Ignacio rezaba en la capilla cuando un sacerdote se le acercó para decirle que le llamaban del Vaticano.
Se levantó, nervioso, preguntándose quién podía llamarle desde Roma un sábado.
La voz del padre Grillo le sobresaltó. Hacía dos meses que había terminado su trabajo temporal en la Secretaría de Estado y había regresado a sus estudios en la universidad. Aquel tiempo transcurrido entre los muros del Vaticano le había afectado, aunque en realidad lo que más le había marcado había sido su extraño viaje a Francia.
—Te prometí que te daría noticias del profesor Arnaud. Acabo de recibir un telegrama de Jerusalén. Su hijo ha muerto, le enterraron hace unos días y el profesor regresa a Francia.
—¡Dios mío, pobre hombre! —exclamó Ignacio.
—Sí, el profesor Arnaud es un hombre al que Dios ha mandado unas pruebas terribles… debe de estar destrozado.
—Sólo tenía a su hijo —musitó Ignacio—, pensé que Dios se iba a mostrar misericordioso con él salvándole la vida.
—No pudo salir del coma profundo en que estaba; si ha resistido tanto tiempo es porque su corazón era joven, pero los médicos nunca creyeron que pudiera vivir.
—He rezado tanto por él… —se lamentó el joven sacerdote.
—Todos hemos rezado.
—¿Cree que podría darme la dirección y el teléfono del profesor Arnaud?
—Cuando vengas te los daré. ¿Podrías acudir ahora al despacho?
—¿Ahora?
—Sí, he hablado con tu superior y no tiene inconveniente en que vengas, salvo que tú no puedas por algo.
—No, no tengo nada especial que hacer, iré.
—Te espero.
La llamada del padre Grillo le desconcertó. ¿Qué podían querer de él un sábado por la tarde en la Secretaría de Estado?
Se habían vuelto a ver en un par de ocasiones en las que el padre Grillo había visitado la casa de los Jesuitas. Encuentros afectuosos y breves, con apenas tiempo para evocar lo vivido en Francia.
Recordaba al profesor Arnaud corriendo por el andén seguido de su padre hasta perderse entre la multitud. A él le habían llevado a la nunciatura donde le esperaban el padre Grillo, el padre Nevers, el nuncio, y dos hombres que le presentaron como miembros de los servicios de seguridad franceses, ansiosos por saber lo que habían averiguado en el castillo d’Amis.
—Es un grupo extraño. Se les podría calificar de fanáticos o de locos; la verdad es que resultan inquietantes. Creen que van a encontrar el Grial, y especulan con lo que pueda ser.
Le escucharon muy serios, preocupados, sin interrumpirle ni hacerle preguntas hasta que no terminó de describir cuanto había visto y escuchado en el castillo.
—Raymond, el hijo del conde, es un pobre chico asustado por su padre. Y el conde me pareció tenebroso. En cuanto a sus invitados… el señor Randall es norteamericano, con aspecto de militar, hablaba poco y escuchaba mucho, y el señor Stresemann decía ser un estudioso de los cátaros y sin duda es alemán.
Uno de los hombres de los servicios secretos franceses había expuesto con claridad que el conde d’Amis era un hombre inteligente, a quien antes de la guerra se le atribuían contactos con el régimen de Hitler, que nunca se habían podido demostrar. Su castillo había permanecido siempre resguardado de miradas indiscretas y aquellos grupos de jóvenes a los que patrocinaba en busca de vestigios arqueológicos parecían tan inocentes como una mañana clara de primavera. Aun así, persistían las sospechas de que tras las búsquedas arqueológicas había algo más.
—Pues ya les he contado lo que hay: buscan el Grial. Creen que o es un objeto mágico que conferirá poderes extraordinarios a quien lo posea, o que pueden ser los descendientes de Jesús y María Magdalena. El profesor Arnaud se ríe de estas teorías, y dice que son seudoliteratura barata. Asegura que no van a encontrar el Grial porque no existe.
Para los franceses la cuestión no era tanto que el conde d’Amis buscara el Grial, sino que mantuviera relaciones con alguna sociedad secreta de antiguos nazis; algunos habían escapado de Alemania, esparciéndose a lo largo y ancho del mundo, y no se podía descartar que D’Amis diera refugio a alguno.
—Lo que menos nos podemos permitir es el escándalo de tener nazis refugiados en Francia —comentó con preocupación uno de los integrantes del servicio de seguridad.
Para la Iglesia, en cambio, el problema giraba en torno a las especulaciones sobre el Santo Grial. El padre Grillo había coincidido con el juicio del profesor Arnaud: «Es mejor saber a qué nos enfrentamos, porque así podremos preparar la respuesta».
Le habían felicitado por sus averiguaciones. El padre Grillo, incluso, insinuó que en el futuro se podría convertir en un buen diplomático y llegar a trabajar en la Secretaría de Estado de manera no provisional.
Y ahora, meses después, se producía la llamada del padre Grillo para anunciarle la muerte del hijo del profesor Arnaud y citarle en el Vaticano.
Fue a decirle al director de su casa que salía porque el padre Grillo le había citado.
—Sí, he hablado con él. Creo que ha llegado tu oportunidad.
—¿Mi oportunidad?
—¿No te gustaba la diplomacia? Estás a punto de acabar tus estudios y el padre Grillo dice que fuiste un buen secretario. Te lo dirá él, pero parece que su secretario tiene una enfermedad del corazón y el médico le ha aconsejado una vida tranquila, algo impensable en la Secretaría de Estado. Me parece que te va a ofrecer que le sustituyas.
Ignacio no ocultó su satisfacción. Trabajar en el Vaticano le había supuesto una experiencia extraordinaria y deseaba regresar.
El padre Grillo, desde su despacho, hablaba por teléfono en japonés y le hizo una seña a Ignacio, indicándole que aguardara a que terminara la conversación.
—Bien, me alegro de que hayas podido venir.
—Sí, claro, bueno… me alegro de que me haya llamado.
—¿Aunque no sepas para qué?
Ignacio bajó la cabeza intentando ocultar el rubor que sentía en la frente.
—¿Ya te lo ha dicho tu superior? —dijo riéndose el padre Grillo.
—Sí, algo me ha comentado…
—Si no tienes otros planes, me gustaría proponerte que trabajaras conmigo. Este verano lo hiciste bien, y ya sabes un poco la mecánica de la casa, hablas a la perfección inglés, francés, español, italiano y creo que casi dominas el árabe, lo que nos será muy necesario.
—Y vasco.
—¿Cómo dices?
—Que también hablo vasco.
—Bueno, en principio no creo que hablar en vasco te sea muy necesario aquí, pero nunca se sabe. ¿Podrás compaginar la terminación de tus estudios con el trabajo aquí?
—Creo que podré hacerlo. Dormiré un poco menos por la noche.
—Eso no lo dudes, pero no sólo porque te tengas que quedar estudiando, sino porque aquí no hay horarios.
—¿Cuándo quiere que empiece?
—Ahora mismo.
Ignacio no rechistó. Su superior tenía razón: aquélla era su oportunidad y no podía desaprovecharla.
—Tengo un montón de cartas por responder y un problema en una diócesis francesa. Hay que preparar, además, la visita que el presidente de Estados Unidos va a hacer al Papa. Y el secretario de Estado necesita los papeles para ayer, y estamos en hoy…
No almorzaron ninguno de los dos, aunque tomaron varios cafés muy cargados. Pasaron lo que restaba de la mañana y buena parte de la tarde trabajando. Pero no eran los únicos en la Secretaría de Estado, incluso el cardenal se pasó por la oficina a despachar asuntos urgentes a pesar de ser sábado. El padre Grillo tenía razón: en el Vaticano no se descansaba nunca.
Eran cerca de las nueve de la noche cuando el padre Grillo dio por terminada la jornada de trabajo.
—En vista de que no te he permitido almorzar, te invito a cenar; es lo menos que puedo hacer.
Le llevó a una trattoria del Trastevere poco frecuentada por turistas.
—Llevas todo el día deseando preguntarme por el profesor Arnaud —le alentó el padre Grillo.
—Sí, me gustaría saber lo que ha pasado. El profesor me impresionó. Se consideraba agnóstico pero hablaba de Dios como si fuera una presencia permanente en su vida. La muerte de su hijo habrá sido terrible para él. Ya le dije que quiero escribirle; no creo que le importe lo que yo le pueda decir, pero siento que debo hacerlo.
—No sólo eso, dentro de poco irás a París.
—¿A París? Tengo exámenes…
—Procuraremos que no coincidan con tu viaje. Quiero que regreses al castillo d’Amis y hagas un informe de evaluación de la situación. Pero no viajarás hasta dentro de un par de meses, como poco.
—¿Quiere saber si han encontrado algo?
—Queremos saber qué están haciendo, eso es todo. Es un grupo inquietante. Nuestros amigos franceses nos piden colaboración y, como el interés es común, trataremos de ver qué podemos hacer.
—No sé si me recibirán…
—Dijiste que el hijo del conde, Raymond, te había invitado a ir cuando quisieras.
—Sí, pero eso son cosas que se dicen en un momento dado; creo que al conde no le caí tan bien.
—En todo caso lo intentaremos, pero no ahora. Ya te diré cuándo.
Estaba nervioso. Cuando llamó al profesor Arnaud se había mostrado muy seco a través del teléfono. Accedió a recibirle sin ningún entusiasmo. Y ahora temía encontrarse con él.
No se levantó para saludarle; simplemente le indicó que se sentara. En pocos meses Ferdinand Arnaud se había convertido en un anciano. El cabello blanco, los ojos apagados, la mirada crispada, las manos con la piel llena de manchas… Le costaba reconocer en aquel hombre al que meses atrás había acompañado hasta el castillo d’Amis, lleno de vitalidad y de esperanza en el futuro que contaba los días para viajar a Israel y ver a su hijo.
—Profesor, gracias por recibirme.
No le respondió. Permaneció en silencio, apático, indiferente.
Ignacio tragó saliva, no sabía cómo abordar aquella situación. Se daba cuenta de que nada de lo que le dijera le podía interesar; ni siquiera consuelo podía ofrecerle, nadie podía reparar el daño que había recibido.
—Siento la muerte de su hijo.
Ferdinand continuaba sin moverse, mudo, aguardando a que el sacerdote terminara de hablar y se marchara dejándole en paz.
—No quiero molestarle, sólo… en fin, necesitaba decirle cuánto lo siento, y que estos meses he rezado por usted y por su hijo.
La expresión de Ferdinand continuaba siendo la misma, para desesperación de Ignacio que, derrotado, decidió marcharse.
—Me voy, no quería molestarle. Siento haberle importunado con mi presencia.
No había terminado de levantarse cuando Ferdinand le indicó con la mano que volviera a sentarse.
—No tengo nada que decir, ni a usted ni a nadie. No soporto que me den el pésame, ni que me hablen de David. En realidad, lo único que espero es el momento de morir. Si tuviera valor ya no estaría aquí.
La confesión de Ferdinand le dejó noqueado. Seguía sin encontrar las palabras para comunicarse con él, para hacerle patente que sentía como suyo su sufrimiento, que haría cualquier cosa que estuviera en su mano por ayudarle.
—Me alegro de que le falte ese valor y siga aquí —acertó a decir—, su muerte no arreglaría nada.
—Eso ya lo sé, pero serviría para dejar de sufrir. Usted no sabe lo insoportable que puede llegar a ser el dolor del alma.
No, no lo sabía, de manera que no pensaba engañarle diciéndole que sí. No sabía lo que era perder a la mujer amada, buscarla desesperadamente, para saber años después que ha sido asesinada. No sabía lo que era perder a un hijo y que ese hijo también hubiera arrancado la vida de otros como él. En realidad, su vida había transcurrido sin nada relevante, y por tanto sin sufrimiento. De manera que no podía decirle que sabía lo que estaba sufriendo porque ni remotamente podía intuirlo. Y, sin embargo, era sacerdote y suponía que su misión era también consolar a los que padecen. Pero hacerlo en ese momento habría sido una impostura.
—He accedido a verle porque me lo ha ordenado el rector. No voy a estar aquí mucho tiempo más, me voy, pero mientras tanto tengo que aparentar normalidad.
—¿Dónde irá?
—A ninguna parte, a mi casa, a esperar el momento de mi entierro.
—Usted no es culpable de nada.
—No, claro que no. No crea que me estoy castigando porque me siento culpable de nada; simplemente no tengo ganas de vivir. Aquí me he convertido en un incordio. No soporto a mis alumnos y ellos ya no me soportan a mí. Me da igual que aprendan o que no, que entiendan lo que les cuento o no. No les veo, ante mí atisbo formas extrañas que se mueven y hablan sin sentido. Es mejor que me marche y eso es lo que haré cuando termine el curso.
—¿Cree que su esposa y su hijo estarían satisfechos?
—Un día le dije que era agnóstico; ahora tengo las cosas más claras: no hay nada, no hay Dios. De manera que ni mi esposa ni mi hijo existen más allá de mi cabeza y en las de quienes les han conocido. No piensan, no sienten, no existen; por tanto no pueden sentirse ni satisfechos ni insatisfechos con lo que hago. Por favor, ahórrese los falsos consuelos de cura.
—No era mi intención molestarle, comprendo que usted no crea en nada, pero para mí su esposa y su hijo existen. Permítame que yo también defienda mis certezas.
—Como comprenderá, no tengo ganas de discutir sobre creencias; tanto me da lo que usted crea. Dígame qué quiere, para qué ha pedido verme.
—Sentía la necesidad de hacerlo, de decirle lo mucho que siento lo que le ha pasado. Sí, ya sé que a usted le costará creer que a un desconocido le pueda importar algo de lo que le ha sucedido, pero el caso es que a mí me importa, y no porque sea sacerdote, me importa como ser humano. Puede que usted sea la primera persona a la que he visto sufrir de verdad, y su sufrimiento me haya afectado de tal manera que no puedo dejar de sentirme involucrado en él.
—¿Esto es todo lo que quería decirme? El rector me habló de que usted quería volver al castillo.
—Así es, pero le aseguro que eso no tiene nada que ver con mi deseo de verle.
—¿Por qué quiere regresar allí?
—Porque los servicios de seguridad tienen informes sobre las actividades del conde que les inquietan, y porque la Iglesia quiere saber si han avanzado algo en su búsqueda.
—No le acompañaré.
—No se lo he pedido.
—Mejor así.
—¿Ya no significa nada para usted la crónica de fray Julián?
—Fue un trabajo, nada más.
—Siempre pensé que había sido algo diferente para usted.
—Lo fue, pero eso pertenece al pasado. En el presente no me importa. No sé si se ha dado cuenta de que estoy muerto.