París, 20 de abril de 1939
—Miriam, te ruego que recapacites —suplicaba Ferdinand.
—No, está decidido, voy a por ellos, quiero saber qué les ha pasado, dónde están. No creerás que voy a permitir que sea mi padre quien lo haga. Y en la embajada dicen que si no sabemos nada de ellos es porque se habrán ido de vacaciones. ¡Cínicos! Es lo que son, unos cínicos.
David contemplaba en silencio la última pelea de sus padres, que se habían vuelto cada vez más frecuentes en los últimos tiempos. Ambos tenían los nervios a flor de piel. Su padre constataba que la universidad había dejado de ser el lugar donde tanto disfrutaba con su trabajo. Desde que regresaron del castillo d’Amis le había visto angustiado y, cuando recibía la llamada del conde o del profesor Marbung pidiéndole que hiciera alguna gestión, se irritaba con facilidad. En un par de ocasiones había regresado al castillo, sin proponerle que le acompañara. Él tampoco habría querido volver, aquella gente le parecía siniestra.
Ferdinand parecía resignarse a tratar con el conde d’Amis con tal de poder trabajar con la crónica de fray Julián. Aún no había terminado el ensayo que iba a publicar con el aval de la universidad, y desde que se había incorporado a las clases tras las vacaciones de verano, parecía desganado, no había vuelto a escribir.
Y ahora se estaba peleando con su madre, insistiéndole que no se marchara a Berlín en busca de sus tíos.
—Miriam, temo lo que pueda estar sucediendo allí —insistía—. Siempre he creído que el Pacto de Munich ha sido tiempo ganado por Hitler, por más que nuestro presidente crea a pies juntillas a ese indeseable.
—¡Voy a ir, Ferdinand! —dijo Miriam mientras cerraba de un golpe la maleta—. Escúchame bien, todos tenemos prioridades en la vida. Nos has dicho que hay algo que te repugna en el conde d’Amis, y después de lo sucedido no me extraña. Sin embargo, sigues en tratos con él. Te he suplicado que le devolvieras el maldito manuscrito y no regresaras jamás a donde a nuestro hijo le insultaron llamándole judío. Bien, yo tengo mi prioridad, y no es otra que ir a ver qué les ha sucedido a mis tíos. Nadie va a impedírmelo, Ferdinand, ni siquiera tú.
—¡Vaya, me reprochas mi trabajo! ¡No sabía que te molestaba tanto!
—¿Tu trabajo? No, Ferdinand, no te reprocho tu trabajo, te reprocho tu ceguera, que te dejes utilizar, manipular. Todo lo que me has ido contando de ese conde y sus amigos me inquieta. ¿Qué tienes que ver con un grupo de gente que busca el Grial? ¿Por qué les ayudas?
—¡Yo no les ayudo! No tengo nada que ver con esa investigación.
—¡Eso es de lo que intentas convencerte! ¡Ni tú mismo te puedes engañar tanto! ¿Sabes por qué estás irritado, por qué casi no hablas, por qué esquivas la conversación sobre la crónica de fray Julián? Yo te lo diré: porque no estás satisfecho, porque sabes que estás colaborando con algo que no te gusta, con gente oscura.
—¡Te expliqué cómo el conde azotó a su hijo por insultar al nuestro! ¿Te parece poca prueba de su actitud y convicciones? —Me parece muy inteligente ese conde.
—¡Por favor, no discutáis más! —casi suplicó David—. Mamá se va… Vamos a estar muy preocupados, y no me gustaría que se fuera triste.
Miriam abrazó a su hijo, conmovida. Le quería más que a su vida. No sólo porque era su hijo; también por su sensibilidad, por su capacidad para ponerse en la piel de los demás y sentir compasión por quienes sufren.
Desde que regresó de aquel viaje al castillo d’Amis, David les había pedido a sus abuelos que le explicaran qué tenía que hacer para ser un buen judío. Ahora iba a la sinagoga con frecuencia y acompañaba a sus abuelos a todas las celebraciones religiosas; incluso se había colgado una diminuta estrella de David en el cuello. Le habían escupido la palabra «judío» y necesitaba saber qué se escondía detrás de ese término para despertar tanto odio. Aunque se decía a sí mismo que ser judío no le hacía sentirse diferente al resto de sus amigos, le obsesionaba encontrar la diferencia.
Ferdinand se había rendido a la súplica de David y se acercó a la madre y al hijo para abrazarles a la vez.
—Lo siento, siento no ser capaz de explicar mejor mi preocupación, ¡os quiero tanto!
—Y nosotros a ti, papá. Yo tampoco quiero que mamá se vaya, pero sé que tiene que hacerlo, y prefiero que nos vea contentos.
Salieron del apartamento cogidos de la mano y hablando de naderías.
Durante el trayecto a la Gare de Lyon, Ferdinand disimulaba su angustia concentrándose en la conducción, mientras David no cesaba de parlotear con su madre.
El pitido del tren anunciando su salida les quebró el ánimo a los tres. David no pudo evitar que se le escapara una lágrima ahora que la veía partir y Ferdinand se reprochaba haber discutido con Miriam.
—¡Cuídate! ¡Por favor, cuídate! —dijo Ferdinand.
—Mamá, vuelve pronto —suplicó, a su vez, David.
Ella, con ternura, les dijo adiós enviándoles un beso a través de la distancia que iba estableciendo el tren.
Ferdinand estaba ensimismado leyendo unos papeles cuando Martine entró como una exhalación en su despacho.
—¡No lo soporto más!
Se la quedó mirando inmóvil, incapaz de decir nada. Martine se dio cuenta de la sorpresa que se reflejaba en el rostro de su amigo.
—Perdona, pero no aguanto más a tanto fascista. Cuando he llegado a clase me he encontrado sentado a mi mesa a un chico haciendo una exaltación de las esencias de Francia y las malas influencias extranjeras. El idiota me ha dicho que era miembro de las Juventudes Patrióticas. He instado al rector a que le abriera un expediente y le expulsara de la universidad. Habrá una reunión informal del claustro, por eso he venido a buscarte. Sabía que estarías aquí encerrado, trabajando sin enterarte de nada.
Ferdinand se levantó como un autómata. Cada día se sucedían incidentes de este tipo y Martine parecía haberse convertido en la Juana de Arco contra el fascismo. La profesora estaba especialmente empeñada en no tolerar ninguna manifestación contraria a lo que ella creía que encarnaba la República.
—Siento no poder ir a esa reunión —se excusó él—. Le prometí a David que iría a buscarle al liceo.
Cuando llegó, su hijo ya se había marchado, lo que le provocó un sentimiento de angustia. Se dirigió a su casa rezando para encontrarle allí.
David escuchaba la radio en el salón sin poder disimular su sufrimiento.
—Mamá… —musitó—, no sabemos nada de mamá, y está allí… Tienes que llamar a la embajada…
Se sentó junto a su hijo y escuchó las noticias que con voz grave iba relatando el locutor.
El teléfono les sobresaltó. David acudió raudo a responder.
—Es el abuelo Jean —dijo, mientras le daba el teléfono a su padre.
—Papá… sí… lo sé, nosotros estamos bien. No, no sabemos nada de Miriam.
Ferdinand a duras penas lograba responder a su padre, preocupado por la suerte de Miriam.
—No, dile a mamá que esté tranquila, no necesitamos nada, ya os llamaré. De acuerdo, de acuerdo, iremos a cenar esta noche a vuestra casa. Sí, a las siete, no te preocupes.
Cuando colgó el teléfono se sintió inundado por un sudor frío que le corría desde la nuca por la espalda. David continuaba sentado junto a la radio como si aguardara que de un momento a otro el locutor fuera a darle noticias de su madre.
—¿Qué vamos a hacer, papá?
—No lo sé, hijo, no lo sé. Paul Castres, un compañero de la universidad, tiene un cuñado que trabaja en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Puede que a través de él consigamos saber algo.
Su amigo prometió llamarle en cuanto pudiera hablar con su cuñado, aunque le pidió paciencia: «Ya sabes, en este momento incluso a mí me será difícil comunicar con él».
Pasaron el resto del día hablando por teléfono y recibiendo llamadas a su vez de familiares y amigos, esperando siempre que cuando sonara el teléfono fuera Paul Castres.
—Ella prometió llamarnos —musitaba David—, lo prometió.
Ferdinand no tenía respuestas para su hijo. Desde que se fue Miriam no les había llamado, y el teléfono de sus tíos, Yitzhak y Sara, no respondía. En realidad llevaban días preocupados por la falta de noticias.
Padre e hijo se sentían desorientados, sin saber qué hacer o a quién recurrir que pudiera aconsejarles en medio de su desesperación.
—No quiero ir a casa de los abuelos hasta que no te llame tu amigo —pidió David a su padre.
Eran cerca de las seis cuando por fin telefoneó el profesor Paul Castres.
—No puedo decirte mucho, sólo que nuestra embajada en Berlín intentará hacer alguna gestión. Mi cuñado me pide la dirección de los tíos de tu mujer y su número de teléfono; alguien de la embajada intentará ponerse en contacto con ellos, pero entiende que es un momento de gran confusión y que la posición de Francia es muy comprometida… Mi cuñado dice que Hitler engañó bien engañado al presidente Daladier en la Conferencia de Munich.
A Ferdinand le importaban poco los engaños de Hitler al presidente de Francia. En ese momento su única preocupación era la suerte de Miriam.
Cuando llegaron a casa de sus padres, se encontró también con sus suegros. Intentó animarles, y también reconfortarse a sí mismo, comunicándoles que la embajada de Francia en Berlín iba a ocuparse directamente de localizar a Miriam.
Apenas probaron bocado pese a la insistencia de su madre, empeñada en que comieran «porque en los malos momentos es cuando se necesita tener fuerzas», como si el hecho de comer un filete pudiera insuflarles la energía que necesitaban para encontrar a Miriam.
Pero era David quien parecía estar noqueado. No había palabra que sirviera para disipar su angustia. Tanto sus abuelos paternos como los maternos hicieron lo imposible por sacarle de su mutismo, pero él se mantuvo callado. Sólo deseaba estar con su padre y compartir su desesperanza.
Al día siguiente David se negó a ir al liceo, y a duras penas soportó la presencia de alguna de sus dos abuelas, que habían acordado acudir indistintamente a su casa para ocuparse de ellos.
Hacían las labores de la casa, cocinaban y, sobre todo, procuraban que no se sintieran solos, aunque ambos hubiesen preferido estarlo.
Paul Castres animaba a su colega cuando le encontraba por los pasillos de la facultad; su cuñado le ayudaría, estaba seguro. Cuatro días después Paul se le acercó para decirle que su cuñado les recibiría en su despacho del Quai d’Orsay.
Ferdinand y David se presentaron a la hora prevista en la puerta del ministerio, donde les esperaba Castres para acompañarles hasta el despacho de su cuñado. Atravesaron pasillos donde funcionarios circunspectos parecían ir muy deprisa a alguna parte. Llegaron ante una puerta igual que el resto y Paul llamó con los nudillos; escucharon un «pasen» seco y cortante.
El cuñado de Paul era un hombre a punto de jubilarse, un funcionario que llevaba toda su vida en aquel edificio, que conocía mejor que su propia casa.
—Bien, señor Arnaud, la única noticia que puedo darle es que no hay noticias.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir? —preguntó preocupado Ferdinand.
—Le pedí a un amigo de la embajada que cuando tuviera un momento se acercara a casa de sus familiares. Hace tiempo que allí no vive nadie. La librería de la planta baja… Bueno, creo que ya no existe… En cuanto a la vivienda de la primera planta, lleva un tiempo desocupada, según le informaron unos vecinos. Sencillamente sus familiares se han ido, no han dejado ninguna dirección; en cuanto a su esposa… Bien, nadie la ha visto. La embajada ha realizado algunas indagaciones, discretas dada la situación, porque no estamos en armonía con las autoridades alemanas; pero siempre se tienen amigos, y el Ministerio del Interior alemán no tiene noticias de ningún accidente ni ningún suceso en el que esté implicada su esposa. Casi hubiera sido una buena noticia poder decirle que había sufrido un accidente de tráfico o que estaba hospitalizada y que por eso no tenían noticias de ella, pero desgraciadamente la realidad es que nadie ha visto a su esposa.
Ferdinand sintió como si le hubieran golpeado en la cabeza, mientras que David no fue capaz de contenerse y rompió a llorar.
Se sentían perdidos en una pesadilla en la que a Miriam se la tragaba la tierra sin que ellos pudieran hacer nada para rescatarla.
—¿Qué se puede hacer? —preguntó Paul Castres por ellos, puesto que tanto Ferdinand como su hijo parecían incapaces de reaccionar.
—Nada, no se puede hacer nada más. He pedido a la embajada que de vez en cuando y en la medida de lo posible, se acerque a casa de sus familiares para ver si regresan y que, en fin, en los contactos con las autoridades insistan sobre cualquier noticia que puedan tener respecto a su esposa.
—Iré a Berlín —afirmó Ferdinand con seguridad.
—No creo que sirva de mucho, se lo desaconsejo. Bien… Me gustaría hablar con usted un momento a solas. Paul, ¿podrías salir con el joven? No tardaremos mucho.
Cuando se quedaron solos, el funcionario miró incómodo a Ferdinand, como si no encontrara palabras para expresarse.
—Bueno… yo… verá, señor Arnaud, me gustaría que no se sintiera ofendido pero… no sé… quizá su mujer…
—No sé qué quiere decirme…
—Perdone que le haga una pregunta personal, pero ¿se llevaban ustedes bien?
Ferdinand captó lo que el cuñado de su amigo no se atrevía a decir.
—¿Me está preguntando si creo que mi mujer me ha abandonado?
—Bueno, esas cosas pasan. Si no estuviéramos en medio de una crisis bélica la situación sería menos dramática… quizá su esposa se haya… se haya ido con alguien…
—Yo mismo la acompañé al tren —respondió Ferdinand, nervioso.
—Sí, claro, usted la pudo acompañar al tren, pero eso no significa que no hubiese alguien en ese tren con el que ella hubiera decidido marcharse.
—No, señor, eso no ha sucedido. Somos una familia feliz, sin problemas, nos querernos, se lo aseguro —acertó a decir mientras, fruto de la humillación, sentía una oleada de calor.
—Bueno, era una posibilidad… no quería exponérsela delante de su hijo.
—Muy considerado por su parte —dijo Ferdinand reprimiendo la ira que le empezaba a invadir.
—No puedo decirle más. Si tuviéramos alguna noticia, no dude que nos pondríamos en comunicación con usted de inmediato. Pero le ruego que no haga tonterías. No intente ir a Berlín, no en estas circunstancias.
—¿Cuándo entraremos en guerra?
—No puedo responderle a esa pregunta, pero soy pesimista, muy pesimista. Extraoficialmente le diré que creo que Hitler intentará invadir Francia. Esta opinión no es compartida por muchos de mis colegas, tampoco por nuestro Gobierno, pero mi olfato me dice que eso es lo que sucederá. Verá, he estado destinado en Berlín hasta hace un año y nada de lo que está sucediendo me sorprende, por más que nuestro Gobierno quiera hacernos creer que no se lo esperaban.
—Tenemos la línea Maginot.
—No tenemos nada, señor Arnaud, hay que ser muy ingenuos para creer que estamos protegidos por una línea imaginaria. —Entonces…
—En mi opinión, es cuestión de tiempo que Hitler decida invadir Francia, pero le insisto en que ésa es mi opinión, no la del Quai d’Orsay. No creo que tardemos mucho en entrar en guerra con Alemania.
Con expresión grave y gesto de preocupación, el profesor Arnaud se despidió del diplomático con un fuerte apretón de manos.
Tomaron la decisión entre los dos, sin discusiones. Estaban de acuerdo en que no podían cruzarse de brazos y aceptar sin más la desaparición de Miriam.
Se lo comunicaron al resto de la familia: Ferdinand iría a Berlín e intentaría localizar a su esposa y sus tíos, Yitzhak y Sara.
Los padres de Miriam lloraron agradecidos. No podían aceptar sin más la desaparición de su hija. David se quedaría con ellos hasta el regreso de su padre; el joven hubiese preferido esperar en su casa, pero Ferdinand le aseguró que sólo sabiéndole seguro se iría tranquilo.
Pidió al profesor Castres que hablara con su cuñado del Quai d’Orsay, para ser recibido en la embajada de Berlín.
Estaba en su despacho corrigiendo unos exámenes cuando recibió la inesperada visita del conde d’Amis.
—Mi querido profesor, perdone que me haya presentado de improviso. Estoy en París por negocios, y he pensado en hacer un alto y pasar a visitarle. ¿Le molesto?
No se atrevió a decirle que efectivamente le molestaba, que estaba trabajando contra reloj y le faltaba tiempo para dejar todo listo antes de viajar a Berlín, de manera que le invitó a sentarse, haciendo patente su falta de entusiasmo.
—En realidad —continuó diciendo el conde mientras tomaba asiento—, quería anunciarle que hemos recibido refuerzos. Un grupo de estudiantes alemanes, alumnos del profesor Marbung, se han unido a nosotros. Son muy eficientes y entusiastas, de manera que su presencia nos será de gran ayuda.
—Me alegro por usted —respondió Ferdinand con sequedad.
—Estamos estudiando las estelas discoidales…
—Son monumentos funerarios que nada tienen que ver con los cátaros. ¿Sabe, conde? Me sorprende que un hombre inteligente como usted persiga una fantasía. No hay ningún tesoro cátaro; aquel oro y plata, aquellas monedas que sacaron de Montségur sirvieron para ayudar a los Buenos Cristianos que vivían en la semiclandestinidad a causa de la Inquisición y para seguir haciendo sus obras de caridad.
—Es a mí a quien sorprende su empeño en lo contrario. Es usted el único experto en catarismo que niega que exista el tesoro, el único que rechaza la existencia del Grial, el único que asegura que esos extraños dibujos que hemos encontrado en las cuevas cercanas a Montségur son simples garabatos y no un código secreto dejado por los cátaros…
—Le aseguro que no soy el único. Puedo presentarle al menos a una docena de profesores que le dirán lo mismo que yo, pero será inútil; usted no quiere escuchar. En cualquier caso, quiero recordarle lo que le he dicho en otras ocasiones: no comparto las teorías ni de usted ni de sus amigos respecto al catarismo. Gustosamente puedo pedir que les permitan indagar en archivos históricos, pero no quiero colaborar en nada más.
—Hemos encontrado otros dibujos grabados en una cueva desconocida hasta el momento. Ha sido una casualidad, y me gustaría que fuera a Montségur a echar un vistazo. Podría venir conmigo, regreso mañana…
—Lo siento, no puedo; me marcho a Berlín —respondió Ferdinand hastiado de la insistencia del aristócrata.
—¿A Berlín? —preguntó asombrado el conde d’Amis.
—Sí, a Berlín.
—¿Asuntos académicos? —insistió el conde.
—Asuntos personales… —Ferdinand se quedó unos segundos dudando, luego pensó que aquel conde con amigos influyentes alemanes quizá podría ayudarle—. Voy a buscar a mi mujer. Ha desaparecido.
—¿Su esposa ha desaparecido? ¿Dónde? ¿En Berlín…? —El tono de voz del conde reflejaba el asombro por la confesión de Ferdinand.
—Mi esposa es judía. Fue a localizar a sus tíos, que también son judíos, de los que no teníamos noticias desde hacía tiempo. Supimos que un grupo de salvajes habían destrozado su librería, una de las más antiguas y prestigiosas de Berlín, y que ellos habían recibido una paliza brutal. Luego no supimos más. Les llamábamos pero su teléfono no respondía. Mis suegros se pusieron en contacto con amigos alemanes y nadie supo darnos razón de ellos. Habían desaparecido, de manera que Miriam tomó la decisión de ir a Berlín. No quería quedarse sin hacer nada, sufría por la suerte que pudieran haber corrido sus tíos. Se marchó el 20 de abril y desde entonces no hemos sabido nada de ella.
El conde le escuchaba en silencio mirándole fijamente, como si intentara captar un sentido oculto en sus palabras. Ferdinand esperaba que D’Amis se ofreciera a ayudarle, pero el silencio instalado entre los dos se alargaba demasiado.
—Me voy a Berlín, de manera que no puedo ocuparme de sus dibujos, y malditas las ganas que tendría de hacerlo —dijo Ferdinand sin ocultar su enojo y decepción.
—¿Qué quiere? —preguntó el conde d’Amis, con voz queda.
—Usted conoce gente importante en Alemania. Podría ayudarme.
El conde volvió a quedarse en silencio meditando la petición de Ferdinand. Luego se levantó y le tendió la mano para despedirse.
—Veré lo que puedo hacer. ¿En qué hotel de Berlín estará?
—En realidad no lo sé, iré a casa de los tíos de Miriam, y luego… no lo sé, supongo que encontraré un hotel.
—Bien, apúnteme los nombres de esas personas desaparecidas y cuando llegue a Berlín llámeme. Le diré con quién puede ponerse en contacto y si es posible hacer algo. No va usted en el mejor momento, no creo que un francés sea bien recibido.
Ferdinand escribió deprisa el nombre de Sara y Yitzhak, así como su dirección, además del nombre de Miriam. Cuando le entregó al conde la nota pudo leer en sus ojos un aire de desprecio. No se dieron la mano ni se dijeron nada más. Ferdinand se quedó en pie, mirando al aristócrata mientras salía de su despacho, sin saber si aquel hombre por el que sentía una oculta aversión era su única y última esperanza.