo —respondió el del cabello plateado—; en realidad no son papeles, sino fragmentos con los que el laboratorio ha podido reconstruir algunas frases. Eso ha sido hace cuatro días.
—¿Y por qué les ha alarmado tanto?
Los dos hombres se miraron antes de que el mayor respondiera.
—No hay más que añadir a lo que les hemos contado. La Brigada Antiterrorista de Interpol hace meses que seguía a Milan Karakoz. Además de traficar con armas lo hace con información. Es uno de los traficantes que surte de armas al Círculo. También tiene contactos con asesinos a sueldo. Una joya.
—¿Y no creen que su «joya» debe de tener suficiente experiencia como para no cometer errores y evitar que su nombre aparezca en un escrito en manos de unos terroristas?
—Seguramente Karakoz no sabe que su nombre ha aparecido en un trozo de papel entre los restos de un apartamento de Frankfurt —afirmó el hombre del cabello plateado.
—Como puede ver en el informe —terció Matthew Lucas—, un grupo de terroristas islámicos iban a ser detenidos por la policía alemana; creemos que son los mismos que dos días antes volaron un cine en el centro de Frankfurt donde murieron más de treinta personas, entre ellos cinco niños. Y ya sabe cómo reacciona esta gente: prefieren morir a ser detenidos. Se volaron cuando la policía les ordenó que salieran del apartamento donde se refugiaban. Antes quemaron un buen número de documentos, de los que quedaron trozos minúsculos que han sido examinados en el laboratorio. Se han podido rescatar algunas palabras de esos papeles: Karakoz, con el que presumimos que debían de tener contactos, seguramente les proveía de armas. Otros nombres eran «Sepulcro», «Cruz de Roma», «Viernes», «Saint-Pons», que no sabemos si es el nombre de un lugar o de una persona o de ambos, «Lotario», y el fragmento de un libro que no sabemos a qué se refiere: «Nuestro cielo está abierto sólo a aquellos que no son criaturas…». El resto aparece quemado, junto a otro fragmento: «la sangre». No hay más letras, no sabemos cómo continúa.
—Se le olvida lo de «Santo»… —añadió Lorenzo Panetta—. Lo puede leer en el informe, también había un resto de papel en el que habían escrito «correrá la sangre en el corazón del Santo…», y otra vez la palabra «cruz».
—Sí, todo esto ya lo han explicado y está aquí en el informe, pero no entiendo qué tiene que ver el Vaticano con todo esto. Lo siento.
El cardenal le miró malhumorado. En cuanto los dos hombres se marcharan seguro que le reprendería, y con razón. En realidad no sentía el más mínimo interés por lo que le estaban contando, y lo único que deseaba era pedir que le encargaran el trabajo a otro, que no contaran con él.
—Padre Ovidio, estos caballeros no estarían aquí si no creyeran que todo esto es importante. En mi opinión lo es. Nuestra obligación es colaborar con nuestros amigos a resolver este enigma. Y eso es lo que haremos.
La intervención del cardenal no dejaba lugar a dudas y el sacerdote bajó la cabeza sabiéndose derrotado.
—El trabajo debería ser conjunto —sugirió Matthew Lucas.
—Lo será, señor Lucas —afirmó el cardenal—, el Vaticano colaborará con el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea, como no podría ser de otra manera. El padre Sagardía se pondrá en contacto con ustedes en cuanto pueda examinar toda la información que nos han entregado. Les aseguro que nos tomamos este asunto muy en serio.
Los dos hombres se miraron, conscientes de que el cardenal daba por terminada la audiencia. La puerta del despacho se abrió y entró un sacerdote.
—Mi secretario les acompañará.
La despedida fue breve, y los dos hombres dejaron aquel despacho preocupados por la apatía que había mostrado el tal padre Ovidio.
Cuando la puerta se cerró estalló la tormenta.
—Y bien, ¿qué ocurre? —preguntó el cardenal sin ocultar su contrariedad.
—Perdóneme, eminencia, pero no creo que nada de lo que nos han contado sea motivo de alarma.
—O sea, que usted cree que Panetta, el mayor experto en lucha antiterrorista que tenemos en Italia, que trabaja codo con codo con otras agencias de países aliados en el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea, y con la OTAN, ha venido aquí a asustarnos como si fuéramos niños de colegio. Y el señor Lucas, un especialista en movimientos terroristas islámicos, que pertenece a la Agencia Antiterrorista y de Seguridad Americana, es un alarmista. ¡Por favor, Ovidio! ¿Qué le pasa?
Ovidio Sagardía estuvo tentado de volver a bajar la cabeza y no responder a la pregunta directa del cardenal. Pero sabía que éste no se conformaría y que le insistiría hasta que le dijera la verdad.
—Su eminencia sabe bien lo que me pasa: quiero dejar todo esto, necesito encontrarme conmigo mismo, pero sobre todo, reencontrarme con Dios.
Los dos hombres guardaron silencio mirándose a los ojos fijamente, leyendo cada uno en los del otro.
—Usted sabe que dentro de unos días me voy, que he logrado que me destinen a una parroquia. Es lo que quiero, ser un párroco de barrio, ayudar a la gente, sentirme útil, vivir de acuerdo con el Evangelio…
Calló ante el gesto del cardenal. Se sentía perdido porque sabía que nada de lo que dijera conmovería la determinación férrea de aquel príncipe de la Iglesia.
—Lo siento, Ovidio, su parroquia tendrá que esperar al menos hasta que regrese monseñor Pelizzoli. Antes de llamarle he consultado con él y cree que es la persona adecuada para encargarse de este trabajo. El confía en usted más de lo que usted confía en sí mismo. Es un sacerdote, un jesuita, un soldado de Dios y se debe a la Iglesia. La obligación de un sacerdote es servir donde la Iglesia nos pide que lo hagamos; no se trata de lo que queremos, sino de lo que debemos y a quién nos debemos. Usted tiene un talento extraordinario para el análisis, lo tiene también para investigar, para fundirse con el paisaje. Son dones que Dios le ha dado y que no le pertenecen. Hasta ahora los ha puesto al servicio de la Iglesia; no abandone, Ovidio, no lo haga ahora.
—Sólo quiero ser un sacerdote.
—Es lo que es, un sacerdote en primera línea de batalla. Un jesuita que sabe que no puede hacer lo que quiere sino lo que debe, y ahora quiere huir.
—¡Usted sabe que no huyo! —gritó el sacerdote.
—¡Tiene una crisis! ¡Lo sé! —respondió gritando a su vez el cardenal—. ¿Cree que es el único sacerdote que tiene una crisis y se pregunta qué está haciendo con su vida?
—Yo no me cuestiono el sacerdocio, sino lo que hago, lo que he hecho hasta el momento. No creo haber vivido como nos mandó Nuestro Señor Jesucristo.
El cardenal supo que había perdido y que si en ese instante intentaba doblegar al hombre perdería al sacerdote para siempre.
—Bien, ¿quién podría encargarse de esto?
—Quizá Domenico. Además es un experto en el islam y, si todo esto tiene que ver con un grupo de islamistas, él es el más adecuado.
—Le diré al Santo Padre que se va; querrá verle, ya sabe cuánto le aprecia.
—Gracias.
—¿Gracias? No, no me dé las gracias, no me ha dejado otra opción.
—¿Por qué cree que el cura se mostraba tan renuente? Nos ha tratado como si fuéramos unos locos que nos hemos presentado en el Vaticano a contar una historia de ovnis.
—Sí, ha estado muy desagradable —respondió Lorenzo Panetta—, aunque supongo que tendrá que hacer lo que le manden.
—El Vaticano es impresionante —dijo Matthew Lucas—. Nunca imaginé que iba a poder verlo por dentro, me refiero a algo más que la basílica o los museos. El cardenal también me ha impresionado.
—Es un personaje importante en la nomenclatura de la Curia; aunque no se encarga directamente de la inteligencia vaticana, se puede decir que toda la información llega hasta su despacho.
—¿Inteligencia vaticana?
—Comandante, ¿en qué escuela se ha formado? ¿No sabe que el Vaticano cuenta con uno de los mejores servicios de información que hay en el mundo? Nada se escapa a sus oídos, pero son muy celosos de la información que obtienen. Si nos ayudan, nos resultará más fácil.
—Usted se ha empeñado en que nos pueden ayudar, ¿por qué? ¿Sólo porque en un trozo de papel pone «Santo» y en otro «Dios de Roma»?
—Ése sería un motivo suficiente, pero además… verá, tengo la impresión de que hay mucho más de lo que somos capaces de imaginar y de ver, y que necesitamos a esos curas para que nos ayuden.
—Pues usted es el único que lo cree. En Bruselas no todos están de acuerdo en que había que meter en esto al Vaticano.
—¿Sabe? Hay una enorme diferencia entre los políticos y los analistas que nunca han salido de un despacho, y quienes como yo han estudiado en la calle.
—¿Estudiado?
—Me he hecho en la calle, persiguiendo delincuentes. Le aseguro que sé cuándo en un caso hay algo más de lo que se ve.
—Pero usted lleva muchos años siendo… bueno, un alto cargo.
—Sí, pero mire mis manos y mire las suyas.
—¿Para qué?
—Las suyas son de oficinista, las mías… bueno, qué más da. Tengo una corazonada, pero en todo caso no perderemos nada si los cerebros del Vaticano nos ayudan.
—Confío más en la ayuda que nos puedan prestar expertos de verdad. ¿Llegará a tiempo para la reunión?
—Mañana por la tarde estaré en Bruselas para participar en la maldita reunión. Espero que la policía alemana nos mande alguna información más y que sus amigos de la CIA no se lo monten de estrechos y nos informen si tienen algo de esos estúpidos en sus archivos.
—¿De quiénes?
—De los suicidas, Matthew, de los suicidas.
—Yo no diría que eran unos estúpidos, la prueba está en que lograron volar un cine en el centro de Frankfurt, con bombas suministradas por el inevitable Karakoz; últimamente aparece en todas las salsas.
—Los terroristas pagan bien y al contado, por eso venimos tropezando con Karakoz. A éste sólo le interesa el dinero. Es un ser repugnante.
Lorenzo Panetta aparcó el coche en la terminal A del aeropuerto de Fiumicino. Matthew Lucas bajó del coche llevando en la mano una pequeña bolsa. Los dos hombres se despidieron con un «hasta mañana».
Al día siguiente se verían en la «reunión de crisis» convocada por el director del Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea. Lorenzo Panetta era el subdirector de dicho organismo y uno de sus más brillantes analistas.