Aún no se había puesto el sol cuando unos golpes secos en la puerta despertaron a Hamza. Se restregó los ojos y miró la hora en el despertador. Fuera del cuarto que compartía con sus hermanos se oía ruido. Su madre y sus hermanas ya estarían trajinando en las labores de la casa, y su padre estaría a punto de dar de comer a los animales antes de salir al campo. Unas voces le alertaron. Su padre hablaba con alguien en voz baja; un segundo después abría la puerta del cuarto.
—Levántate, Hamza, te esperan.
Se aseó deprisa y se vistió con mayor rapidez todavía. Sentía los latidos de su corazón y pensaba que los demás también los escucharían. Su madre había colocado un tazón de leche de cabra encima de la mesa y le indicó que se lo tomara rápido.
Un hombre, que permanecía de pie en el umbral de la puerta, le miró con impaciencia.
—No tenemos todo el día. Hay que irse antes de que se despierten los judíos. Mejor que no te vean.
Apenas dio un sorbo a la leche, se secó la boca con el dorso de la mano y le dijo al hombre que estaba listo.
Salieron de la casa sin hacer ruido. Sentía la mirada de sus padres clavada en la espalda. Ese día comenzaba el resto de su vida e intuía que sería mucho peor que la que dejaba atrás.
El hombre dijo llamarse Mohamed y le explicó que irían andando hasta la carretera, donde había dejado un camión. No había querido llegar con él hasta la casa para no alertar a los del kibbutz. Luego irían a buscar a otros muchachos antes de llegar al lugar donde iban a enseñarles a manejar las armas. Hamza conocía a uno de los chicos que fueron a buscar. Vivía en una casa cercana y su familia era campesina como la suya; pero a diferencia de él, parecía contento con el cambio de vida.
—Yo voy a probar con éstos —le dijo bajando voz—, pero si no hay acción me voy con otros. Tengo un primo que tiene contactos importantes.
Otro de los chicos que recogieron era maestro de un pueblo cercano. Alto y delgado, con la mirada brillante, parecía también feliz por haber sido reclutado. El resto, hasta completar el número de diez, eran campesinos como él que también parecían satisfechos. Hamza empezó a pensar si no era él el equivocado.
El camión traqueteaba por un camino sin asfaltar. Mohamed les aconsejó que evitaran la carretera y que si los británicos les detenían dijeran que iban a trabajar a una granja cercana. En realidad Mohamed les llevaba hacia el sur, cerca de la frontera transjordana.
El camión estacionó junto a un grupo de tiendas beduinas. Mohamed les dijo que bajaran pero que no se separaran del camión. Le obedecieron y durante unos minutos no pasó nada. Observaron que las mujeres beduinas, con el rostro cubierto, parecían ensimismadas contemplando los pucheros en los que preparaban alimentos. Unos ancianos se hallaban sentados delante de una tienda fumando y bebiendo té. Más allá, un grupo de chiquillos corría y jugaba. De pronto se vieron rodeados por una docena de hombres del desierto armados de fusiles. Uno de ellos, sin duda el jefe, habló a Mohamed.
—Llegas con retraso.
—No es fácil despistar a los ingleses y a los judíos. Están por todas partes y ahora se sienten seguros porque los británicos hacen la vista gorda a cuanto hacen.
—¿Estos son todos? —preguntó el jefe mirando al grupo de chicos de Mohamed.
—Debería de llegar otro camión con unos cuantos más; vienen con un tío mío, pero salió después que el nuestro.
—Empecemos cuanto antes.
Para sorpresa de todos, el hombre que parecía un jefe beduino se destapó el rostro.
—Soy vuestro instructor —les dijo—, mi nombre es Husayn. Soy oficial de la Legión Árabe y os voy a enseñar a manejar armas, montar bombas y pelear. Os quedaréis un par de días, a lo máximo tres, de manera que poned atención y no perdáis ni me hagáis perder el tiempo. Seguidme.
Le siguieron hasta un lugar donde había más hombres vestidos a la manera de los beduinos. Husayn les entregó ropas como las que llevaban aquellos nómadas.
—Así pasaréis inadvertidos —dijo—, y si viene alguien os haremos pasar por jóvenes de esta tribu.
Luego les llevó a un lugar lleno de armas distribuidas por el suelo.
No les habían ofrecido agua ni tampoco comida; no parecían dispuestos a perder ni un segundo en cortesías, algo extraño en los hombres del desierto. Apenas había pasado una hora cuando otro grupo de jóvenes llegados de otros pueblos se les unieron. Al igual que ellos, también vestían como beduinos.
Durante varias horas estuvieron familiarizándose con diferentes armas: les enseñaron a montar y desmontar pistolas, los rudimentos para hacer una bomba o disparar con fusil.
Husayn se mostraba implacable. No les dejaba descansar un solo segundo en la instrucción. Cuando comenzaba a caer la tarde y parecía anunciarse la noche, un beduino se acercó a caballo, intercambió unas palabras con Husayn y éste levantó la mano indicándoles que se detuvieran.
—Ahora beberéis y comeréis. Os aconsejo que después no os entretengáis con nada que no sea dormir. Antes de que salga el sol estaré de nuevo aquí, y la jornada será larga. No habéis aprendido lo suficiente, con lo que sabéis no podríais ni sobrevivir.
Dicho esto, Husayn se subió a un jeep donde le aguardaban tres hombres y desapareció entre las sombras del crepúsculo.
—No se te da mal —reconoció Mohamed a Hamza, mientras se acercaban a uno de los fuegos, en derredor del cual un grupo de hombres comían cordero.
Abrieron el círculo invitándoles a compartir con ellos la cena. Los hombres hablaban de guerra. Habría guerra contra los judíos; los hermanos de Jordania, de Siria y de Egipto, de Arabia y de tantos otros países habían prometido ayudarles a conservar la tierra sagrada. No compartirían nada con los judíos, ¿por qué tendrían que hacerlo?
Hamza escuchaba mientras comía pero prefería no hablar. No podía discutir con tantos hombres convencidos de una causa. Le tacharían de traidor, no le comprenderían. Hablar allí de las ventajas de tener un Estado propio y dejar de estar bajo la protección de los ingleses o antes de los otomanos, habría sido una opinión que crearía rechazo. ¿Por qué no podía haber dos Estados e incluso uno compartido con los judíos? Que él supiera, nunca habían tenido un Estado, el suyo nunca había sido un país, siempre habían estado bajo la protección de otros, y ahora iban a rechazar esa oportunidad porque sus jefes decían que no iban a dejarse doblegar. Sin embargo, Hamza pensaba que siempre habían estado doblegados y que, precisamente, se trataba de dejar de estarlo.
Durmió de un tirón envuelto en una manta junto a los rescoldos del fuego. Estaba agotado y con las emociones a flor de piel. Tal y como les había anunciado, Husayn se presentó a las cuatro de la mañana, cuando aún era noche cerrada. Junto a Mohamed no se anduvo con contemplaciones a la hora de despertarles.
En menos de media hora estaban preparados y entrenando de nuevo. Tenían que montar y desmontar las armas sin luz, avanzar arrastrándose por el suelo… Hasta bien entrada la mañana Husayn no les permitió beber agua.
—Tenéis diez minutos para descansar y beber, ni uno más.
Efectivamente, no tuvieron un segundo de regalo. Hambrientos y sedientos, esperaron a que cayera la noche para regresar al campamento de los beduinos, donde esta vez Husayn se sentó con ellos.
—Algo habéis aprendido —explicó Husayn—, lo suficiente para matar e intentar evitar que os maten. Si tenéis fe y valor conservaréis la vida, pero si dudáis la perderéis. Que nunca os conmueva la mirada de un enemigo, no importa que sea un soldado, una mujer o un niño. Será él o vosotros, vuestra vida o la suya, y si dudáis la perderéis; ya veis que las reglas a las que os debéis atener son muy simples. Cuando tengáis que atacar disparad primero, sin pensar.
—¿Cuándo habrá guerra? —preguntó el maestro.
—No lo sé, pero debemos estar preparados. Los judíos quieren quedarse con nuestra tierra, tenemos que demostrarles que no podrán. Puede que se evite la guerra o puede que no; los políticos discuten en las Naciones Unidas para darles lo que los judíos llaman un «hogar». Que se lo den, pero no el nuestro. Nuestros hermanos combaten también con las armas de la política, debemos esperar, pero hasta que llegue el momento nuestra misión es hacerles la vida difícil a los judíos, que no se sientan seguros, que no puedan cultivar la tierra sin llevar un fusil al hombro, que no puedan ir por la carretera sin temor a ser atacados, que sus mujeres tengan miedo a caminar solas por el campo, que sus hijos no puedan salir de las cercas de sus casas o de sus kibbutzim. Vamos a atacarles, a causarles bajas. La táctica es sencilla. Llegamos a un sitio, les cogemos por sorpresa, matamos y nos vamos. Que no duerman tranquilos, que esta tierra se convierta en su sepultura si insisten en quedarse.
»Cada uno de vosotros formará parte de un grupo con un jefe; él será quien marque los objetivos de acuerdo con nosotros.
Debéis obedecer. Vuestras familias saben que a partir de ahora habrá ocasiones en que os marcharéis, pero ni a ellos podréis decirles ni dónde ni qué vais a hacer. El que no obedezca o nos traicione recibirá un castigo, que sólo puede ser la muerte, y vuestra familia también sufriría las consecuencias.
Se escucharon unos murmullos de protesta. Los jóvenes aseguraban que estaban deseando matar a los judíos y echarlos al mar. Pero Husayn no parecía conmovido con aquellas proclamas de fidelidad. No sabría de qué clase de hombres se trataba hasta que no les llegara la hora de matar, algo que harían muy pronto, porque cuanto antes mataran antes se sentirían parte del grupo y comprometidos con la causa. La sangre derramada era la mejor alianza entre los combatientes.
Mohamed les despertó de nuevo al amanecer, azuzándoles para que se metieran deprisa en el camión. Regresaban a casa.
Los beduinos les observaron marchar con indiferencia; apenas les dio tiempo de despedirse del otro grupo de jóvenes con los que habían compartido las jornadas de instrucción.
Hamza pensó que lo peor aún estaba por venir.