En Berlín no hacía frío, pero llovía y la humedad se metía entre la ropa hasta llegar a los huesos. El taxista que le conducía a casa de los tíos de Miriam era un entusiasta de Hitler, al que ponderaba como un hombre providencial para Alemania. Ferdinand callaba, no quería discutir con aquel hombre; en realidad no quería discutir con nadie sobre nada. Sólo quería encontrar a Miriam.
Cuando el coche se detuvo delante de la tienda el taxista le miró con suspicacia.
—Aquí debían de vivir judíos… —dijo mirando la casa con ojo experto.
—¿Y cómo lo sabe? —preguntó Ferdinand con irritación.
—Mire cómo está esa tienda… Seguro que ha recibido la visita de nuestros valerosos jóvenes. Nuestros hijos son lo mejor de Alemania, valientes, decididos. Ellos son la avanzadilla de nuestra revolución. Seguro que han dado una buena lección a los judíos que tenían esta tienda.
Ferdinand le pagó dominando el deseo de darle un puñetazo. Nunca había pegado a nadie; ni siquiera cuando era niño le gustaban las peleas, pero aquel hombre era capaz de sacar lo peor de él. Se quedó quieto aguardando a que el taxi se perdiera entre el tráfico berlinés antes de dirigirse a la puerta.
La librería estaba arrasada. No había nada dentro, parecía un esqueleto descarnado. No quedaba ni un solo libro y los estantes donde antes estuvieron aparecían destrozados en el suelo junto a multitud de pequeños cristales y restos de hojas rotas y pisoteadas.
Se dirigió al final de la estancia, a la puerta que daba paso a una pequeña sala de donde partían unas escaleras que comunicaba la librería con el primer piso, donde tía Sara y su esposo tenían la vivienda: un apartamento pequeño y coqueto compuesto por dos habitaciones, una sala, el despacho de tío Yitzhak, una cocina y el baño. La puerta estaba destrozada, los goznes arrancados y tanto la mesa redonda como las cuatro sillas que antaño tenía alrededor estaban partidas. Subió las escaleras sintiéndose desolado.
La vivienda estaba en el mismo estado que la librería: la cama volteada, el sofá acuchillado, platos y tazas rotos y desparramados por la cocina… Pensó que sólo unos bárbaros serían capaces de un destrozo tan gratuito.
Luego vio la foto, con el marco roto, pisoteado, junto a otros marcos y otras fotografías. Se agachó a recogerla. Allí estaba él junto a Miriam y David y sus tíos cuando cinco años atrás visitaron Berlín. Posó la mirada más tiempo en su hijo. David tenía entonces doce años y para él había sido un acontecimiento el viaje a Berlín.
—Lo han destrozado todo.
Se volvió sobresaltado y se encontró con una mujer joven, de no más de veinticinco años, de mediana estatura, cabello castaño y ojos azules. Ni guapa ni fea, era una chica de rostro anónimo, fácil de olvidar, que llevaba un niño de apenas un año entre los brazos.
—¿Quién es usted? —preguntó Ferdinand en alemán. Afortunadamente, no había perdido soltura con ese idioma.
—¿Y usted?
—Soy… soy sobrino de… bueno en realidad mi mujer es sobrina de Sara, la esposa de Yitzhak Levi.
—Me llamo Inge Schmmid, ayudaba a sus tíos.
—No lo sabía… ¿Qué hace aquí?
—Quería limpiar un poco todo esto. He venido varias veces antes, pero nunca me había decidido a hacerlo. Quizá esperaba que aparecieran en algún momento…
—¿En qué ayudaba a mis tíos?
—Llevaba apenas un año con ellos. Hacía un poco de todo: vender en la tienda, encargarme del correo, colocar y limpiar estantes… Supongo que sabrá que Sara tenía vértigo, y Yitzhak lumbago, de manera que buscaron a alguien para echarles una mano.
La miró sorprendido, ¿cómo aquella joven se había atrevido a trabajar para un matrimonio judío? Sabía que Sara y Yitzhak, como tantos otros, llevaban cosida la estrella de David en sus abrigos, que estaban señalados por ser judíos, y significarse teniendo tratos con judíos no era fácil.
—Necesitaba un trabajo donde pudiera estar con mi hijo —explicó Inge—. Soy madre soltera, mi familia no quiere saber nada de mí, el padre de mi hijo desapareció antes de que el niño naciera. Una clienta de la tienda de sus tíos que es vecina mía nos puso en contacto y ellos aceptaron que viniera con Günter. Sus tíos eran muy buenos.
—¿Eran? —preguntó Ferdinand, alarmado.
—Bueno no lo sé, son, eran… La verdad es que no sé qué habrá sido de ellos.
—Dígame qué sabe de lo sucedido.
—Yo no estaba, fue un sábado por la noche. Llegó un grupo de camisas pardas, apedrearon la luna y la destrozaron; luego entraron en la librería; empezaron a tirar estantes y a romper los libros, subieron a la vivienda. Sus tíos estaban asustados, abrazados temiendo que ése podía ser el último día de su vida. Al parecer se conformaron con apalearles, con dejarles en el suelo ensangrentados.
—¿Y nadie hizo nada? ¿Ningún vecino acudió a socorrerles?
—¿Sabe? El resto de Europa no quiere enterarse de lo que sucede en Alemania; tampoco los alemanes quieren planteárselo, de manera que Hitler tiene el campo libre para hacer lo que quiera.
—No ha respondido a mi pregunta: ¿por qué nadie hizo nada?
—Porque nadie ayudaría a unos judíos. Eso sería colocarse en una situación difícil, bajo sospecha, de manera que cuando se trata de judíos nadie oye ni ve nada.
—¿Quién dio la voz de alarma?
—Sara me contó que cuando la pesadilla terminó y los camisas pardas se fueron, se quedaron mucho rato tirados en el suelo. No podían moverse y el cable del teléfono estaba arrancado. Yo vivo a dos calles de aquí y por casualidad me encontré a la portera de esta casa el domingo por la mañana. Me contó riendo que mis jefes habían tenido «visita» y que me había quedado sin trabajo porque ya no había libros para vender. Vine corriendo con Günter en brazos y les encontré tendidos en el suelo, temblando y sufriendo por las heridas y los golpes. Me dijeron que llamara a unos amigos suyos, un matrimonio mayor, judíos; él es médico, aunque está retirado. Vinieron de inmediato junto con otros amigos. Entre todos logramos poner esto decente, aunque no nos atrevimos a hacer nada en la librería, ya que eso podría suponer que volvieran los camisas pardas. Creo que su tía se puso en contacto con su familia de Francia; hablaban de marcharse, de escapar de aquí.
Inge calló mientras buscaba un lugar donde dejar al niño. Puso una silla en pie y le sentó.
—No te muevas, Günter —le pidió mientras depositaba un sonoro beso en la mejilla del bebé—. Si quiere le ayudo a adecentar un poco esto.
—Si no le importa…
Ferdinand no tenía muy claro que sirviera de algo intentar devolver la apariencia de casa a aquel lugar destrozado, pero al menos la actividad le ayudaba a tranquilizarse mientras continuaba escuchando a Inge, que con una rapidez asombrosa levantaba muebles, sacudía colchones, barría los restos de la loza diseminados por el suelo de la cocina… Él la seguía por donde quiera que ella fuera, haciendo lo que le ordenaba.
—¿Y luego? ¿Qué ocurrió?
—Durante unos días parecía que había vuelto la normalidad, esa extraña normalidad en la que vivíamos. Yo acudía a verles todos los días. No podía hacer nada en la librería pero sí ayudarles aquí, ya que apenas podían moverse por los golpes recibidos.
»Un viernes me despedí de ellos. Me insistieron en que me tomara el sábado libre, que ellos podrían arreglarse solos. La verdad es que recibían visitas de algunos amigos. Vine el domingo para ver cómo estaban y encontré la casa como usted la ha visto. Ellos no estaban; bajé a preguntar a la portera y me dijo que no sabía nada. Le insistí para saber si había venido alguien a por ellos, si habían decidido ir a casa de algún amigo, pero me aseguró que no sabía nada. Subí a preguntar a los vecinos del segundo y tercer piso, a los del cuarto, y la respuesta fue siempre la misma: no sabían nada, no habían visto nada, no habían oído nada.
—¿Cuándo fue eso?
—A mediados de marzo.
—¿Y no se puso usted en contacto con los amigos de mis tíos?
—Su agenda había desaparecido, pero yo sabía la dirección del médico y fui a verle. También había desaparecido y su casa… bueno, su casa estaba arrasada como ésta.
—¡Pero tiene que saber de otros amigos, de otras direcciones! —gritó Ferdinand.
—No se altere; la verdad es que no sé dónde viven los amigos de sus tíos, tampoco tendría por qué saberlo. Ya le he dicho que busqué una agenda, algún cuaderno, algo donde pudieran tener apuntadas direcciones o teléfonos, pero no encontré nada; a lo mejor usted tiene más suerte.
Ferdinand temió de repente que Inge se enfadara y le dejara allí, que desapareciera el único vínculo con Sara y Yitzhak, su única pista para encontrar a Miriam.
—Lo siento, siento haber gritado… estoy… estoy mal… mi mujer vino aquí y también ha desaparecido.
—¿Su mujer? ¿Cuándo? Yo no la he visto…
—Salió el 20 de abril de París, prometió llamarnos cuando llegara pero no lo hizo. La embajada ha intentado buscarla pero no ha tenido éxito, yo… estoy desesperado. Miriam vino para llevarse a Sara y Yitzhak a París, para sacarles de esta pesadilla. Tiene razón, nadie quiere ver nada, nadie quiere ver lo que pasa aquí; nos escandalizamos cuando nos dicen que los judíos llevan la estrella de David cosida en sus abrigos, pero no hacemos nada, nos decimos que ya pasará, que esto no puede durar, que los judíos alemanes son sobre todo alemanes…
—Bueno, nunca he visto a nadie aquí hasta hoy. Preguntaremos a la portera, pero ya le digo que será inútil; es nazi, puede que fuera ella quien denunció a sus tíos, quien alertó de que se querían ir… no lo sé.
—¿Y el resto de los vecinos de esta casa?
—Gente mayor, con miedo. Nadie se atreve a mostrar compasión por los judíos, temen que les confundan, que piensen que su sangre no es pura… en fin, todas esas locuras.
—¿Y usted? ¿No teme…?
—A mí no me pasará nada. Mi padre es nazi, mi madre es nazi, mis tíos son nazis… Están bien relacionados. Yo soy la oveja negra de la familia, no me aceptan pero procuran no perjudicarme. Mi padre es policía, mi tío es policía… de manera que…
—¿Y el padre de su hijo?
—El padre de mi hijo era comunista y judío. No me abandonó, sé que no me abandonó, simplemente desapareció. A mi familia les causa horror que uno de los suyos, mi hijo, lleve sangre judía, de manera que prefieren no saber nada de mí, tenerme lejos, para que yo ami vez no les comprometa.
—¿Dónde cree que está el… el padre de su hijo?
—No lo sé. Quizá muerto, o tuvo que huir de repente… no lo sé, me puse en contacto con algunos amigos… no confían del todo en mí precisamente a causa de mi padre y de mi tío. Ya ve, soy una indeseable para todo el mundo.
Inge le había contado su historia con sencillez, sin alterarse, como si cuanto le había sucedido no fuera nada extraordinario. Se la quedó mirando con otros ojos, intentando descubrir algo detrás de su anodino aspecto de buena chica.
—¿De qué vive?
—Limpio las casas de algunos de mis vecinos. Me pagan poco, me explotan porque saben que no tengo otra opción. No tengo con quién dejar a Günter.
—¿Y su madre?
—Para mi madre soy una decepción: no soy nazi, no me he casado, he tenido un hijo, tengo tratos con comunistas y judíos… No quiere verme, tiene miedo de que la contamine.
—Lo siento —acertó a decir Ferdinand.
—Ya he hablado bastante de mí. Ahora hablemos de usted.
—Ya se lo he dicho, mi mujer vino a ver qué sucedía con sus tíos y no hemos vuelto a saber nada de ella. Tenemos un hijo, David; se puede imaginar la angustia que está pasando.
Inge entró en el pequeño cuarto de baño con la escoba en la mano para barrer los fragmentos de cristales desparramados por el suelo.
—Tendría que haber adecentado esto, pero tengo poco tiempo —se excusó.
—Déjelo, ya lo haré yo, aunque en realidad… bueno, supongo que está bien ordenarlo un poco.
Estaba terminando de barrer cuando Ferdinand se agachó hacia el recogedor donde había visto un objeto entre los cristales.
—Pero ¿qué hace? —exclamó Inge.
—Esto… esto es de Miriam —respondió él balbuceando. Inge miró lo que Ferdinand había cogido: un lápiz de labios pisoteado.
Ferdinand lo contempló acariciándolo como si de la propia Miriam se tratara. Se había quedado mudo e inerme. Aquel lápiz de labios le había producido una conmoción. Salió del baño seguido por Inge y se sentó en una silla.
—¿Está seguro de que es de su mujer? Sara también se pintaba los labios.
—Sé muy bien cómo era el lápiz de labios de Miriam. Siempre ha utilizado el mismo, desde que nos conocimos en la universidad no la he visto usar otra marca, otro color…
—Entonces su esposa ha estado aquí. Vamos a buscar si hay algo más —propuso Inge.
Durante una hora revisaron los restos de cuanto había quedado en el apartamento; cuando metieron la mano en la basura, se cortaron al rebuscar entre los vidrios rotos. Günter les observaba y de vez en cuando requería con lloros la atención de su madre. Ferdinand estuvo tentado de decirle que se fuera, que se ocupara de su hijo, pero temía quedarse solo: Inge era lo único que le vinculaba a los tíos de Miriam y a la propia Miriam, de manera que a pesar de los sollozos del niño, suplicó que le siguiera ayudando. Ella parecía leerle el pensamiento.
—Tiene suerte de que hoy sea sábado —dijo Inge—. De lo contrario, no podría estar aquí. Pero por fortuna los fines de semana nadie me pide que vaya a fregar, así que me quedaré para arreglar esto y ver si encontramos algo más.
Tres horas después, el apartamento ofrecía un aspecto más presentable, aunque el sofá seguía destripado. A la mesa del comedor le faltaban dos patas, los colchones estaban reventados y el frío se colaba por las ventanas carentes de cristales.
Ferdinand había guardado el lápiz de labios como si fuera un tesoro.
—Le propongo que venga a mi casa. Le invito a comer algo y a tomar un té antes de que vaya a su hotel. ¿Dónde se aloja?
—No lo sé —respondió Ferdinand—, no lo he pensado. Dígame uno que no esté lejos de aquí.
Inge sopesó al hombre y pareció dudar unos segundos antes de hablar.
—Si quiere le alquilo una habitación. En mi casa tengo un cuarto libre, hay baño, y… bueno, no hay lujos pero creo que puede estar cómodo y tengo teléfono. No le oculto que el dinero me vendrá bien.
Aceptó la propuesta de la joven. No se sentía capaz de estar solo. Necesitaba una presencia humana a su lado, alguien que le diera esperanzas.
—Antes de irnos, me gustaría hablar con la portera —pidió Ferdinand.
—Bajaremos a buscarla.
Iban a salir cuando se dieron de bruces con una mujer oronda, con el pelo estirado sobre la nuca y recogido en un moño. Ferdinand pensó que aquella mujer tenía la maldad aflorando en cada poro de su rostro.
—Otra vez usted aquí… —le reprochó la portera a Inge—. Ya le he dicho que no me gusta verla merodear; aquí no hay nada de usted, la policía me dijo que les avisara si venía alguien, de manera que tendré que decirles que usted tiene un interés malsano en esta casa.
—¿Avisó usted a la policía de la visita de la mujer francesa? —le preguntó Ferdinand ante el estupor de la oronda mujer, que hasta ese momento no le había prestado atención.
—¿Quién es usted? ¿Qué le importa lo que yo haga? —le gritó a Ferdinand.
—Soy un familiar de los señores Levi; y mi mujer vino aquí y…
—¡Otro judío asqueroso! —gritó ella.
Inge rogó a Ferdinand con la mirada que se callara.
—No, señora Bruning, él no es judío, es un familiar indirecto de los Levi, su esposa era la sobrina. Al parecer vino aquí a interesarse por su suerte, seguro que usted la tuvo que ver.
La portera miró con odio a Inge antes de empujarles a ambos para que se fueran.
—Aquí no ha venido nadie; afortunadamente ya no tenemos a sucios judíos contaminando esta casa. Márchense o llamo a la policía.
Ferdinand esquivó uno de los empujones de la portera y le plantó cara girándose hacia ella.
—Mi mujer ha estado aquí —afirmó—. Dígame dónde ha ido, si le dijo algo…
—¡Váyase! Aquí no ha venido nadie.
—¿Dónde están Yitzhak y Sara? —preguntó Ferdinand—. Tiene que saberlo, a usted no se le escapa nada.
—¡Y yo qué sé! Se marcharon y ya está. ¡Ojalá no regresen nunca esos sucios judíos!
—Tuvieron que despedirse, decir dónde iban… —insistió Ferdinand.
—No lo hicieron. De esa gente no se puede esperar nada, no tienen nuestros valores ni nuestra educación, se fueron sin más.
—Mi esposa le preguntó por ellos cuando estuvo aquí —afirmó Ferdinand, haciendo un esfuerzo por resultar amable.
La portera le miró con desprecio, pero Ferdinand leyó en sus ojos algo más. Interpretó que había visto a Miriam y que era dueña de un secreto que la hacía sentirse superior.
—Por favor —rogó—, dígame qué sabe, le daré todo lo que tengo.
—Márchese, no sé de qué me habla, y lo de darme… usted no puede darme nada, no quiero nada de los judíos ni de sus amigos.
Mientras Günter lloraba asustado, Inge tiró de la manga de la gabardina de Ferdinand para que la siguiera, pese a que él se resistía a marcharse.
—Señora, lo único que quiero es que me diga dónde están los tíos de mi esposa, y si la ha visto a ella… ¡por favor!
—Llamaré a la policía si no deja de molestarme.
—Puede llamar a la policía, pero no puede echarme de aquí; ésta es la casa de unos familiares y si quiero me quedaré. Usted no puede expulsarme, veremos qué dicen las autoridades. Hablaré con mi embajada.
La mujer le miró asombrada. Aquel hombre que hablaba alemán con acento francés se atrevía a plantarle cara. Dudó un segundo pero de inmediato volvió a dominar la situación.
—Muy bien, llame a su embajada o a quien quiera, ya veremos qué pasa cuando se lo cuente a la policía.
—Señora Bruning, me parece que todo esto es innecesario —terció Inge—, yo doy fe de que este hombre es familiar de los Levi, de manera que usted no puede impedir que estemos aquí.
—¡Márchense! —gritó la mujer empujándoles fuera del portal y cerrándolo de un portazo.
Cuando se encontraron en la calle Ferdinand hizo un gesto para volver atrás, pero Inge le pidió que no lo hiciera.
—Ahora estará llamando a los camisas pardas, éstos vendrán y… bueno, es mejor que no estemos aquí; ya volveremos.
—Soy ciudadano francés.
—Aquí no es nadie, ni yo, ninguno somos nada, sólo ellos. Primero le darán una paliza, luego le tirarán cerca de un estercolero; y nadie habrá visto nada ni nadie sabrá nada, dirán que se ha metido en algún lío, que es un delincuente, cualquier cosa que se les ocurra, y su embajada no hará nada. ¿No creerá que Francia declarará la guerra a Alemania por usted?
Ferdinand guardó silencio encogiéndose dentro de la gabardina. Se sentía más impotente que nunca.
—Miriam estuvo en casa de sus tíos —afirmó con apenas un hilo de voz.
—Puede ser, pero ellos ya no estaban allí.
—Si preguntó a esa mujer…
—Si lo hizo, no sabemos lo que pasó.
—Pero estoy seguro de que estuvo en la casa. Necesito hablar con los otros vecinos; alguien tiene que saber algo.
Inge se detuvo bruscamente, se situó frente a él con rostro muy serio.
—Quiero ayudarle, pero de manera inteligente. No sabe a lo que se está enfrentando.
—¿Y usted sí?
—Yo sí. Yo vivo aquí, yo he visto a miles de judíos inscribirse en un censo como judíos, prenderse una estrella amarilla en la ropa para salir a la calle; yo he visto sus comercios y sus casas destruidos como los de Yitzhak y Sara, y también he visto desaparecer a compañeros de la universidad, comunistas como el padre de mi hijo, y he podido comprobar que la gente a mi alrededor no ve nada. Se lo explico pero se niega a creerme.
—La creo, Inge —musitó Ferdinand—, pero ahora sé que Miriam ha estado aquí y tengo que hacer algo.
—Y lo hará. Pero volver ahora a la casa de Sara y Yitzhak no serviría de nada. Tengo la llave del portal; podremos regresar por la noche o en otro momento.
Inge le explicó a la portera del edificio donde vivía que Ferdinand era pariente de unos amigos, que estaba por negocios en Berlín y que ella le iba a alquilar un cuarto durante su estancia.
—¿Es también nazi? —le preguntó él mientras subían la escalera hacia el piso.
—No lo es de la forma de la señora Bruning, pero está encantada con Hitler. Dice que va a devolver la grandeza a Alemania. A su manera es amable conmigo; fue ella la que habló con algunos vecinos para decirles que yo estaba disponible como asistenta.
Entraron en el apartamento, situado en la última planta. Era una buhardilla de techos inclinados, donde apenas se podía estar de pie en algunos lugares. El vestíbulo, diminuto, daba paso a una sala y a dos puertas. Una conducía a la cocina, la otra al baño. La sala a su vez tenía otras dos puertas que daban a los dos únicos dormitorios de la casa.
—Vine aquí cuando mi novio desapareció; el alquiler no es muy alto, la dueña vive en la primera planta y alquila las buhardillas. Hay cuatro en total; al lado está el piso de esa vecina que le dije que compraba libros a sus tíos. Es maestra, soltera, sin hijos, y buena persona, que aborrece lo que está pasando en Alemania. Otra buhardilla la ocupan un músico y su esposa, un matrimonio ya mayor a los que les cuesta subir las escaleras. Él se gana la vida tocando el piano en un restaurante. Y en la cuarta buhardilla vive Hans. No sé su apellido, todos le llaman Hans; estudia medicina. Son buenos vecinos, nosotros somos los pobres del edificio. En las plantas de abajo vive gente acomodada.
Ferdinand deshizo la pequeña maleta que había llevado consigo. Un traje, un jersey, otros pantalones y unos zapatos, además de ropa interior y un par de camisas. El cuarto era pequeño, con una ventana ovalada desde la que se veía la calle. Una cama, una mesa, una mesilla y un par de sillas, además del armario, ocupaban la estancia sin dejar un hueco libre. Pero el cuarto era cómodo, alegre y limpio. Se sentía extraño por estar allí, pero seguía pensando que lo prefería a estar solo.
Telefoneó a sus suegros para explicarles lo sucedido hasta el momento y se alegró de que David no estuviera en casa. Temía el momento que tuviera que decirle que aún no sabía nada de su madre. Explicó a su suegro que se quedaría en casa de la empleada de tío Yitzhak y tía Sara porque le ayudaría a intentar encontrarlos y les dio el número de teléfono para que le llamara David cuando regresara. También les pidió direcciones y números de teléfono de amigos judíos de Yitzhak y Sara, alguien que le pudiera dar, por pequeña que fuera, una pista sobre ellos.