18

El conde d’Amis estuvo frío y distante con Ferdinand, aunque se mostró más receptivo con Ignacio, debido al interés en el muchacho mostrado por su hijo. Aquella noche apenas hablaron de la crónica de fray Julián o de los cátaros. El conde no estaba demasiado locuaz y sus invitados parecían apesadumbrados. Todos se retiraron a sus habitaciones cuando la cena terminó.

—¡El daño que están haciendo tantos novelistas de tres al cuarto! —exclamó Ferdinand después de haber escuchado el relato minucioso que Ignacio le había hecho de su conversación con Raymond.

—Y de usted no se fían demasiado —apuntó Ignacio.

—La desconfianza es mutua. ¡Qué personajes! Lo increíble es que gente formada y seria se crea esas patrañas puestas en circulación por desalmados. ¡Así que tenemos entre nosotros a los descendientes de Jesús! En un mundo donde no hay secretos, porque ni los hubo en el pasado, ni los hay en el presente, ni los habrá en el futuro, resulta que, a través de los siglos, se han mantenido ocultos a los hijos de Jesús y María Magdalena. Pero algo así habría sido imposible de guardar.

—Bueno, eso o el Grial está escondido en Edimburgo.

—Son capaces de agujerear todos los castillos buscando un objeto mágico que sólo existe en sus mentes. ¡Están enfermos!

—Su objetivo es destruir a la Iglesia católica, así me lo dijo Raymond —explicó Ignacio.

Ferdinand comenzó a reírse.

—¡Pero cómo se les ocurre tamaña idiotez! ¡Destruir a la Iglesia!

—Bueno, yo no le veo la gracia —protestó Ignacio. Ferdinand se puso serio y clavó la mirada en los ojos preocupados de Ignacio.

—¿Cree que pueden destruir el mensaje de Jesús? ¿Cree que quienes tienen fe y creen en Dios dejarían de creer en Él porque resultara que era un hombre? Jesús era judío, un rabí, y en aquella sociedad los rabís estaban casados. Yo no sé si lo estuvo o no, tanto me da, pero lo cierto es que no nos han llegado pruebas serias sobre ello. Me resulta difícil creer que si de verdad tuvo esposa e hijos eso se convirtiera en un secreto por parte de los apóstoles, que eran gente sencilla, casados, con familia y para los que tener esposa e hijos era lo normal, de manera que no creo que aquellos hombres se confabularan para ocultar a la esposa de Jesús. ¿Con qué objeto? Ellos no estaban inventando el cristianismo, no podían imaginar lo que Jesús había puesto en marcha, lo que iba a suponer su mensaje a través de los siglos… En todo caso, si Jesús hubiera estado casado, eso no destruiría a la Iglesia, pero tendría que aceptar que los sacerdotes puedan casarse. Y lo mismo que un concilio decidió que no podían, otro concilio podría determinar lo contrario. Nada más. Sinceramente no creo que ése fuera un problema para ningún cristiano.

—¡Y usted se dice agnóstico! —exclamó Ignacio maravillado por la convicción de Ferdinand en la solidez de la Iglesia.

—Agnóstico sí, pero no tonto. Puedo entender las razones de la Iglesia para preferir a sus sacerdotes célibes, pero no me parece que el edificio se pueda tambalear porque Jesús hubiera estado casado, aunque insisto, no hay ninguna prueba histórica solvente que lo indique, así que… asunto terminado.

—Precisamente lo que buscan es esa prueba.

—No la van a encontrar, porque no existe.

—¡Usted habla ex cátedra! —protestó Ignacio.

—No, yo hablo desde el sentido común. Estoy seguro de que Roma tendría un buen número de respuestas si apareciera una prueba en esa dirección. Pero no se preocupe, que salvo en especulaciones seudoliterarias no encontrará ninguna.

—Es curioso, usted utiliza la razón para reafirmar la posición de la Iglesia.

—¡Vaya conclusión! Soy historiador y analizo las cosas con perspectiva. La familia d’Amis no va a tirar por la borda dos mil años de Iglesia católica por mucho que les obnubile su papel de vengadores. No se preocupe, Ignacio, y tenga un poco más de fe en su Iglesia. Lo importante es que va a poder decir a sus superiores: «Misión cumplida». Usted es el perfecto espía.

Ahora fue Ignacio el que rió con ganas. No había disfrutado esos dos días engañando a Raymond, por más que se había dicho a sí mismo que disimulaba y casi mentía por proteger un bien mayor, pero aun así su conciencia le aguijoneaba.

—No me ha gustado nada lo que he hecho —confesó.

—No ha hecho nada de lo que deba avergonzarte. A mí no me habrían contado nada; ni el conde ni mucho menos Raymond. Ha sido un acierto que haya venido; se va con una información precisa, de manera que su Iglesia ya sabe a lo que hacer frente si es que al final encuentran algo de lo que buscan, cosa harto improbable.

—Espero que lo que hayamos averiguado sea suficiente…

—Lo es, claro que lo es. Lo peor que puede suceder es no saber a lo que se enfrenta uno, pero cuando eso se sabe es más fácil organizar la defensa. Ya verá cómo el padre Grillo y el padre Nevers lo ven así.

—Me da pena Raymond. Es tan joven… pero el ambiente en que vive le ha trastornado. Su padre le ha imbuido de tal fanatismo que le veo capaz de cualquier cosa —se lamentó Ignacio.

—Sí, es una víctima de su padre. Cuando le conocí apenas era un niño, y recibía castigos severos: le pegaban cuando no estaba a la altura de lo que su padre esperaba de él. Le han estado lavando el cerebro desde que nació y por lo que he visto ha asumido como suyas las absurdas obsesiones del conde. Es una pena, pero ahí sí que no podemos hacer nada ni usted ni yo. Creo que mi relación con los D’Amis ha llegado a su fin, y siento alivio.

—Para usted ha sido muy importante la crónica de fray Julián, ¿verdad?

—Es bellísima. Me conmovió en lo más profundo cuando la leí y es un documento histórico importante: un dominico, bajo las órdenes del terrible fray Ferrer, que relata en primera persona lo que sucede en los dos campos de la contienda. Pero sobre todo es la historia de un conflicto humano expuesto con toda crudeza. Me parecía importante darlo a conocer y que otros historiadores lo tuvieran a su disposición para seguir desentrañando ese período de la historia de Francia.

—Y de la historia de la Iglesia.

—Algún día la Iglesia tendrá que pedir perdón por todos los desatinos que ha cometido —apostilló Ferdinand.

Ignacio no respondió. No podía hacerlo, porque tenía que admitir que también a él le sobrecogía que se hubiera podido matar en el nombre de Dios.

A Ferdinand le extrañó ver a su padre en el andén. Nunca había ido a esperarle al regreso de ningún viaje, de manera que si estaba allí se debía a que había sucedido algo grave.

Se bajó del tren rápidamente.

—¿Qué ha pasado? —preguntó sin más preámbulo.

—David… está en el hospital… le hirieron en una emboscada. Está grave. Han avisado esta mañana, te llamaron a casa y a la universidad, y el rector nos llamó a nosotros… Tu madre te ha preparado la maleta, y yo he sacado los billetes de tren y de barco. Si no te importa, quiero acompañarte.

Pero Ferdinand ya no le escuchaba. Se le había contraído el rostro en una mueca de dolor y el aire parecía no llegarle a los pulmones. Estaba pálido, con los ojos desorbitados, mudo, incapaz de emitir sonido alguno. En el bolsillo de la chaqueta llevaba la última carta de David, palabras rebosantes de alegría, ganas de vivir y de esperanza. Y de repente aquellas palabras de tinta de su hijo se habían convertido en sangre.

Ignacio no sabía qué hacer ni qué decir, luego le agarró del brazo con fuerza y le instó a caminar.

—¡Vamos, dese prisa!

Caminaron en silencio hasta que Ferdinand se recobró del estado de shock.

—¿Está vivo? —musitó.

—Sí, está vivo, pero muy grave —respondió su padre.

—Se recuperará —afirmó Ignacio—, rezaremos y se recuperará…

—Dios nunca ha estado cuando le hemos necesitado —afirmó Ferdinand con un hilo de voz—, hace tiempo que tanto a mí como a mi hijo nos abandonó.

El profesor miró a su padre con los ojos enrojecidos. Sólo quería una respuesta a su pregunta: ¿Qué le ha ocurrido a David? ¿Qué le ha pasado?