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—¡Fray Julián, fray Julián! —gritó fray Pèire entrando como una exhalación en la tienda.

—¿Qué sucede, hermano? —preguntó Julián que en ese momento se preparaba para acudir al lugar de los interrogatorios.

—¡Fray Ferrer ha ordenado detener a vuestro amigo el cabrero!

Julián volvió a sentir las náuseas que le acechaban siempre que tenía miedo, pero se sobrepuso y, sin saber de dónde, sacó valor y se acercó con paso raudo hasta donde fray Ferrer estaba.

El cabrero tenía las manos atadas a la espalda y había sido azotado convenientemente.

—¿Qué sucede? ¿Qué mal ha hecho este hombre?

Fray Ferrer le miró incrédulo. Tenía a Julián por un cobarde incapaz de interesarse por nadie que no fuera él mismo.

—¿Conocéis a este hombre? —le preguntó con desconfianza fray Ferrer.

—Sí, le conozco y el senescal también. En realidad le conocemos todos en este campamento, ya que durante nueve meses nos ha surtido de leche y buen queso.

—Entonces ha engañado a todos —aseveró fray Ferrer.

—¿Engañado? ¿En qué?

—Es un credente, un hereje.

—¡Imposible! —afirmó Julián mirando angustiado al cabrero.

—Una de las campesinas le ha señalado. Asegura que entraba y salía de Montségur llevando mensajes y que espiaba este campamento.

—¿Y vos la habéis creído?

—¿Qué más pruebas necesitáis para condenarle por traición?

—¿Pruebas? Precisamente eso es lo que no tenemos. Una mujer le acusa y, ¿qué ha presentado ella, además de su testimonio?

—Con eso es suficiente —insistió fray Ferrer.

—Es una prueba endeble. Todo el mundo puede decir cualquier cosa de uno por despecho, por contentaros a vos o por salvar su pellejo.

—¿Defendéis a este hombre? ¿Por qué?

El acerado tono de voz de fray Ferrer hizo temblar a Julián. Podía ver en sus ojos al sádico que llevaba dentro.

—Es muy fácil saber si este hombre es un hereje —dijo Julián al tiempo que se desprendía del cuello la cruz que llevaba colgando.

Miró a los ojos al cabrero suplicándole con la mirada que hiciera lo que le iba a pedir. Se acercó con paso decidido y le tendió la cruz.

—Besadla, buen hombre, despejad las dudas de mi hermano.

El cabrero apenas titubeó. Agarró con fuerza la cruz y, mirando primero a Julián y después a fray Ferrer, la besó repetidas veces, después se santiguó y cayó de rodillas con ella entre las manos, llorando y musitando una oración.

—Ya habéis visto. ¿Qué otra prueba necesitáis? Este hombre es un buen cristiano —dijo recalcando las últimas palabras.

Fray Ferrer estaba rojo de ira. Deseaba con todas sus fuerzas golpear al entrometido fraile que hasta ese momento le había parecido un infeliz. ¿De dónde había sacado las agallas para defender al cabrero?

—Dejadle marchar, es inocente —suplicó Julián—. Nadie creerá en la justicia de la Iglesia si no somos capaces de separar la cáscara del trigo.

Un grupo de soldados se había arremolinado junto a ellos. Contemplaban la escena con expectación, hartos muchos de ellos de ver morir a familiares y amigos por indicación de aquel fraile que no conocía la compasión.

Fray Ferrer se dio media vuelta sin decir palabra. Tenía la furia dibujada en el rostro y Julián se preguntó qué sería capaz de hacer.

—Marchaos —le ordenó al cabrero—. Ahora mismo, sin perder tiempo, no cojáis nada. ¡Fuera!

El hombre se levantó y con lágrimas en los ojos abandonó el campamento mirando hacia atrás, temeroso de que fray Ferrer mandara detenerle.

Julián se sentía exhausto, pero por primera vez en mucho tiempo, en paz consigo mismo. Pensó en Armand de la Tour, el físico templario cuya única receta para curar sus males había sido que siempre actuara de acuerdo con su conciencia.

—Algún día —musitó—, algún día, alguien vengará tanta sangre inocente.