17

Raymond les recibió en la puerta del castillo. El hijo del conde se había convertido en un muchacho alto y robusto. En su rostro destacaban sus intensos ojos verdes, llenos de curiosidad y al mismo tiempo marcando las distancias.

—Sea bienvenido, profesor —saludó a Ferdinand—, y usted también, señor…

—Aguirre —dijo Ferdinand. El sacerdote todavía estaba un poco desconcertado por la situación.

—Mi padre regresará mañana, pero cuando le llamé para decirle que quería visitarnos me pidió que le recibiera y me pusiera a su disposición. He mandado que le preparen la habitación de siempre, y a usted, señor Aguirre, una justo al lado. Espero que estén cómodos. El almuerzo se servirá dentro de dos horas, si me necesitan para algo estaré encantado de ayudarles.

—Ignacio es un excelente alumno; creo que llegará a saber de los cátaros más que yo y en estos últimos meses me ha ayudado con el libro, creí que le debía enseñar el lugar de mis desvelos…

—Desde luego, profesor. ¿Se acercarán a Montségur?

—Eso me gustaría. Le he explicado a Ignacio que cuando uno se acerca a la montaña siente algo especial, te das cuenta de que la historia se ha quedado impregnada en la tierra.

—Así es, nadie que se acerque a Montségur puede permanecer indiferente —respondió Raymond.

Vieron llegar un jeep con dos hombres; uno de ellos joven, el otro de la edad de Arnaud.

—Los dos caballeros que llegan también son invitados de mi padre, han salido de excursión —les explicó Raymond mientras los dos hombres descendían del todoterreno y entregaban las llaves a uno de los criados.

—Les presento al profesor Arnaud y a su ayudante el señor Aguirre. Los señores Stresemann y Randall.

Se saludaron sin entusiasmo e iniciaron una conversación intrascendente sobre el tiempo y la belleza del lugar antes de subir a sus habitaciones.

No había pasado mucho tiempo cuando el mayordomo llamó a la puerta de Ferdinand para avisarle de que Raymond les esperaba para acompañarles donde gustaran.

Ferdinand e Ignacio se reunieron con el hijo del conde, deseoso de demostrar sus dotes como señor de la casa.

—Así que a usted también le apasiona la historia de los cátaros —le preguntó a Aguirre.

—Sí, el profesor Arnaud me ha contagiado su entusiasmo —respondió el joven sacerdote ruborizándose al tener que responder una pregunta tan directa, pero, sobre todo, por tener que mentir.

—¿Ha llegado a conocer bien la historia de fray Julián?

—Bueno… sí… en realidad… es una historia apasionante. ¡Cuánto sufrimiento!

Decidido a no intervenir, Ferdinand escuchaba a los dos jóvenes mientras iniciaban un paseo alrededor del castillo. Pensó que a lo mejor Raymond cometía una indiscreción, como le ocurrió en aquella ocasión con David. Se le notaba la rígida educación recibida, así como su convicción de que algún día, cuando fuera él el conde d’Amis, tendría que estar a la altura de la historia de su familia, o al menos de lo que su padre le había inculcado que se esperaba de él.

—No admito la intolerancia de la Iglesia cuando pretende imponer a hierro y fuego sus creencias, incapaz de respetar las del prójimo, como si fuera la guardiana de la verdad. Antes de que la Iglesia existiera había otras religiones, de manera que, ¿por qué va a tener la Iglesia católica el monopolio de la verdad? —exclamó Raymond.

—Tiene la verdad revelada por Dios —respondió Ignacio, incómodo por no poder extenderse, ya que Ferdinand le había hecho un gesto para que no discutiera.

—¿La verdad revelada? Eso es un cuento de niños… —sentenció Raymond con convicción—. ¿Cuántos concilios se han tenido que celebrar para ponerse de acuerdo en lo que los católicos tienen que creer? No hay ninguna verdad revelada, sino una poderosa máquina de poder dirigida a dominar a los incautos.

—¿Y usted, en qué cree? —le preguntó Ignacio.

—¿Yo? En la razón y en el derecho de los habitantes de esta tierra a creer en quien quieran. ¿Sabe por qué la Iglesia de los Buenos Cristianos estuvo a punto de derrotar a la Iglesia católica? Sencillamente porque sus perfectos vivían como buenos cristianos dando ejemplo de humildad y pobreza. Por eso la Iglesia necesitó acabar con ellos: no podía soportar su ejemplo. En mi familia hubo perfectos.

—Sí, doña María —dijo Ignacio, al que cada vez le costaba más contenerse sin responder a Raymond como él creía que se merecía.

—Doña María, su hija doña Marian, don Bertran, sus hijos… —continuó Raymond.

—Pero supongo que usted no será cátaro…

—No, no… ya le he dicho que sólo creo en la diosa razón, pero ésta continúa siendo tierra de cátaros, aunque no se manifiesten.

—¿Continúa habiendo cátaros? —preguntó Ignacio con sorpresa.

—¡Claro que sí! No se puede aplastar las ideas ni las creencias. No hay familia en Occitania que no descienda de cátaros.

Ferdinand escuchaba a Raymond con preocupación, ya que en sus palabras parecía aflorar cierto fanatismo.

El almuerzo lo compartieron con los otros dos invitados del conde, que dijeron ser estudiosos del catarismo.

Ignacio permaneció en silencio, escuchando rebatir a Ferdinand algunas de las teorías de los dos estudiosos, hasta que sorprendió a todos al dirigir una pregunta al aire.

—¿Y ustedes creen que existe el Grial?

Ferdinand le miró con asombro y Raymond con curiosidad, mientras los señores Stresemann y Randall guardaron silencio.

—Bueno, lo pregunto porque he leído mucho al respecto. Hay historiadores que creen que el tesoro de los cátaros era el Grial. Mi profesor no lo cree y nos ha enseñado que es un cuento, pero… no sé, perdóneme, profesor Arnaud, que yo no tenga su convicción —explicó Ignacio.

Nadie parecía tener prisa por responder, incluido Ferdinand, que había captado con admiración la trampa que pretendía tenderles el joven sacerdote.

—Tan posible puede ser la teoría del profesor Arnaud como las que apuntan que, efectivamente, hay un tesoro cátaro escondido y que ese tesoro puede ser el Grial —aseveró el señor Randall.

—No hay por qué descartar nada a priori —apostilló el señor Stresemann.

—Sí, los historiadores descartamos las fantasías y elucubraciones de escritores de novelas esotéricas. Señores, la investigación histórica es una ciencia que no podemos dejar que se contamine con la imaginación desbordante de quienes no son científicos —explicó Ferdinand muy serio—. En cuanto a mi querido alumno… veo que no he tenido demasiado éxito con mis enseñanzas… y eso que ha obtenido sobresaliente en mi asignatura y que con el tiempo espero se convierta en mi ayudante.

—¿Y ustedes, qué creen que puede ser el Grial? —preguntó Ignacio aparentando una inocencia que no dejaba de sorprender a Ferdinand—. Se supone que es la copa en la que Cristo bebió durante la Última Cena…

—¿Ha leído la obra de Wolfram von Eschenbach? —preguntó el señor Stresemann.

—Sí, es una obra bellísima. En Parsifal el Grial es algo más, algo que proporciona un poder ilimitado a quien lo posea.

—Exactamente —asintió aquel invitado, que por su acento parecía alsaciano.

—¡Ojalá alguien lo encontrara! —exclamó con entusiasmo Ignacio.

—Hay mucha gente empeñada en encontrarlo, pero no se puede encontrar lo que no existe —sentenció Ferdinand, que parecía reprobar a su alumno.

—Puede que se lo llevaran los templarios —insistió el sacerdote.

—Son falsas las supuestas relaciones entre cátaros y templarios; eso también lo expliqué en clase, y que yo sepa fue uno de los temas del examen final.

—¿Cómo puede asegurar usted que los templarios no protegían a los cátaros? —preguntó con aire de enfado el señor Randall.

—No lo digo yo, son los hechos los que lo demuestran. El Temple tenía castillos y encomiendas en el Languedoc y una buena relación con los señores de estas tierras, pero eso no significaba que participaran de sus querellas. Lo único cierto es que los templarios estaban luchando contra los musulmanes también en España, y no consideraban que su misión fuera combatir a otros cristianos, por muy herejes que fueran. Tampoco nadie se lo requirió.

—¿Y no cree que el Santo Grial pudieron traerlo los templarios y esconderlo aquí, en el Languedoc? —intervino Raymond.

—No, porque el Grial no existe, de manera que difícilmente pudieron traer lo que no existe.

—Pero, profesor, hay estudiosos que aseguran que los templarios encontraron una cámara oculta debajo del Templo de Salomón, en Jerusalén, y que allí había importantes secretos, que les dieron mucho poder y que pudieron chantajear a la Iglesia, que temía que se pudieran difundir…

—Eso son elucubraciones esotéricas que no se basan en ninguna prueba. Los templarios se convirtieron en un estorbo para Felipe IV de Francia, que quiso unificar las órdenes militares y someterlas al poder de la Corona, y desde luego quedarse con sus bienes. El rey estaba enfrentado con el papa Bonifacio VIII y organizó una campaña contra él, precisamente porque éste se oponía a que el monarca francés se hiciera con los impuestos sobre los bienes de la Iglesia que el rey necesitaba porque sus arcas estaban secas a cuenta de la guerra contra Inglaterra. Y su hombre fiel, el consejero Guillaume de Nogaret, fue el brazo ejecutor de la política del rey contra el Papa y los templarios.

—Se les acusaba de escupir en la cruz —recordó Raymond esbozando una sonrisa—, lo mismo que los cátaros, que la rechazaban.

—Fue un templario expulsado de la Orden quien empezó a difundir las acusaciones de blasfemia, sodomía, ritos iniciáticos secretos… Este hombre le sirvió en bandeja a Nogaret la excusa para que Felipe iniciara el proceso contra el Temple. Nogaret convenció al inquisidor de Francia, confesor además del rey, para que comenzara a investigar al Temple. En ese momento ya era papa Clemente, que reprendió al inquisidor y protestó al rey por meterse en camisa de once varas. Pero Felipe, a través de Nogaret, volvió a desatar una campaña contra el Papa; aun así, Clemente se resistió cuanto pudo, y hay que recordar que al principio los templarios fueron declarados inocentes por el Papa, que luego decidió que se investigarían las actuaciones de los caballeros, pero individualmente para no acusar a la Orden en su conjunto, ya que algunos templarios habían admitido esas prácticas de las que se les acusaba, aunque otros se retractaron alegando que habían confesado bajo tortura…

—Pero ¿escupían o no en la cruz? —interrumpió tajantemente Raymond.

Ferdinand observó la mirada burlona de Raymond acorde con la intención de la pregunta. El joven sólo aceptaría un «sí» o un «no», poco le importaban las explicaciones o los matices.

—Después de haber sido torturados, algunos templarios confesaron crímenes horrendos, pero en mi opinión, ateniéndome a documentos, es decir, a los hechos, el Temple no era una orden esotérica, por más que algunos novelistas los utilicen como recurso literario presentándolos como unos caballeros misteriosos. La disolución del Temple fue un pulso entre el rey de Francia y el Papa, por motivos que nada tenían que ver con los estrictamente religiosos. Felipe, entre otras cosas, pretendía que Clemente condenara a su antecesor Bonifacio VIII por herejía, a lo que el nuevo Papa se opuso, pero Clemente tampoco podía enfrentarse del todo al rey y terminó cediendo con los templarios.

—No ha respondido mi pregunta —insistió Raymond.

—Si te torturaran, a ti o a cualquiera de nosotros, terminaríamos confesando lo que nos pidieran, de manera que los testimonios obtenidos bajo torturas no tienen un cien por cien de fiabilidad. Por más que muchos se empeñen en presentar al Temple como una orden misteriosa, la realidad es que no lo fue, aunque tuvieron la mala suerte de que su último gran maestre, Jacques de Molay, no fue un dechado de inteligencia y tampoco un político avezado. No diré que tuvo responsabilidad en lo sucedido, pero sí que no era el hombre para hacer frente a una circunstancia tan difícil como aquélla.

—De manera que no niega que escupieran en la cruz —afirmó Raymond satisfecho.

—Sí lo niego: todas esas historias estrafalarias sobre que encontraron el Grial y otros secretos que pueden poner en dificultades a la Iglesia son cuentos, ¡por favor, no confundamos las novelas con la historia!

—Usted le tiene declarada la guerra a los novelistas —apuntó Ignacio.

—Una novela que trata de historia puede ser muy entretenida, pero eso no significa que esté ofreciendo una versión real de lo sucedido.

Cuando concluyó el almuerzo Raymond se ofreció para hacerles de guía por Carcasona. Al día siguiente, a primera hora, saldrían para Montségur.

A Ferdinand le llamaba la atención la capacidad del jesuita para ganarse la confianza de Raymond; lo hacía cuestionando la verdad histórica para dar cabida a la fabulación, que era el terreno donde desde hacía años se empeñaban en moverse tanto el conde como su hijo.

Ignacio se mostró entusiasmado por Carcasona, y Ferdinand entendió que en eso era sincero.

Por la noche alegó un fuerte dolor de cabeza y cansancio para no bajar a cenar. Lo había acordado con Ignacio, puesto que su presencia coartaba al hijo del conde, que parecía sentirse cómodo con el sacerdote.

Sin embargo, la cena fue decepcionante, ya que ni Raymond ni los otros invitados dijeron nada sustancial ni dieron ninguna pista sobre el supuesto hallazgo del Grial e Ignacio no se atrevió a preguntarles.

A la mañana siguiente se levantaron al amanecer para ir a Montségur. Allí Raymond, dejándose llevar por la magia del entorno, confesó a Ignacio lo que estaban buscando en un momento en que Ferdinand deliberadamente se separó de ellos.

—El profesor Arnaud es un escéptico. Por eso su trabajo sobre fray Julián carece de pasión, por más que todos digan que es espléndido. En realidad mi padre esperaba más.

—¿Y qué esperaba?

—Alguna pista sobre el tesoro.

—Pero ¿cómo iba a saber fray Julián dónde estaba el tesoro?

—Doña María confiaba en él; no olvides que ella bajó de Montségur con los dos perfectos que llevaban el tesoro.

—Tienes razón —accedió Ignacio—. Y vosotros que lleváis tanto tiempo excavando, ¿no lo habéis encontrado?

Raymond decidió fiarse de aquel joven con el que tanto congeniaba.

—No hemos encontrado nada, ésa es la verdad. Nada que podamos decir que es el Grial. Hay estudiosos que creen que el Grial es una piedra caída del cielo con poderes ilimitados y que está guardada en algún lugar de por aquí. Otros estudiosos piensan que se la llevaron los templarios a Escocia y que la enterraron en Edimburgo. Y… bueno, un profesor que ha estado aquí sostiene otra teoría: piensa que a lo mejor el Grial no es un objeto.

—¿Y entonces qué es?

—Puede ser una persona.

—¿Una persona?

—¿Tú crees que Jesús era célibe?

—Bueno, yo creo lo que nos han enseñado…

—Hay documentos muy antiguos que atestiguan que se casó con María Magdalena e incluso tuvieron hijos. Puede que… bueno, puede que el Grial sean los descendientes de Jesús.

Ignacio no sabía si reírse o indignarse, pero optó por no hacer ninguna de las dos cosas para no alertar a aquel joven que, pese a todo, le caía bien.

—¿Y cómo llegaron aquí los descendientes de Jesús?

—Puede que con María Magdalena, o puede que siglos más tarde. Puede que los templarios encontraran esos documentos y fuera lo que han guardado tan celosamente.

—Esto es lo que el profesor Arnaud diría que son cuentos esotéricos, seudoliteratura barata.

—En realidad al profesor Arnaud nunca le ha interesado encontrar el Grial; todo su esfuerzo lo concentró en la crónica de fray Julián. Cuando mi padre le pedía que viniera al castillo y escuchara a algún otro profesor, él se excusaba; y si por casualidad estaba aquí, siempre rebatía cualquier teoría que no se ajustara a las suyas, ni escuchaba lo que le decían. Pero mi padre decía que era mejor contar con él por su prestigio, porque eso abría puertas a nuestros otros expertos, que es lo que de verdad le importaba.

—Entonces, ¿no habéis encontrado nada? —preguntó de nuevo Ignacio.

—Nada; sólo manejamos esas teorías que te he dicho antes, pero seguimos buscando pruebas. Están aquí, es sólo cuestión de tiempo que demos con ellas. ¿Te gustaría trabajar para nosotros? —preguntó Raymond con entusiasmo.

—Pues… la verdad es que sería muy interesante pero no creo que pueda… Verás, tengo que terminar mis estudios, aún no estoy suficientemente preparado.

—¡No seas modesto! El profesor Arnaud dice que eres su mejor alumno.

—Sí, pero eso no significa que lo sepa todo. Pero… bueno, sí, me gustaría saber si encontráis algo, sería apasionante…

—Si alguna vez quieres venir sin el profesor Arnaud, llámame. Serás bien recibido y te puedes unir a nuestros grupos de trabajo aunque sea temporalmente. Ahora tenemos gente buscando en Edimburgo, porque tampoco es descabellada la teoría de que el Grial lo escondieron allí los templarios.

—Y si lo encontráis, ¿qué haréis?

—Ya sabes lo que dice fray Julián en su crónica: alguien debe vengar la sangre de los inocentes, nuestra familia no puede dejar impunes los crímenes de la Iglesia católica. Lo que queremos es destruirla, que pague por su fanatismo y por haber acabado con la libertad de esta tierra. Es una responsabilidad que asumimos los D’Amis de generación en generación, y mi padre sueña ser él quien lleve a cabo la venganza.

—Pero ¿tú crees que es tan fácil destruir a la Iglesia?

—Sí. Si nos hacemos con el Grial, sea éste lo que sea, lo conseguiremos. Se lo debemos al Languedoc. Me gustaría que vinieras de vez en cuando por aquí, creo que te entenderías con mi padre, y seguro que con lo que sabes podrías contribuir a nuestra búsqueda.

Ignacio le sonrió mientras tragaba saliva y asimilaba todas las barbaridades que acababa de oír. De repente Raymond se le antojaba un loco y temía aún más cómo pudiera ser su padre, el conde d’Amis, al que conocería esa noche.

Lo que no sabía calibrar era si aquél era un grupo de fanáticos peligrosos o pacíficos. Volvió a sonreír sabiéndose observado por la mirada de Raymond.

—Te supongo un caballero, de manera que te pido que me des tu palabra de que no comentarás nada de lo que hemos hablado con el profesor Arnaud. Sé que le debes lealtad como alumno pero yo me he confiado a ti… seguramente no debería de haberlo hecho, de manera que sólo me quedaré tranquilo si me das tu palabra.

Raymond le miraba muy serio mientras esperaba ese compromiso e Ignacio se sintió ruin. Tendría que confesarse y pedir perdón a Dios por lo que estaba a punto de hacer. Se sintió sucio cuando tendió la mano a Raymond mientras le aseguraba:

—No te preocupes, guardaré el secreto.

—¡Ah! Y tampoco le comentes nada a mi padre… no me perdonará la indiscreción. Él cree que soy demasiado confiado… en fin… espero no haberme equivocado contigo.

Les interrumpió Ferdinand, que se había mantenido alejado mientras fumaba un par de cigarrillos yendo de un lado a otro, aparentando un inopinado interés por las ruinas.

—Creo que deberíamos pensar en marcharnos. Me gustaría ver a tu padre, Raymond —afirmó el profesor.

—Sí, como guste.