15

Un mes después, cuando estaba a punto de ir a Israel para ver a David, el director del departamento de Historia le convocó con urgencia a su despacho. Allí se sorprendió al encontrar tres sacerdotes junto a su colega.

—Ferdinand, estos caballeros son el padre Nevers, de la nunciatura en Francia, el padre Grillo, de la Secretaría de Estado del Vaticano, y su secretario, Ignacio Aguirre.

—Encantado —dijo dándoles la mano sin entender la razón de su presencia.

—Ellos le explicarán el motivo de su visita y el requerimiento que nos han hecho —explicó el director del departamento.

El padre Nevers y el padre Grillo intercambiaron una mirada rápida en la que decidieron cuál de los dos tomaba la palabra primero. Lo hizo el francés.

—Profesor Arnaud, iré directamente al asunto.

—Sí, si es tan amable —respondió Ferdinand cada vez más extrañado.

—Sabemos que ha estado usted trabajando para el conde d’Amis.

—Siento contradecirle, pero no es exactamente así —le interrumpió—; supongo que el director del departamento les habrá explicado que he llevado a cabo una investigación sobre una crónica escrita por un fraile dominico durante el asedio de Montségur. Esa crónica llegó a mis manos a través del conde d’Amis, que quería que la autentificara. A partir de entonces el conde autorizó a la universidad a que yo trabajara con ese documento, permitiendo que iniciara un trabajo académico cuyo fin era ampliar los conocimientos que tenemos sobre lo que significó la persecución del catarismo y, sobre todo, la configuración de Francia tal y como la conocemos. Eso es lo que he hecho, entre otras cosas, en los últimos años. Mi trabajo ha sido para la universidad, no para un particular. El resultado de ese trabajo ha sido publicado con el sello de la universidad.

—Pero usted ha estado en contacto permanente con el conde d’Amis —aseveró a su vez el padre Grillo en un excelente francés.

—Sí, claro, he tenido que investigar en sus archivos familiares, de manera que he ido con cierta frecuencia al castillo d’Amis, una frecuencia interrumpida por los avatares de la guerra.

—Estos caballeros ya conocen su trabajo publicado por la universidad —terció el director del departamento—, lo que me ha sorprendido gratamente.

—Supongo que a ustedes les molesta que ahora se publique un estudio sobre lo que significó aquella cruzada contra los cátaros, pero les aseguro que mi trabajo es puramente académico, no tengo ninguna intención de hacer daño a la Iglesia por sus errores pasados —afirmó Ferdinand en un tono de voz en el que se vislumbraba cierto enojo.

—Señor Arnaud, no hemos venido a debatir aquellas circunstancias históricas ni el porqué de las acciones de la Iglesia; en estos momentos lo que nos preocupa es el presente, no lo que un estudio académico pueda deducir de lo que sucedió en el siglo XIII —le respondió el representante de la nunciatura, el padre Nevers.

—Bien, pues díganme qué quieren —les conminó Ferdinand.

—En estos años, a pesar de la guerra, grupos de… no sé bien cómo llamarlos, ¿estudiosos?, alemanes y también franceses, han excavado la zona de Montségur, buscando… buscando un tesoro, y sabemos que usted los ha dirigido —afirmó el padre Nevers.

—¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¡Yo no he dirigido nada! —protestó Ferdinand.

—Testimonios aseguran que sí lo ha hecho.

—Les explicaré exactamente lo que he realizado y lo que no, pero antes díganme qué sucede, qué quieren…

El padre Grillo carraspeó. Ferdinand le miró de hito en hito. Era un hombre de mediana edad, con el cabello salpicado de canas perfectamente peinado, de tez morena y manos finas y largas. Había en él un toque aristocrático.

—Señor Arnaud, le diremos lo que sucede —dijo el padre Grillo—. Desde hace unos meses nos llegan noticias del trabajo que un grupo de filonazis está realizando en los alrededores de Montségur. Desde 1939 buscan el tesoro de los cátaros, un tesoro que algunos creen que es el Grial.

Ferdinand soltó una carcajada que sorprendió a los tres sacerdotes y al director del departamento, que le miró con enfado.

—¡Por favor! ¡Supongo que ustedes no se creerán esas historias fantásticas! Señores, tengo libros publicados sobre ese período de la historia de Francia y sobre la persecución de la herejía. En algún capítulo he tratado del tesoro, dejando claro que no eran más que monedas y joyas que fueron sacadas de Montségur para que los supervivientes pudieran continuar con la Iglesia de los Buenos Cristianos. No existe ningún misterio sobre ese tesoro, ninguno. No hay Grial, no existe el Grial, ustedes no deberían leer libros esotéricos o los de aquel nazi, Otto Rahn, muy brillante por cierto. Soy historiador, no fabulador, de manera que no encontrarán ningún escrito mío que avale la absurda teoría del Grial.

—Entonces, ¿cuál ha sido su relación con esos grupos de trabajo? —preguntó el director del departamento de Historia.

—Usted lo sabe muy bien —respondió airado Ferdinand— porque se lo he explicado en más de una ocasión. El conde d’Amis, efectivamente, tenía grupos de chicos excavando la zona; los dirigía algún que otro profesor de universidades alemanas, que influidos por las historias de Rahn, estaban seguros de encontrar el tesoro de los cátaros. Esos grupos aparecían y desaparecían; lo único que el conde me pidió en alguna ocasión era que yo examinara los papeles de sus conclusiones y trabajos, y siempre respondí lo mismo: que eran conclusiones falsas, absurdas, que allí no había ningún tesoro y que el Grial no existía, aunque nunca me dijeron directamente que lo buscaran. Era el pequeño tributo que tenía que pagar para que nos permitiera investigar en sus archivos. Sí, eran filonazis como ustedes dicen —y miró a los sacerdotes—; en realidad no eran distintos de tantos franceses que colaboraron con Alemania. La verdad es que nunca les presté mucha atención. No me gustaban; como tampoco me gustaba el conde. Mi único objetivo era investigar, ahondar en la historia de fray Julián. Ahí está mi trabajo; si lo han leído no pueden tener dudas al respecto.

—Querríamos que usted nos contara todo lo que recuerda de esos grupos, de lo que realmente buscaba el conde —insistió el padre Nevers.

—Ya se lo he dicho: buscaban el tesoro de los cátaros. Ustedes saben que hubo un pintoresco escritor, Napoleon Peyrat, pastor de la Iglesia Reformada, que escribió La historia de los albigenses; en realidad él reescribió la historia con mitos, leyendas, cuentos de niños… en fin, hay que reconocerle que era un buen narrador, lo mismo que lo ha sido Otto Rahn. Las fábulas de Peyrat dieron lugar a que se pusiera de moda todo lo provenzal y que algunos hayan sustentando estrafalarias ideas nacionalistas sobre el Languedoc perdido. Otros personajes, menores, esotéricos y ocultistas, han desarrollado otras historias sobre los cátaros y el Languedoc; otro escritor, Maurice Magret, ha contribuido mucho a esa moda. Dedicaba un capítulo alucinante a los cátaros en su obra Los nuevos magos. Antes de la guerra tenía muchísimos seguidores, sin ir más lejos al propio Otto Rahn.

—¿Y qué tiene que ver con todo esto el conde d’Amis? —insistió el padre Grillo.

—Es descendiente de una perfecta, una mujer quemada en Montségur. La crónica de fray Julián la han ido guardando y pasándola de padres a hijos durante generaciones. Si hubiera caído en manos de la Inquisición, les habrían quemado a todos, incluido él mismo a pesar de ser dominico. De manera que a esa crónica siempre la rodeó cierto secreto; no querían darla a conocer para que nadie pudiera señalarles como herejes. Les recuerdo que no hace tanto Pío X, que fue papa, como ustedes saben, entre 1905 y 1914, incluyó a la Inquisición cuando reorganizó la Curia, que pasó a denominarse Congregación del Santo Oficio; es decir, que aunque oficialmente ya no existía, existe. Y la memoria de Montségur y de la persecución de los herejes ha pasado de generación en generación. De mis conversaciones con el conde he podido deducir que sueña con la independencia del Languedoc; creo que sus simpatías hacia Alemania eran proporcionales al desprecio que siente por Francia por haber anexionado, como él dice, su tierra, el Languedoc. Ya lo ven, hay gente que no asume la historia, que el paso de los siglos y sus aconteceres no tienen importancia para ellos. El conde sueña con un Languedoc independiente y desde luego siente pocas simpatías por la Iglesia católica, pero eso son deducciones mías. Tampoco puedo afirmarlo, porque siempre ha procurado ser discreto a la hora de expresar opiniones políticas o religiosas.

—¿Eso es todo? —preguntó el padre Grillo.

—Eso es todo lo que sé y lo que les puedo contar. Mi querido colega también conoce al conde, lo mismo que otras personas de esta universidad; hace muy poco le hicimos entrega oficial del resultado de mi trabajo. Yo diría que no está muy satisfecho del mismo, que esperaba algo más, pero no dijo nada. En cuanto a si continúa alentando a esos grupos que se dedican a agujerear el Languedoc en busca del tesoro, la verdad es que no me ha preocupado.

—Señor Arnaud, corre el rumor de que el conde d’Amis habría encontrado algo muy especial —afirmó el padre Nevers.

—¿Y qué es ese algo tan especial? —preguntó Ferdinand con curiosidad.

—Eso es lo que no sabemos, lo que querríamos averiguar —explicó el padre Grillo—. Verá, durante la guerra eran insistentes los rumores de que el mismo Heinrich Himmler estaba detrás de algunas de las excavaciones de Montségur y que sus agentes estaban en contacto con algunos de los grupos del conde. Incluso… bueno, aunque parezca un disparate, otro rumor apunta a que Alfred Rosenberg sobrevoló Montségur en 1944 el 16 de marzo, coincidiendo con el septingentésimo aniversario de la rendición del castillo. Y luego está el peor de los rumores: la posibilidad de que hayan encontrado algo que ponga en peligro a la Iglesia.

—¿Qué es lo que a ustedes les preocupa? De los nazis puedo creer cualquier cosa; después de haber asesinado a seis millones de personas en cámaras de gas no voy a sorprenderme de que el teórico del nazismo favorito de Hitler, Rosenberg, haya podido subirse en un avión para sobrevolar Montségur o que un personaje tan siniestro como Himmler haya podido interesarse por cuentos esotéricos. No, no me sorprende nada de lo que me puedan contar de esa gente, pero creo que en torno a Montségur se tejen muchas patrañas, y puede que durante la guerra hubiera gente interesada en difundir éstas y otras cosas. A mí tanto me da. La mayoría de los trabajos que se publican sobre Montségur y el tesoro cátaro son simples rumores, por eso no creo que se haya encontrado nada que pueda poner en dificultades a la Iglesia, salvo que ustedes, señores, tengan un secreto inconfesable que guardan bajo siete llaves y temen que se desvele. Lo que no alcanzo a entender es qué tiene que ver ese secreto con Montségur.

—Señor Arnaud, la Iglesia no tiene secretos inconfesables —respondió con enfado el padre Nevers.

—A mí me da igual; sólo me interesaría como historiador, y en estos momentos ni siquiera eso —respondió Ferdinand con absoluta frialdad.

—¿Qué cree usted que es el Grial? —le preguntó con voz queda el padre Grillo permaneciendo ajeno a la tensión entre el padre Nevers y el profesor Arnaud.

—No lo sé, eso me lo tendrían que decir ustedes —sentenció Ferdinand—. Como comprenderán, no creo que la copa en la que bebió Jesús en la Última Cena se haya conservado durante veinte siglos. ¿Es que alguno de los apóstoles pensó aquella noche en la posteridad y decidió conservar aquella copa? ¿Y por qué no el plato en que comieron? Es absurdo, y ustedes lo saben. El negocio de las reliquias nunca me ha interesado. Entiendo que hay millones de personas que de buena fe creen que tal o cual hueso es de un santo, o que un trozo de madera es parte de la cruz en que Cristo fue crucificado, o que la copa de la Última Cena se guardó y ha llegado hasta hoy, pero eso son cuentos para niños que estoy seguro que ni ustedes creen. La fe es otra cosa, Dios es otra cosa.

—No le sabíamos teólogo —ironizó el padre Grillo.

—Ni yo les considero a ustedes idiotas; si lo fueran no habrían sobrevivido dos mil años —afirmó Ferdinand.

—Bien, hemos llegado a un punto de reconocimiento —admitió el padre Grillo—. Ahora viene la segunda parte: ¿podría ayudarnos a averiguar qué es exactamente lo que han encontrado en Montségur?

—No hay nada que encontrar, no hay nada que averiguar.

—Para la Iglesia es importante saber a lo que se enfrenta —dijo el padre Nevers.

—Ustedes no se tienen que enfrentar a nada; si acaso a una patraña que no les costará deshacer.

—¿Podría visitar al conde e intentar averiguarlo? —le pidió directamente el padre Grillo—. Tal vez uno de nosotros podría acompañarle.

—Mis relaciones con el conde son… digamos que tensas, precisamente porque me he mantenido lejos de sus grupos de trabajo; en cuanto a ustedes… en fin, se les nota mucho que son sacerdotes, y no creo que el conde sienta ningún deseo de confesarse, a lo mejor…

—¿A lo mejor…? —preguntó el padre Grillo.

—No sé; usted —respondió dirigiéndose al joven— no tiene aspecto de cura, puede que le pudiera hacer pasar por uno de mis alumnos.

Ignacio Aguirre dio un respingo al sentir todas las miradas en él, y a su vez pidió auxilio al padre Grillo con la mirada.

—¡Ah, el joven Aguirre! Es un muchacho capaz, con buenas dotes que podrá desarrollar en la Secretaría de Estado, pero es sólo un ayudante, un escribiente; aún no tiene ni formación ni experiencia. De hecho, le tengo conmigo porque su superior me ha pedido que estos meses de verano permanezca a mi lado haciendo prácticas, pero su futuro está por determinar. Aún no ha finalizado sus estudios.

—Si usted me acompañara al castillo el conde no tardaría ni un segundo en darse cuenta de que es algo más que, pongamos, un estudioso en historia medieval. Se nota demasiado que es un hombre de iglesia, en cuanto al padre Nevers… Creo recordar haber visto alguna foto suya en los periódicos. Por eso se me ha ocurrido lo de este joven. En todo caso puedo ir solo y probar suerte, aunque les insisto en que el conde no está precisamente satisfecho con mi trabajo y no sé cómo me recibirá.

El padre Grillo y el padre Nevers volvieron a intercambiar una de esas miradas con las que parecían entenderse sin necesidad de palabras.

—Mandaremos con usted al joven Aguirre; así se irá fogueando. ¿Cuándo puede ir usted? —quiso saber el padre Grillo.

—Mañana, a lo más tarde pasado. Dentro de diez días me marcho de viaje, voy a ver a mi hijo a Israel, y les aseguro que no voy a interrumpir el viaje por nada ni por nadie.

—No le pedimos tanto, señor Arnaud. Sabemos lo que han sufrido usted y su hijo. Le estaremos agradecidos si puede averiguar algo —respondió el padre Nevers.

—Creo que este joven —sugirió Ferdinand— debería leerse mi libro sobre fray Julián y ponerse al día en lo que se refiere a los cátaros. Si les parece, pasado mañana saldremos para el castillo. Llamaré al conde para anunciarle nuestra visita, espero que no se niegue a recibirnos. ¡Ah! Y lo mejor es que se vista como un estudiante o difícilmente podría pasar por alumno mío.