7

Inge no tardó en preparar una comida ligera: una tortilla con un poco de queso. Después le ofreció un té. Günter tomó una papilla hecha con harina a la que añadió un huevo. El niño comió sin rechistar y luego, cansado, se quedó dormido en brazos de su madre.

—Siento no tener nada mejor que darle; vivo con lo justo —se excusó.

—La tortilla estaba buena y además no tengo hambre. Pero ya que he de estar aquí, tenga —le entregó unos cuantos billetes de la cartera—. Además del alquiler del cuarto, que ya me dirá cuánto es, esto ayudará a pagar mis gastos, la comida, el teléfono… en fin… No quiero ser una carga para usted.

—Gracias —dijo ella mientras cogía el dinero—, en cuanto al alquiler… deme lo que considere; lo que decida me vendrá bien.

Acordaron una cantidad por el alquiler de la habitación durante una semana. Ferdinand creía que en ese tiempo habría podido dar con alguna pista de Miriam y de sus tíos, y con suerte regresar con ellos a Francia. Inge no quiso contradecirle. Ella estaba segura de que las cosas no serían tan fáciles.

Después de comer Ferdinand se fue a la embajada de Francia pero no encontró al funcionario amigo del cuñado de Paul Castres. Solicitaron una tarjeta con su nombre y le dijeron que regresara al día siguiente a las ocho.

Cuando salió de la embajada paró un taxi y dio una de las direcciones que le había facilitado su suegro.

El taxista le observaba a través del espejo retrovisor; Ferdinand empezó a sentirse incómodo.

—Usted es francés —adivinó el taxista.

—Sí, soy francés.

—Habla bien alemán pero el acento…

—Ya —admitió Ferdinand.

—Va usted a una zona donde viven muchos judíos —dijo el taxista, atento a su reacción.

Ferdinand decidió no responder; ¿qué podía decirle a aquel hombre que a lo mejor era un nazi?

—Aquí las cosas están mal para los judíos —insistió el taxista.

—Sí, lo sé —respondió con desgana.

—Al parecer tienen la culpa de todo —dijo el taxista en tono de broma.

—No lo sabía…

—Bien, hemos llegado, ésa es la casa que busca y ese coche negro que ve aparcado es de la policía.

Se bajó del taxi y se dirigió con paso rápido al edificio señalado. Apretó varias veces el timbre de la puerta hasta que una mujer menuda y nerviosa abrió la puerta mirándole con terror.

—Quisiera ver al profesor Bauer —dijo a modo de saludo.

—¿Quién es usted? —preguntó la mujer.

—Verá, al parecer los tíos de mi mujer, Sara y Yitzhak Levi, conocen al profesor y también a mis suegros. Ellos me han dado esta dirección. Tenga mi tarjeta, soy profesor en la Universidad de París.

La mujer le examinó con pena, dudando qué hacer, luego decidió franquearle la entrada.

—Pase.

Le acompañó hasta una sala en la que le pidió que aguardara.

El profesor Bauer no tardó mucho en hacer acto de presencia. El hombre, ya entrado en años, aún conservaba cierta prestancia física: era alto, ancho de espaldas y sus ojos, de un azul oscuro intenso, brillaban con energía.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Ferdinand Arnaud, mi esposa Miriam es sobrina de Sara y Yitzhak Levi. Han desaparecido, mi mujer vino a Berlín y… también ha desaparecido.

En los ojos del profesor Bauer se dibujó la compasión que le producía aquel hombre, que se había presentado de improviso en su casa.

Le veía desesperado, haciendo acopio de un enorme esfuerzo para no volverse loco como a tantos otros les había sucedido.

—Conozco a Sara y Yitzhak y sé a ciencia cierta que han desaparecido. De su esposa no tengo noticias. Lo siento.

La mujer entró con una bandeja y un servicio de té y lo colocó diligente encima de una mesa baja, luego salió sin decir nada.

—Mi mujer, Lea, era muy amiga de Sara. En realidad fue la primera amiga que Sara tuvo en Berlín.

—Mi suegro me lo ha contado… —murmuró Ferdinand.

—A sus suegros les conocí hace unos años, luego les vi en un par de ocasiones cuando vinieron a ver a Yitzhak y Sara.

—¿Qué les ha sucedido? —preguntó Ferdinand temiendo todas las respuestas que le pudiera dar el profesor Bauer.

—Les han hecho desaparecer. No son los primeros, tampoco serán los últimos. Un día nos sucederá a nosotros.

—Pero ¿cómo es posible?

—Somos judíos.

—Pero…

—No sabemos mucho, señor Arnaud. Sólo que a algunos judíos se los llevan a campos de trabajo. Tampoco sabemos a ciencia cierta dónde están esos campos. Nadie ha vuelto para decirlo.

—Pero ¿por qué? No puedo entenderlo.

—Ya se lo he dicho: somos judíos, sólo judíos. De repente hemos dejado de ser alemanes.

—Y eso significa…

—Que nos despojan de nuestras posesiones, que no tenemos derecho a tener nada, que malvivimos, que nos llevan a campos de trabajo para hacer funcionar las fábricas de armamento, que no podemos andar por la calle como ciudadanos normales, que hemos perdido nuestros trabajos… Yo he perdido mi cátedra, señor Arnaud. He enseñado medicina durante cuarenta años, pero como soy judío parece ser que puedo contaminar a los jóvenes alemanes. Ahora vivo recluido en casa, aunque tengo suerte: otros colegas ya han desaparecido, les han hecho desaparecer.

—¿Y usted cómo…?

—¿Cómo continúo aquí? En medio del mal también es posible encontrar el bien. No todos los alemanes son iguales, aunque la mayoría prefiere mirar hacia otro lado y no enterarse; pero hay gente buena, gente que hace lo imposible por luchar contra la injusticia aun a riesgo de su bienestar. Tengo amigos que intentan protegerme, profesores como yo, colegas, pacientes a los que salvé la vida como médico, que hacen lo imposible para que vivamos, para que no desaparezcamos como tantos otros judíos. Pero sé que no seremos una excepción, que es cuestión de tiempo que vengan a por nosotros. Un día desapareceremos, lo mismo que Yitzhak y Sara.

—¡Lo que dice es una locura! ¡No puede ser!

El profesor Bauer le miró con pena. No quería dar falsas esperanzas a aquel hombre, por grande que fuera su desesperación.

—Sabemos que los camisas pardas destrozaron la librería de Yitzhak e hicieron una hoguera con los libros. Les pegaron hasta romperles varios huesos; otro amigo nuestro, el doctor Haddas, fue a socorrerles avisado por una joven que trabajaba para ellos. Pero los camisas pardas volvieron unos días después, y Yitzhak y Sara desaparecieron, como también desapareció el doctor Haddas y su familia. ¿Cree que no hemos intentado indagar sobre su paradero? Pero es como chocar contra un muro, nadie sabe nada.

—Mi esposa llegó a Berlín hace unos días. Sé que estuvo en casa de sus tíos porque he encontrado esto —y Ferdinand le enseñó el lápiz de labios que había envuelto en su pañuelo—. Lo encontré tirado en el cuarto de baño, entre los objetos destrozados en el suelo. La portera… yo creo que la portera sabe algo, nos echó.

El profesor le pidió a Ferdinand que se calmara y le explicara con detenimiento todo lo sucedido desde su llegada. Le escuchó en silencio, sintiendo la angustia profunda que destilaba cada palabra.

—Las porteras, los vecinos… muchos son la punta de lanza de los grupos de los camisas pardas. Se apresuran a denunciar que en sus edificios viven judíos… y luego, una noche, llegan esos salvajes y destruyen todo. Puede que ella viera a su esposa, pero nadie le obligará a confesarlo; ella se siente fuerte. En Alemania tanto da un judío más que un judío menos.

—Pero puedo denunciarla.

—¿Qué va a denunciar? Dirá que encontró un lápiz de labios que pertenecía a su esposa y que sospecha que la portera la vio. Nada más. Desengáñese, nadie hará nada al respecto.

—Pero ¿quién la ha hecho desaparecer? —preguntó Ferdinand elevando la voz.

—La policía, los camisas pardas, la Gestapo… el régimen, señor Arnaud. Acuda a la policía, hágase acompañar por alguien de su embajada, ponga una denuncia, pero nadie hará nada porque no se van a investigar a ellos mismos.

—Mi esposa es francesa.

—No sé lo que ha sucedido, no lo sé, pero por lo que me ha contado no es difícil imaginar algunas de las cosas que han podido ocurrir. Acaso discutió con la portera al preguntarle por Yitzhak y Sara; acaso esa nazi la denunció y sus amigos de la policía o los camisas pardas se presentaron a detenerla. Estamos en guerra, profesor, su embajada presentará todas las requisitorias que sean necesarias, pero si a alguien se le ha ido la mano con su esposa… o alguien decidió castigarla por su actitud si se enfrentó a ellos… entonces puede haber sucedido cualquier cosa.

Ferdinand ocultó el rostro entre las manos y se puso a llorar. No soportaba escuchar aquellas palabras. Aquel hombre no le estaba dejando ni un solo resquicio a la esperanza. Se negaba a admitir que en la Alemania que él había conocido, la de la razón y la inteligencia, pasara esto. Claro, que ahora apenas reconocía el país.

—¿Me está diciendo que me rinda y regrese a Francia? —preguntó al médico, con la voz quebrada.

—Le estoy describiendo la situación, nada más. Perdóneme por hacerlo.

—¿Sara y Yitzhak podrían haberse escondido en casa de algún amigo?

Bauer dudó antes de darle una respuesta:

—Profesor Arnaud, si estuvieran escondidos lo sabríamos, nos lo habrían hecho saber, se lo aseguro.

—¿Qué puedo hacer? ¿Qué haría usted?

—Ya se lo he dicho: intentaría buscarles, pero sabiendo a qué se enfrenta.

En ese momento entró Lea, la esposa del doctor Bauer. Era una mujer menuda y nerviosa que se apretaba las manos en un gesto de impotencia.

—Profesor Arnaud, hace unos meses desaparecieron nuestro hijo y su esposa con nuestros dos nietos, el mayor de veintiún años, el pequeño de diecisiete. Hemos hecho lo imposible por saber su paradero, los amigos que tan generosamente nos ayudan lo han intentado todo pero no hemos logrado saber nada, sólo que probablemente están en un campo de trabajo, sólo eso; pero ni siquiera tenemos la certidumbre de que estén vivos. Por eso mi marido no le engaña ni le dice palabras de consuelo.

La mujer se puso a llorar secándose las lágrimas con un pañuelo.

El profesor Bauer se levantó y la abrazó.

—Vamos, querida, vamos, no llores.

—Lo siento —musitó Ferdinand—, lo siento…

—No se disculpe, entendemos su dolor porque es el nuestro, y como el de tantos otros de nuestra comunidad que un día han visto desaparecer a sus padres, sus hijos, un sobrino, un nieto. Todos los días nos llegan noticias de esas desapariciones. Su esposa es francesa, a lo mejor tiene suerte y logra… No quiero ser cruel con usted pero será difícil que se la devuelvan precisamente porque es francesa. Si la han maltratado, si la han enviado a un campo, ¿cómo admitirlo? Lo siento, señor Arnaud, siento haber sido yo el que le diga esta verdad. Mi esposa y yo sabemos lo que está sufriendo…

El profesor Bauer le entregó una lista con las direcciones de los amigos más íntimos de Sara y Yitzhak, insistiendo en que fuera prudente, puesto que era posible que la policía ya estuviera siguiéndole los pasos.

—Seguramente la portera de la casa de Yitzhak ha dado aviso a sus amigos de que usted está pidiendo información sobre su esposa y sus tíos. Tenga cuidado, por usted y por nosotros.

—Inge… bueno, ¿Yitzhak y Sara se fiaban de ella? Me ofreció alquilarme una habitación, y acepté; no sé si me he precipitado…

—Es una buena chica —aseguró Lea—, comunista como su novio, sólo que no la han cogido, o, como ella dice, su padre, pese a no hablarle, la protege y evita que la detengan.

—¿También es comunista? —preguntó Ferdinand sorprendido.

—Sí, eso me contó Sara. Ella y su novio estaban en la misma célula y él un buen día desapareció. Tenía que repartir unas octavillas en la universidad; debieron detenerle, porque nunca se ha vuelto a saber de él. Inge tuvo su hijo, y parece que se ha alejado un poco de sus antiguos compañeros, pero no lo sé bien. Creo que puede confiar en ella.

—Gracias… no sé cómo agradecerles lo que han hecho por mí.

—No hemos hecho nada, salvo desesperanzarle aún más.

—Por favor, salude a sus suegros —le pidió el profesor Bauer—, fueron unos anfitriones encantadores cuando estuvimos en París.

Al salir, Ferdinand tomó nota de que en la esquina continuaba aquel coche negro con dos individuos que se le antojaron siniestros. Decidió caminar para poner en orden sus emociones. Estaba agotado, no sólo porque aún no había descansado del viaje sino por todo lo que había vivido en las últimas horas.

Se detuvo en una tienda que estaba a punto de cerrar. Compró manzanas, café, té, harina, galletas, pasta, mantequilla y jamón, confiando, de esta manera, en contribuir a hacer su estancia menos onerosa para Inge.

Tuvo que andar más de lo previsto hasta encontrar un taxi, sintió alivio cuando se montó en uno. Conocía Berlín, pero no lo suficiente para no perderse.

Inge acababa de bañar a Günter y le estaba dando una papilla. El niño tenía sueño y se durmió apenas su madre le metió en la cama.

Ferdinand le relató su visita a la embajada y a los Bauer, además de lo que éstos le habían contado, excepto que la creían una militante comunista. Parecía ensimismada, como si estuviera en otra parte.

—¿Puedo pedirle un favor?

Ferdinand la miró sorprendido. Se puso tenso, era él quien necesitaba favores, pero le respondió afirmativamente.

—Necesito salir una hora, quizá dos… Günter es muy bueno y duerme de un tirón toda la noche, pero yo estaría más tranquila sabiendo que usted está pendiente de él. Sólo le pido que deje la puerta de su cuarto entreabierta por si se despierta y se pone a llorar.

Le dijo que podía contar con ese favor, aunque bromeó diciéndole que estaba tan cansado que lo mismo se dormía tan profundamente que no oiría nada. Ella sonrió distraída y una vez que recogió los platos de la cena se despidió.

—No volveré tarde, muchas gracias por cuidar del niño.

¿Dónde iría? Intuyó que seguramente iba a reunirse con sus camaradas comunistas.

Decidió llamar a David y hablar con él ahora que estaba solo.

Su hijo le preguntó con angustia sobre el paradero de su madre y él se las vio y deseó para no quitarle la esperanza. Luego volvió a hablar con su suegro, que le pidió que siguiera buscando a Miriam y le insistió en que no se preocupara por David, que ellos le cuidaban como si fuera una joya.

Cuando por fin se metió en la cama sintió un deseo profundo de llorar. ¿Dónde estaba Miriam? ¿La volvería a ver o habría desaparecido para siempre?

Le costó dormirse; eran las dos de la madrugada cuando miró el reloj por última vez. Inge no había regresado, ¿le habría pasado también algo a ella?

—Despierte, o llegará tarde.

En el umbral de la puerta, Inge, a pesar de estar perfectamente vestida y peinada, mostraba falta de sueño.

—Son las seis y media, voy a hacer café y a tostar pan, ¿quiere desayunar?

Ferdinand asintió, y se dirigió al baño donde después de una ducha se aplicó a afeitarse con rapidez. Veinte minutos después ambos estaban sentados a la mesa saboreando el desayuno.

—Esto es un lujo —dijo Inge—, normalmente no me puedo permitir comprar café, es demasiado caro para mí.

Después del desayuno despertó a Günter, le dio leche con galletas y le vistió con rapidez.

—Hoy tengo tres casas para limpiar, de manera que no le veré hasta la tarde, salvo que quiera venir a almorzar. A las doce vuelvo a casa para dar de comer a Günter y luego continúo trabajando…

—No, no se preocupe por mí. Tengo que ir a la embajada y quiero visitar a algunos otros amigos de Sara y Yitzhak, no tengo otras pistas.

Ella se mordió el labio. Iba a decirle algo, pero se arrepintió. Luego salió con el niño en brazos.