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Durante el viaje hacia Carcasona, padre e hijo comentaron la conversación mantenida por Ferdinand con el señor Dubois. Había resultado ser un fascista en toda regla, que calificó al profesor de poco patriota por haber mezclado su sangre francesa con la sangre impura de una judía. El profesor replicó con una sonora carcajada, lo que aumentó la ira del señor Dubois, y no pudo evitar decirle al carnicero que le encontraba cómico. Cuando colgó el teléfono sintió un regusto amargo en la boca del estómago. Sentía un desprecio infinito por Dubois pero al mismo tiempo intuía que el carnicero podía ser peligroso.

Cuando llegaron a la estación, el coche del conde les aguardaba dispuesto a trasladarles hasta el castillo.

D’Amis le había insistido en invitarle a cenar y, así, conocería a unos caballeros alemanes expertos en literatura medieval.

El mayordomo le aguardaba en la puerta del castillo. No se inmutó cuando Ferdinand le explicó que viajaba acompañado de su hijo.

—Lo siento, no he podido avisar al conde; en todo caso no creo que nos quedemos mucho tiempo.

Les acompañó a la sala donde Ferdinand había estado el primer día que visitó el castillo para valorar aquella crónica de fray Julián.

No tardó mucho en aparecer el aristócrata junto a un niño, no mayor de diez años, y su abogado, Pierre de Saint-Martin.

—Profesor, me han informado de que le acompaña su hijo, ¡ah ya veo que es todo un muchacho! En cualquier caso, mi hijo Raymond le enseñará el castillo. Desde luego serán ustedes mis invitados esta noche, supongo que habrán traído lo necesario.

—No quisiera molestar, surgió un imprevisto…

—No es ninguna molestia. Mandaré a por sus cosas al coche y más tarde les mostrarán sus habitaciones. Ahora, profesor, ardo en deseos de que hablemos sobre el resultado de su investigación.

Vio salir a David siguiendo al pequeño Raymond, un niño rubio con unos inmensos ojos verdes, igual que los del conde, y sin saber por qué sintió una oleada de inquietud. Le había sorprendido la frialdad del niño, parecía un militar en miniatura, una caricatura de alguien mayor que él.

—Bien, profesor, explíquese —le conminó el conde.

Hasta ese momento el abogado no había abierto la boca; se había limitado a saludarle con una leve inclinación de cabeza.

Durante casi una hora Ferdinand habló exhaustivamente sobre los pergaminos, el resultado de las pruebas del laboratorio, la opinión de sus colegas y, sobre todo, la oportunidad de que aquella joya medieval fuera conocida por todos, insistiendo en la posibilidad de hacer un trabajo completo si le dejaba examinar otros documentos familiares.

—Esta crónica de fray Julián puede tener alguna relación con otros escritos o documentos de su archivo familiar. Merecería la pena intentarlo —concluyó.

El conde escuchaba ansioso mientras su abogado seguía sin mover un músculo, como si nada de lo que dijera Ferdinand en realidad tuviera interés para él, y bostezando en alguna ocasión.

—Bien, una vez que usted nos confirme que son auténticos, pensaré en su petición, profesor, pero no me pida que le dé una respuesta de inmediato. Para usted esta crónica sólo tiene un valor histórico, para mí… para mí y mi familia es algo más.

Ferdinand había intentado ver en D’Amis al descendiente de aquella doña María enérgica y llena de sentido común y de aquel don Juan de Aínsa que, como buen caballero, se quedó en su casa solariega sin decir ni requerir nada. Lo comparó, también, con aquel apasionado caballero templario, Fernando, o con el propio fray Julián. Aquellos personajes se le antojaban mucho más humanos que aquel conde estirado, que más parecía el comparsa de una ópera que un noble de verdad.

—La propuesta de la universidad es generosa —insistió Ferdinand.

—Lo sé, lo sé, pero hablaremos de ella más tarde. Ahora, si me disculpa, debo atender a mis otros invitados. La cena se servirá a las siete; descanse hasta entonces. Creo que su hijo está en las cuadras. Al mío le encantan los caballos y no se resiste a llevar a nuestras visitas allí, tenemos algunos ejemplares sobresalientes.

—¿Te estás aburriendo mucho? —le preguntó Ferdinand a David mientras le hacía el nudo de la corbata para bajar a cenar.

—¡Menuda gente! Son muy estirados, incluso el niño, Raymond, es un cursi de mucho cuidado. ¿Sabes de lo que me ha hablado? De los cátaros, de la maldad de la Iglesia católica… ¡Uf!, a ese pobre niño le tienen lavado el cerebro.

—Son un poco raros —admitió Ferdinand.

—Y si no te gustan, ¿por qué estamos aquí?

—Hay veces que uno no puede decir no. Ya te he explicado que me llamó un profesor de Toulouse que había sido tutor mío, para pedirme el favor de que echara un vistazo a unos pergaminos que constituían un documento único. La verdad es que me alegro de haber tenido la oportunidad de leer la crónica de fray Julián; es un relato conmovedor.

Un sirviente les acompañó a una sala que precedía al comedor. El conde y sus invitados, incluso el pequeño Raymond, vestían esmoquin.

—Nosotros somos nosotros —susurró Ferdinand a su hijo—, nuestro mundo es el de la inteligencia.

—No te preocupes. Me sentiría ridículo en uno de esos chismes, mira al niño…

El conde le presentó a sus invitados, tres hombres y dos mujeres, además del abogado. Ferdinand se dijo que aquel castillo no tenía dama, puesto que ninguna de las mujeres le fue presentada como la señora de la casa.

—El barón Von Steiner, su esposa, la baronesa Von Steiner, el conde y la condesa Von Trotta, y un colega suyo de la Universidad de Berlín, Henrich Marbung. Al caballero Saint-Martin ya le conoce, lo mismo que a mi hijo Raymond…

Mientras tomaban una copa de champán la conversación fue intrascendente. Hasta el primer plato Ferdinand no se dio cuenta de que estaba compartiendo cena con un grupo de fascistas refinados.

—Alemania entera está entusiasmada con Rahn —afirmó el profesor de la Universidad de Berlín— y no es para menos. Rahn ha sido capaz de ver donde otros no ven nada, sólo piedras o palabras.

—¿Se refiere a Otto Rahn, el autor de Cruzada contra el Grial? —preguntó Ferdinand.

—Al mismo. Un hombre ilustre al que tengo el honor de conocer. Estoy aquí con el encargo de encontrar…

—¿El Grial? —preguntó Ferdinand divertido.

—¿Le sorprende, profesor?

—Me sorprende que un profesor de la Universidad de Berlín venga a buscar algo que no existe. El Grial es un mito, un invento muy oportuno como recurso literario.

—¿Niega usted su existencia? —quiso saber el conde Von Trotta.

—Naturalmente. No niego que el libro de Rahn tenga imaginación, ya que ha sido capaz de elaborar unas teorías sugestivas, pero carece de valor histórico, lo que no es de extrañar habida cuenta que ese señor no es historiador, sino escritor, de manera que ha dejado suelta su imaginación de manera brillante.

—Pero ¡cómo se atreve…! —exclamó sin ocultar su ira el profesor Marbung—. Debe usted saber que Rahn ha bebido de las mejores fuentes, conoce esta tierra mejor que usted y todas sus teorías están fundadas en hechos; ninguna de sus afirmaciones es gratuita.

—Siento contradecirle, pero no es así. Sé que sus libros se han convertido en grandes éxitos y que mucha gente cree a pies juntillas sus especulaciones, pero el Languedoc que describe no es real y sus imaginativas hipótesis no están asentadas científicamente en nada que las sostenga —insistió Ferdinand.

—Es usted muy contundente en sus juicios —afirmó el barón Von Steiner.

—Soy contundente a la hora de hablar de lo que sé y me niego a que se reescriba la historia por mucho que ésta pueda salir embellecida del intento. En cuanto al propósito de Otto Rahn, tal y como él confiesa, de encontrar un hilo conductor entre Montségur y el Montsalvat, el castillo de su Wolfram von Eschenbach, el autor de Parsifal, es un ejercicio tan bello como inútil. Siento no poder complacerles con otra opinión.

—Si he acudido al profesor Arnaud para que certificara la autenticidad de la crónica de fray Julián, es precisamente porque cuenta con el respeto de la sociedad académica —afirmó el conde d’Amis—. El profesor jamás daría su nihil obstat a nada de lo que no estuviera realmente seguro. De manera que para mí tiene un valor incalculable su reconocimiento de los pergaminos familiares.

—Quizá fuera posible intentar convencer al profesor de que colabore con nosotros —sugirió la baronesa Von Steiner.

—¿Colaborar? No creo que el profesor sea uno de los nuestros —dijo el abogado Saint-Martin—, yo creo que más bien sería un obstáculo…

—No les entiendo, caballeros… —dijo Ferdinand.

—Señor, formamos parte de una… de una sociedad cultural; queremos buscar la verdad sobre el misterio cátaro y a ser posible encontrar el Grial, por más que usted no crea en su existencia. Pero si la suya es una opinión docta, otros académicos mantienen tesis contrarias y…

—Ningún académico serio cree en el Grial —cortó Ferdinand interrumpiendo el parlamento del conde Von Steiner.

—Usted sólo cree lo que ve —sentenció el conde.

—Yo soy un profesor, mis armas son la ciencia y la razón.

—¿Cree usted en Dios, profesor? —le preguntó la condesa Von Trotta.

—Es una pregunta que me hicieron hace unos días y que considero del todo impertinente. Lo que yo crea o deje de creer pertenece a mi ámbito privado y nada tiene que ver con mi actividad científica.

—No abrumemos al profesor —terció el conde—, bonita manera de convencerle para nuestra causa… Brindemos porque éste sea el comienzo de una fructífera amistad y colaboración. A todos nos interesa la verdad, sólo buscamos la verdad. Profesor Arnaud, ¿se uniría usted al equipo que estoy formando para buscar las verdades del catarismo?

—Perdóneme, conde, pero no hay ninguna verdad que buscar sobre los cátaros porque ya tenemos certezas. Ya le dije que me repelían esas interpretaciones irreales sobre los cátaros. Son un ejercicio absurdo del que yo no participaré jamás.

—Le estoy pidiendo que dirija nuestro equipo… Buscaremos donde usted nos diga que debemos buscar —insistió el conde.

—El caso es que no hay nada que buscar. Podemos encontrar algún acta perdida de la Inquisición o un documento precioso como el que su familia ha conservado, pero nada más. El Grial no existe.

—¿Usted afirma que no existe el cáliz sagrado? —preguntó el abogado Saint-Martin.

—Sinceramente, sí. ¿De verdad usted piensa que aquella copa que Jesús llenó de vino para compartir con sus discípulos se conserva dos mil años después? ¿Cree que alguno de sus discípulos la escondió entre los pliegues del manto pensando en la posteridad?

—¡Usted no cree en nada! —exclamó la baronesa Von Steiner—. Es evidente que el Grial no es una copa, es… algo más, algo que puede curar, que dará un poder sin limites al que lo posea.

—Señora, yo no confundo fe con superstición.

—Y el tesoro de los cátaros, ¿qué cree que era? —preguntó el abogado Saint-Martin.

—Oro, plata, monedas, algunos objetos de valor… Donaciones de damas y caballeros a la Iglesia de los Buenos Cristianos, pero nada más. No busquen ningún talismán, no existe.

—Aun así, nos gustaría contar con usted —insistió el conde.

—Lo siento, pero no estoy disponible.

Se hizo un incómodo silencio. David miró a su padre con admiración. Nunca le había visto desplegar su autoridad académica con tanta firmeza. Estaba conmovido por su valentía al no dejarse amilanar en aquella tensa situación y con aquella extraña gente.

—¿Qué piensa de la situación en Alemania? —preguntó la baronesa Von Steiner para cambiar el sesgo de la conversación.

—Me preocupa y mucho. Creo que Adolf Hitler terminará siendo una pesadilla, no sólo para Alemania, sino también para el resto de Europa.

—¿No comparte el ideario de nuestra revolución? —quiso saber la baronesa.

—¿Su revolución? Me cuesta verla a usted como una revolucionaria, señora.

—¡Por favor, no sea simple! —protestó airada—. Hitler está cambiando Alemania y cambiará el mundo. Francia tendrá que aceptar la supremacía de sus ideas.

—Le aseguro, baronesa, que somos muchos los que haremos lo imposible para que las ideas de su líder no traspasen la frontera.

¡Vamos, vamos! No hablemos de política —intervino el conde d’Amis intentando apaciguar la conversación—, aquí estamos hablando de historia, y para eso es para lo que quiero contar con el profesor. Verá, señor Arnaud, el profesor Marbung, gran amigo mío, expuso a las autoridades académicas de su universidad mi propuesta de poner en marcha un grupo de trabajo que desentrañe toda la verdad sobre el país cátaro, y al parecer la idea les ha entusiasmado. Yo también soy un rendido admirador de Otto Rahn, quien naturalmente me gustaría que tuviera una participación en el proyecto…

El pequeño Raymond había permanecido en silencio, observando con fascinación a unos y a otros, cuando de repente irrumpió en la conversación con una pregunta al profesor Arnaud:

—¿Le gustan los nazis?

El conde clavó los ojos, en los que se podía leer una fría cólera, en su hijo. David creyó ver, además de inquietud, miedo en los ojos verdes que Raymond bajó avergonzado.

—No, hijo, no me gustan los nazis —respondió Ferdinand mirando al conde en vez de al niño.

—¡Qué ocurrencias tienes, Raymond! —terció el abogado.

El mayordomo entró en el comedor anunciando que el café estaba servido en el salón, lo que supuso un alivio para todos los comensales, que se habían quedado mudos.

De camino al salón Ferdinand se acercó al conde.

—Señor, creo que es mejor que mi hijo y yo nos marchemos. No quiero incomodarle más con mi presencia, ni a usted ni a sus invitados. Si su chófer nos puede acercar a Carcasona estoy seguro que encontraremos un hotel donde pasar la noche…

—¡Por favor, profesor! ¿Por quién me toma? Usted es mi invitado y tiene todo el derecho a manifestar sus opiniones. Me ofendería que se fuera. Mañana mi chófer le llevará a la estación, como tenía previsto. En cuanto al comentario de mi hijo… Espero que no se lo tome en serio, es un niño, escucha conversaciones y no entiende bien su significado. No me gustaría que se hiciera una idea equivocada de nosotros…

Ferdinand no se atrevió a decirle que se sentía incómodo, pero temió ser grosero si insistía en marcharse. Quizá había sido la declaración de la baronesa Von Steiner decantándose por Hitler.

La conversación se relajó mientras tomaban café y coñac, aunque Ferdinand no podía evitar seguir tenso.

El conde pidió a Ferdinand que explicara el alcance de los pergaminos a sus invitados.

Arnaud hizo una descripción apasionada de la Crónica de fray Julián, y habló de éste como si fuera un amigo.

—¿Y cómo conservó su familia esos pergaminos? —quiso saber la baronesa Von Steiner.

—No lo sé; imagino que fueron pasando de padres a hijos, con el encargo de mantenerlos en secreto hasta que llegara el momento —explicó el conde.

—El momento de vengar la sangre de los inocentes.

Las palabras del abogado Saint-Martin provocaron un momentáneo silencio.

David, que hasta ese momento se había mantenido callado, miró a su padre y antes de que a éste le diera tiempo de hacer un gesto indicándole que siguiera en silencio, el joven preguntó:

—¿Y cómo y quiénes van a vengar la sangre de los inocentes?

—La mejor venganza es devolverles la voz —afirmó el abogado—, revindicarles, defender el Languedoc de la ocupación francesa.

—¡Pero ustedes son franceses! —dijo David.

—Somos occitanos, franceses a la fuerza.

—Esto no era la Arcadia… —apuntó Ferdinand.

—Usted conoce la historia —le desafió Saint-Martin.

Y como la conozco, sé que la vida en la Edad Media no era envidiable, ni siquiera aquí. El país cátaro no existe. Es el resultado de la imaginación de algunos escritores y aficionados del siglo XIX que han sublimado la cultura de los trovadores, dando de ese período de la historia una visión empalagosamente romántica. Es curioso. Los pobres cátaros sirven para todo: para los anticlericales, para los esotéricos, para los nacionalistas, para los liberales… Todos les reinterpretan y creen ver en ellos las señas de identidad de sus propias convicciones. No he visto un período de la historia más tergiversado y malinterpretado que éste.

—Usted no es occitano —recalcó el abogado.

—Bueno, a lo mejor un poquito sí lo soy. Mi padre es de Perpiñán y mi madre de Toulouse, de manera que algo tengo que ver con esta tierra, aunque, si quieren que les diga la verdad, me da lo mismo de dónde soy o de dónde son los otros. Me importa dónde estoy bien y con quién estoy, me importa la dignidad humana, la justicia y la paz. De dónde es uno es algo que no se elige.

—¿Niega usted las raíces? —preguntó el conde Von Trotta.

—No tengo necesidad de reafirmarme en ellas. Lo que importa es lo que somos capaces de llegar a ser como personas, no dónde hemos nacido. Nacer en un lugar puede determinar el mundo de las emociones íntimas, los sabores, olores, la música, el paisaje… pero ni quiero ni permito que nada de esto me determine como persona.

—¿Es usted comunista? —le preguntó el profesor Marbung.

Ferdinand dudó en responder a esa pregunta formulada con tono impertinente, pero pensó que si no lo hacía se sentiría un cobarde que ocultaba sus ideas.

—Soy un demócrata. No milito en ningún partido.

—¡Ah! —exclamó el profesor Marbung—. Realmente, conde d’Amis, sería difícil que el profesor Arnaud y yo pudiéramos colaborar.

El conde clavó su mirada verde y fría en el profesor antes de responderle.

—Señores, yo busco su competencia profesional.

El abogado Saint-Martin iba a intervenir pero pareció arrepentirse. No comprendía al conde ni su empeño por contar con Arnaud.

—Conde… —quiso protestar el profesor Marbung.

—No discutamos, caballeros. Quiero contar con ambos para este proyecto. Piensen ustedes lo que quieran, pero pongan su talento y su saber al servicio de la historia.

—Creo, señor, que no me ha entendido —dijo Ferdinand en tono cortante—; no tengo la más mínima intención de trabajar en ningún proyecto que tenga que ver con… con fantasías. Además, no estoy disponible. Mi trabajo en la Universidad de París me ocupa todo el tiempo. Si usted me lo permite, me gustaría trabajar en la Crónica de fray Julián, darla a conocer, escribir sobre ella, publicarla… pero no quiero tener nada que ver con ningún otro proyecto.

—Hablaremos, profesor Arnaud… hablaremos… —asintió el conde.