2

Ferdinand Arnaud pasó el fin de semana buscando en sus libros algo que le pudiera dar alguna pista sobre el extraordinario documento del conde d’Amis.

No encontró nada, salvo lo que ya sabía: las actas de los interrogatorios de los pobres diablos de Montségur se debían al celo de fray Ferrer. Ahora Ferdinand sabía algo más: que uno de los notarios, uno de los escribanos, había sido un fraile atormentado que repartía su fidelidad entre el Dios católico y el Dios de los cátaros.

No le costaba imaginarse a fray Julián. Le suponía inteligente ya que había sido capaz de sobrevivir navegando entre dos orillas peligrosas, e incluso creía saber de él que tenía algo del caballero que no pudo ser por razón de nacimiento. Pero si fray Julián le parecía un personaje apasionante, lleno de contradicciones y matices, doña María se le antojaba una mujer espléndida. Dura, correosa y de armas tomar.

Pensó que le hubiera gustado conocer a ambos.

Lo que ya no tenía tan claro era lo que el conde d’Amis quería hacer con los pergaminos, aunque intuía que podía estar mezclado con alguna de esas sociedades secretas que clamaban por el resurgir de un país cátaro inexistente.

El lunes a las tres en punto un ujier le anunció la visita del conde d’Amis. Le había pedido a Martine que estuviera unos minutos con él en el despacho para presentarle al conde.

Su primera sorpresa fue verle llegar con su abogado, el señor Saint-Martin. Los dos hombres saludaron con sequedad a Martine, y ésta, incómoda, se marchó de inmediato del despacho.

—La profesora Dupont es una de las mejores medievalistas de Francia —dijo Ferdinand con voz seca.

—Si hubiéramos querido tratar con ella no estaríamos aquí —respondió con acritud el abogado.

Ferdinand les invitó a sentarse y a continuación les explicó los trámites que seguiría para autentificar los pergaminos, además de asegurarles que en el rectorado les darían un recibo acreditativo de la entrega de los documentos con el compromiso de la universidad de que éstos serían tratados con absoluta confidencialidad y sin que sufrieran daño alguno.

El abogado Saint-Martin estudió los papeles y los términos del acuerdo, antes de indicar al conde d’Amis que todo estaba en orden.

—Ahora, señor conde, quisiera saber qué quiere hacer usted con estos pergaminos. Son una joya y merecen ser conocidos. Es el mejor relato de lo que sucedió en Montségur. En distintos archivos están los testimonios recogidos por la Inquisición, pero el relato de un acontecimiento vivido a caballo entre ambas partes tiene un valor extraordinario. No le oculto que me gustaría publicar un trabajo sobre estos pergaminos. La universidad correría con los gastos de su publicación. Si usted aceptara, tendría que pedirle que me dejara consultar otros documentos familiares…

Los dos hombres se miraron mientras escuchaban al profesor Arnaud. Luego, como si lo hubiesen ensayado de antemano, el conde tomó la palabra.

—Mi querido profesor, vayamos por partes. Para mí lo más urgente es que usted me asegure su autenticidad; después ya hablaremos de lo que se puede hacer en el futuro.

Ferdinand no insistió. Se daba cuenta de que los dos hombres tenían un plan del que no pensaban moverse ni un milímetro. Tendría que esperar mejor ocasión.

—De acuerdo. Se hará como dicen. Ya hablaremos más adelante.

—¿Cuándo tendrá una respuesta? —preguntó el conde.

—Llámeme en tres o cuatro días…

—¿No puede ser más preciso? —quiso saber el abogado.

—Le aseguro que tengo el máximo interés en estos pergaminos, pero las autentificaciones llevan un proceso que ni puedo, ni quiero, ni debo saltarme.

—Para la Iglesia será un golpe fatal —sentenció el conde d’Amis.

—¿Para la Iglesia? ¿Por qué? Estos documentos tienen un valor histórico, pero no cambian los hechos.

—Pero uno de los suyos les traicionó —insistió el conde.

—Uno de los suyos se vio envuelto en un conflicto tremendamente humano, nada más; tampoco eso cambia la historia. Le aseguro que a la Iglesia estos documentos no le van a afectar.

—¿Es usted católico? —le preguntó directamente el abogado Saint-Martin.

—Ésa es una pregunta personal que no tengo por qué responder, señor. Pero sí le diré que soy historiador y que si he conseguido el respeto de mis colegas es por mi trabajo, en el que nunca intervienen mis convicciones personales sean éstas las que sean. Yo investigo el pasado, no lo reescribo de acuerdo con lo que yo pienso. Pero sí le digo que si tiene usted algún contencioso con la Iglesia, busque otra cosa como arma. Estos pergaminos le resultarán indiferentes. Tienen un valor histórico, no político. No cambian la historia ni una coma.

—Esperaremos su llamada —dijo el conde al tiempo que se levantaba.

Ferdinand acompañó al conde y su abogado a hacer los trámites para quedarse con la custodia temporal de los documentos. Luego se despidió de ellos en la puerta de la universidad.

Cuando se quedó solo, Ferdinand pensó que aquellos tipos eran muy extraños. Su pretensión de causar un conflicto a la Iglesia por esos pergaminos era de una ingenuidad rayana en la estupidez.

Fue a buscar a Martine, que se hallaba en la sala de profesores, y nada más entrar Ferdinand percibió la tensión. Martine discutía acaloradamente con otros dos profesores.

—¿Ha estallado la guerra? —preguntó Ferdinand para intentar rebajar la tensión ambiental.

—No te hagas el gracioso, la situación no está para bromas —respondió el profesor Cernay, un cincuentón, como Ferdinand.

—Pero ¿qué os pasa?

—Me niego a creer que ese loco de Hitler vaya a contagiar a Francia con sus ideas xenófobas —respondió Martine.

—Y yo le digo que no sea ingenua —añadió el profesor Cernay.

—Martine se empeña en idealizar los valores republicanos. Le resulta imposible admitir que la nación que hizo la Revolución sea capaz de dejarse llevar por los más bajos instintos, como si la Revolución no hubiera dejado también sueltos esos bajos instintos —terció el profesor Jean Thierry.

—Es la distancia la que embellece las cosas y las despeja del horror del momento, de la miseria de la cotidianidad —insistió Cernay.

—Hoy he expulsado de clase a un alumno —explicó Martine—: estamos en una parte de la asignatura que suele gustar a los alumnos, ya sabes, el siglo XIII y la situación en el Languedoc, los herejes… En fin, después de la explicación he abierto un turno para que los alumnos plantearan dudas y preguntas, y un imbécil me ha salido con que estamos en el umbral de una época nueva donde Occitania volverá a recuperar la independencia perdida. Luego ha hecho un canto al «hombre nuevo» que aflorará en esa sociedad ideal, un «hombre puro», de «raza pura», y a partir de ahí se ha puesto a divagar sobre los males que aquejan a la Europa actual, señalando a los judíos como el cáncer que carcome a los países y que hay que erradicar.

—Has hecho bien expulsándole de clase —afirmó Ferdinand.

—Sí, y de lo que discutimos es que yo mantengo que ese chico es sólo un idiota solitario, alguien que lee seudoliteratura barata sobre los cátaros. Hace un año se publicó en Alemania La corte de Lucifer: un viaje a los buenos espíritus de Europa, que ha tenido cierto éxito en el continente. Es de ese tal Otto Rahn, autor de Cruzada contra el Grial: la tragedia del catarismo, un libro execrable, donde se inventa una raza nueva. Los cátaros son seres superiores, paganos, un grupo de esotéricos que guardan el Grial.

—Conozco esos libros, y tienes razón, son seudoliteratura —aceptó Ferdinand.

—Nuestra colega no quiere reconocer que las ideas esotéricas son peligrosas —terció el profesor Cernay—. No sólo dan lugar a la seudoliteratura. Hay quienes juegan con ellas con tal habilidad que las convierten en banderín de enganche para ideas racistas, y ese estudiante del que nos ha hablado es un claro ejemplo, pero, desgraciadamente, no un ejemplo aislado.

—Yo tengo varios alumnos racistas —apuntó el profesor Thierry—. En mi clase ya ha habido varios choques dialécticos y alguna situación casi violenta. Entre mis alumnos hay judíos que no están dispuestos a ser tratados como una raza inferior y, obviamente, se defienden de los ataques, hasta ahora verbales, de algunos de sus compañeros.

—¡Dios, cuánta falta de cerebro precisamente aquí, en la universidad! —se lamentó Cernay.

—Yo propongo una reunión del claustro para que tratemos de este tema —expuso Thierry—, pero Martine cree que estamos creando un problema por la actitud de sólo cuatro o cinco idiotas. Dice que si nos ponemos solemnes algunos alumnos seguirían a los idiotas por aquello de llevar la contraria a los mayores.

Ferdinand encendió un cigarrillo y se quedó pensativo. No tenía una respuesta al problema del que trataban sus colegas. Por una parte creía que era mejor atajar cuanto antes esas actitudes xenófobas que se empezaban a dar en la universidad, pero por otra… a lo mejor Martine tenía razón y lo único que lograban era que los chicos, por rebeldía, asumieran como moda lo que era una ideología harto peligrosa. Dudó unos segundos, aunque luego su mente lógica se impuso.

—Martine, creo que nuestros colegas tienen razón. Deberíamos hacer algo; esta universidad no puede quedarse paralizada ante el peligro de la xenofobia. Debemos hacer las cosas con inteligencia, esto es, cortando de raíz cualquier manifestación repugnante como tú has hecho hoy.

—Lo malo es que tenemos un par de colegas que ven con cierta simpatía algunas de esas ideas… —protestó Martine.

—Es que no son medievalistas —rió Ferdinand—, así que podemos convocar unas cuantas clases gratuitas para nuestros colegas explicándoles cómo se vivía en la Edad Media.

Pasaron un buen rato discutiendo. A ellos se unieron otros profesores que coincidieron en el diagnóstico: en la universidad comenzaban a manifestarse, abiertamente, algunos extremismos que hablaban de construir una gran Europa con una raza superior tal y como proponía Hitler en Alemania. Sin embargo llegaron a la conclusión de que en Francia, salvo entre algunos grupos minoritarios, estas ideas peligrosas no encontrarían eco.

El informe del grupo de expertos de la universidad fue concluyente. Los pergaminos eran auténticos, de mediados del siglo XIII. Para Ferdinand Arnaud no fue ninguna sorpresa, pero incluso así se sintió satisfecho. La crónica de aquel fray Julián le había conmovido más de lo que le hubiera gustado admitir, y ansiaba poder escribir un ensayo académico, pero no las tenía todas consigo. El estrafalario conde y su extraño abogado parecían empeñados en dar a aquel documento otro valor distinto al histórico y académico.

El conde d’Amis le había pedido que viajara hasta el castillo para decidir el futuro de los pergaminos. Ferdinand tenía pocas esperanzas de convencerlo para que le permitiera trabajar con la crónica de fray Julián, pero pensó que aunque fuera en terreno enemigo merecía la pena intentarlo.

—¿Puedo ir contigo? —le preguntó su hijo David, un joven de diecisiete años, buen estudiante y tan tranquilo como su madre.

—Me gustaría, pero no sé cómo nos recibiría el conde; es un tipo muy raro —se excusó Ferdinand.

—Ves poco a tu hijo —protestó Miriam, la mujer del medievalista—; yo ya me he acostumbrado a que vayas y vengas, pero David te echa en falta.

Ferdinand sabía que su esposa tenía razón, pero no quería hacer aún más difíciles las relaciones con el conde y no se atrevía a presentarse con David en el castillo. De repente, mirándola, sintió una punzada de inquietud al recordar la conversación mantenida dos días antes con sus colegas sobre la política antisemita del gobierno alemán, que parecía encontrar comprensión en algunos sectores de la sociedad francesa.

Miriam era judía. Lo mismo que él era un católico agnóstico, ella era una judía agnóstica. Ninguno de los dos era practicante, ni ella iba a la sinagoga ni él a la iglesia. No tenían una actitud beligerante contra la religión pero tampoco formaba parte de sus vidas, ni de la de su hijo. Cuando David nació, los padres de Miriam pidieron encarecidamente que le hicieran la circuncisión y así se instalara en el mundo como judío. Él aceptó; sus padres, agnósticos como él, dijeron que les daba lo mismo. «No se puede imponer una religión —había dicho su padre—. Cuando sea mayor, David decidirá en qué quiere creer, si quiere creer en algo». Sus padres consideraban en su fuero íntimo que la religión, amén de dividir a los hombres, era una fuente de superstición. De manera que David formalmente era judío, aunque de todas formas ya lo era para la comunidad hebrea, puesto que de acuerdo con la tradición, la condición de judío la transmite la madre.

Los abuelos maternos se encargaron de que David cumpliera con algunos de los ritos religiosos, pero lo habían hecho con delicadeza, sin mostrarse exigentes. Así que a los trece años hizo el Bar Mitzvá, la comunión judía, su entrada en el mundo de los adultos.

David no parecía rechazar aquellas visitas periódicas a la sinagoga, porque le gustaba complacer a sus abuelos maternos y éstos se sentían especialmente satisfechos con ello. Miriam era su única hija y David su único nieto.

A Miriam le inquietaban distintos interrogantes: ser judío ¿podría llegar a ser un problema como ya lo era en Alemania? ¿Vería a su hijo discriminado por serlo? Y ella, ¿sufriría algún tipo de discriminación por pertenecer a un pueblo cuya religión le resultaba indiferente?

Ferdinand, ensimismado en sus pensamientos, no la estaba escuchando; de repente se sorprendió al oír sus últimas palabras.

—… y entonces David le dio un puñetazo, pero…

—¿Cómo dices?

—Pero ¿no me has escuchado? Te estoy diciendo que a tu hijo le han insultado y le han llamado «judío de mierda», que aguantó un buen rato hasta que al final se volvió y le dio un puñetazo…

—Pero ¿a quién? —preguntó con el tono de voz alterado mientras buscaba la mirada de David, que en ese momento le observaba expectante.

—¡Ferdinand, tu problema es que no me escuchas! ¡Por eso no te enteras de lo que te estoy contando!

Bajó la cabeza en señal de asentimiento. Era verdad, no le había prestado atención. Miriam estaba irritada y preocupada, más de lo que él había sido capaz de percibir.

—Empieza de nuevo, lo siento.

—No te habíamos dicho nada para no inquietarte, pero desde hace un tiempo el hijo del señor Dubois, el carnicero, se mete con David, le llama «perro judío» y se lamenta de que en Francia no haya un Hitler. Hasta ahora David ha evitado el enfrentamiento con él, pero ayer el chico le estaba esperando en la puerta del liceo con sus amigos. Empezaron a zarandearle, y lo peor es que nadie salió en su defensa; incluso sus amigos desaparecieron dejándole solo. Nuestro hijo no pudo soportar la humillación y le dio un puñetazo al sinvergüenza de Dubois, y su padre se presentó aquí, a primera hora, para hablar contigo…

Ferdinand miró horrorizado a Miriam y a David. ¿Cómo podía haber sucedido eso y él no se había enterado? ¿Qué estaba pasando? ¿Tendrían razón sus colegas, y él, al igual que Martine, se negaba a ver la gravedad de lo que estaba pasando?

Se acercó a su hijo y le abrazó intentando transmitirle su protección y apoyo, pero David se puso tenso. No rechazó el abrazo, pero tampoco se sentía cómodo.

—Lo siento, hijo, hablaré con el padre de ese energúmeno y te prometo que no se volverá a repetir.

—¿Estás seguro? —preguntó David en tono desafiante—. ¿Quién te dice que su padre te hará caso? A lo mejor no sabes lo que piensa ese señor Dubois sobre nosotros. El otro día acompañé a mamá a la compra y cuando salimos de la carnicería escuchamos el comentario: «No quiero a esos judíos ni como carne picada».

Ferdinand sintió como si le hubieran golpeado en el estómago. Miriam le miraba preocupada. Sabía que ella era valiente, incapaz de rendirse ante comentarios groseros o racistas, pero su hijo… ¿Tenía David la fortaleza de su madre, incluso la de él mismo? El chico estaba herido en lo más hondo y él no se había enterado de lo que sucedía, ni siquiera en su propia casa.

—Seré yo el que vaya a pedir explicaciones al padre de ese energúmeno. Le denunciaré si es necesario.

David soltó una carcajada amarga que desconcertó a sus padres.

—¿Le vas a denunciar? ¿Ante quién? ¿Es que no te enteras de lo que pasa? Tú… a ti te gusta la política.

—Así es, pero no milito en ningún partido, me avengo bastante mal con la disciplina —intentó justificarse con una medio broma.

—Pero lees los periódicos, ¿o tampoco lo haces? —El tono de David era inquisitorial.

—Ferdinand, estoy preocupada —intervino Miriam—; hace dos días mi madre vino llorando. Ha recibido una carta de la tía Sara, que le han traído unos amigos que han huido de Alemania. Asaltaron su establecimiento, y cuentan que a mis tíos hace unas semanas también les destrozaron la librería. Un grupo de camisas pardas se presentó por la noche, rompieron los escaparates, sacaron los libros a la calle e hicieron una fogata con ellos. A mis tíos les dieron una paliza. El tío Yitzhak tiene un brazo roto y apenas puede mover el cuello, a mi tía le llenaron el cuerpo de cardenales de tantas patadas que recibió. Están aterrados, no saben qué hacer. Mi padre quiere que se vengan de inmediato, pero ellos dudan, toda su vida está en Alemania, la tía es francesa pero el tío Yitzhak es alemán, más alemán que nadie, y no concibe lo que está pasando.

La descripción de su mujer le había helado el alma. Sara, la dulce Sara, hermana del padre de Miriam, una mujer alegre, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Era bibliotecaria, lo mismo que el padre de Miriam. Conoció a Yitzhak en un viaje que realizó a Alemania. Entró en su librería, comenzaron a conversar y se quedó para siempre en Berlín. Se había adaptado bien a su nueva patria, y ahora unos desalmados le pegaban, pero ¿por qué? Se estremeció de horror sólo de pensarlo.

—Deben venir cuanto antes —dijo con preocupación Ferdinand—, les ayudaremos cuanto podamos. Diles que pueden contar con nosotros.

—Ya lo saben, pero soy yo la que se va a Alemania.

—¿Tú? ¡Estás loca! ¿A qué quieres ir?

—Quiero ver lo que pasa, ayudarles a tomar la decisión. Están aterrados, no son capaces de pensar lo que les conviene. Temen que toda su vida se les esfume. Ya han perdido la librería, ahora temen perder su casa. Ferdinand, hace tiempo que mis tíos no pueden salir a la calle sin llevar cosida a sus abrigos una estrella de David que les señala como judíos.

—Una costumbre medieval… —inició Ferdinand.

—Sí, una costumbre medieval que nunca ha sido desechada —afirmó Miriam con tristeza—, los judíos son los culpables, el «otro», alguien a quien poder reprochar lo que a uno le va mal. Y además matamos a Cristo. Le clavamos en la cruz y…

—¡Calla, por Dios! ¡Pero qué cosas dices, precisamente tú!

—¿Sabes, Ferdinand? Empiezo a sentirme judía.

La afirmación de Miriam le descolocó. De repente su mujer le miraba con un destello de ira como si él tuviera algo que ver con lo que estaba pasando en Alemania o con los simpatizantes de Hitler en Francia.

No supo qué responder a su mujer; se sentía abrumado por lo que le contaba. Sabía muy bien lo que estaba ocurriendo en Alemania, le habían informado de ello colegas que habían viajado a aquel país, incluso un año atrás habían llevado a cabo una colecta en la universidad para ayudar a un par de profesores judíos que se vieron obligados a escapar de aquel clima de horror y de odio. Sí, no podía decir que lo que le relataba Miriam fuera nuevo para él. Por más que el Gobierno del Frente Popular había insistido en que algo así a ellos, los franceses, no les podía pasar. Así como su padre le había anunciado que en España la República iba a perder la guerra, podía ocurrir que el nazismo ganara la batalla en Francia.

Su padre decía que él era catalán de Perpiñán. Tenían familia al otro lado de la frontera, en España: republicanos y socialistas como su padre, y las noticias que enviaban eran cada vez más alarmantes: tíos muertos en el frente, primos desaparecidos en el fragor de alguna batalla… El fascismo parecía estar venciendo en todas partes.

El mundo que conocía se estaba derrumbando a su alrededor mientras él continuaba explicando a los jóvenes las claves para entender la Edad Media. Sabía que las Ligas Fascistas francesas operaban en la clandestinidad, y que en los últimos tiempos habían perdido el miedo a asomar la cabeza. Tal vez el señor Dubois y su hijo pertenecieran a alguna de esas Ligas.

Decidió acceder al ruego de David y llevarle al castillo del conde d’Amis. No sabía cómo se lo tomaría el conde, pero tanto le daba. David le requería, necesitaba certidumbres, sentirse protegido por su padre. Había aplazado la conversación con Miriam para cuando regresara. La idea de su mujer de ir a Alemania era una locura que no estaba dispuesto a permitir.