Pasó el solsticio de invierno, y con él mi decimosexto cumpleaños. El tiempo seguía siendo terriblemente helado. Yo bajé temprano a la aldea, llevaba pan de cebada que Janis y yo habíamos horneado, y una infusión de raíz de milenrama para la nieta de Tom, que ya había pasado lo peor de la fiebre. La escarcha crujía bajo mis botas. Fui de una granja a otra, y terminé mis recados mientras el sol aún subía poco a poco por detrás de la filigrana invernal de los abedules. Oí el lamento de una lechuza, en la profundidad del bosque, y otra responder. En lugar de volver directamente a casa, subí por el camino de la colina detrás de los esqueletos de los árboles, emitiendo nubes de vapor al respirar. En la cima del pequeño montículo me senté sobre una piedra plana y miré por encima de la maraña de ramas la superficie quieta del lago. Tenía una piedra en la bota. Me quité los guantes para sacármela. Sólo entonces me miré las manos y reparé en que la hinchazón había desaparecido por completo, que los dedos eran pequeños y finos como habían sido, la piel pálida y delicada. Casi como si jamás hubiera sostenido rueca y aguja, como si nunca hubiera oído hablar de la estrellada. Tenían arañazos y moratones del trabajo en la cocina y el jardín, pero eso no era nada. A lo mejor había tenido algo que ver la magia del bosque, pues en toda mi vida como curandera nunca había visto que un daño tal sanara tan rápido.
Sin pensar, me quité la cuerda del cuello y la corté limpiamente con el cuchillito afilado que llevaba en mi bolsa con los ungüentos y bálsamos. El pequeño anillo de roble se balanceó sobre mi palma, cálido y suave por estar junto a mi corazón. Me lo puse con suavidad en el tercer dedo de mi mano izquierda. Encajaba como si hubiera sido hecho a medida, como de hecho había sido.
Me asaltó el llanto, las lágrimas me corrían por las mejillas en un torrente incontrolable y no tenía a nadie sentado en silencio a mi lado para ofrecerme un pañuelo limpio cuando lo necesitaba. Nadie sentado cerca, pero no demasiado, que me dejara llorar pero que estuviera listo para ayudarme cuando yo pudiera pedirlo. Me cubrí la cara con las manos, pensando que no podría soportar aquella pena mucho más tiempo. Sólo tenía dieciséis años. ¿Iba a pasar así el resto de mi vida, medio despierta, medio viva, jamás completa del todo? ¿Qué había hecho mal para tener que soportar aquella maldición?
—Nada —dijo una voz cerca de mí. Miré entre mis dedos empapados de lágrimas. Estaba de pie junto a mí, me observaba con seriedad, su capa del azul de la medianoche era el único punto de color entre los árboles de invierno—. Lo has hecho bien, hija del bosque. Tu trabajo casi ha terminado. Has sido fuerte. Casi demasiado.
Me sorbí los mocos. Se había tomado su tiempo en volver a aparecer.
—¿Casi terminado? —tartamudeé—. Pensaba que ya estaba. Mis hermanos han regresado. Completé la tarea. ¿Qué más queda?
La Dama del Bosque sonrió.
—Eso fue todo lo que se te pidió, tú demostraste valentía y sinceridad, Sorcha. Sólo queda una cosa. Lo sabrás cuando llegue el momento.
Ya estaba empezando a desvanecerse bajo los árboles.
—¡Esperad! —la apremié, como si alguien como ella fuera a atender un ruego mortal—. ¡Por favor, esperad!
—¿Qué pasa, niña? —Arqueó las cejas como si me encontrara divertida.
—Le hicisteis daño. Nos hicisteis daño a los dos. Dijisteis… allí, en la cueva… dijisteis que había escogido bien. ¿Es eso todo lo que era, una especie de guardián al que me ligasteis durante un tiempo, para que pudiera completar mi tarea con seguridad? ¿Era ése vuestro único objetivo cuando nos acercasteis? ¿Por qué lo hechizasteis y nos heristeis a ambos en el corazón? Sabíais que tendríamos que separarnos cuando terminara la tarea.
La Dama frunció el ceño, algo confusa.
—¿De qué hechizo hablas, hija?
—El hechizo, el encantamiento con el que ligasteis a lord Hugh a mí, para que cuidara de mí, y me vigilara, incluso a costa de todo lo que amaba. Fue un maleficio cruel. Yo podría haber cuidado de mí misma, preferiría no haber… —Mis dedos daban vueltas y vueltas al anillo. Ella se rió, una risa alta y alborozada como una cascada de agua.
—No necesitaba ningún ánimo —dijo—. Créeme, no se le impuso ningún encantamiento. ¿Tan difícil te parece de entender que un hombre como él te ame, sin la ayuda de las artes mágicas? ¿Te has mirado al espejo? ¿No has visto tu fuerza de espíritu, tu lealtad y tu dulzura? No le costó ni un latido ver todas esas cosas. Si no hubieras sido tan fuerte, a lo mejor no lo habrías dejado ir. A lo mejor tu historia habría tenido un final distinto.
—Pero… —dije como una tonta—. ¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué no me lo contó?
—Lo intentó —dijo. Después sonrió y sacudió la cabeza, como divertida por la insensatez humana, y se desvaneció en la nada.
Y mientras bajaba por la colina en dirección a casa, reparé en que, ciertamente, había intentado decírmelo, y que era yo la que no había aprendido a escuchar. Había estado allí, en la gentileza de sus manos y la dulzura esquiva de su sonrisa. En su ira, aquella vez que salí por mi cuenta y topé con Richard en el bosque. En la manera en que se estremeció la noche que John murió. No quiero tu compasión, me había dicho. En el cuento que me había contado en la playa. Era la mujer de su alma y no podía concebir dejarla marchar. Pero él me había dejado ir, sin una palabra. Reparé, con un sentimiento que era como una piedra en el corazón, que lo había hecho porque creía que lo único que yo deseaba era volver a casa con mis hermanos. ¿Cómo iba él a saber que lo amaba, si ni siquiera yo lo sabía? Había intentado devolverle el anillo, y lo había herido. Así que mantuvo su promesa y me dejó marchar. Y jamás volvería. ¿Cómo iba a abandonar el bosque? Pues como la sirena, no sobreviviría demasiado tiempo fuera del refugio de mi espíritu. Rojo lo había entendido. Caminé a casa, sin ver nada, envuelta en mis pensamientos. A pesar de todo, a pesar de lo doloroso que era, sentía un tenue brillo en lo más profundo de mi interior. Saber que me había amado, al menos por un tiempo, hacía el dolor más fácil de soportar.
Esa misma noche, cuando nos reunimos al amor de la lumbre en la cocina, para cenar, me puse el vestido azul. Lo había lavado con cuidado y la mancha del corpiño y la manga apenas se veía en el tejido descolorido. Dicho tratamiento había convertido el vestido en suave y cómodo, pero no me lo había puesto nunca antes, pues retenía recuerdos alegres y tristes al mismo tiempo. Esa noche me sentí en la obligación de ponérmelo, y mi anillo de boda en el dedo era una señal de orgullo. Mis hermanos repararon en ambos, pero no hicieron ningún comentario, quizá conscientes de las recientes huellas de llanto en mi rostro.
La sopa estaba buenísima, de cebollas y cebada, y no tardamos mucho en vaciar el enorme caldero de Janis. Después nos sentamos con nuestra copa de vino entre las manos y el brillo del fuego reflejándose en nuestros rostros cansados, y Liam dijo:
—¿Quién nos va a contar un cuento en esta noche de invierno?
Pero la casa estaba en silencio y nadie parecía estar dispuesto. Aquel solsticio de invierno no habíamos puesto ramas de acebo sobre las puertas, ni festones de hierbas alrededor de las ventanas, para dar la bienvenida a los espíritus. No teníamos madera seca que desperdiciar en las hogueras y nadie tenía energía ni ganas de celebrar el paso de las estaciones. Aun así, entre nosotros había una concordia, un sentimiento de objetivo común que nos unía a todos. Yo creía que hasta mi padre lo intuía, sentado junto a Liam y mirando largo rato a su hijo mayor, líder ya de hombres. Y a Conor, cuya serena mirada estaba abstraída, como si dirigiera sus pensamientos hacia el interior. Aquel hijo era más sabio de lo que su edad sugería, pronto llegaría el momento de seguir adelante y en los ojos de mi padre se apreciaba que preveía otra pérdida. Después estaba Finbar, de pie junto a la silla de su padre, viéndolo todo, sin decir nada. Éste era el hijo que antaño tanto había enfurecido a su padre con su mirada firme y sus palabras francas, con su negativa obstinada en no plegarse a los juegos de lord Colum. Y era ese hijo, ahora, el que había sanado el espíritu herido de su padre. Y Padriac, siempre un favorito. Padriac, que ya no era ningún niño, coqueteaba con las sirvientas y sonreía a su padre, y en el rostro de Colum apareció un atisbo de sonrisa.
Nos quedamos allí sentados un rato, hablando de esto y aquello, renuentes a sustituir la comodidad de la cocina por nuestros aposentos helados. La hoguera se iba apagando y Donal echó otro de los preciosos troncos. Habían cortado y almacenado más madera, pero le costaría tiempo secarse y había muchos hogares que calentar. Los aldeanos recibieron la primera remesa, nosotros nos quedamos con el resto.
Entonces se oyeron ruidos fuera, de repente todos nos pusimos alerta. La puerta se abrió de golpe, Liam se puso en pie, agarró su espada y me colocó detrás de él. A mi otro lado, apareció Donal, daga en mano. Conor se movió para proteger a su padre. Con una corriente de aire, dos de los guardias de Liam entraron de sopetón, con un prisionero en medio, un prisionero con los ojos vendados. Tuve un recuerdo fugaz de Simon, arrastrado hasta el gran salón la noche que Liam se prometió con Eilis, un cautivo feroz y revoltoso. Este prisionero era alto y fuerte, no oponía resistencia, sino que se erguía entre sus captores como si su intención hubiera sido desde el principio que lo llevaran allí. Era un prisionero con el pelo cortado muy corto, del color de la luz de otoño reflejada sobre las hojas de los abedules, una llama encendida en la noche de invierno.
Abrí la boca y la mano de Liam salió disparada para cerrármela y hacerme guardar silencio. Donal me cogió del brazo, para detener mi avance. Así, tanto incapacitada para moverme como para hablar, sólo pude observar mientras llevaban a Rojo ante los hombres de mi familia. Los guardias lo soltaron y dieron un paso atrás. La sala quedó en silencio.
Esto, supuso la casa, prometía ser mucho más entretenido que cualquier cuento.
—Conozco a este hombre —dijo Liam frunciendo el ceño y soltándome la boca, pero con un gesto que indicaba que siguiera en silencio. Me hizo señales para que me sentara y, por el momento, lo obedecí—. Pensaba que el perímetro estaba bien guardado. ¿Cómo ha llegado tan lejos sin ser detectado?
—Extraño, mi señor —dijo uno de los hombres, que parecía tener dificultades para recobrar el aliento—. Debe ser silvicultor, pues subió la colina por el norte y bajó por los bosques de fresnos, casi hasta el cerco exterior, sin que nuestros hombres oyeran nada. No sé cómo lo ha hecho. Después salió de la nada y se dejó prender. Camina en silencio, para ser tan grande.
—No debe de estar en su sano juicio —opinó el otro guardia.
—Ya hablaré con vosotros por la mañana —gruñó Donal con tono fiero, e hizo a los dos hombres estremecerse—. No dejéis pasar a nadie, ¿me entendéis? A nadie.
—¿A qué has venido aquí, Hugh de Harrowfield? —preguntó Conor con tono severo en la lengua extranjera—. Los de tu raza están lejos de ser bienvenidos en Sieteaguas. ¿No has hecho ya suficiente daño a mi familia? Me parece increíble que se te haya ocurrido poner el pie en esta casa.
Rojo se aclaró la garganta.
—He venido para hablar con mi esposa —dijo aún con los ojos vendados—. ¿Dónde está Jenny?
Se me desbocó el corazón. Conor tradujo para los demás, con el rostro pétreo. Liam me miró y se colocó el dedo en los labios, avisándome de que me mantuviera callada. Pero tenía que decirle, iba a decirle…
Espera, Sorcha. Es su momento de hablar.
Miré a Finbar, que seguía erguido en las sombras. Jamás daba órdenes sin un buen motivo.
¿Por qué? ¿Por qué tengo que contenerme?
Si quieres oír las palabras de su corazón, espera y calla.
—¿Quién es este hombre? —exigió mi padre, y sonaba casi como había sido antaño—. ¿Qué esposa?
—Éste es el britano del que os hablamos —repuso Liam con voz helada—, en cuya casa nuestra hermana por poco muere. Nos ayudó a escapar a aquellas orillas, pero no le debemos ningún favor.
—Me sorprende que alguien así se atreva a aparecer por aquí —intervino Donal, con la mano en la daga—. ¿Qué pretende?
La venda sobre sus ojos estaba bien apretada. Rojo no podía ver nada. Su rostro lucía blanco bajo el paño negro. Había recorrido un largo camino. Parecía venir desarmado, aunque yo sospechaba que en algún lugar de su persona ocultaba un pequeño y afilado cuchillo.
—Sólo deseo ver a mi esposa —volvió a decir, con tono más bien cansado—. No quiero haceros ningún daño. ¿Está aquí?
—No tienes esposa, britano —repuso Liam, cuando se lo transmitieron—. Nuestra hermana está bien protegida y contenta entre los suyos. No hay lugar para ti en su vida. —La traducción de Conor fue cruelmente precisa.
—Pues dejad que me lo diga ella con sus propios labios —repuso Rojo con calma—. Que me lo diga ella y me marcharé. —Abrí la boca y la volví a cerrar.
Entonces habló mi padre, y nos sorprendió a todos.
—Esta noche nos ha faltado entretenimiento, y mira que estamos cansados. A lo mejor este tipo tiene una buena historia para una noche de invierno. A lo mejor puede defender su caso a través de un cuento. Dejadle hablar y callémonos nosotros para escucharlo. Conor nos transmitirá sus palabras. Me parece justo. Presiento en esto un misterio que mis ojos no ven, no quisiera precipitarme al juzgar. —Así que trajeron un taburete y Rojo se sentó, cruzó sus largas piernas y siguió con la venda sobre los ojos. No lo desataron.
Se sentó muy erguido, con la espalda recta, y la luz del hogar emitía sobre su pelo destellos dorados, rojos y cobrizos. A mí me costaba respirar. A mi alrededor, Janis y Donal y los hombres y mujeres de la casa estaban de pie o sentados con la copa en las manos y miradas expectantes. No sabía qué sentir. Temblaba de la emoción de tenerlo delante una vez más. Miré a los hombres de mi casa que, al parecer, siempre tenían que hacer de las suyas: no podían aceptar a ningún extraño sin someterlo a algún tipo de prueba. Que le pidieran luchar con espada, cuchillo o con las manos desnudas, sería un buen contrincante para cualquiera de ellos. Lo había visto con mis propios ojos. Que le pidieran reparar un muro derruido, curar a una bestia enferma o enmendar una alianza rota, pues era su hombre. Pero no era ningún buen narrador, no ante una reunión de extraños como aquella. No era ningún actor de teatro. Una vez me había contado una historia, pero era para un público formado por una sola persona y ¿acaso no me había contado su propia madre que hablaba conmigo como consigo mismo? La tarea que le impuso mi padre era la más dura que podía haber elegido. Para un hombre como él, tan reservado con sus sentimientos, que siempre mantenía un férreo control sobre sí mismo, cuyos fríos ojos y apretados labios jamás dejaban escapar nada, cuyas palabras le fallaban especialmente cuando dejaba hablar a su corazón, era un desafío muy cruel.
Puedes hacerlo —le dije en silencio—. Cuéntame a mí tu historia. Un pie delante del otro, siempre recto.
—Había una vez… había una vez un hombre —empezó vacilante— que lo tenía todo. Era de buena cuna, rico, tenía salud física y buena cabeza, y fue criado como hijo mayor y heredero de una extensa hacienda, cuyos límites eran el mar al oeste y las colinas al este, cuyos campos eran fértiles y en cuyos ríos abundaban los peces.
La voz de Conor era el contrapunto grave al traducir las palabras a nuestra lengua. Finbar estaba sentado junto a la ventana, con los ojos puestos en el vacío. Comprende, pensé. No sólo las palabras sino también el significado que hay detrás. Finbar y yo somos los únicos que lo sabemos. Pero los rasgos serios de Finbar y su mirada perdida no expresaban nada.
—Creció —prosiguió Rojo—, su padre murió y la hacienda pasó a sus manos, salvo por una pequeña parte que heredó su hermano pequeño. Su vida estaba trazada, cada detalle dispuesto. Haría un buen matrimonio, extendería sus tierras, velaría por su familia y su buena gente, proseguiría el trabajo de sus antepasados. Así es el camino de muchos hombres buenos y viven su vida de acuerdo a este patrón, satisfechos de poder transmitir a sus hijos el legado de paz y prosperidad. —Se movió un poco. Sus manos, aún atadas a la espalda, parecieron apretarse.
»Y entonces… entonces las cosas cambiaron. Cayó el mal sobre su familia, que se llevó al hermano menor lejos, a correr peligros. Con el tiempo, quedó claro que debía ir él a buscarlo, estuviera vivo o muerto. Pero amaba su hogar y sus extensiones de tierra, y creía que no había posibilidad alguna de que su hermano hubiera sobrevivido. Lo creía perdido para siempre. Así que esperó y esperó, hasta que no tuvo más remedio que salir a buscarlo y cruzar el mar, a perseguir la verdad que pudiera hallar.
Hubo una pausa. Puede que sólo yo supiera cómo solía poner en orden sus pensamientos, forzar su respiración hasta calmarla, tensar su voluntad para que su voz siguiera sonando confiada. Para los demás seguía siendo sólo un cuento, como se narran todos los cuentos, noche tras noche, relatos cómicos y extraños, relatos heroicos y que inspiran asombro: los relatos que formaban el tejido de nuestros espíritus.
—El hombre viajó lejos, y oyó y vio cosas muy extrañas en sus viajes. Aprendió que el amigo y el enemigo no son sino dos caras de una misma moneda. Que el camino que uno cree trazado desde hace mucho, constante e inmutable, recto y amplio, puede alterarse en un instante. Que puede bifurcarse, retorcerse y conducir al viajero a lugares mucho más allá de su imaginación. Que hay misterios que superan la mente de los mortales y que negar su existencia es vivir la vida en un estado de semiinconsciencia.
En ese punto vi a mi padre asentir con gravedad. Pero Liam y Conor seguían frunciendo el entrecejo y tensando las mandíbulas, y Donal ponía cara de muy pocos amigos.
—Una noche todo cambió. Él… él salvó a una joven de morir ahogada y, desde el mismo instante en que la sacó del agua, aún pequeña, medio desnutrida y medio salvaje como era, lo supo. Desde aquel momento, cada paso que diera, cada decisión que tomara, sería distinta y todo por ella. No era mucho más que una chiquilla, estaba perdida, herida y asustada. Pero era fuerte. Bueno, era la persona más fuerte que había conocido jamás. Pudo comprobarlo, en el difícil viaje de vuelta a casa, cuando se mantuvo a su lado, cuando lo curó aunque fuera su enemigo. Cuando… cuando le mostró cosas más allá de su entendimiento, que tan extrañas y maravillosas le parecieron. Sobre eso, no diré nada más, pues algunos secretos es mejor no contarlos.
Inclinó un poco la cabeza, tomó aire.
—En su casa, la muchacha era como una criatura salvaje que hubieran metido en una granja, como un polluelo de lechuza en un corral de gallinas. Con su silencio, la extraña tarea que tenía encomendada, la manera de trabajar dolorosa y en soledad bajo los ojos incomprensivos de su familia, lo llenó de una confusión que jamás había conocido. Poco podía hacer salvo protegerla, parecía fundamental mantenerla a salvo. No entendía lo que hacía, pero sabía, de algún modo, que debía ayudarla a completar su tarea, si quería oír su voz, si quería decirle alguna vez… decirle alguna vez…
Abrí la boca para hablar, después me tragué las palabras. Pero debí de hacer algún pequeño sonido, pues Rojo se quedó muy quieto por un instante y volvió la cabeza. La densa venda le impedía ver, pero ahora sabía que estaba allí.
—En su casa creció y cambió, pero siguió siendo inconfundiblemente ella misma. Fuerte, dulce y sincera. Sin palabras, hablaba con él como nadie más podía, directamente a su corazón, con las manos llenas de gracia y desfiguradas, y aquellos ojos verdes. Aunque a veces a él le faltaban las palabras, ella lo entendía como nadie había hecho jamás. Él la observaba llorar sobre sus manos, hinchadas y endurecidas por el trabajo, y escuchaba a los demás tacharlas de feas. Veía lo que el resto era incapaz de ver: la fuerza, la bondad y la belleza de aquellas manos, y pasaba la noche despierto anhelando que aquellas manos lo tocaran. Pero le habían hecho daño y estaba aterrorizada, se encogía de miedo cada vez que él se le acercaba. Él no podía decirle lo que sentía en su corazón. No se atrevía a asustarla aún más, pues si la perdía, lo perdería todo. Cada día le quedaba más claro, mientras atendía los asuntos de su casa y su hacienda. Sin ella, no tendría vida.
Era evidente el disgusto en la voz de Conor mientras traducía, pero estaba obligado a ser preciso, pues al menos éramos tres allí los que entendíamos la lengua de los britanos. Entonces Conor dijo:
—Este relato empieza a no gustarme. —Su tono era como una cuchillada—. Si el hombre poseía tales sentimientos, ¿por qué la dejó a merced de un familiar suyo que era tanto un traidor como un loco? ¿Cómo un hombre que comete tal error de juicio podría ser digno de una mujer tan incomparable como la criatura que estás describiendo?
—Con el debido respeto —repuso Rojo, y su voz era tan queda que empezaron a oírse chitones para poder escucharlo—, mi relato aún no ha terminado; tendrías que dejarme acabar. Y es su respuesta la que he venido a oír, no la tuya.
—Deja que el hombre termine —intervino mi padre—. Para ser britano, no se defiende mal con las palabras. Escucharlo no nos obliga a nada.
—Mi padre dice que continúes. —El tono de Conor era cortante cuando se dirigía a Rojo.
—Gracias por vuestra gentileza, mi señor —repuso Rojo en la dirección que suponía estaba mi padre. Volvió a dirigirse a Conor—. Tienes razón —prosiguió—. El hombre cometió, como cuentas, un error de juicio. Uno que aún lo hace despertarse por la noche, en medio del terror, por lo cerca que estuvo de perderla entre las llamas. Por cómo su negligencia casi le cuesta la vida a la muchacha y la oportunidad de completar la terrible tarea que tanto significaba para ella. La creía segura, protegida por su nombre y su anillo de boda, segura en el corazón de su familia. Corrió el riesgo de partir de viaje en busca de su hermano, que también estaba en grave peligro; volvió con el tiempo justo para salvarla. Jamás pasó tanto miedo como aquella noche, jamás oyó un sonido que le llegara tan profundamente al corazón como su voz gritando su nombre, para avisarlo del peligro justo a tiempo cuando ella misma estaba al borde de la muerte. Por un momento, pensó, se permitió pensar, por un instante, la sostuvo en sus brazos y volvió a sentir su corazón completo. Después la dejó ir, pues estaba rodeada de hombres fuertes, fieros protectores de su propia familia. Estaba otra vez a salvo, y el motivo del largo y cruel hilado y tejido quedaba por fin claro. Había sacrificado su infancia para salvar a sus hermanos, quería a su familia sobre todas las cosas y su espíritu ansiaba regresar a casa de nuevo, al bosque salvaje y la tierra de cuentos místicos y espíritus antiguos del que él la había sacado. Ése era el lugar de su corazón, y si la amaba, debía dejarla marchar.
Los ánimos en la sala empezaron a cambiar sutilmente. Apreciaban una buena historia y ésta había sido contada con sentimiento, aunque algo entrecortadamente. Janis le había echado el ojo al narrador. La oí susurrar a una de las chicas de la cocina:
—Ése es un hombre y medio, eso es lo que es. Si ella no lo quiere, seré la primera en ofrecerle un lecho caliente para que pase la noche.
Y entonces oí la voz interior de Finbar, que pensaba que apenas había estado captando, tan distante como era su expresión.
Es un buen hombre, Sorcha.
Ya lo sé.
Suficientemente fuerte, para decir, ante todos, que se equivocó. Muy fuerte.
Ya lo sé.
—No pudo encontrar las palabras para despedirse. Titubeó. La había herido, al hablar desde el dolor de su espíritu. Había jurado que no le haría daño y lo había hecho. Le habría dicho… habría dicho: No importa si estás aquí, o allí, pues te veo delante de mí a cada momento. Te veo en la luz del agua, en el mecerse de los árboles jóvenes bajo la brisa de la primavera. Te veo en las sombras de los grandes robles, oigo tu voz en el ulular de las lechuzas por la noche. Eres la sangre de mis venas y el latido de mi corazón. Eres lo primero que pienso al despertarme y mi última visión antes de dormir. Eres… eres huesos de mis huesos, y aliento de mi aliento.
Su voz había quedado en un susurro. Yo tenía el rostro bañado en lágrimas.
—Dile —dijo Liam—, dile que si piensa que con sus bonitas palabras de amor se ganará a nuestra hermana como esposa, está muy equivocado. Sorcha jamás regresará a ese lugar, es hija de Sieteaguas y pertenece aquí.
Conor se lo tradujo y añadió:
—Mejor que hubieras abandonado entonces. Y no tomarte las molestias de venir hasta aquí. Sorcha apenas tiene dieciséis años y está bajo la autoridad de su padre. No pensarás que, incluso aunque ella quisiera, iba a consentirle que cruzara el mar y se uniera a un britano.
Rojo tomó aire.
—De hecho, jamás se me pasó por la cabeza. No habría venido de no ser… de no ser… de no ser por cómo se despidió, no habría venido jamás. Pero… pero… pero la manera en que… quiero decir, creí que había una pequeña esperanza, la más minúscula semilla de esperanza, y a lo mejor… quiero decir…
—¿Has terminado tu relato? —Conor era inflexible—. ¿Algo más que decir? Es tarde y hace frío.
—Voy a dejarlo claro —dijo Rojo, y su tono sonó más firme—. Entiendo que vuestra hermana no puede volver a cruzar el mar. Jamás me pasó por la cabeza. Por ese motivo he tardado tanto en venir a buscarla. Lo suficiente para arreglar los asuntos de Harrowfield, lo suficiente para ver a mi tío debidamente castigado por sus fechorías y para entregar la responsabilidad de mi casa y mi hacienda a mi hermano. No voy a volver. Tanto si Jenny me quiere como si no, he dicho adiós a esa vida.
Se hizo el silencio total. La magnitud de tal decisión fue comprendida por todos. Ni siquiera Conor, después de traducir aquellas palabras, tenía nada que decir. Y en cuanto a mí, mi mente apenas podía dar crédito a lo que Rojo acababa de decir. Y aun así, debía de ser la verdad. Sus bellas hectáreas, su brillante río, sus rebaños y piaras, la buena gente que lo amaba. El valle con su suave manto de robles y hayas, abedules y sauces. Los cuidadosos registros de tantas generaciones. Mi dibujo había sido la última página de aquel diario. La última página del último libro. Jamás vería sus jóvenes robles crecer para cobijar las criaturas de Harrowfield. Había abandonado todo eso por mí.
—Piensas quedarte aquí —intervino Liam incrédulo cuando por fin se rompió el silencio—. Un britano en nuestra casa, casado con nuestra hermana, a quien queremos más que a nuestra propia vida. Eres un majadero y un insensato.
Me volví hacia mi hermano, furiosa.
Espera un poco más, llegó el aviso silencioso de Finbar, y yo contuve mis palabras airadas.
Y entonces mi padre se puso lentamente en pie.
—Desátale, Sorcha —dijo con seriedad—. Quítale la venda que tapa sus ojos. Es tu decisión, tu elección. Ahora eres una mujer y el sacrificio que has hecho por tus hermanos te ha ganado el derecho a decidir tu propio camino, aunque no sea de nuestro agrado.
Liam hizo ademán de hablar, pero se lo pensó mejor. Lord Colum seguía siendo, después de todo, el señor de aquella casa. La sala se llenó con el silencio de la profunda emoción por lo que iba a suceder. Rojo no había entendido las palabras de mi padre.
Caminé hacia donde estaba sentado, me puse frente a él y alargué los brazos para desatarle el nudo de la venda. Lo hice con la mano derecha; pero la izquierda, en la que llevaba su anillo, le acarició el cuello, la piel blanca entre la túnica y el pelo corto, y se quedó allí con tanta dulzura como era capaz. Rojo inspiró con fuerza.
—Desátame las manos —dijo con tanta intensidad que me hizo temblar. Me agaché y le saqué el cuchillito de donde sabía que lo guardaba, oculto en la bota izquierda, le di la vuelta y corté una y dos veces las cuerdas que le ataban firmemente las manos. Se puso en pie, giró sobre sí mismo y sus brazos me rodearon, me cubrieron como si nunca fueran a dejarme marchar. Sentí sus labios en mi frente, bastante castos, pues incluso en aquel momento guardaba la compostura. Incluso en aquel momento parecía no estar seguro de mí. Pero sus ojos ya no eran fríos como el hielo, ya no los enmascaraba la reserva. Brillaban azules como el cielo de verano, su mensaje se leía con claridad y era fácil de responder. Me puse de puntillas, le cogí la cabeza entre las manos para poder besar aquella boca apretada, testaruda e implacable. No tenía práctica en aquel arte, pero me las apañé. Padriac me contó después que había hecho enrojecer a Liam y eso no era moco de pavo. Fue un beso que no me creía capaz de dar, un beso que le dijo directamente cuál era mi respuesta. Por un momento se apartó y susurró:
—No soy merecedor de este don, Jenny. —Pero yo le puse los dedos sobre los labios para que se callara.
—Mi vida —susurré— no se la entregaría a nadie más que a ti. —Y entonces su boca volvió a bajar hasta la mía y me mostró la profundidad de mi pasión cuando nuestros labios se aferraron, se saborearon, se separaron para coger aire y se volvieron a aferrar y a saborear. Y las lágrimas saladas que caían mientras me acariciaba el pelo no eran sólo mías, y acerqué mi cuerpo al suyo de manera que supe de la fuerza de su necesidad por mí. Aquél era el final de un viaje largo y difícil para ambos y la dulce excitación que recorría cada fibra de mi cuerpo me indicó que al mismo tiempo era el principio de un nuevo camino.
—Ejem. —Mi padre se aclaró la garganta y nos devolvió al lugar en el que estábamos. Nos volvimos a nuestro alrededor deslumbrados. La sala estaba casi vacía, no habíamos oído al resto de la casa marchar. Sólo quedaban padre y el silencioso Finbar.
—Llévate a tu hombre, hija —dijo mi padre con una sonrisita, aunque en sus ojos habían despertado recuerdos dolorosos—. Búscale un lugar caliente para dormir. Mañana tendremos tiempo de sobra para seguir hablando. —Después se echó la capa encima y salió con Finbar detrás. Mi hermano se detuvo en el umbral, la franja blanca de su única ala se había vuelto rosa a la luz de las velas, y esta vez habló en voz alta.
—El cuento ha terminado por fin —dijo, en la lengua que ambos entendíamos—. Sed felices. Os habéis ganado el uno al otro. El don de un amor tal sólo lo reciben algunos. Tenéis que aprovechar cada día.
Rojo apretó los labios contra mi pelo. Vi a Finbar salir por la puerta como una sombra. Después cogí a mi marido de la mano y lo conduje hasta mis propios aposentos, donde alguien había encendido una hoguera en la pequeña chimenea y había dispuesto velas, vino y copas, y un ramo de lavanda seca sobre el cojín. Oía cuánto le costaba a Rojo controlar su respiración, yo no estaba mucho mejor.
—Te… tengo miedo de hacerte daño —dijo—. Pe… pero te necesito, Jenny, te necesito tanto que me duele, no creo que pueda…
—Chsss —dije—. Está bien. Todo irá bien.
***
La vida real no es exactamente igual que los cuentos. En las antiguas historias, sucedían cosas malas y, cuando el relato se desarrollaba y llegaba a la triunfante conclusión, parecía que lo malo no hubiera ocurrido nunca. La vida no es tan sencilla como eso, no exactamente. Habría sido estupendo olvidar, completamente, el daño hecho a mi cuerpo y mi mente aquel día en el bosque por hombres que me utilizaron sin consideración. Pero esas cosas no se olvidan nunca del todo, aunque se difuminan con los años. Así que cuando nos acostamos juntos aquella primera vez, hubo un momento en que se me cortó el aliento al recordar el miedo y mi cuerpo se heló y se echó a temblar. Pero Rojo me sostuvo, me acarició el pelo, me susurró dulces palabras y me esperó. Y a la larga, mi cuerpo se abrió al suyo como una rosa, empezamos a movernos lentamente, después más rápido y suspiramos y gritamos y encontramos placer en los brazos del otro. Me enseñó que la unión entre hombre y mujer es, de hecho, algo de lo que maravillarse, regocijarse y reír. Hasta aquella noche, reparé en que no lo había oído reír nunca. Y en cuanto a los cotilleos que corrían por Harrowfield sobre mi marido, eran ciertos, pero se quedaban muy cortos.
Lo primero que hizo Rojo, después de que nos levantáramos a la mañana siguiente en una especie de bendito aturdimiento, con sonrisas tontas en la cara y apenas capaces de mantener las manos alejadas del otro, fue venir conmigo a la aldea y, mientras yo atendía a unos y otros, él se dedicó a aprenderse los nombres de todos los hombres, mujeres y niños de allí, a cómo saludarlos cortésmente en su propia lengua. Al principio lo miraban con inquietud. Pero sus intentos vacilantes por hacerse entender enseguida provocaron sonrisas y chistes, y veían perfectamente cómo nos queríamos. A mí me conocían y me querían, y si era mi hombre, bueno tenía que ser, britano o no. Pronto empezaron a pararlo para que admirara una cerda u ofreciera consejo, mediante complicados gestos, para sustituir la madera podrida del establo o ayudar a mantener un poste recto mientras lo apuntalaban. Con el tiempo, se los ganó a todos.
En casa fue algo más difícil. Ese primer día fue interrogado a conciencia por Liam y Donal, pues que aceptaran mi decisión no quería decir que les tuviera que gustar.
Conor, para nuestra sorpresa, dijo poco. Lo descubrí mirándome con sus ojos graves, con una especie de aceptación irónica, y cuando más tarde lo llevé a un aparte a solas, me dijo:
—¿Te pareció injusto, verdad? Obligarlo a revelarse ante nosotros de ese modo.
—Fuiste duro con él —le dije—. Pensaba que al menos tú lo verías por lo que es, sin someterlo a dicha prueba.
Conor sonrió.
—Sin esa prueba, a lo mejor jamás te habría dicho lo que sentía. Sabía que erais el uno para el otro. No veo el porvenir como Finbar, pero este encuentro de espíritus era tan inevitable como el camino del sol y la luna por el cielo. Lo sé desde hace tiempo, pero habría sido un error ponerle las cosas fáciles. Ambos teníais que aprender el poder de la pérdida, antes de que entrarais en razón. Dime, ¿te ha vuelto a visitar ese ser del otro mundo que ha guiado tu camino? ¿La has vuelto a ver desde que volviste a casa?
—¿Cómo sabes tanto? —Estaba sorprendida, y habría estado molesta de no ser mi alegría tan enorme como para eclipsar todo lo demás.
—Tengo motivos para poner las habilidades que poseo a prueba de vez en cuando —dijo Conor—. Son precarias; han bastado hasta el momento, pero no por mucho tiempo. Pronto tendré que abandonar este lugar y partir en otro viaje, puede que tarde en volver a verte. Me tranquiliza verte tan satisfecha después de lo que has pasado. Creo que estaba así dispuesto.
—¿No estarás diciendo… no estarás diciendo lo que creo que estás diciendo? Que todo ha sido… todo… ¿que todo ha sucedido para tener este final? Que él y yo… no, no puedo creerlo. —Sus palabras me llenaron de confusión. Tenía que estar equivocado, seguro. No éramos simples marionetas, sino hombres y mujeres que hacían sus propias elecciones.
—Una cosa es segura —dijo—. Jamás recibirás respuesta de las hadas. Pues su juego es muy largo y nuestras historias las piezas más insignificantes de su enorme plan. Piensa en ello. Ambos habéis sido sometidos a numerosas pruebas, ambos habéis demostrado ser fuertes, lo suficientemente fuertes para sus objetivos. Tanto que, de hecho, por poco los truncáis, pues ambos decidisteis abandonar lo que más queríais, con la esperanza de que el otro hallara la felicidad. Las hadas no esperan tanto altruismo.
—Pero… pero ha sido una crueldad. Para nosotros hay un final feliz, ¿pero y padre? ¿Y Finbar? Y un hombre de la gente de mi… de mi marido, un buen hombre murió protegiéndome. ¿Qué pasa con el niño que Oonagh se llevó? Diarmid y Cormack se han ido y tú dices que también te vas a marchar, pronto no quedará familia en Sieteaguas. Casi podría creer lo que dijo la dama Oonagh aquel día, que ella y la Dama del Bosque eran una y la misma, pues la línea entre la luz y la oscuridad es en verdad fina. ¿Qué final podría merecer tantas pérdidas?
—Les importa poco a quién desechan —repuso Conor—. Pero en este juego hay, como he dicho, un objetivo aún mayor que escapa a nuestra comprensión. Puede que esté equivocado. El tiempo lo revelará. Tu parte en él, confío, ha terminado y tu camino es ahora recto y sincero. Habrá una familia y años prósperos. Pero hay una cosa que debes recordar, si olvidas todo lo demás. No existe el bien ni el mal, excepto en la manera de ver el mundo. No hay luz ni oscuridad, salvo en tu propia visión. Todo cambia en un suspiro y, aun así, todo permanece de la misma manera. Si deseas saber qué va a pasar, deberías preguntárselo a Finbar. Y ahora basta de cosas tan serias. Mejor ve a rescatar a lord Hugh de las garras de Liam, antes de que sufra más. Venga, vete.
Rojo les había respondido bien, por el momento. Se quedaría, cuidaría de mí y se buscaría una ocupación. Tenía habilidades que podía emplear, sabía de agricultura, de ganado y de cosechas. Podía pelear, si era necesario, pero había una cosa que no pensaba hacer: levantarse en armas contra su propia gente. Debía quedar perfectamente claro que no iba hacerlo, bajo ningún concepto. Padre asintió, satisfecho. Donal gruñó que hablar estaba muy bien, pero que verían de qué pasta estaba hecho en el patio de prácticas. Rojo, como sabía que haría, aceptó el desafío al instante. Sugirió que aquella tarde podía ser un buen momento. Los ojos de Donal se encendieron. Liam, con expresión severa, no decía demasiado. Después llegué al salón donde estaban y una dulce sonrisa se dibujó en la boca de Rojo al verme, y una luz cálida se despertó en sus ojos, que debían de ser reflejo de los míos. Me puse a su lado y ambos rodeamos al otro con un brazo, pues era imposible estar tan cerca y no tocarse.
—Muy bien —dijo Liam—. Si te va bien, nos puedes mostrar tus habilidades esta noche. ¿Estás seguro?
—Eso creo —repuso Rojo con seriedad.
A lo mejor no le convenía demasiado retirarse conmigo arriba antes, pero no había manera de evitarlo, pues nuestros cuerpos nos hablaban de un modo que no podíamos acallar. Estábamos, supongo, recuperando el tiempo perdido. Más tarde, yo estaba tumbada en la cama tapada sólo con una sábana y lo observaba vestirse con algo de reticencia.
—¿No estarás cansado? —pregunté sonriendo—. Mis hermanos son hábiles en las artes de la guerra y estarán ansiosos por demostrar que llevan razón. ¿Estás seguro de que podrás?
Se pasó la túnica por la cabeza.
—Hoy podría con tres gigantes, cada cual más grande y feo que el anterior y sin despeinarme —dijo. Ya empezaba a hablar como nosotros—. Quédate aquí, volveré antes de que te des cuenta. —Y me rozó los labios con los suyos, se separó de mí con dificultad y salió abrochándose un cinto de espada prestado.
No me quedé en la cama, subí a una ventana superior desde donde podía observarlos. Fue un combate interesante. Liam y Rojo estaban, pensé, bastante igualados; la ventaja que podía tener Liam en experiencia quedaba contrarrestada por la mayor altura y constitución de Rojo y su sorprendente rapidez de pies. En cualquier caso, lo que empezó como una fiera competición se convirtió primero en una demostración y después en una lección, primero uno y después el otro, en las técnicas del combate armado y a manos desnudas. Donal se añadió, y más tarde también otro grupo de hombres. Vi a Rojo enseñarles cómo ejecutar la patada voladora con el pie extendido; después sacaron los caballos y vi a Liam enseñarle el truco de agacharse encima de la silla para evitar un golpe y volver a subir con un movimiento fluido. Ambos tenían unos cuantos moratones. Oí una carcajada. Cuánto habría disfrutado Diarmid presumiendo de sus habilidades con la lanza, pensé. Y Cormack habría estado en medio, haciendo remolinos con la vara en la mano. No habíamos recibido noticias de ninguno de los dos, sus sillas permanecían vacías en la mesa. Después me fui sola, y subí por los escalones de piedra, arriba, arriba, al lugar en el que me podía sentar sobre las tejas y mirar la neblina gris azulada del bosque en invierno. Sabía que encontraría allí a Finbar. Me senté a su lado, temblando un poco, pues la brisa era fría.
Háblame, cariño. Con tanta alegría en mi corazón me resulta difícil soportar tu soledad.
No tendrás que soportarla durante mucho tiempo.
—¿Qué? —Hablé en voz alta, pues sus palabras me habían conmocionado—. ¿Qué quieres decir?
No tardaré mucho. Ya no me queda nada por hacer aquí.
¿Adónde vas?
Lejos. Estaba siendo muy cuidadoso, había bloqueado su mente, salvo por el breve mensaje que era lo único que estaba dispuesto a compartir.
¿Por qué ya no hablas conmigo? ¿Qué pasa? Se movió sobre las tejas, y el ala se extendió un poco, para equilibrarlo.
¿Eso me preguntas? —Nos quedamos callados. No veía cuál sería su futuro, sólo sabía que antaño ardía por arreglar el mundo, hacer justicia y descubrir la verdad. Aquel muchacho apasionado había desaparecido, yo no conocía al hombre que había ocupado su lugar—. ¿Hay algo que quieras saber?
Sacudí la cabeza. Había decidido que no quería preguntarle lo que me deparaba el futuro. Esperaba que fuera bueno y feliz, y tener a mi marido siempre a mi lado.
Pero no preguntaría.
Mientras estábamos allí sentados, en silencio, una imagen llegó a mi mente. Al principio pensé que era una que ya me había enseñado antes, en la que una Sorcha pequeña saltaba y corría bajo los grandes árboles, la bañaba la luz moteada. Pero era distinta, pues aquella niña tenía una melena cobriza que le caía por la espalda como una cortina brillante, y corría otro niño detrás de ella, un crío moreno que gritaba: ¡Niamh, espérame! Eran los mismos niños que había visto en mi mente, el día de la pira. Y en algún lugar de la periferia de la visión, había otro infante, pero con mirada hambrienta, aunque esa figura no se veía con claridad. La niña estiró los brazos y empezó a dar vueltas sobre sí misma, con los pies desnudos sobre la tierra suave, su vestido ondeaba a su alrededor, y la luz perforaba el dosel de árboles y convertía su pelo caoba en oro puro. Después la luz se desvaneció, la imagen desapareció y mi hermano cerró su mente con firmeza.
Eso es todo lo que veo.
Es suficiente. Volví a estremecerme. Había olvidado ponerme una capa.
Nos marcharemos todos, uno tras otro. No habrá hijos varones. Serán tus niños, y los suyos, los que heredarán Sieteaguas.
—¡No digas eso! —dije en voz alta y bruscamente—. ¡No tientes al destino! No puedes saberlo todo.
Algunas cosas sí las sé. Volvió a retirarse al silencio, con los ojos puestos a lo lejos, más allá del lago, hacia el oeste.
***
Algún tiempo más tarde, vinieron unos hombres a por Conor. Dos hombres muy ancianos que viajaban a pie. Llevaban el pelo peinado en numerosas trencitas, collares de plata al cuello y hábitos que se movían con fluidez alrededor de sus estructuras enjutas. Era la llamada que había estado esperando. Me costó creer, al principio, que pudiera abandonar la casa tan fácilmente, pues siempre había estado allí, la voz del equilibrio y la razón, el hermano que tenía el poder de moderar entre los otros, aquel que había poseído la fuerza de voluntad suficiente para arrastrar a sus hermanos hasta Harrowfield, al otro lado del mar, para ser sanados al fin. Pero era su llamada. No podía aprender las antiguas costumbres, las artes místicas y, al mismo tiempo, mantener la familia y la túath. Tenía que adentrarse en los bosques y las cuevas profundas, más allá del alcance y el conocimiento de la gente corriente. Pasarían años, muchos años de estudio y práctica, antes de que se convirtiera en uno de la hermandad.
Me pareció que los ojos de aquellos dos ancianos miraban a mi hermano con profundo respeto, por novicio que fuera. ¿No había pasado la mayor parte de los últimos tres años como criatura salvaje y había mantenido su conciencia humana durante todo el tiempo? ¿No poseía ya considerables habilidades para manipular los elementos, instigar nieblas cegadoras y vientos caprichosos? Podría ser tarde, pero no demasiado para comenzar sus años de disciplina. Se haría fuerte, uno de los más fuertes entre los suyos. Lo honré por ello, pero no menguó mi dolor por perderlo.
Se despidió en el salón, abrazó primero a padre, después a Liam, le dio una palmada a Donal a la espalda y despeinó a Padriac. A Rojo lo agarró por el hombro.
—Cuida de mi hermana —le dijo—. Mantenla a salvo.
Pero Finbar y yo lo acompañamos hasta el límite del bosque y nos quedamos allí para verlo partir. Los dos ancianos esperaron en silencio. Conor no tocó a Finbar pero habló con él y oí sus palabras.
—Sé fuerte, hermano. Tu viaje apenas ha empezado.
Finbar lo miró directamente a los ojos.
—A veces el camino está oscuro.
—En su interior hay una luz. —Conor extendió una mano y acarició a su hermano en la frente, con mucha suavidad. Después se volvió hacia mí y me rodeó con los brazos, apretándome tanto que apenas podía respirar—. Adiós, lechucita.
Me tragué las lágrimas, pues sabía que era su camino y que debía seguirlo. Se cubrió la cabeza con la capucha, cogió su vara de haya y los tres subieron por el camino hacia el bosque, y en el espacio de tiempo que le cuesta a una pequeña nube pasar frene al sol, habían desaparecido.
***
Una tarde los hombres se enzarzaron en una animada discusión después de la cena. Liam acababa de regresar de hacerle una visita a Seamus Barbarroja. Había traído de vuelta una pareja de cachorros de perro lobo y noticias. Estaban planeando una especie de expedición que no se molestaron en explicarme. También habían metido a Rojo, y yo medio escuchaba las palabras mientras estaba sentada junto a la hoguera, bostezando sobre mi aguamiel.
—Seamus ya no es ningún chaval —expuso Donal a las claras—. ¿Tiene fuerza para esto y podrá mantenerlo?
—No le faltará ayuda. —El tono de Liam era grave—. Nos aseguraremos de eso. No voy a ver al hijo de Eilis criado en una casa enemistada con la mía.
—Esos territorios son muy extensos —comentó Rojo mientras miraba el mapa desenrollado encima de la mesa ante ellos—. ¿No te preocupa que Seamus, si le entregas el control del otro señorío además del suyo, se vuelva contra ti en un intento por querer todo para sí?
—Seamus ha sido siempre leal y conoce nuestra fuerza —repuso Liam—. Le interesa más que a nadie supervisar las tierras de Eamonn hasta que el chico alcance la mayoría de edad, y conservar Sieteaguas como su aliado. Es el abuelo del niño, a otros les resultará difícil desafiar su posición.
No estaba segura de querer escuchar mucho más. En concreto, sabía que no quería escuchar exactamente qué planeaban para Eamonn mismo, pues parecía que no había lugar para él en el panorama que dibujaban. Así que me levanté y fui a encender una vela, pensando en retirarme a dormir, y cuando miré hacia la puerta principal, crucé la mirada con Finbar justo antes de que se escabullera fuera. Era muy tarde y no llevaba capa. Tenía una mirada salvaje y extraña. Pero a lo mejor sólo quería estar solo, como todos de vez en cuando. Quizá volviera pronto. Esperé, mientras observaba la puerta, y Finbar no regresó. Al final ya no puede esperar más. Hablé con Rojo en voz baja, pues no deseaba alarmar a mi padre por nada. Los dos cogimos nuestras capas, las botas y una linterna y nos fuimos a buscar a Finbar.
Había llovido pero el aire estaba ahora claro y húmedo. Sus huellas eran fáciles de seguir en el suelo tierno, hasta el remanso secreto en cuya orilla superior crecía el pequeño abedul. Pero mi hermano no estaba por ningún sitio. Paseamos por la orilla, arriba y abajo, buscándolo con la linterna hasta que la luna surgió de su velo de nubes y lanzó un destello frío sobre el bosque. Justo en el borde del lago, donde la última huella señalaba el límite entre arena blanca y agua clara, algo me llamó la atención. Rojo sostuvo la linterna y nos agachamos para mirar más de cerca. Allí estaba el amuleto de mi hermano, con la cuerda aún intacta, y algunos jirones de fibra tejida, que podrían haber sido estrellada, y una única pluma blanca. Pero de Finbar no había rastro, no aquella noche, ni la otra, ni de Imbolc a Lugnasad. Había desaparecido sin dejar rastro como si hubiera vuelto a transformarse. Pero no podía ser. Eso lo sabía. No creía, como muchos, que se había metido en el lago y se había ahogado. Su relato, presentí, sería el más extraño de todos. Sólo esperaba saber un día la verdad.
Todos se marchaban. Todo estaba cambiando. Seguíamos sin recibir noticias de Diarmid o Cormack, ni de su búsqueda, ni de la dama Oonagh o su hijo, aunque sabía que Liam había enviado mensajeros a investigar desde Tara a Tirconnell. En mi corazón temía por ellos y creí ver el mismo miedo reflejado en el rostro de mi padre. Y ahora Padriac estaba construyendo un barco junto al lago. No lo veíamos demasiado, ni a los muchachos que lo ayudaban. Era una pena, decía, no poder volar, no es que se acordara, no muy bien, pero sabía que había tierras más extensas y mares más anchos que explorar, eso era lo que pensaba hacer cuando su embarcación estuviera lista. Miró mapas, elaboró cartas de navegación y estudió libros viejos. Recordé lo que Finbar había dicho una vez de aquel hermano más joven. Llegará lejos. Más lejos que ninguno de nosotros. No pensé que se refería a esa lejanía. Y era joven, demasiado joven, le dije, para pensar en salir a navegar y abandonarnos.
—Soy mayor que tú —señaló Padriac—. Y tú vas a tener un niño. Eso me convierte en tío. Así que debo de ser suficientemente mayor.
Pues yo, de hecho, estaba encinta. Nacería en la siguiente festividad de Meán Fómhair, el equinoccio de otoño, supe que tendría el pelo del color cobre de las hojas de haya. Rojo estaba preocupado, tenía tendencia a mimarme como si fuera alguna planta delicada que proteger a toda costa. Yo me reía de él, pero hacía lo que me pedía. Llegó la primavera y el clima se volvió más apacible, y seguía sin haber noticias. Después, un día mi padre emprendió su propio viaje.
—Mis chicos no han regresado —dijo—. Me corresponde a mí, ahora, buscarlos y conseguir que vuelvan sanos y salvos a casa, los tres. Ésa es mi búsqueda —añadió cuando primero uno y después el otro se ofrecieron a ir con él—. Si los traigo a casa puede que deshaga parte del daño que he causado a mi familia. Te dejo en buenas manos, hija mía —dijo, y me besó en la mejilla y agarró a Rojo por el hombro con mano fuerte—. Mi casa está bien gobernada y mi gente protegida. Es hora de despedirme. —Le chocó la mano a Liam y sus mejillas se rozaron, abrazó a Padriac y después se fue, desapareciendo por el camino con la ropa sencilla que había escogido, y yo esperé que el rastro del hijito que le habían arrebatado no estuviera demasiado frío.
Así que, uno a uno, mis hermanos se fueron marchando de Sieteaguas. Siempre habíamos dicho que estaríamos allí los unos para los otros, mientras viviéramos. Siempre habíamos dicho que, como los siete arroyos de los que nuestro hogar tomaba su nombre, éramos parte de un mismo todo y que nuestras vidas estarían entrelazadas. Que nada podría separarnos, a pesar de la distancia. Y aun así, pronto sólo quedaríamos allí Liam y yo. Liam canalizaba con fuerza sus intensas energías en restaurar lo que mi padre había dejado escapar entre sus dedos. Liam el incansable, el que jamás sonreía, trabajaba como un poseso, demandaba y recibía una lealtad inquebrantable de toda su gente. Ahora tenía motivos para agradecer, aunque a regañadientes, la presencia de lord Hugh en su casa. Pues era Rojo el que resolvía las disputas entre una aldea y otra, mientras Liam se encerraba con Seamus Barbarroja para discutir los puntos más delicados de su estrategia. Era Rojo quien se encargó de reforestar la tierra que la dama Oonagh había devastado, quien le explicaba a la gente cómo se debía plantar antes de cosechar y qué árboles crecerían más deprisa, para asegurar una buena reserva de madera en los años venideros. Era Rojo quien velaba por los granjeros, trajo nuevo ganado y enseñó a la gente a arreglar muros de piedra y reparar techos de paja. Hacia la primavera, Liam admitió, de mala gana, que no sabía cómo nos las habríamos apañado sin él.
***
En Meán Earraigh, cuando la noche y el día se igualan y la tierra se viste con sus ropajes primaverales tras el largo frío del invierno, me llevé a Rojo por el lago y a través de los bosques a un lugar que hacía mucho que no visitaba. Allí el padre Brien, el ermitaño, había vivido su vida ordenada y solitaria. Allí los hijos de Sieteaguas habíamos aprendido lenguas secretas y símbolos extraños. Allí había atendido a Simon por primera vez y se habían plantado las semillas de una parte de mi historia. Le había explicado a Rojo que era un lugar que debía visitar para poder estar en paz. Un lugar en el que había vivido un viejo amigo.
No le hizo ninguna gracia la idea de que fuera cabalgando, pues temía que me pasara algo a mí o la niña, y sólo aceptó ir si me llevaba él en su caballo, donde, dijo, me podía tener controlada. Así que subimos sin prisa por entre los grandes robles; su enorme altura y las hojas doradas que colgaban de las ramas más altas, donde la hierba sagrada tenía su hogar y su refugio, le hicieron guardar silencio. El día era bueno y cálido. La cueva estaba vacía, las estanterías desnudas y la pequeña granja desierta. El olor del miedo y la enfermedad que alguna vez reinara en aquel pequeño hogar se había ido y la luz oblicua del sol proporcionaba a la cueva y a la celda una quietud cálida que daba la sensación de que ambas estuvieran esperando a que alguien llegara y las adoptara como residencia tranquila y silenciosa. Nos sentamos en las rocas junto a los serbales y compartimos el agua, pan y frutos secos que llevábamos con nosotros. El caballo pastaba satisfecho en la hierba fresca de la primavera.
No había necesidad de palabras entre nosotros. Cuando terminamos de comer, Rojo se sentó detrás de mí, me envolvió con las piernas y me puso los brazos alrededor de la cintura, de manera que yo podía apoyarme en él y él descansar con suavidad sus manos en mi barriga, donde la niña que crecía dentro apenas se notaba aún.
—Este lugar guarda recuerdos para ti —dijo al cabo del rato—. Lo que sucedió te afectó profundamente.
Asentí. No habíamos hablado nunca de Simon, no desde que yo había dejado Harrowfield. Pero pensaba en él a menudo. Había en su historia una terrible ironía, pues temía que el hermano que siempre había querido la tierra y la autoridad, que siempre había detestado ser el segundo, había descubierto que, una vez le fue entregado el inesperado y maravilloso regalo de Harrowfield, quería en realidad algo totalmente distinto. Pues era su destino desear siempre lo que no podía tener. Pero Elaine parecía una muchacha fuerte y sabia, y lo amaba. A lo mejor eso le bastaba.
—¿Quieres hablar de ello? —preguntó Rojo.
—En realidad no —dije. Algunas cosas es mejor no decirlas, incluso a aquellos a los que uno ama. Nos quedamos callados un rato más, escuchando el sonido de una alondra, arriba entre los árboles—. ¿No te arrepientes de haberlo dejado todo? —pregunté—. ¿No querrías volver, a veces?
Sus manos se movieron con suavidad por mi vientre. Pensé, esta niña va a ser tan querida que seguro que su camino en la vida será afortunado, ancho y recto, lleno de luz.
—¿Cómo no voy a estar satisfecho con lo que tengo? —repuso Rojo en voz baja—. Pues lo tengo todo. —Y más tarde, regresamos lentamente a casa bajo las grandes ramas arqueadas del bosque, junto a las aguas rizadas del lago y por entre los setos de espinos. El caballo caminaba con cuidado, como consciente de la preciosa carga que transportaba, y los brazos de mi marido nos rodeaban con fuerza y dulzura a mí y a su hija. Y si las hadas nos observaron, mientras planeaban el siguiente capítulo de su larga historia, no oímos de ellas ni un susurro, mientras cabalgábamos de vuelta a Sieteaguas.