21

Saul esperaba a David sentado en el coche con la puerta abierta y el motor en marcha.

—Te has retrasado —le dijo sin disimular su enfado.

—Lo siento, no pensaba que iba en serio cuando me dijo que hoy iría con usted.

—Yo siempre hablo en serio, todos nosotros hablamos en serio. ¿Crees que esto es un juego?

—Lo siento, discúlpeme.

Fueron en silencio un buen rato. David observaba a Saul; parecía ensimismado en sus pensamientos, como si estuviera muy lejos de allí. No se atrevía a hacerle ninguna pregunta temiendo una respuesta malhumorada. Le parecía que el hombre había exagerado el enfado, puesto que su retraso no había sido más que de diez minutos.

—Abre la guantera —le ordenó de pronto Saul— y saca la pistola. Está metida en una bolsa.

David obedeció. Se disponía a dársela cuando Saul le hizo un gesto negando con la cabeza.

—No es para mí, la mía la llevo dentro de la chaqueta; es para ti; la carretera de Jerusalén no es segura. Hace dos días mataron a cuatro de los nuestros.

—¡Pero yo no sé disparar bien! —protestó David, sintiendo que una oleada de miedo le recorría el cuerpo.

—Si nos disparan tendrás que disparar: o te defiendes o te dejas matar, así de sencillo.

—Ya le he dicho que no lo sé hacer bien. Hasta ahora en el kibbutz no he tenido que disparar a nadie.

—Has tenido suerte, pero otros no la han tenido, y tú mismo has visto cómo, en alguna escaramuza, han herido a compañeros tuyos. Que te hayas librado sólo significa que hasta ahora has tenido suerte.

Saul le explicó cómo manejar el arma, aunque insistiendo en que aquello no tenía misterio.

Luego, durante un buen rato, volvieron a quedarse en silencio, aunque David notaba que Saul estaba alerta.

—¿Qué sabes de ese chico palestino del que te has hecho tan amigo? —le preguntó de repente.

—¿De Hamza? Es mi amigo, me está enseñando árabe y yo a él francés; nos entendemos en inglés que, por cierto, lo habla mejor que yo.

—Sí, aquí todos hemos tenido que aprenderlo para entendernos con los británicos. Pero ¿qué más sabes?

—Bueno, usted debe de saber más que yo, le he visto hablar con Rashid, su padre, en alguna ocasión.

—Les conocemos desde hace tiempo, su huerta está pegada a nuestra cerca, hemos comerciado con ellos, y las puertas de nuestro kibbutz siempre han permanecido abiertas para ellos. Rashid es un buen tipo, supongo que su hijo también lo es, pero me gustaría saber de qué habláis y qué piensa de lo que está pasando.

—Pensamos lo mismo. Creemos que si nos dejaran entendernos directamente a los judíos y a los palestinos podríamos llegar a un acuerdo, pero hay gente empeñada en envenenarnos. Hamza coincide conmigo en que deberíamos crear un Estado común, una confederación, pero si no es posible, lo mejor es que haya dos Estados. Todo, menos luchar.

—Pero luchará. Sus jefes se encargarán de ello. Mahmud ya les ha visitado.

—¿Mahmud? ¿Quién es?

—Uno de los jefes de la guerrilla. Dirige un grupo en nuestra zona que ya ha llevado a cabo asaltos a algún kibbutz y ha tendido alguna emboscada en la carretera. Mahmud está reclutando gente entre los chicos de las granjas y las aldeas, y ha estado en casa de Rashid. Por ahora se conformará con llevarse a Hamza.

—¡Pero eso es imposible! ¡Hamza no luchará! Está en contra de la guerra, no cree que los problemas se resuelvan a tiros. Él quiere su tierra, quiere que prospere, tiene dignidad pero cree que se puede luchar sin matar.

—Todo eso son sólo palabras y buenos deseos. Pero hay que enfrentarse a la realidad y Hamza lo sabe; no tendrá más remedio que hacer lo que le pidan.

—¿Y qué le van a pedir?

—Que mate, que ayude a echarnos al mar. Eso es lo que dicen algunos líderes árabes. ¿Sabes?, Amin Husayni, el gran muftí de Jerusalén, era aliado de los nazis, siempre fue bien recibido por Hitler, y desgraciadamente su influencia ha sido y sigue siendo determinante en esta tierra.

—No lo sabía…

—Pues ya va siendo hora de que pierdas la inocencia. David iba a protestar pero Saul no le dejó.

—¡Agárrate!

De repente dio un volantazo y se metió en el otro lado de la carretera, sin casi dar tiempo a que el joven se sujetara. El coche durante unos segundos derrapó, y a punto estuvieron de volcar. Un coche que había pasado como una exhalación hizo la misma maniobra que ellos y giró para pasar al otro lado de la carretera.

—¡Agárrate otra vez! —De nuevo Saul realizó la misma maniobra volviendo al carril por donde iban antes. El coche que les perseguía aún no había terminado de estabilizarse cuando quiso volver al otro carril, pero esta vez derrapó y se salió de la carretera.

—Pero ¿qué ha pasado? —gritó David temblando de miedo.

—Hace rato que venían detrás de nosotros, y la única manera de saber si era casualidad o nos seguían era ésta.

—¡Podía habernos matado!

—Sí, yo podía fallar y estrellarnos, o ellos disparar y acabar con nosotros. No había muchas opciones. Se trata de decidir la menos mala, aunque a veces todas sean igual de malas.

—¡Está usted loco! —le gritó David.

—¡Cálmate! No quiero chicos histéricos. ¿No eras tú el que decía que los judíos no podíamos permitir más que nos mataran? ¿No te he escuchado asegurar que necesitamos un hogar, una patria, una tierra nuestra? ¿Cómo crees que la vamos a conseguir? —gritó Saul—. ¿Acaso piensas que nos la van a regalar? No, nadie lo hará, ahora sienten horror por lo que ha pasado, por los seis millones de judíos asesinados, pero olvidarán y, cuando pase el tiempo, si pueden, si no nos hemos hecho fuertes, nos volverán a matar. ¿Es que no has aprendido nada en este tiempo?

David se sentía tan furioso como humillado. La vida no había sido fácil para él desde que llegó a Israel. Había aprendido lo que era la soledad, se había despellejado las manos trabajando en el campo, lavaba platos, cambiaba pañales, reparaba la cerca, daba de comer a los animales… Había dejado atrás una vida confortable donde se sentía querido por los suyos; sabía que su padre había acertado al mandarle allí porque le había salvado la vida, pero al mismo tiempo él había pagado un precio íntimo, terrible, por conservarla. Sí, él creía que tenían que luchar por conservar ese trozo de tierra, pero la lucha siempre la había visto como algo abstracto. De repente le decían que tenía que aprender a matar y se reprochaba a sí mismo sus escrúpulos, porque en realidad no hacía mucho soñaba con entrar a formar parte de la Haganá.

Había sido su amistad con Hamza la que le había cambiado. Cuanto más profundizaban en las conversaciones que mantenían, cuanto más se abrían el corazón el uno al otro, más había ido transformando sus ansias de luchar sustituidas por el deseo de hablar, de encontrar a través de la palabra una solución a aquellos problemas que parecían irresolubles. ¿Serían unos estúpidos Hamza y él?

Saul se equivocaba si pensaba que no había aprendido nada desde que llegó a Israel. Había aprendido que era parte de una sociedad que hasta hacía no mucho sentía como extraña. Había aprendido que aquélla era la tierra de la que un día salieron sus antepasados y que la única posibilidad de sobrevivir era regresar a ella, había aprendido que en la Tierra Prometida no llovía maná, y que cada fruto que les daba les había costado horas y sudor. Había aprendido lo que era la soledad.

Pero no le dijo nada de todo esto a Saul; sabía que nada de esto le conmovería, puede que ni le llegara a entender. Él admiraba a Saul, pero no era como él.

—Vamos a tener que luchar todos. Ya no se trata de enfrentarnos a los británicos, ahora se vuelve a tratar de supervivencia. O luchamos por quedarnos, por tener un trozo de esta tierra, por tener un Estado, o de nuevo nos espera la Diáspora, y eso hasta que decidan volver a matarnos. Lo siento.

Saul había pronunciado estas últimas palabras con cansancio. Continuó conduciendo en silencio, y fue David el que habló.

—¿Cómo sabe lo de la visita de ese… Mahmud… a casa de Rashid y Hamza?

—Porque mi obligación es saberlo. Yo respondo de la seguridad del kibbutz.

—Entonces significa que espía a la familia de Rashid…

—Entonces significa que tu vida y la de todos los del kibbutz puede depender de lo que yo sepa o no sepa. Hasta ahora no hemos tenido demasiados problemas, ya te he dicho que Rashid es un buen hombre, pero tendrá que obedecer, él lo sabe y yo lo sé.

—Nunca han confiado en mí para las cuestiones de defensa del kibbutz.

—No es cierto. Tú has patrullado como el resto y has hecho guardias; si nos hubieran atacado habrías tenido que defendernos.

—¿Por qué no me han pedido que me una a la Haganá?

—Todo a su tiempo.

—Pero algunos amigos míos ya han sido elegidos.

—Tienes que aprender a aceptar lo que se decide, si hasta ahora no te hemos pedido que te unas a la Haganá es porque pensamos que no estabas preparado.

—¿Por qué? ¿Crees que no puedo ser un buen soldado?

—Eso se aprende; de hecho todos vais a aprender a disparar, a utilizar explosivos, a utilizar el armamento de que podamos disponer, que no es mucho. Pero formar parte de la Haganá requiere… bueno, ya irás aprendiendo.

—¿Cree que soy débil, que no tengo valor?

—No, no lo creo. Eres un superviviente, y para serlo se requiere valor.

—¿Tan mal estamos de armas que tenernos que fabricarlas? —preguntó David queriendo cambiar de tema.

—Ya sabes que tenemos algunas armas británicas y polacas, pero hasta ahora nadie nos quería vender ni una pistola. Por eso, después de la guerra empezamos a montar pequeñas fábricas clandestinas y produjimos munición y armas pequeñas. Pero vamos a necesitar muchas más. Por eso nuestro kibbutz dispondrá de un taller en el que todos tendremos que trabajar.

Saul detuvo el coche bruscamente y le invitó a bajarse. A lo lejos se vislumbraba Jerusalén reluciendo bajo los tibios rayos del sol de medio día. Vista desde allí parecía sumida en la calma. Estuvieron unos minutos en silencio hasta que el balido de una cabra les devolvió a la realidad.

—Vamos, no quiero llegar demasiado tarde.

—Aún no me ha dicho dónde vamos.

—Ya lo verás.

Condujo el coche hasta cerca de la ciudad, desviándose por un camino de tierra que les llevó hasta una cerca tras la cual se levantaba una casa de piedra dorada, de dos plantas, rodeada de frutales y de palmeras.

Saul se detuvo ante la cerca y aguardó. Dos palestinos con la kufiya en la cabeza y fusiles al hombro aparecieron de repente, pero Saul no pareció preocuparse. Los hombres le miraron y uno de ellos le sonrió. Luego abrieron la verja dándoles paso.

Había otros armados custodiando el amplio jardín; detrás de la vivienda se abría en una inmensa huerta que asemejaba un vergel. Un grupo de niños corría riendo y gritando. Uno de ellos se acercó al coche agitando la mano; no debía de tener más de doce o trece años.

—¡Saul, qué bien que ha venido!

—¡Hola, Ibrahim! ¿A que no sabes qué te traigo?

—¿Te has acordado de mi cumpleaños?

—¡Pues claro que sí! Toma, ve a abrir el paquete y luego me dices si te gusta.

Saul hablaba en árabe, y David se congratuló al comprobar que las lecciones recibidas de Hamza le permitían entender lo que decían. No salía de su asombro al comprobar la familiaridad del niño palestino con Saul ni que en aquella casa fueran tan bien recibidos.

Una mujer joven, de no más de treinta o treinta y cinco años, apareció en el umbral de la puerta. Vestía a la occidental, una blusa y una chaqueta ajustadas y una falda que le llegaba casi hasta el tobillo; el cabello era muy negro, lo mismo que los ojos.

—¡Saul, qué alegría! Ven, llegas a tiempo para tomar café, sé que lo prefieres al té.

Él le cogió las dos manos y se las apretó en señal de saludo y afecto, y luego le presentó a David.

—Te presento a David Arnaud. Es francés, y lleva ya un tiempo con nosotros.

—¿Vive en el kibbutz?

—Sí, a su madre la mataron en Alemania.

—Lo siento —musitó la mujer mientras le tendía la mano y le saludaba con simpatía—. Cuesta creer lo que hicieron…

David no sabía qué decir. Optó por esbozar una sonrisa y guardar silencio.

—Pasa. Abdul está con unos amigos, pero querrá verte enseguida, ya le he mandado avisar.

Pasaron al vestíbulo y a David le sorprendió la sobriedad y elegancia de la casa. La mujer desapareció por una puerta haciéndoles un gesto para que esperaran. Un minuto después se abrió otra puerta y un hombre alto, moreno y vestido también a la occidental, con traje y corbata, abrió los brazos para abrazar a Saul.

—¡Saul! Pasa, buen amigo, no te esperaba. Estoy con algunos amigos, y es una suerte, porque así podremos hablar contigo de lo que está pasando.

Saul le presentó a Abdul, y David se dio cuenta de que estaba ante un hombre especial. Con ademanes elegantes se dirigió a él en inglés con el acento de las clases altas, antes de que Saul le dijera que podía hablar y entender árabe. Emanaba poder.

Pasaron a una sala amplia donde una mesa grande ocupaba todo el centro. A su alrededor varios sofás bajos llenaban la estancia. Diez hombres, algunos bebiendo café, otros té, charlaban animadamente.

Les recibieron con cordialidad y enseguida les acomodaron entre ellos.

Después de unos minutos de charla intrascendente dedicada a formalidades, Saul se dirigió a Abdul y todos los hombres presentes.

—Estamos cerca de conseguir que Naciones Unidas proponga la creación de dos Estados. Nosotros aceptaremos; es una oportunidad para todos, pero nuestras noticias no son buenas: cada vez hay más kibbutzim atacados, la carretera de Jerusalén se ha convertido en una trampa y algunos de los nuestros han sido ametrallados… ¿Qué podéis decirme, amigos míos?

Los hombres le habían escuchado en silencio con preocupación y antes de que Abdul hablara lo hizo un hombre ya mayor, con la cabeza cubierta con la kufiya.

—Estamos divididos. Muchos de los nuestros no os quieren aquí. Primero llegaron unos pocos y luego más y más. Los nuestros temen que os quedéis con todo, que seamos nosotros quienes paguemos lo que han hecho los alemanes.

—¿Y tú qué piensas? —le preguntó Saul.

—A esta tierra nunca la han dejado vivir en paz, pero es nuestra; nosotros estábamos aquí, y ahora, ¿qué pasará? Creo que podríamos vivir en paz, pero hay fuerzas importantes que creen lo contrario, os prefieren fuera de aquí, no quieren un Estado judío en nuestra tierra. ¿Qué podemos hacer nosotros?

—Decir que podemos vivir juntos y en paz.

—¿Y podemos? —preguntó el anciano.

—Nosotros queremos que así sea; sólo necesitamos un hogar.

—¿Quitándonos el nuestro?

—No éramos libres antes de que comenzaran a llegar judíos. Tu familia siempre ha estado aquí, la mía también, sufriendo a británicos, turcos, tártaros y, antes también, a árabes y a romanos… Pero creemos que juntos podemos vivir en paz.

—Nuestros líderes religiosos no lo ven así —respondió el anciano.

—Vuestro principal líder es un nazi y lo sabéis bien; Amin Husayni era amigo de Hitler y ha envenenado a muchos de vosotros inoculando el odio hacia nosotros. Pero ha llegado la hora de decir no a los locos.

—No es tan fácil, Saul —intervino Abdul—. ¿Crees que no lo hemos intentado? Muchos de nosotros llevamos semanas viajando, yendo de un lugar a otro, hablando. Pero estamos divididos, y los que creemos que es posible vivir juntos tememos ser tachados de traidores. ¿Tenemos que regalar nuestra tierra? Eso es lo que nos preguntan, ¿y por qué hemos de hacerlo? Nos están invadiendo, arrinconando, quedándose con todo… es lo que dicen.

—Tú sabes, Abdul, que la tierra que tenemos o era nuestra o la hemos comprado. No hemos robado nada a nadie, no nos queremos quedar con todo. Sólo necesitamos un pedazo de tierra para tener un hogar, un Estado. Es el momento de que vosotros también tengáis un Estado y que dejéis de ser súbditos y de depender de otros, es el momento de que nosotros y vosotros cojamos las riendas de nuestros propios pueblos y hagamos algo juntos.

—No será posible —terció de nuevo el anciano.

—No lo será si no queremos que lo sea —afirmó Saul.

David les escuchaba en silencio. No comprendía todo lo que decían porque hablaban con rapidez, pero sí lo suficiente para darse cuenta de que Saul y aquellos hombres eran amigos, se conocían y se respetaban, para confirmar que si dependiera de ellos no habría enfrentamientos.

—¿Y por qué no un Estado palestino en que podáis vivir los judíos? —propuso un hombre de mediana edad, vestido a la occidental, lo mismo que Abdul.

—No, Hattem —respondió Saul—, no vamos a vivir en ningún Estado que no sea el nuestro. Si tú gobiernas sé que nadie me perseguirá, pero ¿y si lo hace otro? Los judíos necesitamos una patria y sólo puede ser la que siempre ha sido. De aquí se fueron muchos de los míos, que ahora están regresando, y otros se quedaron. Nosotros decimos que podemos vivir juntos, que debéis poner fin a los ataques a los kibbutzim, no tenemos por qué enfrentarnos. Estamos a tiempo de evitar una guerra.

—¿Estás seguro de que Naciones Unidas os permitirán crear un Estado? —preguntó Hattem.

—Es lo más probable, sí. Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia apoyan la creación del Estado de Israel. ¿Tiene sentido que os opongáis? Eso nos llevará a la guerra y perderemos todos, vosotros y nosotros, sólo que nos tendréis que matar a todos, no podréis dejar ni a un solo judío vivo, porque lucharemos todos. Esta vez no nos dejaremos matar. No, eso no sucederá nunca más.

Discutieron un buen rato sin ponerse de acuerdo. Un sirviente entraba de vez en cuando con agua fresca, té, café y fruta.

David se removía en el sillón, cansado de la inmovilidad y de aquella discusión, que veía no conducía a ninguna parte.

Hasta dos o tres horas después no se marcharon los invitados de Abdul; entonces se quedaron a solas con su anfitrión.

—Lo siento, Saul, he perdido —confesó Abdul levantando las manos en un gesto de impotencia.

—Entonces…

—Entonces estaremos en bandos distintos, lucharemos y nos mataremos y de nada servirá tu muerte y la mía.

—¿Lucharás?

—Debo estar donde estén los míos. Aunque se equivoquen. Tú harías lo mismo.

—Sí, Abdul, yo haría lo mismo. Rezaré para no encontrarnos en ninguna batalla.

—Yo también rezaré porque no me perdonaría tener que matarte, hermano mío.

Los dos hombres parecían emocionados. David se daba cuenta de que entre ellos el afecto era tan profundo como sincero y se preguntó qué era lo que les unía. Él, que había juzgado con dureza a Saul creyéndole incapaz de entender su amistad con Hamza, descubría que tenía lazos de afecto firmes como las rocas con aquel hombre llamado Abdul.

—Quedaos a dormir esta noche en mi casa —les invitó.

—No podemos, he de visitar a algunos amigos —respondió Saul.

—No tendremos muchas oportunidades más —se lamentó Abdul.

—Las buscaremos. ¿Crees que alguien puede destruir nuestra amistad? No, Abdul, aunque tuviéramos que matarnos seguiríamos siendo amigos, yo te llevaré siempre en mi corazón. Te debo la vida —recordó Saul riendo.

—¡Es que siempre fuiste un imprudente! —respondió Abdul con otra carcajada.

—Cuando éramos pequeños me caí en una acequia —explicó Saul a David que les miraba atónito—, aún no sabía nadar, y él tampoco, pero se tiró a por mí y me sacó. No sé cómo lo consiguió, porque yo me agarraba a su cuello con fuerza y Abdul pateaba el agua con las manos y los pies intentando mantenernos a flote a los dos. Consiguió agarrarse al saliente de una piedra y tirar de mí hasta que logramos salir. Creo que no he bebido más agua en mi vida.

—Ni yo, amigo mío, ni yo…

Abdul y Saul conversaron durante un rato sobre otras anécdotas de cuando eran niños. David les veía reír mientras recordaban, pero sus risas estaban cargadas de nostalgia.

Caía el sol cuando se despidieron de Abdul y de su esposa en el umbral de la casa. Era palpable la emoción que sentían ambos y la tristeza de la esposa de Abdul.

Estaban subiendo al coche cuando Abdul les llamó:

—¡Saul, ésta siempre será tu casa! ¡Aquí estarás a salvo, pase lo que pase!

Saul se bajó del coche y se dirigió a la casa; de nuevo ambos hombres se fundieron en un abrazo, ante el asombro de David al ver a aquellos dos hombres, dos guerreros, tan emocionados porque tenían que enfrentarse y luchar.

—Yo vivía en aquella casa —le dijo Saul señalando una construcción de piedra muy parecida a la de Abdul, localizada a pocos metros de donde se encontraban.

—Y ya no vive nadie allí…

—Mis padres murieron y yo comencé a trabajar con los grupos de judíos que llegaban a Eretz Israel. Y aunque sabes que nunca estoy en ningún sitio fijo, donde más tiempo paso es en el kibbutz.

Llegaron frente a una verja más baja que la de la casa de Abdul, pero a diferencia de ésta no salió ningún hombre armado. Saul condujo el coche hasta la puerta de la casa, de la que en ese momento salía un anciano vestido a la manera tradicional de los palestinos, con la kefiya cubriéndole la cabeza.

—¡Saul!

El anciano abrazó a Saul y ambos entraron en la casa sin prestar atención a David que los seguía con curiosidad.

Una mujer palestina con un traje desde el cuello hasta los pies y con el cabello cubierto con el hiyab empujaba a su marido para poder abrazar a Saul.

—¡Cuánto tiempo sin venir! ¿Qué te ha pasado? —le reprochó la mujer.

—Trabajo, mucho trabajo —se excusó Saul—, pero siempre me acuerdo de vosotros.

—Puedes estar tranquilo, guardamos tu casa como si fuera nuestra —afirmó el anciano.

—Lo sé.

La mujer fue corriendo a por agua, té, fruta y dulces, que colocó primorosamente en una bandeja.

David notó que la vivienda tenía una estructura parecida a la de Abdul, incluso sala con sofás rodeando una mesa que ocupaba el centro.

Se sentaron y Saul escuchó las explicaciones del hombre sobre la última cosecha, las novedades entre los vecinos y el dolor de huesos por la edad.

—Habrá guerra, Marwan.

—Lo sé, Saul, lo sé, pero nos quedaremos aquí, y así salvarás tu casa.

—No quiero pedirte tanto.

—No me lo pides, lo hemos decidido nosotros. Mi esposa está de acuerdo y mis hijos… unos sí y otros no. Pero no nos moveremos de aquí, también es nuestra casa. Aquí nací y aquí han nacido mis hijos. Mi abuelo y mi padre vivieron aquí, ayudaron a los tuyos a trabajar la tierra.

—Lo sé, Marwan, hemos sido siempre amigos, pero ahora…

—Ahora habrá guerra, pero nosotros no nos enfrentaremos. Nosotros nos quedaremos cuidando tu casa y cuando todo acabe vendrás. Todas las guerras acaban, Saul, todas.

Saul y Marwan hablaron de lo que había que hacer en la casa y en el huerto y, para sorpresa de David, Saul entregó una importante cantidad de dinero a Marwan.

—¡Pero si no lo necesitamos! He ido recibiendo la ayuda que nos mandas, ya te enseñaré las cuentas.

—No necesito verlas. Este dinero es por si ocurre algo; es mejor que tengas una reserva, no sé cuándo podré volver.

—¡Pero es mucho…!

—Espero que sea suficiente.

La mujer insistió en que se quedaran a cenar y a dormir. Saul dudó, pero luego se dejó convencer, aunque les dijo que primero tenían que hacer unas gestiones.

—¿Y ahora adónde vamos? —quiso saber David.

—A un kibbutz cerca de aquí. Tengo que reunirme con algunos oficiales de la Haganá. Me esperan a las siete.

—¿Y qué haré yo?

—No te viene mal escuchar.

—Ya, y esos palestinos que cuidan tu casa… Se nota que te quieren…

—Los conozco desde que era niño, les confiaría mi vida.

Entonces, ¿por qué me reprochas que sea amigo de Hamza?

—No te he reprochado nada, simplemente te he advertido de lo que va a pasar. También yo soy amigo de Abdul. Crecimos juntos, tuvimos los mismos maestros, la primera vez que nos enamoramos fue de la misma chica, una prima suya; pero ambos sabemos que tendremos que luchar el uno contra el otro. Se lo has oído decir a él mismo.

—Todo esto me parece una locura. Por una parte tenemos amigos palestinos y por otra ellos nos atacan, nosotros nos defendemos, les matamos, nos matan…

—Sí, a veces hasta a mí me cuesta entenderlo. Pero es muy simple: ésta era nuestra patria, llegaron los romanos, la conquistaron y a partir de ahí no han parado de invadirnos. Muchos judíos se marcharon, y a lo largo de los siglos han vivido en otros lugares, formando parte de ellos, sintiéndose de otra tierra pero siempre añorando ésta. No te voy a dar una lección de historia, hablándote de los pogromos o de la Inquisición, hasta llegar al Holocausto. Ahora se trata de recuperar nuestra patria y que no haya en el mundo un judío sin hogar.

—Yo me sentía francés, sólo francés, hasta que desapareció mi madre. No me había dado cuenta de lo que significaba ser judío. En realidad no me sentía judío.

—Pues ahora ya sabes lo que eso significa.

—¿Somos tan diferentes como para no poder entendernos?

Saul pensó la respuesta durante unos segundos. En realidad él no se sentía diferente a Abdul, ni a Marwan, ni a tantos otros amigos con los que había crecido.

—La diferencia estriba en que la mayoría de los judíos que están llegando venís de Occidente, y vuestra manera de ver las cosas y organizar la sociedad es occidental. Ahí radica la diferencia, el abismo. Yo he nacido aquí, al igual que toda mi familia, de manera que mi cabeza es más de Oriente que de Occidente, por eso comprendo sus miedos y temores, por eso sé que es inevitable lo que va a pasar.

—Pero has intentado convencer a Abdul.

—Abdul es un jeque respetado por otros muchos jeques, a él le escuchan. Él y yo no nos engañamos, sabemos lo bueno y lo malo que hay en nosotros mismos, en lo que defendemos y en lo que queremos. Su gente ha dicho no, y él estará con ellos por más que crea que se equivocan.

»El viejo rey Abdullah de Cisjordania también era partidario de entenderse con nosotros, y ya ves cómo le mataron. La vida y la muerte no tienen el mismo valor en Oriente. Eso no lo entienden en Occidente. Ni tú tampoco.

Llegaron a un kibbutz situado en las orillas del desierto de Judea. Estaba fortificado y se veían hombres armados recorriendo todo el perímetro.

Saul le dejó con otros jóvenes mientras él asistía a una reunión de oficiales de la Haganá. Le enseñaron el kibbutz, mucho más grande que el suyo, y le preguntaron cómo se las apañaban cuando les atacaban. Muchos de los jóvenes que vivían allí formaban parte de la Haganá, y estaban preocupados por lo que sabían que se avecinaba.

Una hora después, Saul fue a su encuentro para regresar a Jerusalén.

—Es una estupidez volver, pero lo haremos, Marwan y su esposa se llevarían un disgusto. Además, ¡quién sabe cuándo podré volver a dormir en casa!

Aquella noche David no pudo conciliar el sueño; se preguntaba por qué Saul le había llevado consigo. Pero estaba seguro de que lo había hecho por algo: no era hombre de gestos vacíos.