Corba de Lantar ayudaba a vestirse a doña María. La esposa del señor de Montségur, Raimon de Perelha, no había dudado ante el requerimiento de su amiga: doña María necesitaba ropa de dama, de la que carecía puesto que era una perfecta y su traje habitual era una saya pardusca y un manto negro. Pero de esa guisa no podía presentarse en el castillo de Agen y enfrentarse al maestre de la encomienda donde estaba preso Fernando.
Raimon de Perelha había intentado hacer desistir a doña María de su aventura, pero todos sus argumentos habían chocado contra la tozudez de la dama. Tampoco Pèire Rotger de Mirapoix había tenido más suerte en el intento.
—A lo mejor no os volvemos a ver —comentó Corba mientras ayudaba a colocarse la toca a su amiga.
—Volveré, correré la misma suerte que cuantos estáis aquí, pero he de intentar salvar a mi hijo.
—Lo sé y os comprendo, pero no deberíais sentiros culpable por la suerte de Fernando.
—¿Sabéis, Corba? Con este hijo nunca he hecho las cosas como debiera. Siempre he sabido que si ingresó en el Temple fue más por rebeldía que por vocación. Creo que lo hizo para castigarme. No puedo dejarle abandonado a la suerte de esos monjes soldados que tan extraños me resultan.
—Puede que el maestre no os reciba.
—Me recibirá, no tendrá más remedio que hacerlo.
Doña María había rechazado prendas costosas, y se envolvía en un vestido de color azul oscuro acompañado de un manto del mismo color ribeteado con una piel de conejo. Se había recogido el cabello e intentado dar color a sus mejillas.
No le fue fácil dejar el castillo sin que los cruzados la vieran. Ese mes de febrero, los hombres del senescal podían observar desde sus puestos los demacrados rostros de los defensores.
De nuevo Pèire Rotger de Mirapoix tuvo que buscar la complicidad de los soldados cruzados de su región, a los que regaló dos bolsas de monedas para que tuvieran a sus compañeros ocupados mientras doña María se deslizaba entre las sombras de la noche.
La dama cabalgó escoltada por un paje hasta el castillo de Agen. No aceptó ningún descanso. Quería salvar a su hijo, pero también regresar cuanto antes a Montségur para correr la misma suerte de sus hermanos. El obispo Bertran Martí la había bendecido encomendándola a Dios.
Dibujándose en la línea del horizonte, el castillo de Agen resultaba imponente. Doña María indicó al paje que se detuviera para refrescarse y peinarse, además de poder acomodar sus vestimentas y presentarse como la dama que era al maestre templario.
Su llegada al castillo provocó estupor. Se anunció con altivez: «Soy doña María, señora De Aínsa».
Un sirviente le pidió que aguardara en una estancia donde tan sólo había un banco de piedra donde sentarse. Pero estaba demasiado tensa para descansar, de manera que cruzó la estancia varias veces a la espera de que apareciera el maestre.
Cuando el sirviente entró leyó en su rostro que le traía malas noticias.
—No os puede recibir; lo siento, señora.
—¿No me quiere recibir el señor Yves de Avenaret?
—No puede hacerlo, señora.
—Bien, pues decidle que aquí me quedaré hasta que pueda. Traedme agua y algo de comer. No tengo prisa.
El sirviente miró asustado a la dama. Se sentía indefenso ante la actitud enérgica de doña María.
—¡Pero aquí no podéis quedaros! Éste es un castillo del Temple, no está permitida la presencia de damas.
—Lo sé, y es mi deseo irme cuanto antes, pero no lo haré hasta que el señor De Avenaret me reciba.
—¡Señora, no insistáis! —suplicó el sirviente.
—No lo hago. Simplemente quiero que comuniquéis al maestre que le esperaré aquí, que no me iré hasta hablar con él de algo que concierne al Temple, al rey Luis y al Papa, además de a los dos.
El sirviente salió despavorido ante la mención de la gente de relieve que había nombrado la dama.
Tardó en regresar largo rato y encontró a doña María igual que la había dejado, cruzando a zancadas la estancia.
—El maestre os recibirá.
Doña María no respondió y le siguió con paso presto a través de las heladas estancias del castillo, donde se cruzó con algún caballero que la observaba de reojo con curiosidad.
Yves de Avenaret era un hombre entrado en la ancianidad. Extremadamente delgado, sus ojos hundidos reflejaban un espíritu ascético.
Permanecía de pie, rígido, junto a una butaca de respaldo alto. La estancia estaba desnuda salvo por la butaca, una mesa con varios rollos de pergamino y recado de escribir. Una chimenea de piedra empotrada en la pared caldeaba la estancia.
El templario le clavó su mirada gris sin que doña María bajara los ojos. Si aquel hombre creía poder intimidarla se había equivocado de adversario.
—Decid lo que tengáis que decir, señora —le pidió con voz autoritaria el maestre sin invitarla a sentarse.
—Seré breve; soy tan celosa de mi tiempo como vos del vuestro. Habéis encarcelado a mi hijo Fernando de Aínsa. Vos sabéis que no ha cometido ningún delito, salvo el de cumplir con la última voluntad de su madre, que pronto será enviada a la hoguera.
El maestre no pudo evitar asombrarse al escuchar a doña María hablar con tamaña crudeza sobre su propio destino.
—Mal nacido sería Fernando si negara un favor a su madre en vísperas de su muerte. Mi hijo quería salvar la vida de la más pequeña de sus hermanas y accedí, aunque le obligué a escoltarla junto a dos perfectos, dos diáconos de nuestra Iglesia, hasta un lugar seguro. Sí, le presioné: la vida de su hermana a cambio de garantizar la fuga de dos hombres buenos con nuestros bienes más preciados, que permitirán seguir difundiendo la Palabra de Dios. Ése es su pecado. Vos le habéis castigado con extrema dureza, habéis sido inmisericorde con un joven que no podía desobedecer a su madre. Sé que le tenéis en las mazmorras de este castillo junto a otros cuatro templarios que se vieron envueltos sin pretenderlo en estos hechos. Sé que se opusieron con vehemencia, pero que optaron por no dejar solo a Fernando, temerosos de que le detuvieran los cruzados, lo que podría haber provocado un gran escándalo. No hace falta tener mucha imaginación para saber que si hubieran encontrado a Fernando, el Temple se habría visto comprometido en la fuga de dos hombres importantes de la Iglesia de los Buenos Cristianos. Nadie habría creído que un templario actuaba sin el consentimiento de su maestre. Sus compañeros obraron con prudencia intentando que a la situación creada no se añadieran más dificultades, por lo que siguieron a cierta distancia a Fernando sin intervenir en lo que éste hacía, que no era otra cosa que poner a su hermana y a los diáconos en lugar seguro. Ahora quiero de vos que hagáis justicia.
Yves de Avenaret miraba iracundo a aquella mujer intrépida que le hablaba con tanta serenidad y altanería como si fuera un jefe en la batalla que no admite réplica.
Se sentía irritado consigo mismo por haberla recibido, pero al mismo tiempo viéndola comprendía que doña María era capaz de conseguir cualquier cosa que se propusiera, y temía lo que podía llegar a hacer si no le satisfacían sus demandas.
—¿Justicia pedís, señora? ¿Qué sabéis vos de justicia? ¿Cómo os atrevéis a presentaron aquí amenazando…?
—¿Amenazando? ¿Os he amenazado? Decidme en cuál de mis palabras habéis encontrado un atisbo de amenaza. No, señor De Avenaret, aún no os he amenazado.
El templario se removió nervioso deseando acabar cuanto antes la conversación con aquella mujer, de la que intuía que podía ser una fuente de problemas.
—Vuestro hijo ha violado sus juramentos. Cuando se entra en el Temple uno se despide de su familia para siempre. Ha desobedecido y nos ha puesto en peligro; ha de pagar por ello.
—Extrañas normas las de unos monjes que dicen servir a Dios y piden a los hombres que olviden a quienes quieren, a la madre que les trajo al mundo, a los hermanos… ¿cómo serán capaces de hacer algo por los demás si dan la espalda a los suyos? No se puede borrar la mente de los hombres, eliminarles el pasado, por más que hayan asumido un compromiso nuevo. Mi hijo tuvo que obedecerme, no tenía otra alternativa, reaccionó como un hermano, no como un monje.
—Es extraño escucharos hablar así a vos, que sois una hereje y dejasteis a vuestro esposo e hijos.
Doña María sintió la estocada en el corazón, pero no se arredró y decidió seguir luchando.
—No sois mi juez; vuestro Dios tampoco lo será, de manera que no perdamos el tiempo hablando sobre mí. Vengo a deciros que si no liberáis a mi hijo y a sus compañeros, el rey Luis y el Papa sabrán que unos caballeros templarios de esta encomienda ayudaron a escapar a dos diáconos de Montségur que llevaban consigo un importante y enorme tesoro. Sabrán también que después de hacerlo, habéis hecho desaparecer a dichos caballeros para que nadie supiera de su hazaña, ¿acaso porque el Temple se ha convertido en guardián del tesoro de los Buenos Cristianos?
—¿Cómo os atrevéis a decir semejantes cosas? ¡Vos sabéis que nada tenemos que ver!
—Se abrirá un proceso en el que tendréis que demostrar vuestra inocencia al Temple, al Papa y al Rey. Los hombres nunca creen lo evidente, de manera que nadie aceptará que Fernando obedecía a su pobre madre perfecta para salvar a su hermana. No os descubro que el Temple tiene muchos enemigos, algunos muy poderosos; esto les servirá para entretenerse. ¿Dónde está nuestro tesoro? Yo juraré que lo tenéis vos.
—¡Hereje! —gritó el maestre.
—¿Hereje? Yo creía que lo erais vos. Quiero que mi hijo salga de inmediato de esa mazmorra donde le habéis encerrado, y también quiero que le enviéis a Tierra Santa, lejos de aquí, de vos, de mí. Lo mismo pido para los otros caballeros. Juraréis sobre vuestra Biblia que jamás diréis lo que ha pasado, ni les perseguiréis. Si no cumplís vuestra palabra daréis cuentas a Dios, que no será magnánimo con vos, hijo del Diablo.
Yves de Avenaret temblaba furioso. Si doña María hubiese sido un hombre la habría atravesado con su espada, pero aquella mujer era el peor de los enemigos, dura, implacable, irreductible. Si no accedía, el Temple se vería envuelto en un escándalo, y él mismo terminaría en una mazmorra juzgado por traición, pero la sangre se le inflamaba al pensar en aceptar el chantaje de aquella dama.
Doña María guardó silencio. Se sentía extenuada; aún no sabía si había ganado la partida o no, pero era tanta su determinación que había decidido hundir a aquel templario en el fango de la historia si no liberaba a su hijo. Ella misma acudiría a la corte de Luis, pediría ver al Rey y mandaría una misiva al Papa. Se acusaría de ser una Buena Cristiana, una hereje, dirían ellos, pero a su vez acusaría al Temple de haberles robado el tesoro guardado en Montségur. No sabía lo que podía suceder, además de ser condenada de inmediato a la hoguera, pero al menos sembraría tal confusión que el Temple no saldría indemne de su embestida.
Yves de Avenaret observó con odio profundo a aquella mujer que había provocado la única derrota de su vida.
—Vuestro hijo será liberado. Tenéis mi palabra.
—Primero juraréis ante vuestra Biblia, después le mandaréis traer ante mí, le proporcionaréis a él y sus compañeros comida, agua, caballos y salvoconductos, y después saldré con ellos de este castillo para siempre. ¡Ah!, y como no me fío de vos, como podéis tener la tentación de querer arrebatarme la vida antes de que sea devorada por las llamas, sabed que otros Buenos Cristianos están dispuestos a cumplir con lo que os he anunciado si a mí o a mi hijo nos pasara algo.
—Sois una hereje y como tal no comprendéis el valor de la palabra de un caballero.
—Soy María de Aínsa, estoy desposada con el más bueno y valeroso de los caballeros, y os aseguro que en nada se parece a vos.
Volvieron a medirse cruzando las miradas. La de Yves de Avenaret, cargada de ira; la de María de Aínsa, de resolución.
La dama se acercó a la mesa y señaló la Biblia que se encontraba abierta.
Jurad, señor, jurad.
Yves de Avenaret lo hizo. Juró con rabia y con firmeza cuanto aquella mujer le pedía. Juró por Dios y por su honor. Luego salió de la estancia dejando a doña María aguardando impaciente.
Tardó más de una hora en regresar y lo hizo con Fernando apoyado en un sirviente, ya que apenas podía sostenerse en pie, y tapándose los ojos doloridos por la luz que inundaba la estancia. Se le transparentaban los huesos, tenía el cabello desgreñado y un olor fétido se desprendía de la ropa mugrienta que le cubría.
—¡Madre, habéis venido!
Doña María se acercó a su hijo sin poder evitar las lágrimas al verlo en semejante estado.
—¡Así tratáis vos a vuestros hermanos! —gritó iracunda a Yves de Avenaret—. Nunca como hoy he visto tan de cerca al Diablo.
Fernando se apoyó en la pared desconcertado por la escena y temiendo que su madre enfureciera al maestre. Pero doña María había vuelto a recobrar el dominio de sí misma y se dirigió al templario con voz glacial.
—Mandad que ayuden a mi hijo a asearse, proporcionadle ropa y alimento. Lo mismo haréis con sus compañeros. Cuando estén listos que vengan aquí, a esta estancia, porque de aquí saldremos.
Cuando se hubo quedado sola no pudo resistir el cansancio que la embargaba y sin pensárselo dos veces se sentó en aquella silla alta que pertenecía al maestre. No supo si se había dormido ni cuánto tiempo había transcurrido, pero le devolvieron a la realidad los pasos sonoros de unos hombres entrando en la sala.
Fernando aún se apoyaba en uno de los sirvientes, al igual que el resto de sus compañeros que también lo hacían en otros criados del Temple.
Se les veía aseados, con ropa nueva, y el cabello húmedo, recién lavado. Doña María dudó si serían capaces de montar a caballo, pero decidió que no podía tentar más a la suerte y cuanto antes dejaran aquel castillo, más seguros se encontrarían.
—Los caballos están preparados, junto con cuatro mulas con víveres y armas. Aquí están los salvoconductos y las cartas de pago para que puedan embarcar rumbo a la Tierra de Nuestro Señor.
Doña María cogió los salvoconductos y se los guardó. Durante un segundo cruzó su mirada con la del maestre y supo que aquel hombre cumpliría su palabra por más que la odiara.
No se dijeron nada más. Doña María hizo un gesto indicando a los caballeros que se pusieran en marcha. Éstos no habían acertado a decir palabra y aún se preguntaban por lo que estaba sucediendo. Habían pasado de la oscuridad y el silencio a ser liberados, aseados y enviados, como si nada hubiera pasado, a combatir al sarraceno. Y todo ello parecía deberse a esa mujer enjuta, de ojos penetrantes y gesto firme, que tanto se parecía a Fernando.
Dejaron el castillo guiados por dos sirvientes que formaban parte de la comitiva, además de cinco escuderos, que parecían igual de extrañados que ellos mismos por la repentina misión. Pero nadie pregunta al maestre, nadie osa discutir sus órdenes; sencillamente se obedecen.
Se habían alejado un buen trecho del castillo cuando doña María mandó detenerse a la comitiva. Bajó del caballo y pidió a los caballeros templarios que descansaran mientras hablaba con su hijo. Esta vez sí iban a despedirse para siempre.
—Fernando, hijo, te ruego me perdones el sufrimiento que te he causado.
—No sois culpable, madre —acertó a decir el joven—, yo sabía que sería castigado y acepté quebrantar las reglas; vos no me obligasteis.
—¡Claro que lo hice! Y en mi conciencia tengo cada segundo de tu sufrimiento y el de tus compañeros. Perdóname, no podré morir en paz sin tu perdón.
—Madre, nada he de perdonaros. Aún no sé cómo habéis conseguido sacarnos de esa mazmorra…
—Lo he conseguido y eso basta.
—El maestre es un hombre duro pero justo.
—¿Justo? ¿Es justo castigar a un hombre sin ver la luz, encerrado entre alimañas, apenas darle media hogaza de pan para mantenerle vivo? ¿De verdad crees que merecías ese infierno? No. Ni tú ni tus compañeros merecíais ese final. Habríais muerto con vergüenza siendo inocentes. El demonio habita en los hombres que son capaces de hacer lo que te han hecho.
—¡Madre, por Dios! ¡No digáis eso!
—Temo a los hombres que no dudan.
—Vos tampoco lo hacéis.
—¡Qué sabrás tú, hijo! A veces es demasiado tarde para desandar el camino emprendido.
—¿Qué haréis, madre?
—Regreso a Montségur. Dentro de poco he de morir.
—¡Huid! No tenéis que regresar, mi padre os protegerá.
—Buscaría su desgracia si regreso. No, no puedo hacerle eso. No quiero volver, hijo, no quiero hacerlo.
—¿Cuánto resistirá Montségur?
—Poco, Matèu ha salido en dos ocasiones. La primera regresó con dos hombres como todo refuerzo, ahora estamos esperando su regreso pero no nos hacemos ilusiones. Raimundo no vendrá, nos deja a nuestra suerte; sabe que si vuelve a desafiar al Rey no habrá perdón, prefiere conservar la vida y algunas de sus tierras. Cada vez es más difícil entrar y salir de Montségur, pero aun así Matèu nos ha mandado decir que hay dos señores, Bernat d’Alio y Arnaut de So, dispuestos a pagar a un jefe de ribaldos aragonés de nombre Corbario, para que acuda con algunos de sus hombres. Pero no hemos vuelto a tener noticias.
—Madre, buscad refugio entre los Buenos Cristianos que aún debe de haber en estas tierras, pero no regreséis.
—Hijo, no te preocupes por mí. Yo ya he vivido mi vida, lo único que siento es no haber sabido darte lo que mereces.
—Me habéis salvado la vida.
—Te la debía.
—¿Sólo por eso?
—Y porque te quiero, Fernando, te quiero con toda mi alma aunque no haya sabido decírtelo. He sido muy dura con cuantos me rodeaban pero sobre todo lamento no haber sabido acercarme a ti, hijo. De eso responderé ante Dios.
Fernando cogió su mano entre las suyas y luego la abrazó. Deseaba que en ese abrazo prolongado su madre sintiera cuánto la quería.
Los caballeros se acercaron con paso torpe hasta donde se hallaban madre e hijo.
—Queremos daros las gracias —dijo Armand de la Tour, el físico templario.
—Yo os las doy a vosotros y os pido perdón por haber puesto en peligro vuestras vidas.
—Habéis sido muy valiente, señora —afirmó Arthur Bonard.
—He cumplido con mi conciencia, quiero morir en paz. Ahora marchaos. Mi hijo os explicará todo. Vuestro maestre me ha jurado que no os perseguirá y nadie sabrá lo que ha pasado. Guardad silencio también vosotros; a todos nos conviene guardar en secreto lo sucedido.
Los caballeros juraron que jamás saldría una palabra de sus bocas, y trataron, en vano, de convencerla de que no regresara a Montségur.
—Cada cual tiene que enfrentarse a su destino. Todos elegimos el nuestro, y yo he elegido hasta la forma de morir. Pero id en paz y que Dios os proteja, caballeros.
Madre e hijo se abrazaron una vez más. Por las mejillas de ambos corrían las lágrimas, pero ninguno intentaba dominarlas.
—Te quiero, Fernando. Vive, vive como el caballero que eres, como el último señor De Aínsa.
Luego, sin volver la vista atrás, doña María se enderezó en el caballo y al galope se dirigió a Montségur.