8

En la embajada le estaban esperando. El funcionario le escuchó con paciencia y amabilidad hasta que Ferdinand terminó su relato.

—Bien, como ya le habrán informado, hemos hecho gestiones para encontrar a su esposa. Yo mismo fui al domicilio de los señores Levi, y desde luego la actitud de la portera no fue colaboradora. Estaba deseando que me marchara y no me dio ninguna explicación salvo que los tíos de su esposa ya no estaban. Hemos hablado con algunos amigos que nos quedan en la policía y con el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Todos han prometido poner el máximo interés en el caso, pero hasta ahora no han sabido darnos razón alguna de lo sucedido.

—Pero ¿están haciendo algo? —preguntó Ferdinand sin ocultar su desesperación.

—Oficialmente cursan nuestras peticiones, nos escuchan y nos aseguran que harán todo lo que esté en su mano.

—¿Y usted qué cree?

El funcionario bajó la vista, buscó un cigarrillo, le ofreció otro a Ferdinand y luego respondió. Había necesitado esos segundos para evaluar si podía dar una respuesta relativamente sincera a aquel hombre desesperado.

—Mis opiniones personales no cuentan, señor Arnaud. Usted sabe lo que está pasando: Alemania está en guerra, primero fueron los Sudetes, después… ya veremos, pero Hitler seguirá haciendo avanzar a sus ejércitos hasta doblegar a toda Europa. En estos momentos la posición de Francia es muy comprometida. Hitler se cree invencible, no teme a nada ni a nadie, no hay nación a la que respete.

—Por favor, ya sé cuál es la situación política.

—¿De verdad lo sabe? Bien, entonces no le será difícil entender que en el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán el menor de sus problemas es su esposa. Siento decírselo así.

—¿Al Ministerio de Asuntos Exteriores alemán no le preocupa la desaparición y denuncia de una ciudadana francesa?

—No, no les preocupa. Ésa es la verdad. Toman nota, me han hecho rellenar varios formularios y ya está.

—¿Y la policía? —preguntó Ferdinand como si no hubiera escuchado las últimas palabras.

—La policía dice que nosotros aseguramos que su esposa cogió en París un tren con destino a Berlín, pero que eso no significa que haya llegado a la ciudad, pudo bajarse en cualquier estación… Nadie la ha visto, no tenemos ni un solo testigo de que su esposa llegara a Berlín.

Ferdinand sacó del bolsillo de su chaqueta un pañuelo en el que había envuelto el lápiz de labios.

—Lo encontré en el suelo del cuarto de baño de sus tíos; es de Miriam.

El hombre miró el objeto sin tocarlo.

—Bien, enviaré una nota a la policía y al Ministerio de Asuntos Exteriores dando cuenta del hallazgo, ¿le parece bien?

—Sí, pero haga algo más. Pregunte a la policía si ha interrogado al revisor del tren. Tuvo que pedirle el billete. Él puede decir si se bajó en Berlín.

—¿Tiene una foto de su esposa?

—Sí, he traído varias.

Sacó de la cartera cuatro fotos de Miriam. El funcionario las miró con curiosidad. Las imágenes eran de una mujer madura, de unos cuarenta años, alta, delgada, melena corta, cabello castaño claro y ojos marrones.

—Ahora dígame qué más puedo hacer —preguntó con desesperación el profesor.

—Esperar, nada más. Si quiere regresar a París, nosotros nos pondremos en contacto con usted si se produce alguna novedad.

—¿Qué haría usted si fuera su esposa la que ha desaparecido en estas circunstancias?

—Rezar.

Ferdinand no esperaba una respuesta que pudiera sobrecogerle tanto el alma.

—¿Qué le ha pasado a mi mujer? —preguntó ya sin fuerzas.

—Le aseguro que no lo sé. Le doy mi palabra que hacemos cuanto está en nuestras manos.

—Pero sin confianza, sin fe. Para ustedes es un asunto rutinario.

—Señor Arnaud, le aseguro que entiendo su angustia, pero por increíble que parezca, es difícil hacer más de lo que hacemos. Hitler ha cambiado las reglas, se lo he dicho, desprecia tanto a sus enemigos como a sus aliados y en Alemania él es la ley.

—Quiero que interroguen al revisor —insistió Ferdinand.

—Lo pediré.

Quedaron en verse unos días más tarde. No tenía otra cosa que hacer, así que se dirigió él mismo a la estación. Allí paseó de arriba abajo hasta que se decidió a acercarse a una ventanilla y preguntar por el jefe de la estación.

Cuando logró dar con el hombre, éste le escuchó impaciente como si se tratara de un loco. El tren de París ya había llegado y el revisor estaba descansando. Podía probar suerte otro día, aunque difícilmente iba a acordarse de una pasajera precisamente en ese tren. ¿Acaso tenía algo de especial? En el libro de incidencias no había ninguna reseñada el 20 de abril.

Le despidió sin muchas contemplaciones y Ferdinand se sintió tan solo como nunca imaginó que podía llegar a sentirse.

Decidió continuar las visitas a la lista de amigos de Yitzhak y Sara que su suegro le había proporcionado.

La tienda de los Landauer no estaba lejos, de manera que fue andando.

El edificio era señorial y los transeúntes de aquella calle daban la impresión de ser gente acomodada. Buscaba una tienda de antigüedades; su suegro le había dicho que se trataba de una de las mejores de Berlín. Debió de serlo, pero ahora estaba cerrada y con las lunas rotas. Era evidente que la tienda de los Landauer había recibido la visita de los camisas pardas. Entró en el portal de al lado y preguntó a la portera por la familia Landauer.

—Se han marchado —dijo la mujer—. No creo que regresen.

—Y con la tienda, ¿qué ha pasado?

—Eran judíos —respondió la mujer a modo de justificación.

—Que yo sepa, eran alemanes.

—Ferdinand se sentía dominado por la ira. Judíos, eran judíos —insistió ella.

—¿Dónde se los han llevado?

—¿Llevado? Yo no he dicho que se los hayan llevado, sólo que se han marchado. Y ¿usted quién es? ¿Otro judío?

La observó con rabia, iba a decirle que no, que él no era judío, pero hizo lo contrario.

—Sí, yo también soy judío, corra a denunciarme a sus amigos.

Salió del portal con paso rápido, tanto como su respiración. ¿Es que todas las porteras de Berlín eran iguales? Se preguntó si aquella mujer, si todos los que habían convertido a los judíos en los chivos expiatorios de sus locuras, iban a misa, si serían cristianos, si se daban cuenta de que el cristianismo había nacido de Jesús, un judío.

No tuvo mejor suerte en las dos siguientes direcciones. Nadie supo darle noticias de las familias por las que preguntaba. Se habían marchado, decían; nada más.

Pero en la última dirección le abrió la puerta una mujer de unos treinta años, con el cabello lleno de canas y el miedo asomándole en los ojos.

—Por favor, quisiera hablar con el señor Schneider.

—Es mi padre, pero no está. ¿Quién es usted?

Ferdinand le explicó con brevedad quién era y por qué estaba allí; la mujer entonces le invitó a pasar.

—Yitzhak y Sara son amigos de mis padres, les conozco bien, hemos celebrado muchos sabbats con ellos. Les visitamos cuando… cuando lo de la librería; luego desaparecieron. Mi padre se ha acercado varias veces a su casa, con mucha precaución, ya sabe que los judíos no somos bien recibidos en ninguna parte.

—Ustedes al menos continúan aquí.

—¿Por cuánto tiempo? Usted mismo lo está comprobando. De repente un día la gente desaparece, deja de existir. Dicen que a los judíos nos llevan a campos de trabajo. Pero a los ancianos y niños ¿por qué? Tengo dos hijas y he logrado sacarlas de Alemania, es de lo único que me siento satisfecha.

—¿Sacarlas? ¿A dónde?

—Tenemos familia en Estados Unidos, un hermano mío se fue allí hace unos años. Yo… yo trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores hasta que me echaron; allí se oían muchas cosas, también hay gente buena aunque esté tan asustada como nosotros. Se lo contaré: mi jefe era un buen hombre, y un día me llamó para decirme que tenía que despedirme, que yo no era de confianza para los nuevos amos de Alemania, y me dio un consejo: «Márchate, hazlo antes de que sea demasiado tarde, vete con tus hijas, yo te ayudaré ahora que puedo». Yo no quería dejar aquí a mis padres, porque ellos se resistían a abandonar su ciudad, me decían que éramos alemanes. Pero decidí que si aquel hombre me hablaba así era por algo muy grave, de manera que me puse en contacto con mi hermano y le pregunté si podía hacerse cargo de mis hijas. Le doy gracias a Dios porque viven seguras en Nueva York.

—¿Dónde están sus padres ahora?

—Han ido a reunirse con amigos, espero que no les pase nada. Cuando sales de casa nunca sabes si vas a regresar.

No se quedó mucho tiempo más; sabía que la mujer no podía aportar ninguna luz sobre la desaparición de Yitzhak y Sara, y mucho menos de Miriam.

Vagó por la ciudad sin rumbo y entró en varias tiendas para comprar comida para llevar a Inge. Cuando ella le vio llegar cargado de paquetes le regañó.

—No debería comprar tantas cosas; se lo agradezco, pero no quiero que se sienta obligado, usted ya paga por su habitación.

—No quiero ofenderla —se excusó.

—No, no me ofende; al contrario, soy yo la que no quiero que se sienta usted comprometido a ayudarme. Yo acepto la vida como viene. En realidad, yo he elegido lo que me pasa.

Ferdinand se indignó al escucharla hablar así. No, ella no había elegido a unos nazis como familia, ni nacer en un país al borde de la locura, ni que su novio hubiera desaparecido, ni que no pudiera trabajar en otra cosa que limpiando casas. Él no había elegido lo que le estaba pasando, de ninguna manera había elegido aquella pesadilla.

Cenaron casi en silencio, Günter se había dormido hacía rato. Inge estaba cansada, y él también; le ayudó a recoger los platos y después le pidió permiso para llamar a su hijo. La conversación con David se le hacía difícil, pero no podía engañarle ni darle falsas esperanzas.

—Hijo, continúo buscándola, hago lo imposible, pero si supieras cómo está este país…

A David poco le importaba la situación de Alemania; lo único que quería era recuperar a su madre, no aceptaba que hubiese desaparecido ni que le hubiese abandonado sin más. Él sabía que por nada del mundo les dejaría.

Durmió de un tirón toda la noche, y se sorprendió cuando a la mañana siguiente le despertó Inge.

—Tengo que irme a trabajar; le he dejado café en la cocina.

—¿Qué hora es?

—Las ocho. Como no me dijo que tenía que madrugar, he pensado que le vendría bien dormir un poco más.

En cuanto oyó la puerta cerrarse saltó de la cama. No tenía nada que hacer. Ya había visitado a los amigos de Yitzhak y Sara que su suegro conocía y al funcionario de la embajada tenía que darle tiempo: no podía presentarse a requerir noticias todos los días. De repente pensó en el conde d’Amis. Le había pedido ayuda y él no se había pronunciado.

Cuando el conde se puso al teléfono le notó malhumorado y durante la conversación se mostró seco y cortante; pero después de mucho insistir aceptó darle el teléfono del barón Von Steiner para que le llamara en su nombre.

El barón se extrañó al recibir su llamada, pero aceptó recibirle esa misma tarde a las tres en su despacho.

Ferdinand regresó a la estación. Tampoco esta vez tuvo suerte, ya que no encontró al revisor del tren procedente de París. Paseó por Berlín sin rumbo fijo. Sabía que no lograría nada, pero decidió regresar a la casa de los tíos de Miriam.

Dio unas caminatas de arriba abajo por la acera, fijándose en las lunas rotas de la librería, en cuya puerta habían clavado unas maderas para impedir la entrada a los intrusos. No vio a la portera ni tampoco entrar ni salir a nadie del portal. Parecía una casa deshabitada, aunque sabía que no lo estaba. Volvió a tener la sensación de que era observado por alguien desde la segunda planta, pero no alcanzó a identificarle.

Regresó a casa de Inge justo en el momento en que ésta daba de comer a su hijo.

—¿Quiere que le prepare algo? —se ofreció ella.

—No, no se preocupe, no tengo hambre; tomaré un té y unas galletas.

—Tiene que comer, no le servirá de nada no hacerlo. Uno piensa mal con el estómago vacío.

—Ya, pero no tengo ganas, luego cenaré. A las tres voy a ver a un hombre, al barón Von Steiner.

—¿Von Steiner? ¿Le conoce?

—Le conocí hace poco más de un año, en el sur de Francia, en el castillo del conde d’Amis. Ya le he dicho que soy medievalista y doy clases en la Universidad de París.

—Es un hombre muy bien relacionado; si alguien le puede ayudar es él, debería haber empezado por ahí.

—¿Conoce a Hitler?

—Imagino que sí; tiene mucho dinero y es de los que decían que la providencia nos ha traído a Hitler para salvar a Alemania.

—¿Y cómo sabe lo que dice?

—Porque leo los periódicos y escucho la radio, supongo que como usted.

Inge terminó de dar de comer a Günter y dejó al pequeño sentado en el suelo rodeado de sus juguetes mientras ella se preparaba de nuevo para salir.

—Hoy no tengo tanto trabajo, pero ayer me quedaron cosas por planchar en casa de mi casera, así que estaré un par de horas abajo. ¿Le espero para cenar?

—Si no le importa…

—¡Pues claro que no! Aunque no seamos muy buena compañía el uno para el otro porque ambos tenemos problemas, es mejor cenar juntos que solos.

Faltaban cinco minutos para las tres cuando apretaba el timbre del despacho de Von Steiner, situado en un edificio céntrico de la ciudad.

Un hombre le abrió la puerta y le invitó a pasar a una sala de espera donde cada detalle evidenciaba no sólo buen gusto, sino la posición económica de su propietario: los cuadros, la alfombra, los sillones de cuero, la mesa de caoba…

A las tres en punto le acompañó al despacho del barón.

—¡Señor Arnaud, qué sorpresa!

—Lo sé, barón, gracias por recibirme.

—Dígame, ¿qué hace usted en Berlín? ¿Tiene algo que ver con sus investigaciones sobre fray Julián? —rió el barón celebrando su ocurrencia.

—No, barón, tiene que ver con mi esposa.

—¿Su esposa?

Ferdinand volvió a explicar lo sucedido: de tanto hacerlo ya había depurado el discurso hasta dejarlo en lo esencial.

El barón le escuchaba sin inmutarse. Cruzó las manos encima del escritorio y pareció dudar un instante antes de hablar.

—Lo que usted cuenta es muy extraño. Sinceramente, me cuesta creer que alguien pueda desaparecer así a no ser…

—A no ser…

—A no ser que esa desaparición sea voluntaria, perdone mi franqueza.

Esta vez fue Ferdinand quien dudó de la respuesta. Era la tercera vez que alguien sugería que Miriam había desaparecido voluntariamente. Primero el funcionario del Quai d’Orsay, luego el de la embajada y ahora el barón. Se sentía impotente y airado ante estas insinuaciones. Le parecía sucio tener que justificarse así ante desconocidos.

Pero una vez más lo hizo, sintiendo la impaciencia del barón que disimuladamente miró el reloj.

—… no quiero quitarle tiempo, sólo le pido ayuda; usted puede conseguir que la policía se tome en serio el caso, que investiguen, que interroguen al revisor. En cuanto a la desaparición de los tíos de Miriam, para sorpresa mía no son los únicos; al parecer los alemanes judíos desaparecen de un día a otro, y nadie sabe nada de ellos, salvo que les conducen a campos de trabajo. ¿Por qué? ¿Cómo pueden desaparecer así? ¿Qué pasa con sus negocios, con sus trabajos? Me parece terrible lo que está sucediendo aquí.

El barón dio un puñetazo sobre la mesa sin ocultar su indignación.

—¿Cómo se atreve a juzgarnos? Los judíos… aquí nadie desaparece, hay muchos delincuentes que van a campos de trabajo. Los judíos han recibido mucho de Alemania y es hora de que devuelvan algo de lo que han recibido, en estos momentos en que se necesitan manos en las fábricas para afrontar los retos fijados por el Führer. Nuestros jóvenes se preparan para ir al frente, los mejores hombres de Alemania están listos para morir por su patria, y usted se preocupa porque unos cuantos… unos cuantos judíos trabajen. ¡Es indignante!

No supo si callarse o traicionar sus convicciones. Fue un momento difícil en el que se sintió desgarrado, pero al final decidió que traicionarse a sí mismo era traicionar a Miriam y a David.

—Barón, no comparto la política de su Führer, y mucho menos la que se refiere a los judíos. Los tíos de Miriam son alemanes, los judíos que viven en Alemania son alemanes. Cada hombre debe poder rezar al Dios que quiera sin que eso tenga que ver con su patriotismo o su lugar de nacimiento. Entre las mejores cabezas de Alemania encontrará muchos judíos, no se puede escribir la historia de su país sin ellos y usted lo sabe. Pero no he venido a discutir sino a pedirle ayuda, ¿puede dármela?

El barón Von Steiner le miró fijamente y luego se levantó de su butaca.

—Dele a mi secretaria todos los datos de su esposa y sus tíos. Le llamaré. Y ahora, señor Arnaud, tengo mucho que hacer. Le recuerdo que nuestros países no están precisamente en sus mejores relaciones.

Se despidieron con una ligera y fría inclinación de cabeza. La secretaria le acompañó a la puerta tras anotar con rapidez la información que le dio el profesor.

Ferdinand miró el reloj. No había estado ni veinte minutos en aquel despacho. Respiró hondo, reconfortado por el aire frío y la lluvia que comenzaba a caer con fuerza. Ya sólo quedaba esperar a que la embajada o el barón le dieran alguna pista. La espera, por corta que fuera, se le iba a hacer eterna.

Cuando llegó a casa, Inge estaba haciendo la cena y escuchando la radio mientras Günter jugaba sentado en el suelo. Parecía contenta.

—¿Qué tal le ha ido con Von Steiner? —preguntó.

—No muy bien, pero espero que me ayude.

Y le contó lo sucedido; también su sentimiento de vergüenza por tener que defender su matrimonio ante desconocidos. Luego le pidió permiso para llamar a David. Habló con su hijo, al que notó aún más angustiado. La madre de Miriam se puso a continuación para decirle que David apenas comía, que había días en que se negaba a ir al liceo y que casi no dormía. Pidió volver a hablar con su hijo para intentar convencerle de que fuera fuerte.

—Tienes que serlo, por ti, por ella y también por mí. Tu madre no flaquearía, esté donde esté, de manera que nosotros tampoco podemos hacerlo.

—Pero ¿dónde está? ¿Dónde crees tú que está? —gritó David.

La conversación con su hijo le deprimió aún más. Se sentía inútil, perdido, sin saber el rumbo que debía tomar. Inge le observaba en silencio mientras ponía la mesa. Se fue a su habitación, necesitaba estar solo.

Una hora más tarde Inge llamó suavemente a la puerta del dormitorio.

—Günter se ha quedado dormido, ¿quiere que cenemos? Ya sé que no hay nada que celebrar, pero he preparado una strudel con las manzanas que compró. Espero que le guste; no es que sea muy buena cocinera, pero hacer tartas me encanta.

Estaban cenando en silencio cuando el timbre les sobresaltó. Inge se levantó y fue a abrir la puerta. La escuchó hablar con un hombre, luego entró con él en la sala.

El joven era alto y llevaba uniforme militar. Llevaba a Inge cogida de la mano, a ella se la veía tranquila a su lado.

—Ferdinand, le presento a mi hermano Gustav; acaba de llegar de permiso. Es el único de la familia con quien me trato. De vez en cuando me da la sorpresa de visitarme.

Se estrecharon la mano y el joven se sentó con ellos a compartir la cena. Inge le explicó quién era su huésped y por qué estaba allí; Gustav escuchaba y hacía preguntas; interesado por cuanto Ferdinand le relataba.

—Siento lo que le está pasando, aunque no me extraña. En Alemania están ocurriendo tantas cosas…

Gustav dio noticias a su hermana del resto de la familia. Su madre cada día se mostraba más fanática: adoraba a Hitler y había colocado su foto en una hornacina como si de un santo se tratara. Su padre se quejaba de las muchas horas de trabajo por la necesidad de limpiar las calles de escoria, «es decir, a judíos, comunistas, homosexuales… todo el que no es nazi».

Su hermana pequeña, Ingrid, seguía en la escuela y sus padres la estaban convirtiendo en la perfecta nazi.

Ferdinand se interesó por la opinión del hermano de Inge sobre lo que estaba ocurriendo en su país.

—Yo quería ser soldado antes de que sucediera todo esto, supongo que porque mis padres desde pequeño me decían que lo mejor era tener un puesto seguro en el Estado. No me gustaba ser policía, aborrezco lo que hace mi padre y lo de ser soldado me parecía más digno, pero ahora… sé que tendré que combatir, pero no porque tengamos ningún enemigo sino porque Hitler ha decidido «salvar» a Europa y para ellos nada mejor que quien dirija Europa sea Alemania. Soy soldado y obedezco. No hago preguntas, pero pienso, claro que pienso, y aunque no comparto las ideas de Inge no creo que deba morir por ellas, como tampoco que los judíos sean la causa de los problemas de Alemania. Pero, como le digo, yo no decido, sólo obedezco.

Cuando terminaron de cenar, Ferdinand se ofreció a recoger los platos mientras los dos hermanos hablaban. Después, les dio las buenas noches; no quería imponerles su presencia. Notaba que Inge estaba ávida de noticias de su familia. Se tumbó en la cama y se puso a leer mientras le llegaba el sueño.

Por la mañana desayunó con Inge y se ofreció a quedarse con Günter puesto que no tenía nada que hacer.

—Si quiere le puedo llevar al parque, hoy no llueve…

—¿Y si le llaman?

—Bueno, usted está limpiando en el piso de abajo, de manera que le llevaría al niño de inmediato.

Ella aceptó encantada, le dijo que así le cundiría más el trabajo y acabaría antes, lo que le vendría bien para descansar un poco. El trabajo era duro, le dolía la espalda y también las rodillas de estar tantas horas agachada fregando.

—¿Por qué no intenta acabar sus estudios? —le preguntó él.

—Yo estudiaba filología, quería ser maestra, pero es un sueño que he enterrado, ya le dije que acepto la vida tal como es. No seré maestra, seré lo que ahora soy. Al menos puedo mantener a mi hijo y salir adelante.

Ferdinand se llevó al niño a pasear. Günter era un niño apacible y a pesar de ser tan pequeño parecía saber que tenía que portarse bien y no ser un incordio para su madre cuando ésta trabajaba, ya que por eso le permitían ir con él.

Le llevó al parque y le hizo dar unos pasos agarrado de su mano. Sería una sorpresa para Inge ver esos avances ya que se quejaba de que el niño llevaba cierto retraso en aprender a caminar.