24

Esta vez el viaje en tren se le antojó pesado. Miraba al frente y veía el asiento vacío. En menos de un año su vida había sufrido muchos cambios. Había terminado sus estudios con buenas calificaciones, trabajaba en la Secretaría de Estado, en un par de ocasiones había estado cerca del Santo Padre… Su familia se sentía orgullosa de él y presumían ante los vecinos. Cada día que pasaba se sentía más seguro de la decisión de haberse hecho sacerdote. Nada podía colmarle más que servir a Dios donde pudiera necesitarle Su Iglesia.

Esperaba estar a la altura de la misión que le habían encomendado. No le iba a resultar fácil; no se sentía cómodo engañando. Temía, además, que en cualquier momento se dieran cuenta de la impostura. Cuando telefoneó a Raymond éste pareció alegrarse, pero luego dudó cuando le anunció que iba a Carcasona y le gustaría visitarle. Le pidió que esperara unos minutos, mientras consultaba a su padre si podían recibirle. Sintió alivio cuando Raymond le dijo que le invitarían a almorzar. De manera que su estancia en el castillo sería corta, ya que la invitación incluía sólo el almuerzo.

Le pareció que Raymond estaba más alto que la vez anterior. Seguramente aún estaba en edad de crecer. Le recibió en la puerta del castillo con cordialidad, pero con la mirada alerta, como si no estuviera cómodo con su presencia.

—Me alegro de volver a verle —le dijo al estrecharle la mano—, ha sido una sorpresa su llamada.

—Espero no haberle molestado. Tenía que venir a Carcasona a mirar unas cosas en los archivos y pensé en pasarme a saludarle, fueron ustedes muy amables conmigo cuando estuve con el profesor Arnaud.

—¡Ah, el profesor Arnaud! Dicen que ha enloquecido. Ignacio se sintió molesto con el comentario y no fue capaz de contenerse.

—Pues les han informado mal; el profesor está estupendamente.

—Nos habían dicho que la muerte de su hijo le había trastornado…

—Bueno, lo normal en estos casos, imagínese a su padre si a usted le sucediera algo… Pero el trabajo le ayuda a superar este mal momento, y poco a poco vuelve a ser el de siempre.

Raymond no hizo ningún comentario más, pero clavó su mirada en Ignacio y éste supo que no le había creído.

Comenzaron a caminar por los jardines del castillo sin rumbo fijo ni saber muy bien cómo romper el hielo que ambos notaban.

—¿Cómo va la búsqueda? —planteó Ignacio directamente.

—¿La búsqueda? ¿A qué búsqueda se refiere?

—Al Grial. Cuando estuve aquí me contó que estaban a punto de encontrarlo.

—Le rogaría que no hiciera mención de esto delante de mi padre ni de sus invitados. Fui indiscreto, hablé demasiado, algo imperdonable en mí.

—¡Por favor, no se preocupe! Naturalmente que no diré nada delante de su padre. Si le he preguntado es porque como historiador que aspiro a ser, esa misión me parece la más extraordinaria de cuantas se puedan acometer.

—Lo es, pero desafortunadamente aún no lo hemos conseguido. Llevará tiempo y mucha paciencia, pero mi padre está seguro de que lo lograremos.

—Ese día, aun a riesgo de resultar maleducado, le pediré que me permita ver lo que encuentren.

Raymond rió halagado. Se sentía poderoso ante ese joven aspirante a historiador que parecía estar suplicándole que le permitiera meter las manos en el pastel.

—No se lo puedo prometer, no dependerá de mí, pero le aseguro que lo intentaré.

—¿En qué fase están?

—Buscamos documentos, tenemos gente investigando en Escocia, seguimos excavando… nada nuevo, pero lo encontraremos, no lo dude, el Grial será nuestro.

El almuerzo transcurrió casi en silencio. Al igual que en la ocasión anterior el conde se mostró seco y distante, en el límite para no ser tachado de mal anfitrión.

Los invitados del conde eran un grupo heterogéneo formado por chicos jóvenes de la edad de Raymond y hombres de la edad del conde. Ninguno hizo alusión a las razones que les habían llevado a estar allí.

Después del almuerzo todos desaparecieron dando las excusas más variopintas. Raymond invitó a Ignacio tomar café antes de que el coche le llevara a Carcasona.

—¿Sabe? Parece cada vez más evidente que el Grial es la sangre de Jesús. Sí lo confirmamos, adiós Iglesia. Son patéticos esos curas arrodillados ante la cruz, ante un objeto de tortura. Están enfermos. Lo peor es la cantidad de estúpidos que les creen.

—Es una teoría interesante —acertó a decir Ignacio—, pero difícil de probar.

—A la Iglesia le haría daño que se difundiera. A lo mejor algún día escribo algo al respecto; veríamos la reacción.

—¿Escribir? Pero ¿qué?

—Un libro sobre los secretos de Montségur, una recopilación de leyendas… incluso una novela.

—Pero nada de eso sería una demostración de lo que quieren probar.

—Ya sabe que si se repite algo millones de veces…

—Ésa es una frase de Goebbels.

—Por desgracia, no por ello deja de ser verdad.

—¿Se trata sólo de hacer daño a la Iglesia?

—Se trata de muchas cosas, pero de eso también. Tienen que pagar por lo que han hecho. Han derramado mucha sangre inocente; recuerde la crónica de fray Julián.

* * *

Regresó a Roma insatisfecho. Había fracasado en el intento de acercarse al profesor Arnaud, y tampoco era extraordinaria la información que había obtenido en el castillo.

El padre Grillo no pensaba lo mismo. Creía que Raymond le había dicho más de lo que habría querido.

—Van a empezar a difundir especulaciones sobre Jesús y María Magdalena, y habrá mucha gente deseosa de creerlo. El propio Raymond te lo ha dicho: el objetivo es hacer daño a la Iglesia, encontrarán quien escriba uno o varios libros, pueden inundar las librerías con novelas, falsos ensayos… intentarán polemizar con nosotros. Debemos estar preparados para cuando eso suceda y ponderar la respuesta.

—La mejor respuesta es que no haya respuesta —propuso Ignacio.

—¿Que no digamos nada?

—Eso pienso. La Iglesia no debe responder a infundios ni a teorías peregrinas, sólo puede responder a hechos. —Transmitiré tu opinión al secretario de Estado.

—No se burle de mí.

—No me estoy burlando; cuando despache con él sobre este asunto, le diré lo que opinas. Puede que tu consejo sea el acertado.

Hasta un mes después el padre Grillo no volvió a mencionar el asunto. Cuando entró en su despacho, en su rostro serio Ignacio vio el preámbulo de una mala noticia.

—En primer lugar quiero decirte que el secretario de Estado ha decidido que te hagas responsable del asunto francés. De ahora en adelante te encargarás de procurar que tengamos noticias de los trabajos del conde y sus amigos, de estar alerta a cualquier publicación sobre el Grial; dispondrás de los medios que necesites. Quién iba a imaginar que un fraile dominico de la Inquisición nos iba a dar tanto trabajo y quebraderos de cabeza. Fray Julián se ha convertido en una pesadilla.

—Bueno, el pobre fraile no tiene la culpa de lo que hagan los descendientes de su familia.

—Esa crónica… en fin, no le voy a juzgar. Es evidente que el pobre sufría.

—Supongo que algún día la Iglesia tendrá que revisar algunas de sus actuaciones para poder explicarlas a la luz de hoy.

—Eso, Ignacio, no es asunto ni tuyo ni mío; bastante tenemos con estar alerta frente a lo que pueda hacer la familia de fray Julián. No te separes de su crónica, porque es la causante de todo. Y… bueno… tengo que darte una mala noticia; sé que te afectará.

Ignacio tragó saliva y esbozó una oración pidiendo que no se refiriera a su familia.

—El profesor Arnaud ha muerto de un infarto. Ha tenido un final triste. Al parecer llevaba dos días sin ser visto y en la universidad se preocuparon; se pusieron en contacto con su familia y… bueno, le encontraron muerto.

—No, no murió, ya estaba muerto.

—¡Ignacio…!

Ignacio salió del despacho con la Crónica de fray Julián en la mano. Sabía que aquel libro le había unido para siempre con Ferdinand Arnaud.

* * *

Dos días después Ignacio estaba en la nunciatura de París junto al padre Nevers y dos policías que habían acudido a interrogarle.

Le explicaron que no había nada extraordinario en el fallecimiento del profesor Arnaud y que la autopsia había confirmado el infarto de miocardio.

El padre Nevers estaba nervioso. Le incomodaba la situación. ¿Por qué el profesor Arnaud había tenido la infeliz idea de dejar en herencia a Ignacio Aguirre todos sus papeles referentes a su investigación histórica sobre fray Julián? La pregunta se la hacía él, pero también se la formulaba la policía. Por eso habían solicitado a la nunciatura hablar con el sacerdote español.

Ferdinand Arnaud había fallecido de un infarto, pero el día antes de su muerte había dejado sus cosas perfectamente ordenadas, así como y una caja de considerable tamaño con una dirección y un nombre escrito: «Ignacio Aguirre. Secretaría de Estado. Ciudad del Vaticano».

Naturalmente la policía había abierto la caja y encontró un sinfín de papeles y libretas que para ellos no tenían ningún sentido. En ellas, con letra apretada, Ferdinand había ido escribiendo el libro sobre fray Julián, pero también reflexiones más personales sobre el conde y sus amigos. Además de los papeles, había una carta cerrada y lacrada también para Ignacio.

Encima de la mesa del despacho habían encontrado también otra carta dirigida a una dirección en Berlín a nombre de una mujer: Inge Schmmid, con la que la universidad se había puesto en contacto. La policía también mostró interés en hablar con la señora Schmmid.

La carta a la señora Schmmid no parecía contener nada relevante, excepto que le indicaba la dirección y el teléfono de un notario de París con el que ella debía ponerse en contacto de inmediato. Le daba las gracias por haberle ayudado a mantenerse en pie en los momentos más difíciles de su vida y le instaba a buscar la felicidad.

—A esta señora la ha hecho heredera de sus bienes materiales: el piso de la rue Foucault donde vivía, el coche y todos sus ahorros. Un buen pellizco… —les contaba uno de los policías.

En cuanto a la carta para el sacerdote, la policía no terminaba de entender si había alguna clave relevante; por eso habían insistido en verle, ya que, decían, no se habían atrevido a abrirla, algo de lo que Ignacio dudaba a pesar de que parecía tener el lacre intacto.

—Les aseguro que no sabía que el profesor Arnaud iba a decidir entregarme precisamente a mí sus papeles más preciados —aseguraba Ignacio.

—¿Eran muy amigos? —preguntó uno de los policías.

—¡Apenas se conocían! —afirmó el padre Nevers, aunque la pregunta no se la habían hecho a él.

—Era una persona muy especial para mí, más que un amigo. En cuanto a por qué me eligió para que tuviera sus papeles, no lo sé; puede que se fiara de mí, que supiera…

—Que supiera… ¿qué? —preguntó el policía.

—Que voy a necesitar estos papeles en el futuro, que aquí pueden estar las claves de lo que pueda suceder.

—Pero ¿a qué se refiere usted? ¿Qué puede suceder que tenga que ver con esa crónica medieval? —terció el otro policía, hastiado de aquella conversación que se le antojaba inútil.

—Verán, no puedo decirles lo que no sé. Sólo que me siento muy honrado porque el profesor Arnaud me haya legado sus papeles.

—Preparó esta caja el día antes de morir… Sin embargo, la autopsia revela que murió por causas naturales, un infarto. Por eso no entendemos estas dos cartas de despedida.

—Ya estaba muerto —afirmó Ignacio, ante el estupor de los policías y del padre Nevers.

—¿Cómo dice? —preguntó uno de los policías.

—Que estaba muerto, había dejado de vivir aunque continuara respirando. Murió el mismo día en que enterró a su hijo David.

—¡Pero, Ignacio! ¿Cómo puedes decir eso? —protestó el padre Nevers.

—Es la verdad, se puede estar muerto en vida. Yo no lo sabía, lo he sabido después, la última vez que vi al profesor Arnaud. Sólo esperaba que se le parara el corazón, y era cuestión de días.

—¡Qué cosas dices!

Ignacio no quería quedarse mucho tiempo en París, pero sentía curiosidad por conocer a esa frau Schmmid de la que nunca había oído hablar. Por eso les preguntó a los policías si seguía en París.

—Sí, tiene que arreglar los papeles de la herencia. Se aloja en el hotel Sena, en la orilla izquierda. Es un hotel pequeño y modesto, cerca de Saint-Michel.

El padre Nevers frunció el ceño al ver que la intención de Ignacio era ir a ver a la desconocida mujer.

—Pero ¿por qué quieres conocerla? ¿Qué más te da quién sea? Ni a ti, ni a nosotros nos concierne la vida del profesor Arnaud.

—Tiene razón, padre, pero siento la necesidad de conocerla; puede que ella sepa por qué el profesor Arnaud ha decidido legarme sus papeles.

—Tienes la carta del profesor Arnaud; seguramente en ella te explica el porqué de su decisión.

Pero Ignacio no se dejó convencer por el padre Nevers.

—No se preocupe usted por mí. Regresaré por mis propios medios.

—¡Pero si ni siquiera sabes si esa señora está en el hotel! Ignacio no replicó; se bajó del coche y, sonriendo, se despidió de él.

—Ya le llamaré, padre, no me iré sin despedirme de usted.

El recepcionista del hotel le miró con curiosidad. No era habitual ver a un cura en aquel lugar. Y se sorprendió más cuando preguntó por la señora Schmmid.

—Tiene usted suerte, porque salió esta mañana temprano y acaba de regresar no hace ni cinco minutos. Siéntese en aquella silla, la avisaré.

Inge no tardó ni dos minutos en bajar a la recepción y se dirigió hacia Ignacio con la inquietud reflejada en el rostro. ¿Qué podía querer un sacerdote de ella?

—Buenas tardes, ¿qué desea? —A él le asombró cómo era ella. Pensó que andaría por los treinta, pero las arrugas alrededor de los ojos y el rictus de los labios eran huellas claras de alguien que había vivido y sufrido.

—Perdone que la moleste, señora Schmmid, me llamo Ignacio Aguirre.

Su nombre a ella no le decía nada. Nunca había oído hablar de él.

Él le explicó quién era, y ella le escuchó sin decir palabra ni mostrar tampoco curiosidad.

—¿Conocía desde hace mucho tiempo al profesor Arnaud? —se atrevió Ignacio a preguntar a aquella mujer de gesto inescrutable.

—Sí, nos conocimos hace tiempo. —Ignacio se impacientó; ella no parecía dispuesta a darle ninguna explicación.

—Siento importunarla, pero… en fin, me gustaría saber algo más del profesor Arnaud; me he encontrado con un legado que no esperaba y no sé por qué. Si he querido conocerla es porque sé que usted es la persona a la que ha dejado cuanto tenía. Por favor, ¿podríamos ir a algún sitio a tomar un café y hablar?

Inge dudó unos segundos; luego clavó su mirada directa y franca en los ojos de Ignacio.

—Si quiere, podemos ir a tomar un café y hablar, pero no creo que yo pueda despejar sus dudas. Nunca me habló de usted, no tenía por qué hacerlo.

Salieron del hotel y caminaron hasta llegar a un café con una terraza cubierta por cristales. Instintivamente Ignacio buscó un rincón apartado donde no les molestaran.

Inge pidió té y él café, y aguardaron hasta que el camarero se lo trajo para comenzar a hablar.

—No sé por qué el profesor Arnaud decidió dejarle sus papeles; lo siento, no tengo esa respuesta, que es la única que usted necesita.

—¿Cuándo fue la última vez que vio al profesor Arnaud? —quiso saber Ignacio.

—En el entierro de su hijo, en Palestina. Nos despedimos en el aeropuerto; él regresaba a París y yo a Berlín. Estaba destrozado. Para él la vida se había acabado en el instante en que enterraron a David.

—Yo estaba con él cuando le dieron la noticia de que su hijo estaba malherido. Yo le acompañé al castillo d’Amis; estuvimos apenas dos días, y al regreso estaba el padre del señor Arnaud en la estación esperándole para explicarle lo sucedido.

—Supongo que fue un momento terrible para él. ¿Y cuándo le volvió a ver?

—Hace ya algún tiempo. Fui a París para hablar con él, yo tenía que regresar al castillo.

—Y quería que él le acompañara, ¿no?

—Me habría gustado, sí, pero sobre todo fui a verle porque necesitaba decirle que sentía lo de su hijo. Le había mandado una carta de pésame pero no había tenido ninguna respuesta.

—¿Por qué le importaba tanto el profesor? —Ignacio se había hecho esa pregunta en repetidas ocasiones y aún no había encontrado la respuesta.

—No lo sé; quizá fue la conversación que mantuvimos en el tren a propósito de Dios, de la Iglesia… Me impresionó. Pensé que para declararse agnóstico demostraba una envidiable fe en Dios y en la Iglesia. Me sorprendió, y me hubiera gustado proseguir aquella conversación.

—Había sufrido mucho.

—Sí, sé lo de su esposa. ¿Usted la conoció?

Entonces Inge le explicó cómo se conocieron, y el vínculo invisible que se estableció entre ellos en aquellos años de búsqueda de Miriam. Que, juntos, habían descubierto lo sucedido a los tíos de Miriam, que más tarde la señora Bruning, la portera de la casa de Sara y Yitzhak, les había confesado que había sido ella quien había denunciado a Miriam y cómo se la habían llevado.

—Perdone que le haga una pregunta muy personal, pero ¿usted qué hacía en aquellos años?

—Era una joven comunista, con un novio comunista con el que tuve un hijo, y unos padres nazis que renegaban de mí. Sara y Yitzhak me ayudaron, me dieron trabajo, me trataron como a un ser humano. Pero si quiere saber qué relación tuve con los nazis, la respuesta es que soy una superviviente, no tiré bombas a su paso, ni maté a ninguno; no hice nada, sólo sobrevivir.

—No, no le preguntaba por eso, perdone, no quiero remover sus heridas.

—No lo hace, no me reprocho nada a mí misma. —Ignacio no se atrevía a preguntarle si a ella y Ferdinand les había unido algo más que el infortunio, pero Inge se dio cuenta de lo que el sacerdote quería saber.

—Y si se pregunta si en esos años hubo algo entre nosotros la respuesta es no. Nunca me miró como a una mujer, ni yo a él como a un hombre. Aunque le cueste creerlo, es posible la amistad entre un hombre y una mujer.

—No, no me cuesta creerlo.

—En aquella situación desesperada en que nos encontrábamos ninguno de los dos necesitábamos amor, no esa clase de amor. Creo que llegamos a estar más unidos que si nos hubiéramos metido en la misma cama.

Él se ruborizó, a pesar de que en la manera de hablar de Inge no había el menor asomo de provocación.

—Y ahora que sabe un poco más de mí, ¿por qué cree que me ha dejado sus papeles?

—No lo sé, en realidad no sé nada de usted. Al profesor Arnaud le fascinaba la crónica de fray Julián, era muy importante para él, pero al mismo tiempo sentía cierta repulsión por el conde. No le ayudó demasiado. En realidad, el conde d’Amis no lo hizo porque no podía decirle que sus amigos pertenecían al grupo de asesinos que habían acabado con la vida de su esposa. De manera que el conde y sus amigos se mostraron indiferentes a la desesperación del profesor y éste nunca se lo perdonó. Tampoco le gustaban sus ideas ni su obsesión por el Grial, ni que creyera que era posible la independencia de Occitania. Creo que el conde esperaba que los nazis le ayudarían a lograr que Occitania se desgajara de Francia. Puede que todo esto le inquietara más de lo que dejaba entrever y quizá decidió fiarse de usted para que hiciera frente al conde si llegaba el momento. Pero le insisto: no lo sé, no me habló de usted.

—¿Después de Israel no volvieron a hablar?

—Sí, le llamé un par de veces. Y le escribí varias cartas que él me respondió. Pero le aseguro que no dijo nada sobre usted, lo siento. Tampoco tenía por qué decírmelo; que fuéramos amigos no significa que yo lo sepa todo sobre él.

—Habla del profesor en presente, como si estuviera vivo.

—Para mí lo está, lo estará siempre.

—Y ahora, ¿qué hará usted?

—Lo que siempre he querido hacer y él me ha pedido que haga: voy a terminar mi carrera, luego daré clases, seré maestra. Ferdinand ha sido muy generoso conmigo; me ha dejado todos sus ahorros y su casa. Voy a venderla, él me lo ha pedido en la carta. Volveré a estudiar y mantendré ami hijo sin agobios. Él me pide que sea feliz, que al menos lo intente. En realidad, él me ha regalado la felicidad; volver a retomar mi carrera es lo que más anhelaba, era mi sueño oculto.

—¿Qué estudiaba usted?

—Filología alemana.

—Tendrá suerte.

Inge se encogió de hombros. No creía en la suerte, ella era sólo una superviviente.

Ignacio se dijo que no tenía nada en común con aquella mujer, apenas unos años mayor que él y que sin embargo había sufrido lo que posiblemente él jamás sufriría. Sentía que sus destinos se habían unido porque así lo había querido el profesor Arnaud.

—Le daré mi dirección en Roma por si algún día va por allí; también me gustaría saber dónde encontrarla si voy a Berlín. El profesor Arnaud nos ha convertido en sus herederos…

—¿Y piensa que eso le une a mí? —preguntó ella con un deje irónico en la voz.

—Sí, pienso que eso me une a usted. No sé por qué, pero lo pienso, mejor dicho, lo siento así. Puede que alguna vez necesite ayuda; si es así, acuérdese de mí. Haré lo que esté en mi mano por ayudarle.

—Yo no creo en Dios —afirmó ella como respuesta.

—No le he preguntado en qué cree. ¿Por qué me lo dice? Inge se levantó y le tendió la mano para despedirse.

—Le veo atormentado por la muerte de Ferdinand, y no debería estarlo. Murió porque para él ya no tenía sentido vivir. Ahora está en paz.

La vio salir del café andando con paso firme y pensó que aquella mujer nunca le necesitaría, ni a él ni a nadie. Ella misma se lo había dicho: era una superviviente. Y ya había sobrevivido a lo peor. Telefoneó al padre Nevers para despedirse.

—Quédate a cenar.

—No, prefiero regresar a Roma. Tengo mucho trabajo, el padre Grillo no puede quedarse sin secretario; con un poco de suerte cogeré el último vuelo.

En realidad, necesitaba estar sólo para leer con calma la carta del profesor Arnaud.

Tuvo suerte y pudo hacerlo en el avión. Rasgó con cierta emoción el sobre blanco que contenía unos cuantos folios escritos con letra pequeña y apretada, pero clara.

El profesor Arnaud le decía que todos aquellos papeles de su trabajo sobre la crónica de fray Julián ya no tenían ningún sentido para él, pero…

… puede que algún día usted localice en ellos algo que le ayude a afrontar lo que el conde pueda hacer con sus estrambóticas ideas, aunque ya sabe que en mi opinión nunca hallará nada porque no hay nada que encontrar. Poco me importan ya las cosas de los vivos, puesto que ya no me siento de este mundo, pero usted es joven y conserva intacta su fe en la humanidad, de manera que puede hacer algo por ella: luche para evitar que se derrame sangre inocente.

A lo largo de la historia se ha derramado mucha sangre porque algunos hombres se creen dioses y no les importa sembrar el mundo de muerte, porque para ellos los otros hombres son sólo carne con forma pero sin voz, sin alma. No les ven, no les sienten, no les importa que mueran con tal de que sirvan a sus intereses. También se ha derramado mucha sangre en nombre de Dios, ¡qué contradicción! ¿Qué pensará Dios de estos hombres que han utilizado y utilizan su nombre para matar? ¿No cree que la Iglesia debería reflexionar sobre esto? Y hacer algo, sí, ¿por qué no empieza usted?

Fray Julián clamaba porque algún día alguien vengara la sangre de los inocentes, pero creo que es más útil que no se siga derramando. La venganza de nada le sirve a los muertos…

Ignacio no pudo contener las lágrimas. Aquella carta era algo más que un testamento: era una petición para que hiciera algo, para que dedicara su vida a evitar la muerte de los inocentes. A Inge le había pedido que fuera feliz y a él que le diera un sentido a su vocación como sacerdote, un sentido distinto del que él mismo había imaginado. ¿Podría y sabría hacerlo?

* * *

Cuando llegó a Roma era noche cerrada. Estaba agotado, pero se sentía incapaz de dormir. Abrió la caja donde el profesor Arnaud había colocado con cuidado sus papeles y comenzó a viajar por los años en que había vivido fray Julián. Quiso ver la mano de Dios en el hecho de que su destino se viera unido al de aquel fraile dominico que clamaba venganza en nombre de los inocentes.