19

Jerusalén, semanas antes

—Hamza, tienes que decidirte. —El tono del hombre no admitía dudas, y su mirada de color negro parecía taladrar los ojos de Hamza.

—No nos han hecho nada, ¿por qué no podemos hablar, llegar a un acuerdo? —respondió Hamza con cierto desafío en la voz a pesar de que el hombre le daba miedo.

—Los sionistas están consiguiendo que el mundo les apoye, hace unos años quisieron que formáramos un Estado juntos, ahora quieren partir nuestra tierra en dos. ¡No podemos aceptarlo! ¡O ellos o nosotros! —gritó el hombre.

—Por favor, cálmate… mi hijo es joven y no entiende bien lo que pasa… —intercedió el padre de Hamza.

—Verás, Rashid, o tu hijo es un traidor, en cuyo caso tú mismo resolverás el problema, o es un cobarde y también deberás resolverlo, o se une a nosotros y demuestra que es un patriota.

—No soy ni traidor ni cobarde, Mahmud —protestó Hamza—, sólo que pienso por mi cuenta.

—¡Calla! —le conminó su padre, que sí estaba asustado porque sabía de lo que era capaz Mahmud.

Hamza bajó la cabeza consciente de que Mahmud no le dejaba ninguna salida y que desobedecerle podría costarle a él y a su familia la vida. Su hermano Ali, de diez años, le observaba con ojos asustados sentado en el suelo, al lado de su hermano pequeño. Sus dos hermanas estaban en un cuarto junto a su madre, aquélla era una conversación de hombres.

—Lucharemos, casa por casa, huerto por huerto, con nuestros hermanos de Siria, de Jordania, de Egipto, de Irán… todos los hermanos árabes nos respaldan. No podernos dejarnos quitar la tierra por los judíos; los echaremos al mar —sentenció Mahmud—. O formas parte del Ejército de Salvación, o de nuestro grupo, o mueres con ellos, Hamza, decídelo tú.

—Luchará con vosotros —sentenció Rashid, el padre de Hamza— y yo también. Somos palestinos y buenos musulmanes. Tienes razón, ésta es nuestra tierra, debemos luchar por ella, los judíos son engañosos. Primero vinieron a establecerse junto a nosotros, pero ahora quieren quedarse con todo. Les echaremos al mar.

Hamza miró a su padre con asombro. No le reconocía en esas palabras que acababa de decir. Aún resonaban en sus oídos las palabras de paz de su padre, su convencimiento de que el enfrentamiento con los judíos sólo traería desgracias.

—Nosotros no tenemos que pagar lo que ha sucedido en Europa. Hitler no hizo bien su trabajo —dijo riéndose Mahmud—, si quieren posesiones que les den California, o la Selva Negra, o Provenza, pero que no nos las quiten a nosotros; nos quieren robar nuestra tierra para acallar sus conciencias.

—Tienes razón, Mahmud —respondió Rashid—, tienes razón, no tenemos por qué cederles nuestras tierras y convertirnos en invitados en nuestra propia casa. Lucharemos; estamos dispuestos a morir.

—Por ahora es suficiente con tu hijo mayor. Es a él a quien necesitamos, pero no dudes que te pediremos a tus otros hijos y tu propia vida si fuera necesario —dijo Mahmud en tono amenazante—. Mañana te mandaré llamar —le dijo a Hamza a modo de despedida.

Cuando Mahmud y sus hombres se fueron, Rashid se sentó junto a la mesa sabiéndose vencido. Su esposa salió de la habitación junto a las dos niñas y se acercó a él poniéndole una mano sobre el hombro para darle ánimos.

—Has obrado bien, Rashid, lo has hecho con inteligencia. No podemos hacer otra cosa —dijo la mujer.

—¿No podemos o no queremos? —le interrumpió Hamza con rabia.

—Uno tiene que saber cuando no hay puertas en la pared. Si no lo ves estás perdido.

—Lo que yo veo es que esta guerra ya la han decidido por todos nosotros; ni siquiera ha sido Mahmud. ¿Crees que los pobres contamos? Mahmud es sólo uno de los muchos tontos útiles para morir y hacer morir a otros. Esta guerra la organizan en El Cairo, o en Damasco… Lo que sí sé es que nosotros, y los que son como nosotros, debemos morir —respondió Hamza.

—No te engañes, hijo, tus amigos judíos se defenderán y matarán, lo mismo que nosotros —afirmó su madre.

—¿Y si no quiero luchar? —preguntó Hamza desafiando a su madre.

—Tienes dos hermanas. Están comprometidas para cuando sean un poco más mayores. Las rechazarán. Pero, además, un día nos levantaremos y nuestro huerto habrá sido destruido. Y otro día a tu padre le obligarán a matarte porque de lo contrario nos matarán a todos nosotros. Yo no he hecho las leyes, Hamza, las acepto como son, y tú debes hacer lo mismo para no traer a tu familia la vergüenza, el deshonor y la miseria. Lucha, hijo, lucha.

La mujer se acercó a su hijo y le acarició el rostro mirándole con pena.

Los dados de la suerte estaban echados. A ella le correspondía sacrificar al mayor de sus hijos y se veía incapaz de impedirlo.

—Hamza, no puedes volver a ver a David —le dijo su padre con voz cansada—. Evita a ese chico judío. Es lo mejor para ti y también para él.

—¿Y qué debo decirle? Hola, David, hay gente que ha decidido que debemos matarnos. ¡Ah! Y no te ofendas, esto no es nada personal; tú y yo no somos nadie, no contamos, nuestra obligación es matarnos cuando nos digan que debemos hacerlo y ya está. ¿Quién disparará primero, tú o yo? —Hamza hacía una parodia amarga de lo que le diría a David.

Su padre, su madre y sus hermanos le miraban con pena. Le veían sufrir, pero al mismo tiempo se sentían incapaces de aplacar su dolor. Desde ahora Mahmud era uno de ellos. Había pasado de destripar terrones a dirigir hombres, y estaba dispuesto a hacer cuanto le pidieran: tenía fe en sí mismo y en la causa a la que iba a servir.

—Hamza, nuestra vida depende de ti —añadió su padre con tristeza—, no te puedo obligar a que luches, pero si no lo haces…

—Lo haré, padre, lo haré —asintió Hamza con los ojos bañados en lágrimas, mientras salía de la casa en busca de las sombras de la noche.

Caminó un buen rato sin rumbo. A pesar de la negra noche, conocía como su mano cada palmo del terreno y no necesitaba ver.

Había nacido en aquel trozo de tierra. Su madre le había traído al mundo en aquella casa modesta rodeada de árboles frutales y una acequia donde chapoteaba cuando era niño.

Había sido feliz. No necesitaba más de lo que tenía: su familia, el huerto donde trabajaban, acompañar a su padre a vender las frutas y verduras a la ciudad a lomos del burro… Disfrutaba también de las cenas en el patio, cuando sus tíos acudían a visitarles y podía jugar con sus primos a trepar por los árboles y esconderse entre los arbustos.

Su mundo se quebraba porque de repente tenía enemigos. Unos enemigos que ni siquiera había podido elegir.

Pensó en David. ¿Qué le diría? No la verdad: nos estamos organizando para echaros al mar. Tendría que esquivarle, procurar no coincidir con él, poner distancias…

Tuvo ganas de reír recordando la primera vez que se vieron. Él espiaba a los del kibbutz a través de la cerca; en realidad, le estaba echando el ojo a una chiquilla de su edad, de pelo rubio como el trigo y hermosos ojos azules, con la que cruzaba miradas cada vez que se encontraban y que le provocaba sentimientos contradictorios. El suyo no era un mundo de mujeres, y éstas no le habían interesado demasiado, pero aquella chica parecía tan delicada, tan irreal, que no le asustaba.

Le sonreía y le saludaba con la mano y a él se le aceleraba el corazón. Le hubiera gustado saltar la cerca y ayudarla a recoger naranjas o a limpiar la tierra de las malas hierbas. Eso es lo que hacía David la primera vez que le vio. Estaba preparando la tierra para sembrar, y se le notaba un rictus de dolor en el rostro; de vez en cuando se llevaba las manos a los riñones y se los frotaba con fuerza. Se le notaba que nunca había labrado la tierra. Pero en el kibbutz todos trabajaban por igual, no importaba de dónde vinieran ni a qué se dedicaran antes de llegar allí: vivían de la tierra, lo mismo que su familia y él.

David había levantado la mirada y le había visto. Se incorporó y caminó hacia la cerca. Le sonreía, así que no salió corriendo como en otras ocasiones cuando le pillaba Yacob, el jefe del kibbutz, un hombre delgado y adusto que siempre parecía estar de pésimo humor.

Empezaron a hablar en inglés, idioma que los dos chapurreaban, y en pocos minutos parecía que se conocían de siempre. David le confesó que estaba reventado y le dolía todo el cuerpo; Hamza se ofreció a ayudarle y, para sorpresa suya, aceptó. Fue la primera vez que entró en el kibbutz, y tuvo la suerte de ver más de cerca a la chica de sus sueños: era rusa, se llamaba Tania, tenía quince años y apenas sabía unas palabras en inglés.

Desde entonces entraba y salía del kibbutz con familiaridad, la misma con la que David iba a su casa, donde siempre había sido bien recibido. Ahora tendría que decirle que no volviera. Él tampoco volvería a cruzar la cerca.

Mahmud había dicho que al día siguiente le mandaría a buscar para comenzar su entrenamiento militar. No sabía disparar, sólo arar, pero tendría que aprender a empuñar un arma y matar. Matar. La palabra se le antojaba terrible e irreal. ¿Cómo sería matar? ¿Qué sentiría al ver desplomarse a un hombre ante él? ¿Y si era él quien resultaba muerto?

Siguió caminando sin rumbo hasta sentirse agotado. No sabía cuánto tiempo había andado; tanto le daba: temía la llegada de la mañana.

—No te deberías fiar tanto de él; algún día nos tendremos que enfrentar, es irremediable —sentenciaba Yacob dirigiéndose a David y al grupo de jóvenes con los que departía después de la cena.

—Es mi amigo y nunca lucharé contra él. Podemos hablar y discutir las diferencias, no hay por qué matarse. Nuestro problema son los ingleses, no los palestinos —argumentaba David.

—Nuestro problema es todo el mundo. Los ingleses ya han aflojando la cuerda y permiten la entrada de inmigrantes. Sabemos que muy pronto habrá una nueva resolución de Naciones Unidas proponiendo la creación de dos Estados, pero los árabes se negarán —explicaba Yacob con un deje de impaciencia.

—Estás muy seguro de que dirán que no, pero si consultan a los palestinos a lo mejor os lleváis una sorpresa… —alegaba David.

—Sigues siendo francés —le respondió un hombre mayor que fumaba en pipa—. Esto es Oriente, aquí no funcionan las reglas de la democracia. Nadie va a consultar a los palestinos, serán los egipcios, los jordanos, los sirios, los saudíes, los que decidan por ellos. Llevan tiempo organizándose. Ya hemos tenido enfrentamientos, nos han atacado, en otros kibbutzim se han producido bajas por ataques guerrilleros. ¿Por qué crees que patrullamos la cerca durante toda la noche? Nos atacarán, les ordenarán que lo hagan y lo harán.

David iba a replicar pero se calló. Todos respetaban a Saul, el tipo de la pipa, un hombre que había nacido en Israel, como sus padres, sus abuelos y los padres y los abuelos de éstos. Toda su familia había permanecido en aquella tierra sagrada siglo tras siglo, sobreviviendo a romanos, árabes, cruzados, tártaros, turcos y, también, al protectorado británico. Saul formaba parte de la Haganá, las fuerzas de defensa que habían puesto en marcha para defenderse de los ingleses y de los ataques de los árabes. Recorría el país, iba de un lugar a otro, hablaba árabe a la perfección y podía confundirse con cualquier palestino. Saul era una leyenda porque había vivido en uno de los primeros kibbutzim, en Tell Hay, y también símbolo de valentía y de bravura para todos aquellos que llegaban a Eretz Israel, porque había resistido y repelido los ataques de los árabes del norte.

Eran pocas las cosas que se escapaban a la mirada de Saul, porque tenía amigos en todas partes y, como decía Yacob, fuentes de información hasta en el infierno.

Continuaron hablando un rato más sobre lo que se podía avecinar si finalmente Naciones Unidas votaba a favor de la formación de dos Estados. Saul aseguró que los países árabes rechazarían la fórmula y que entonces se recrudecerían los conflictos con los palestinos.

—Sólo contamos con nosotros mismos, no lo olvidéis —les recordaba Yacob—. Nadie vendrá a ayudarnos, de manera que tendremos que defendernos casa por casa, piedra por piedra.

Yacob destilaba amargura. Era alemán, de Munich, y había llegado a Israel en 1920 a instancias de su padre, que veía cómo la inflación monetaria y el avance del antisemitismo prendían con fuerza entre los alemanes.

Como otros jóvenes, Yacob dejó atrás a su familia, su hogar, sus amigos, su vida. Había participado en la fundación de la primera asociación obrera israelí, y luego ayudó a fundar aquel kibbutz que ahora dirigía.

Sus padres, al igual que la mayoría de su familia, habían muerto en las cámaras de gas. Era el único superviviente de su entorno, y había perdido la sonrisa para siempre.

Saul y Yacob les anunciaron que desde el día siguiente iban a dedicar más tiempo a la instrucción militar, tanto ellos como ellas. Ya no se trataba simplemente de pasearse alrededor de la cerca con un fusil de caza al hombro. Además el kibbutz, al igual que otros, iba a dedicarse a la producción de armas ligeras y munición.

—¿Y quién nos va a enseñar a hacerlas? —preguntó ingenuamente Tania, la chica rusa que tanto le gustaba a Hamza.

—Vendrá gente de la Haganá, ellos os enseñarán. Necesitamos más armas, debemos estar preparados. No es suficiente con lo que tenemos de los británicos y los polacos. Nadie nos regala nada, por más que nuestra gente hace lo imposible por conseguirlas. Estamos mal armados frente a los árabes, y necesitamos poder defendernos. Debéis aprender a disparar una pistola, una metralleta… También a luchar con vuestras manos o con un cuchillo. A partir de mañana dedicaremos unas horas a la instrucción, así como a construir armas —les anunció Saul.

—Entonces, es inevitable… —murmuró David.

—Lo es, y cuanto antes lo asumas, mejor para ti y para todos —replicó Yacob—. Antes estabas dispuesto a luchar, decías que no podíamos dejarnos quitar la tierra, que sólo si teníamos un hogar no se repetiría lo que le ha sucedido a tu madre y a tus tíos. ¿No lo recuerdas? ¿Por qué dudas ahora?

—¡Claro que quiero luchar por esta tierra! Sé que los judíos necesitamos un hogar propio, y que no podemos continuar de prestado en países que luego nos tratan como ciudadanos de segunda o nos matan. No tengo dudas sobre eso, sólo que… sólo que yo creo que es posible vivir en paz con los palestinos, que es posible llegar a acuerdos con ellos, que nuestros derechos son compatibles con los suyos.

El alegato apasionado de David era bien recibido por el resto de los jóvenes. Saul se daba cuenta de que a pesar de la dureza de la vida en el kibbutz, de los discursos alertándoles de los peligros, ellos tenían fe, no sólo en el futuro, sino también en sus congéneres, fueran quienes fueran, y que estaban hartos de tener enemigos.

—Mañana vendrás conmigo, David. Tengo que visitar a algunos amigos palestinos. Son jefes en sus respectivas comunidades, mi familia y las suyas se conocen desde siempre. Son amigos, David, amigos a los que quiero y contra los que tendré que luchar, y ellos contra mí. Vendrás conmigo para que te expliquen lo que va a suceder por más que no nos guste.

David no lograba conciliar el sueño aquella noche. Se despertó un par de veces envuelto en sudor atacado por la misma pesadilla: se veía en una refriega, disparando, y luego sentía un dolor intenso en el estómago y se despertaba angustiado. Optó por levantarse y sentarse a leer, pero no lograba concentrarse. Aún no había terminado el libro de su padre sobre fray Julián. No sabía por qué, acaso sentía rechazo, no tanto por aquel fraile que le parecía tan pusilánime, sino por su descendiente, aquel conde al que aborrecía con toda su alma. En su fuero íntimo pensaba que todas sus desgracias habían comenzado en el castillo del conde d’Amis. Además, la obsesión de su padre por la crónica de fray Julián también les había alejado. Nunca se lo había dicho, pero le reprochaba que no quisiera reconocer qué clase de gente era el conde y sus amigos; él no tenía duda de que se trataba de nazis o por lo menos simpatizantes, por más que su padre le hubiera dicho que buena parte de los franceses no tenían motivos de sentirse orgullosos de lo sucedido durante el Régimen de Vichy. Todo el mundo miraba hacia otra parte, era la manera de resistir, decía. Pero no era verdad; hubo gente que resistió de verdad, que se enfrentó a los nazis, que murió luchando. Su abuelo paterno le había hablado de los republicanos españoles, de aquellos hombres que habían organizado la Resistencia, que no se habían rendido y aguantaron hasta el final.

Pasó la mano por encima de la tapa del libro sin decidirse a abrirlo. Quería leerlo antes de que llegara su padre para comentárselo, pero no había pasado de la página diez. Sabía que su padre no le haría ningún reproche si no lo leía, aunque para él sería una satisfacción que lo hiciera. Lo intentaría al día siguiente. En ese momento se sentía demasiado conmocionado por la charla de Saul y Yacob. No quería ser enemigo de los palestinos aunque sabía que éstos desconfiaban de los colonos judíos, porque así se lo habían dicho Hamza y su padre Rashid. «El problema —se decía— es que nadie hace nada para que nos sentemos a hablar los unos con los otros y decidir cómo queremos vivir y organizarnos. ¿Por qué nadie se decide a hacer ese esfuerzo? ¿Por qué?» Si les dejaran a Hamza y a él, seguro que lo arreglaban sin problemas; discutirían, sí, pero llegarían a un acuerdo.

A lo mejor Hamza y él tenían que dedicarse a la política para hacer entrar en razón a sus gentes.